Acabadas
las clases en la Normal del primer curso, era obligado e ineludible
para obtener el título de maestro, la asistencia a un cursillo
durante el mes de julio, repartido así: la primera quincena, en el
Colegio Menor del Cristo; la segunda, en el Campamento de Luarca.
Aquellos
quince días en el Colegio Menor los recuerdo con alegría por la
diversidad de clases encaminadas a proveernos de mecanismos y
técnicas que llevar a las clases:
Clases
de dramatización y guiñol; redacción de los textos y las técnicas
del movimiento en el escenario; la preparación de una revista
escolar; uso de la multicopista y la imprenta; clases prácticas de
encuadernación; prácticas de orientación con uso e interpretación
de las escalas de los mapas; elección del terreno y asentamiento de
la tienda de acampada.
En
la pista deportiva conocí por primera vez las zonas destinadas a las
distintas actividades: piscina, saltos, carreras de fondo y
velocidad, lanzamientos, baloncesto y balonmano.
Aprendimos
las normas y reglas de juego y arbitraje para poder aplicarlas en el
patio escolar. Yo, que había practicado en el instituto el
lanzamiento de peso, me decanté por esa modalidad.
Sin
embargo, aquel ambiente dentro del colegio, me di cuenta un año
después, era una imagen del que viví en los acuartelamientos
militares, en cuanto al uso de consignas, encuadramientos,
desfiles y otros signos de que se valían algunos profesores, que no todos.
La
O.J.E. corría a cargo de estos campamentos y estaba dirigida por el
personal que en los sesenta aún estaba en pleno vigor. Bastaba con ver en las fachadas de
los Colegios Menores de la época el escudo. Se notaba también en la vestimenta que nos pidieron: pantalón gris y chaqueta
azul, corbata, bota crema de suela blanca, obligada y uniformada, a la vez que cómoda y elegante, la que conocía por mis compañeros del instituto de Llanes, residentes en el Colegio Menor anexo. Además, en cuanto a los
himnos y canciones que nos enseñaban, coincidían bastante con la instrucción militar, pero de eso me percaté un verano después. A ver quién era el guapo que se resistía a cumplir las normas. Lo comentábamos entre los más íntimos, pues tampoco se podía
uno fiar de nadie.
Fueron
quince días de "Cara al sol", "Bella chao",
piscina, cancha, clases teóricas, rancho y alguna salida por la ciudad y marcha hasta el Naranco.
Un
día me llegó noticia que las notas finales del primer curso de
Magisterio se recogían en la conserjería. Bajé con otros
compañeros a buscarlas. El bedel no estaba en esos momentos y
tuvimos que esperar un largo tiempo sentados en la escalinata de
entrada. Enfrente, varios maestros vigilaban el patio de la Escuela
Aneja, donde yo habría de hacer las prácticas en el curso siguiente.
Me senté en los escalones a revisar las dieciséis papeletas que me entregó el bedel y respiré hondo al comprobar el buen resultado de todas, pero tampoco expresé una alegría desmedida al ver la cara de algunos compañeros. El primer objetivo había sido alcanzado. Como aún en casa no teníamos teléfono, por la noche escribiría para
darles la noticia.
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