domingo, 14 de enero de 2018

121.- Colegio Menor del Cristo

 Acabadas las clases en la Normal del primer curso, era obligado e ineludible para obtener el título de maestro, la asistencia a un cursillo durante el mes de julio, repartido así: la primera quincena, en el Colegio Menor del Cristo; la segunda, en el Campamento de Luarca.
Aquellos quince días en el Colegio Menor los recuerdo con alegría por la diversidad de clases encaminadas a proveernos de mecanismos y técnicas que llevar a las clases:
Clases de dramatización y guiñol; redacción de los textos y las técnicas del movimiento en el escenario; la preparación de una revista escolar; uso de la multicopista y la imprenta; clases prácticas de encuadernación; prácticas de orientación con uso e interpretación de las escalas de los mapas; elección del terreno y asentamiento de la tienda de acampada.
En la pista deportiva conocí por primera vez las zonas destinadas a las distintas actividades: piscina, saltos, carreras de fondo y velocidad, lanzamientos, baloncesto y balonmano.
Aprendimos las normas y reglas de juego y arbitraje para poder aplicarlas en el patio escolar. Yo, que había practicado en el instituto el lanzamiento de peso, me decanté por esa modalidad.
Sin embargo, aquel ambiente dentro del colegio, me di cuenta un año después, era una imagen del que viví en los acuartelamientos militares, en cuanto al uso de consignas, encuadramientos, desfiles y otros signos de que se valían algunos profesores, que no todos.
La O.J.E. corría a cargo de estos campamentos y estaba dirigida por el personal que en los sesenta aún estaba en pleno vigor. Bastaba con ver en las fachadas de los Colegios Menores de la época el escudo. Se notaba también en la vestimenta que nos pidieron: pantalón gris y chaqueta azul, corbata, bota crema de suela blanca, obligada y uniformada, a la vez que cómoda y elegante, la que conocía por mis compañeros del instituto de Llanes, residentes en el Colegio Menor anexo. Además, en cuanto a los himnos y canciones que nos enseñaban, coincidían bastante con la instrucción militar, pero de eso me percaté un verano después. A ver quién era el guapo que se resistía a cumplir las normas. Lo comentábamos entre los más íntimos, pues tampoco se podía uno fiar de nadie.
Fueron quince días de "Cara al sol", "Bella chao", piscina, cancha, clases teóricas, rancho y alguna salida por la ciudad y marcha hasta el Naranco.
Un día me llegó noticia que las notas finales del primer curso de Magisterio se recogían en la conserjería. Bajé con otros compañeros a buscarlas. El bedel no estaba en esos momentos y tuvimos que esperar un largo tiempo sentados en la escalinata de entrada. Enfrente, varios maestros vigilaban el patio de la Escuela Aneja, donde yo habría de hacer las prácticas en el curso siguiente.
Me senté en los escalones a revisar las dieciséis papeletas que me entregó el bedel y respiré hondo al comprobar el buen resultado de todas, pero tampoco expresé una alegría desmedida al ver la cara de algunos compañeros. El primer objetivo había sido alcanzado. Como aún en casa no teníamos teléfono, por la noche escribiría para darles la noticia.


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