Acabado el primer trimestre, la patrona me dio el aviso de que no podría continuar con ellos, pues con la cocina del bar y los dos niños, ya tenía más que suficiente para ella.
Sentí mucho salir de aquel entorno familiar y de amistad del que disfrutaba en Vallobín. Había conocido a varios clientes del bar, con los que tenía muy buen trato y compartíamos mesa al mediodía. Además perdería el contacto con mi tía abuela, María Sobrino Tamés. También echaría de menos la ruta hasta la Normal que la tenía más que medida y, aunque me pareciese bastante larga, no sabía que la nueva habría de ser aún mayor en longitud y desnivel.
En ese trimestre que pasé en Vallobín, tuve la ocasión de entablar amistad con un vecino de Posada que conocía de verlo por las fiestas de los pueblos con el puesto de sidra de Ramón Parres.
"Katanga" estaba cumpliendo el servicio militar en el Ferral de León, por lo que creo que era de mi misma edad, pues yo que tenía cumplidos los veintiuno, gozaba de prórroga por estudios y era la edad en que nos llamaban a filas.
Unos cuantos domingos que vino de permiso, se pasó por el bar "La Cueva" a saludar a los dueños con quienes tenía buen trato y amistad y por la tarde, me llevó con él a recorrer algunas callejas y rincones oscuros de la movida por el Oviedo antiguo. Yo le seguía prudencialmente con refrescos a sus cubas libres, por falta de costumbre y aficción, hasta que llegada la hora del tren, le acompañaba hasta la estación del Norte. Él seguía para El Ferral y yo para Vallobín. Siempre que nos vemos, hablamos de aquellos recuerdos compartidos que para mí fueron pura aventura, ya tan lejana.
La vuelta en enero, estrené fonda, patrona, amigos, barrio y ruta.
En la calle Fray Ceferino, cerca del Hospital Militar, habían edificado recientemente una línea de bloques de bajo y primer piso destinados exclusivamente a los empleados de la línea ferroviaria de "Económicos" y a los nuevos conductores de los autobuses con el mismo timbre.
La ruta hasta la Escuela de Magisterio era más del doble que la que tenía desde Vallobín, por lo que me exigía más tiempo de regreso. A los alumnos del primer curso nos adjudicaron el horario matutino, de 9h a 15h; a los de segundo, el vespertino: de 15h a 21h. Por las tardes, después de acabar las tareas, asistí a dos alumnos, en clases particulares a domicilio, que vivían también en los mismos bloques de viviendas, de siete a nueve. Este complemento mensual me vino muy bien como extra para libros, ropa y otros gastos. Suponía el equivalente de la pensión para diez días. Me llovieron otras clases, pero no debía quitar más horas del estudio. Teníamos dieciséis asignaturas, seis diarias y de todas nos mandaban tareas y estudios. Aparte de eso, algún día a la semana lo dedicaba a la Biblioteca Municipal que me quedaba cerca de la Catedral, a unos dos kilómetros aproximadamente de distancia. Después de la comida, pasaba los apuntes del día a máquina y así tenerlos ordenados en carpetas por asignaturas y más legibles para el repaso.
La vivienda pertenecía a Josefina Sánchez Inclán, hermana de mi amigo Pepín del "Bar La Gloria" a quien había conocido de mi trabajo en las obras estivales, cuando en días de invierno acudía al mediodía para comer en su establecimiento y en los domingos cuando bajábamos al Cinemar, nos acercábamos para tomar algún refresco con unos cacahuetes bien tostados que nos ponía de regalo. Por referencia de Pepín, fue como encontré mi nuevo alojamiento y también el afecto y confianza que recibí desde un principio.
Josefina y su marido, Quinu, que era empleado de Económicos, vivían en aquel piso con sus dos hijas, de unos ocho y seis años respectivamente, Mª Sol y Mª José.
Además de mi compañero de habitación, Ramón Martínez Sobrino, "el Poícu", que estudiaba también primero de Magisterio, alquilaban otra habitación Marujina Balmori, de Bricia, que estaba haciendo un curso en Oviedo y Solita, otra chica que trabajaba en la fábrica de cartonajes en Lugones.
Los cuatro nos juntábamos, al menos en la cena y algunos de los pocos fines de semana que yo no venía a casa, en la mesa del comedor-sala-cocina, también al mediodía.
El trato que nos daba Josefina era irreprochable y más que patrona parecía una madre que miraba por nosotros y se reía de nuestras conversaciones, mientras tejía y repasaba la ropa. Era una mujer muy trabajadora y además de la casa, llevaba la limpieza de alguna vivienda.
El cuarto de "Los Ramones", como le llamaban ya en casa, era pequeño, pero siempre estaba bien recaldado, por lo poco que teníamos que guardar. Las maletas posaban bajo la cama y en el pequeño armario compartíamos espacio los dos para colocar la ropa. En sendas cajas guardábamos nuestros apuntes. La mesita era compartida entre las dos camas, una alfombra y una lámpara medio araña, medio luciérnaga que nosotros habíamos convertido en el faro de Alejandría con unas bombillas de mayor wataje que mi compañero había adquirido en "Botas" y que antes de salir las desenroscábamos para que pasasen desapercibidas. De todos modos, la energía creo que la pagaba la empresa y tampoco derrochábamos, si bien, nos quedábamos hasta la madrugada estudiando o pasando apuntes con las máquinas.
Ramonín Sobrino, unos años menor que yo, era inteligente y memorión, pero sobre todo, un cómico con una sorna muy propia de todos los poícos, que yo entonces conocía del instituto. En los próximos capítulos contaré alguna de las hazañas, con su permiso, por hacer más divertidas estas narraciones costumbristas. De esta pensión, me viene a la cabeza siempre esta:
Habíamos emprendido el aprendizaje de la flauta dulce justo en enero, cuando D. Manuel el profe de música nos había exigido comprarla o pedirla para Reyes. Yo creo haber contado que antes de marchar de vacaciones de Navidad, me pasé por la tienda de música que había al lado de la plaza de El Fresno, junto a la iglesia de San Francisco. Cuando comenzamos en enero, ya tenía aprendida la escala por el panfleto que venía en la caja de la Honner de madera. Recuerdo que el precio había sido de 100 pesetas, las mismas que pagaba de pensión completa diaria. Nunca mejor empleado vi aquel dinero, por la satisfacción de hacerla sonar, de aprobar la asignatura, que era condición sine qua non. Además de formar grupos que dábamos la turra en los parques mientras preparábamos las clases de música, de igual forma, en el piso, en el barrio, debían ya de conocernos como los soplaflautas, por algunas quejas que nos trasmitía Josefina, y tuvimos que tocar con sordina, bajo la manta. Guardo para mí algunas otras anécdotas curiosas que nos ocurrieron.
Una, más bien mía, fue el viaje en tren cuando les llevé para las crías de la pensión un gatín rayón que había nacido por marzo de la camada de "Dolores", la gata de nuestra casa. Iba bien embalado en una caja de galletas "Maria", en cama de hierba seca, con agujeros para respirar y una cuerda para sujetarla por los seis costados. En la estación de Llanes, coloqué la caja junto a mi asiento y el costal donde iba la comida extra para la semana, una ristra de chorizos del último sanmartín y una cuña de quesu picón "Rumoru" procuraban inquietud en los vecinos del vagón donde iba. Pero al llegar a Las Arriondas, el tren ya se llenó y por dejar libre el asiento colindante, subí caja y mochila al maletero que estaba por encima de mi asiento. Con el calor de las calefacción que llevaban aquellos vagones de madera y máquina de vapor y los olores que emanaron de la bolsa, desataron el apetito del minino que comenzó a miagar, lo que provocó la intriga en los nuevos pasajeros. En una de las paradas que hizo el tren, creo que fue en la de Pintueles, que dejaba el vagón medio inclinado en la curva, me levanté con pretexto de dejarle el sitio a una persona mayor que había subido y me fui alejando del sitio, como quien no quiere la cosa, para que no me creyeran el dueño del animal. Pero tampoco le quitaba ojo a la caja en las paradas, para mi tranquilidad, hasta que al llegar ya de noche a Oviedo, esperé a que se bajasen todos los usuarios, antes de recoger mis pertenencias. El camino hasta los bloques no estaba asfaltado, había llovido y tuve que esquivar los baches por el reflejo de la luna. Estaba frío y en un santiamén llegué a la pensión que estaba como a quinientos metros. La alegría que les di a las dos niñas fue enorme, cuando abrieron la caja. Los chorizos pasaron a la despensa, bajo la cama, dentro de mi maleta de cartón, pero el queso, por su perfumado cante se lo di a Josefina para ser compartido con todos en la mesa, que lo sacó al relente en la fresquera que tenía en la ventana que daba al norte.
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