La
vida nos va haciendo selectivos con los recuerdos, aumentando la
dificultad en la medida que pasa el tiempo, dejando persistentes
aquéllos que más nos marcaron. Escribirlos sirve para preservarlos
de la niebla en que la memoria nos va hundiendo sutilmente, llegada
una cierta edad incierta. También se disfruta mientras se escriben,
como
si se revivieran; el mismo efecto que se aspira alcanzar sobre el
lector que, de alguna forma llegue a sentirse con su propia
experiencia dormida del pasado.
Desde
la ventana de mi habitación, en
el piso donde
me habían
alojado, sólo se veía un patio cuadrado, dos plantas
por debajo,
cubierto
de tendales con ropa de todos los tamaños y colores.
El
olor del cuarto, el de las mantas y muebles no era el mismo que el
que siempre había percibido.
Por
la ventana no me
llegó el
perfume
del azahar
que me ofrecía en sus ramas el
joven limonero, ni el canto de los malvises bañándose ya en los
primeros rayos solares. Sólo el característico olor de la lejía y
el jabón de las lavadoras que ronroneaba en el cuarto de baño de
los pisos colindantes.
Miré
el pequeño despertador que había colocado sobre la mesilla de noche
y lo apagué antes de que alterase el sueño de los demás habitantes
de la casa. Comprobé que el baño estaba desocupado. Saqué de la
maleta la toalla y el neceser donde había guardado la maquinilla de
afeitar, la brocha y el tubo de jabón. En el baño me había dicho
la dueña que disponía
de jabón
y champú para la ducha. Después
de cumplimentar todas las necesidades matinales, volví al cuarto.
Hice mi cama, me vestí, cogí la carpeta y salí a la calle,
procurando no hacer demasiado ruido. En la casa vivía el matrimonio
con una niña de siete años y un bebé de cuna aún.
El
padre de familia se encontraba a esa hora en el bar que regentaban,
unos cuarenta metros acera abajo, preparando los cafés y las copas
de anís de Tafalla con que se despachaban los peones y oficiales de
las cercanas obras de construcción, para contrarrestar el frío.
Lo
mismo que había
visto hacer a los compañeros, cuando no existía aún controlador
de seguridad en las obras ni
inspección de trabajo que
vigilase esas cosas. En el bar me recibió mi vecino Ramón y me
preguntó qué iba a tomar. Como la leche venía en cartones, me
pareció mejor pedirla con algo que le cambiara el sabor y me decidí
ante la amplia oferta de aditivos que me ofreció, por el bote
amarillo de cacao. Sentí la mirada de soslayo que me echó uno de
los chavales, aproximadamente de mi edad, mientras echaba a la gola
el último trago del combustible mañanero, al mejor estilo de
pistolero del Oeste.
Hundí
en el caliente tazón del desayuno, el primero de los dos sobaos que
me correspondían con el convenio establecido para el alquiler.
Me
sentía a gusto con tener a mi lado aquel paisano mío, como si
estuviera en mi propia casa, del trato que me dispensaron.
Desde
la puerta,
Ramón
me indicó el
camino
más corto para llegar al puente de la Argañosa, atajando por los
soportales de las nuevas edificaciones que llenaban casi por completo
una finca donde se veían dos varas de hierba.
En
el barrio de Vallobín
aún se
conservaba
muchos detalles, más propios de un pueblo que de una ciudad como
Oviedo.
No
me costó demasiado llegar ante las puertas de la Escuela. Aún no
eran las nueve, pero daba igual, porque aún debieron pasar como un
par de horas para que nos fueran
llamando por curso y letra de aula un fornido bedel que flanqueaba la
entrada, arriba de las escaleras de acceso. Estaba algo nervioso, lo
normal en mí por la novedad y la falta de caras conocidas. En el
aula que me tocó entrar, 1º A ponía sobre la puerta, era bastante
más larga que lo acostumbrado en mi instituto. Allí un profesor,
debía de ser el tutor nuestro, nos mandó sentarnos por
estricto orden alfabético.
Los
componentes de la G en el primer apellido, cerrábamos la
lista así que
al seguir en el segundo la N, me correspondió sentarme en la fila
más alejada del encerado, eso sí, cerca de los ventanales por donde
me llegaban
los
rayos solares de
la mañana y el fuerte griterío del patio de recreo de la Aneja
Escuela de la Gesta.
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