domingo, 30 de octubre de 2016

112.- Comienzo de las clases de Magisterio


Llegaba el inicio del curso en la Escuela Normal de Magisterio, el próximo lunes 15 de septiembre. Me aconsejó un amigo que comenzaba en segundo curso, que las clases darían comienzo de inmediato, para los del curso primero. Así que decidí marcharme de domingo y de no empezar el lunes, echaría el tiempo de espera en conocer la ciudad. 
Las indicaciones para llegar a la casa donde tenía ya apalabrado la residencia, las llevaba anotadas en un pequeño bloc. Una especie de plano a mano alzada que entre varios conocedores de la zona me habían ayudado a marcar los puntos más señalados, como hitos que yo tuve en cuenta al comienzo: Económicos, La Colmena, RENFE, La Iglesia de San Pedro de los Arcos, Vallobín, el puente de la Argañosa y ya por fin, la E.Normal. Ese circuito inicial era suficiente para ir del tren a la pensión y de ésta a las clases. Pronto, dada mi buena orientación, fui eligiendo las calles que completaban el circuito más corto, para mi provecho, así como otras escapadas que tuve que dar hasta el centro, donde estaban las principales librerías y comercios.
Del viaje en tren, que para mí ya era una experiencia vivida, no voy a contar nada que no haya contado antes. No se trata de un episodio fuera de lo común, aparte de que fuese anotando el nombre de todas las estaciones y paradas que hacíamos y el horario de salida de cada una de ellas. Datos que nunca me sirvieron de mucho, cuando me hizo realmente falta. 
Observaba el ir y venir de los empleados de las estaciones, la entrada y salida de los pasajeros, y escuchaba con agrado el sonido del silbato de la máquina y los rítmicos resoplidos junto con el traqueteo que las juntas de los raíles hacían me mantenían despierto a pesar del sopor que pudiera producir el sol tras los cristales, el calor de la calefacción alimentada de la misma caldera de la máquina tras cuatro largas horas que llevaba recorrer los cien kilómetros exactamente que había entre Llanes y Oviedo.
Sobre mi cabeza viajaba la maleta de cartón plastificado que había comprado en “El Siglo”, con la cartulina adosada en la que llevaba escrito mi nombre y mi dirección, no fuese a extraviarse, aunque ya me preocupaba yo demasiado de que no fuese así, por la cuenta que me traía. Iba llena de ropa, calzado, comida y libros. Además, un neceser con una pastilla de jabón “Heno de Pravia”, un frasco de colonia “Floid”, unas cuantas ampollas de champú “Sindo”, el cepillo de dientes y el tarro de perborato sódico, “El Castillo”, una barra de jabón de afeitar, “La Toja”, un peine, un cepillo para la ropa, otro pequeño y la lata del “Servus” en marrón para mis zapatos. Todo adquirido en la tienda de mi pueblo “El Chispún”, además de la máquinilla desmontable que mi padre me había regalado para las primeras cabritas que salían en mi imberbe cara de crío, la misma que él había llevado a la guerra y que aún conservo.
Habíamos salido de la estación de Llanes a las siete de la madrugada y eran casi las once y media cuando el tren de madera había llegado a la estación de Económicos de Oviedo. Di tiempo a que la mayor parte de los pasajeros se bajasen para no interrumpir en los pasillos y apeé la maleta del altillo. Pesaba lo suyo. Al salir a la calle, vi la parada de los taxis y por ganas hubiera tomado uno, pero tampoco iba muy excedido de dinero; el justo para pagar el mes a los posaderos y algo más previsto para la adquisición de los libros y material de aula, la vuelta en tren del viernes y vaya uno a saber qué otros gastos habría de tener en la ciudad y que yo no había previsto, como más adelante contaré.

Haciendo uso de las indicaciones que llevaba en mi cuaderno de campo, eché la maleta al hombro y caminé rumbo al barrio de Vallobín, pasando por debajo de las vías de la RENFE hacia Ciudad Naranco, creo que se llamaba, hasta la iglesia de San Pedro de los Arcos, hasta la carretera del Naranco. El barrio estaba en plena construcción de la burbuja inmobiliaria que se iba fagocitando toda la campiña que había sido. De hecho, aún se podían ver las vacas pastar cerca de las obras de los nuevos edificios, alguna vara de hierba y tareas agrícolas y de siembra por aquí y por allá que, en cierta manera, me daba la sensación de no haberme alejado mucho de mi ambiente de aldea. A lo lejos, desde el alto, se veían las torres de la catedral, el edificio de La Jirafa, los depósitos de agua del Cristo de las Cadenas, la Iglesia, el nuevo Hospital Central y la Residencia, elementos arquitectónicos que yo podía reconocer en el exiguo bagaje ciudadano con que contaba. Abajo, se podían ver los últimos arcos que soportaban el “Acueducto de los Pilares”, de los que a día de hoy quedaron seis como muestra arqueológica del siglo XVI en que se construyeron y dieron servicio hasta entrado el XIX que fueron sustituidos por los depósitos que hoy se conocen.

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