Llegaba
el inicio del curso en la Escuela Normal de Magisterio, el próximo
lunes 15 de septiembre. Me aconsejó un amigo que comenzaba en segundo curso, que las clases darían comienzo de inmediato, para los del curso primero. Así que decidí marcharme de domingo y de no empezar el lunes, echaría el tiempo de espera en conocer la ciudad.
Las
indicaciones para llegar a la casa donde tenía ya apalabrado la residencia, las
llevaba anotadas en un pequeño bloc. Una especie de plano a mano alzada
que entre varios conocedores de la zona me habían ayudado a marcar los puntos más señalados, como hitos que yo tuve en cuenta al comienzo: Económicos, La Colmena, RENFE, La Iglesia de San Pedro de los Arcos, Vallobín, el puente de la Argañosa y ya por fin, la E.Normal. Ese circuito inicial era suficiente para ir del tren a la pensión y de ésta a las clases. Pronto, dada mi buena orientación, fui eligiendo las calles que completaban el circuito más corto, para mi provecho, así como otras escapadas que tuve que dar hasta el centro, donde estaban las principales librerías y comercios.
Del
viaje en tren, que para mí ya era una experiencia vivida, no voy a
contar nada que no haya contado antes. No se trata de un episodio
fuera de lo común, aparte de que fuese anotando el nombre de todas
las estaciones y paradas que hacíamos y el horario de
salida de cada una de ellas. Datos que nunca me sirvieron de mucho, cuando me hizo realmente falta.
Observaba
el ir y venir de los empleados de las estaciones, la entrada y salida
de los pasajeros, y escuchaba con agrado el sonido del silbato de la
máquina y los rítmicos resoplidos junto con el traqueteo que las
juntas de los raíles hacían me mantenían despierto a pesar del
sopor que pudiera producir el sol tras los cristales, el calor de la
calefacción alimentada de la misma caldera de la máquina tras
cuatro largas horas que llevaba recorrer los cien kilómetros
exactamente que había entre Llanes y Oviedo.
Sobre
mi cabeza viajaba la maleta de cartón plastificado que había
comprado en “El Siglo”, con la cartulina adosada en la que
llevaba escrito mi nombre y mi dirección, no fuese a extraviarse,
aunque ya me preocupaba yo demasiado de que no fuese así, por la
cuenta que me traía. Iba llena de ropa, calzado, comida y libros.
Además, un neceser con una pastilla de jabón “Heno de Pravia”,
un frasco de colonia “Floid”, unas cuantas ampollas de champú
“Sindo”, el cepillo de dientes y el tarro de perborato sódico,
“El Castillo”, una barra de jabón de afeitar, “La Toja”, un
peine, un cepillo para la ropa, otro pequeño y la lata del “Servus”
en marrón para mis zapatos. Todo adquirido en la tienda de mi pueblo
“El Chispún”, además de la máquinilla desmontable que mi padre
me había regalado para las primeras cabritas que salían en mi
imberbe cara de crío, la misma que él había llevado a la guerra y
que aún conservo.
Habíamos
salido de la estación de Llanes a las siete de la madrugada y eran
casi las once y media cuando el tren de madera había llegado a la
estación de Económicos de Oviedo. Di tiempo a que la mayor parte de
los pasajeros se bajasen para no interrumpir en los pasillos y apeé
la maleta del altillo. Pesaba lo suyo. Al salir a la calle, vi la
parada de los taxis y por ganas hubiera tomado uno, pero tampoco iba
muy excedido de dinero; el justo para pagar el mes a los posaderos y
algo más previsto para la adquisición de los libros y material de
aula, la vuelta en tren del viernes y vaya uno a saber qué otros
gastos habría de tener en la ciudad y que yo no había previsto,
como más adelante contaré.
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