miércoles, 29 de julio de 2015

100.- La Escuela de Artes y Oficios de Llanes


En unos pocos años, el semblante de la Villa, se había transformado enormemente con las nuevas construcciones en todos los barrios y especialmente en los alrededores del Instituto; parecían que nos lo iban a tragar. El acceso al mismo tardaría aún muchos años en cambiar el guijo por el asfalto y ser inaugurada con el nombre del insigne poeta, Celso Amieva, más o menos hacia la década de los ochenta, pero aún andamos por el año 1968 y habrá tiempo para contarlo con posterioridad. Por aquellos meses que precedían al verano, se iniciaría la construcción de un nuevo centro educativo, que daría opción a muchos para seguir estudios de Formación Profesional.
Al lado mismo del Colegio Menor, habían bajado de unos camiones unas palas excavadoras “Poklain” que debieron ser de las primeras que llegaron a Llanes. Hicieron demostración con ellas, en el campo colindante al sur con el Colegio Menor, cuyo edificio aún se conserva, adosado a las nuevas instalaciones del nuevo IES. Algunos alumnos mayores pudieron subirse a ellas con permiso de los que las exhibían y maniobraron con las palancas que controlaban aquel insólito brazo articulado parecido al del saltapraos. Con el cazo a modo de garra escargataba sin esfuerzo en las entrañas de la tierra.
Dieron comienzo las obras y el ruido ensordecedor del metal contra la roca nos dio no pocos problemas de audición en las aulas más cercanas. Para finales del curso, ya habían levantado la primera planta del edificio.
Mi abuelo Santos, “abuelito”, como le decíamos sus nietos con cariño, llevaba ya un tiempo con problemas en la pierna que le quedaba y nada pudo hacer la ciencia quirúrgica por evitar el desenlace. Una tarde del mes de abril, justamente el día seis cuando Massiel habría de traernos a los españoles el premio del festival de la Eurovisión, con aquella canción tan pegadiza y simple como para no rozar con la censura, mi abuelito nos dejó a todos en un mar de penas y lágrimas. Mis padres habían acudido a La Casona como el resto de hijos y nueras que vivían en el pueblo, porque ya se esperaban lo peor. Los nietos no éramos todos conscientes de lo que pasaba y jugábamos en la carretera, a la espera de que televisaran el festival en el televisor de Nano y Otilia, dueños del bar “El Fresnu” a donde solíamos ir los sábados a ver alguno de los programas de la única cadena de TVE.
Serían las siete o las ocho, cuando mi padre y mi tío Eduardo nos advirtieron a mí y a mi primo Paco, que dejáramos de alborotar cerca de la casa, pues el abuelo agonizaba. Subimos a verle en su lecho. La abuela y sus nueras y nietas lloraban sin consuelo.
A mí, el tercero en edad de los nietos y el mayor entre los mayores, me mandaron que bajase a Llanes en la bicicleta a avisar a Arturo, de “Santa Lucía” para que se hiciera cargo de los asuntos del óbito; ni tan siquiera se había restituido la línea telefónica que había dado conexión antaño en dos de las casas del pueblo, y que permanecieron mudas desde el comienzo de la guerra.
En la noche, mantuve el tipo junto a mi padre y tíos, recibiendo el pésame de los vecinos que llegaron para acompañarnos un rato en la velada, como era costumbre. A las siete de la mañana del día siguiente, fui con mis tíos Eduardo y Ramón al cementerio para cavar la dura tierra de cayuela en “La Barrera”. Por la tarde, sin haber pegado un ojo, asistí al entierro. Imitando a los mayores, me tragué las lágrimas por ahogar la pena; aún no sabía el daño que hacen dentro.
Fue al primero de los abuelos que perdí, al que solía visitar y darle compañía en la galería, durante los doce años que había sido para él observatorio y desde el que contestaba el saludo de quienes pasaban. Yo lo veía muy mayor, es normal; tenía tan sólo setenta y tres.
Por suerte, a parte de la abuela María a la que seguí visitando en la galería los domingos antes de bajar al cine o a las fiestas, tenía a mi lado los abuelos maternos en Tamés. El abuelo, al que me acostumbré desde niño a llamarle padre, como hacían mi madre y mis tías, recibía el “Mundo Obrero” y movía la aguja por el dial de su radio a lámparas, Philips, las emisoras de Onda Corta. Por estos dos medios de comunicación, pues los abuelos nunca llegaron a tener televisor, se informaban de las revueltas que habían formado los estudiantes de la Sorbona, y que después se daría en llamar “el mayo del 68 francés” que, si bien pareciese que había sido un fracaso al no lograr sustituir radicalmente el arcano orden político, sí produjo en la sociedad francesa y, como onda expansiva en las del resto de países europeos, un cambio de las jerarquías de valores y comportamientos. Consecuencia de aquel movimiento estudiantil, sería el progresivo avance de los derechos de la mujer, la democratización de las relaciones sociales, la disminución del autoritarismo en las aulas, así como la mejora en la relación del patrono con el obrero al que se le reconocerían las jornadas de ocho horas y el justiprecio del salario firmado por los sindicatos. En nuestro suelo patrio estos logros habrían de esperar otros siete años más.
La beca conseguida para el uso del comedor escolar me dio un respiro para poder estudiar con mis compañeros y repasar para los exámenes. Algunos baches que quedaron reflejados en la cartilla de notas, durante el primer trimestre, se solventaron y acabaron en un resultado final de curso más lustroso. Había tomado carrerilla y los obstáculos fueron vencidos. Después de salir por las tardes, regresaba raudo a casa para ayudar en la tarea a mi madre con el ganado y la huerta. Algunas veces, bajaba a Llanes para trabajar en las tareas y estudio de alguna asignatura en la Biblioteca o en casa de mi amigo Tino Burgos, encima de la cafetería Rocamar. En el descanso, alguna vez pusimos los guantes de boxeo, deporte que a él le gustaba entonces y para mí era, como mucho, pura novedad. Aunque hubiera podido, habría sido incapaz de pegarle, como tampoco estaba dispuesto a servir para aguantar sus golpes.


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