martes, 23 de mayo de 2023

167.- Simulación de avance con fuego real

 Los dos días siguientes a la llegada de los tanques, fue un continuo ejercicio de prácticas de avance y ejecución de tiro en la 1ª Compañía del Pabellón “Simancas” por los carrascales del campo destinado a las maniobras militares.

La tensión emocional iba en aumento en todas las tertulias de los descansos ya fuesen tanto de día como tras el toque de silencio. Las bromas del anterior verano habían desaparecido o al menos en nuestro ámbito de una cierta veteranía.

Tras el desayuno, debíamos ir a por los aperos de la instrucción: trinchas, cinturón, cartucheras y fusil; a mí me correspondía llevar sobre el hombro el cañón del mortero.

La situación de tiro se nos había mostrado con anterioridad y se hallaba señalado el asentamiento exacto con unas banderillas. El puesto para cada calibre había sido elegido de forma escalonada para evitar, en caso de fallo, alguna desgracia. No era ni mucho menos un juego de “paintball” tan en boga en estos tiempos, pero para los oficiales y mandos superiores, sí debía parecérsele.


Los camiones que remolcaban los morteros del 120´ los posaron en la parte más alta de la ladera que nos quedaba detrás donde fueron preparados por los tiradores.

Las cuatro escuadras de morteros del 81´ cargamos con ellos hasta el nivel medio donde debíamos asentarlos en línea y con un espacio de seguridad entre ellos. A nuestra derecha, unos metros más cercanos a la diana de tiro, se asentaron las dos escuadras de morteros del 45´. El teniente de la primera sección eligió un punto fijo para dirigir el tiro de las seis escuadras y tomar nota de los impactos y aptitud de sus pupilos.

Los tres tanques calentaban motores a nuestra izquierda en un terreno sin apenas obstáculos de roca, salvo algunas zanjas y hoyos que habían sido escavados como tramoya de plató para mejorar el espectáculo. Detrás de ellos esperaba la sección de fusileros, cuerpo a tierra, camuflados con el equipo a juego con las matas resecas.

El sudor nos empañaba los cuerpos en aquella hondonada sin la menor brisa y con el sol sobre nuestras cabezas.

De pronto sonó el cornetín de órdenes en lo más alto de la colina y por detrás de los asentamientos de la batería del 120´. Miré de soslayo como hizo la mayoría de los actores bélicos hacia la línea del monte. Escuché a alguien decir que el mando que destacaba por su fajín y sable era ni más ni menos que el príncipe que había venido a presenciar nuestra maniobra. A su lado ramoneaba la jerarquía superior del campamento.

Un segundo toque de corneta abrió el espectáculo de pólvora, sudor y nervios:

Los cabos tiradores montamos los respectivos cañones sobre el trípode colocado sobre la placa base y los sujetamos por el anillo, ajustando a continuación la dirección del disparo con el teodolito. Antes de nada comprobé que el percutor se hallase retraído y que no se produjera el disparo al introducir el obús.

Primero se iniciaron los disparos con los cuatro morteros del 45´a las voces del teniente según a él le parecía más adecuado.

A continuación comenzó la batería del 81´ con una cadencia menor por adaptarse al mayor calibre de las piezas.

Tumbados en el suelo, los cabos tiradores fuimos haciendo nuestra labor. La mía,  en concreto, consistía en tirar de la cuerda en cuanto escuchase la orden: “¡tercera escuadra, fuego!” y comprobar el punto de caída del proyectil para enmendar el impacto siguiente con el movimiento del cañón en vertical y en horizontal con tal de mejorar la precisión.

Por encima de nuestras cabezas silbaron las cargas de los 120´.

Tras nuevas correcciones por cada disparo, el teniente dio aviso de prepararse para el disparo discrecional que consistía en tener el percutor activado de forma que al introducir el obús saliese sin más pérdida de tiempo tras chocar la espoleta con la aguja del percutor.

Cuando se escuchó la orden, mi cabo cargador introdujo el explosivo y se echó al suelo a mi lado. La única labor mía consistía en levantar la mano en el supuesto de que se diese algún fallo, pero por intuición decidí tirar del cordel y evitar el paso siguiente hasta tres veces: la aguja del percutor no colaboró. 

Comprendí que se trataba de un error del mismo obús, puesto que los disparos precedentes habían sido perfectos. Sabía lo que me esperaba, pero acabé dando el aviso con la mano en alto y me dispuse a seguir con el protocolo estudiado.

Desmonté el cañón del anillo del trípode, alejándome con él todo el espacio previsto en la normativa aprendida durante las clases teóricas y un poco más que a mí me pareció conveniente. Me siguió el cabo cargador, pues su misión aún era más comprometida que la mía como se verá.

Una vez elegido el lugar, comencé a bajar la boca del tubo, suavemente hasta que se escuchaba resbalar el proyectil, que disminuía la inclinación, pues lejos de sentirme yo protagonista de tan peligrosa maniobra, creía de mayor importancia la de mi compañero. Sabíamos que los obuses tienen un seguro de caída que se desactivaba a partir del metro, por lo que procuré flexionar las piernas y así bajar la altura de caída.

Puedes comprender el momento de tensión general que se produjo en el ambiente hasta el punto de paralizarse por completo el discurrir de la “batallita”. El cabo cargador se alejó con aquel regalo hasta depositarlo en lugar seguro.

A continuación, pasado el mal trago, observé tendido sobre el agreste campo de batalla el avance de los Z-45 que hicieron fuego contra la roca hasta pulverizarla. Detrás de ellos, medio agazapados, fueron avanzando bien cubiertos del alcance del imaginario enemigo la sección de los fusileros, los cetmes mudos.

Recogidos los materiales, el teniente nos tenía preparado un ágape a la sombra de unos árboles. Fue un momento que siempre recordé donde sobraron los protocolos establecidos por el rango militar.

Como siempre cuenta mi amigo Miguel con su gracia, le hubiera dicho:

“– Mi teniente, entre los mandos no nos pisemos la manguera”; pero no me atreví a tanta confianza y le dije:

– Mi teniente, ¿los obuses eran auténticos o de fogueo?

– Asturias, confiaba en ti. Contaba con que alguna de las cargas saliese fallida y me di cuenta perfectamente de que te había tocado en suertes a ti cuando percibí que tu pieza tardaba en disparar y que tirabas repetidas veces de la cuerda del percutor. 

Cualquiera en tu lugar hubiera hecho lo mismo con tal de no manipular la carga, pues de haber funcionado, el riesgo hubiera sido nulo. Sin embargo, el que corristeis toda la batería de morteros al desmontarlo, dependió de la serenidad con que actuó la tercera escuadra. 

_ ¿Serenidad o instinto de supervivencia?, mi teniente. 

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