Septiembre de 1971. Comienzan a clase los alumnos y alumnas de la 5ª promoción del Plan del ‘67 y nuevas caras se concentran en la acera del largo edificio entre las que reconozco la de mi prima hermana Marta. Me comenta que estará de pensión en un piso con dos compañeras de instituto y que queda muy cerca de las clases. Le doy ánimos, pues reconocí en ella una inquietud similar a la que de mí se adueñaba el primer día del curso. No logré nunca entender por qué los demás me notaban tranquilo cuando no lo estaba, ante un examen o cualquier evento novedoso. Le dije que todo saldría bien, porque sabía de su responsabilidad y que le dedicara todo el tiempo que pudiese. Le muestro el nuevo edificio levantado detrás de la Normal: la Facultad de Medicina en la que estudia Ana, nuestra prima en común y compañera del instituto.
Veo también compañeros de los dos cursos anteriores que se presentan a los exámenes pendientes para septiembre.
Llaman a los de tercero y me despido de ella que está más calmada. No obstante le insisto que si necesita ayuda, no dude en decírmelo. Este primer trimestre haremos las prácticas sólo de mañana, rotando semanalmente por todos los cursos desde 1º a 5º en la escuela que hoy mismo nos darán a elegir. Por las tardes tendremos que reunirnos con determinados profesores de la Normal que van a tutelar nuestras prácticas.
La directora, la Sra. Fraga, tiene la batuta este año después de la terna elegida para darle un puntapié al profesor de Psicología, D. Manuel Prada.
Nos dirigieron a una de las aulas en el piso bajo, y lo más curioso es que nos indicaron la entrada por la sección de las alumnas, ruta que hasta el curso anterior era acceso “prohibido” por el cancerbero, la Sra. Julia, salvo estrictamente para gestionar algún trámite en Secretaría. La conserje, respetando las últimas directrices, parecía llevar de buen talante la novedosa situación de igualdad entre sexos, por lo que no nos hizo falta elogiar los resultados futbolísticos de su equipo favorito, sino que incluso, más bien por puro revanchismo, alguno llegó a estazarle en la cara el ascenso en la liga del equipo en competición con el suyo. Tan cambiada la noté que hasta pude verla sonreír: desde aquel día me pareció más encantadora de lo esperado sin el traje gris tan parecido al de los serenos y guardias de seguridad que los dos cursos anteriores vestía.
Entrados en una amplia aula, los que habíamos pasado el segundo curso y, teniendo en cuenta el orden según calificaciones, de una lista de Colegios públicos de Oviedo, nos dieron a elegir a los maestros y maestras. Había un colegio inaugurado recientemente, “San Pedro de los Arcos” que, a decir de quienes lo habían visitado, era una bicoca ya que tenía comedor; y que quienes se prestaban a vigilar después el patio hasta la entrada de la tarde, además de la comida, recibía un pago nada despreciable. Me parecía una buena idea, pues habían subido el coste mensual de la pensión donde me quedaba. Por el mismo precio que el curso pasado, tendría la habitación compartida y el desayuno; para la cena existían abundantes establecimientos como el “El Figón del Cid”, “Casa el abuelo”, “El Niza, “El Mesón del labrador” y otros muchos más establecimientos cernidos por Uvetus como la Cocina Económica que acabé de nuevo frecuentando en cuanto fui echando en el olvido el desafortunado acontecimiento que con anterioridad ya narré.
Entre los que allí nos presentamos para el reparto de aulas de prácticas, estaba L C. Villanueva Yenes. No habíamos coincidido en las aulas, a causa de la distribución que se hacía por apellidos. En el cursillo de verano del primer curso y en las horas de recreo repasando para la siguiente clase o examen solíamos coincidir en el pequeño parque de Llamaquique o frecuentando el chiringuito que mejor pincho de tortilla y a mejor precio nos sirviesen, en una apresurada escapada. Yo por complementar el desayuno de la pensión y en su caso, por el madrugón de tomar el tren en Avilés y la carrera desde la estación. Con frecuencia, lo sé por compañeros que tenía en el aula, llegaban con retraso los que venían de otras zonas, ya fuese en tren como en autobús. Sin embargo, como es normal, el conserje les abría la puerta y ningún profesor de aula les reprendía.
Yo sabía de habérselo oído contar que su padre trabajaba en “ENSIDESA”, y en ese momento me explicó que en su taller trabajaba con Luis, hijo menor de uno de los maestros de la Escuela Graduada en el Postigo Bajo.
Para mí, esos datos no me aportaban mucho ni poco; lo que sí me hizo decidir fue tener un buen compañero.
Como era de esperar, las primeras once peticiones se hicieron para los colegios de más postín y a mí no me fue difícil elegirla. Media docena de maestros con otra cantidad igual de maestras, fuimos esa mañana a presentarnos en la dirección de la citada Escuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario