miércoles, 4 de octubre de 2023

83.- La barra del Muelle

Cuando hubimos acabado con el desescombro de aquella casa en la Calle San Agustín que había pertenecido como bien dije a los hermanos Robredo, oriundos de Soberrón, Froilán se aventuró a mandarnos embarrotar los techos del bajo con el fin de lucirlos con argamasa. Se había puesto de moda ocultar la madera natural, por muy noble que fuera ya en castaño como en roble de los viejos edificios para imitar en la restauración el acabado de los nuevos. Nadie sospechaba que pasada la moda, se volvería a restaurar el acabado primitivo, incluso resaltando la acción de las polillas con gubias en las maderas que no las tenían. Bien es cierto que aparecieron en el mercado productos nuevos que acaban con los intrusos y permitían mantener a la vista el trabajo de los carpinteros. Había caído en desuso la cal y el yeso, generalizándose para todo el uso del cemento gris mezclado con una arena de gran ligue de color ocre amarillento, que se servía desde su punto de extracción en la Arenera de Colombres. No obstante, también usábamos la arena sacada de las playas para hacer las aceras haciendo una mezcla medio seca con cemento que se humedecía por riego una vez nivelada en el suelo. En varias ocasiones estuvimos sacando arena en la desaparecida playa de "El Sablín" con el carro y la mula para parchear los numerosos desconchados que el temporal había dejado en la Barra del Espigón. Allí se pudo ver hasta varios años después cuando se la arregló con una capa de hormigón, las firmas que nosotros, noveles albañiles, habíamos impreso sobre la aún fresca capa de cemento y arena, mucho tiempo antes de que un artista dejase la suya en "Los cubos de la Memoria". Pues con el paso del tiempo, el sitio ganó en belleza y seguridad para los que quieren contemplar el paisaje marítimo, con la mar en calma, pues sigue siendo un punto peligroso si se encabrita y bajo todo aquel bloque de hormigón armado permanecen ocultas nuestras huellas y firmas fosilizadas.
De igual manera fueron borrados los fortines antiaéreos, vestigios de la última barbarie.
Aquel invierno se había levantado un fuerte temporal que en la costa dejó varadas montañas de ocle. Mi padre y yo fuimos en plena noche hasta La Talá con unas trencas y sendas palas de dientes con las que sacar de las cuevas del acantilado las algas. Apenas sí serían las cuatro de la madrugada y el estrellado manto del cielo y la luna crecida iluminaban el estrecho y peligroso sendero por el que debíamos bajar. A medida que nos acercábamos al pedrero, el ruido del mar y las sombras producidas por las nubes empeñadas en ocultar a ratos la luna me asustaban. Preferí subir las cargas soportando los gelatinosos rizos con aspecto de tentáculos pegados a mi cuello y brazos que permanecer por más tiempo allí bajo aquel bastión de bloques calcáreos sujetos por fuerzas impredecibles que nadie podía saber cuándo dejarían de actuar. Bajo las enormes rocas caídas del buzado techo se cobijaba una miriada de minúsculos y luminiscentes seres, cual diminutas estrellas que añadían al paisaje un toque de misterio. Quizás fuesen los efectos en mis ojos cansados por tratar de ver en las sombras de la noche. Con la retirada de las olas, tras el atronador ruido de cantos rodados sentía cerrarse las charnelas de los mejillones y los artejos de las pequeñas sapas que corrían a esconderse.
Cuando fue amaneciendo, en uno de los descansos que hicimos, me dediqué a contemplar aquel nicho de vida lleno de erizos, percebes, llámpares, bígaros, estrellas de mar y variedad de actinias que movían sus múltiples brazos sedosos al compás del agua que las lamía.
Era domingo. Mi amigo Fonsi y otros amigos suyos llegaron cuando nosotros nos marchábamos con la idea de sacarle unos duros al mar. Mi padre y yo seleccionábamos las algas y las adecuadas para la venta, las tendimos a que les diera el sol por el prado. Varios días después, cuando estuvieron secas, las llevé con el carro y el caballo hasta el almacén que había enfrente de la playa El Sablín, donde las recogía Antonio Maya Conde. Se pagaban a diez pesetas el kilogramo, si estaban bien escogidas.
De la barra del muelle, pasamos al otro lado, junto al viejo cuartel de la Guardia Civil. Era un local que había formado parte de la desaparecida empresa "SADI". Concretamente, esta vez nos tocó destruir los depósitos donde se fermentaba la leche con el cuajo para obtener la cuajada que acabaría siendo aquellos ricos quesos de bola, envueltos de parafina roja, especialidad traída de los Países Bajos por su dueño, conocido en Llanes, por el patronímico, Holandés.
Me viene al recuerdo alguna anécdota que no es muy prudente contar aquí, por el asco que sentimos todos los peones que intervenimos en la demolición de las paredillas de ladrillo machetón, de solidez y peso parecido al macizo, al que debió sustituir, pero ya con dos o tres agujeros, no lo sé exactamente. Precisamente en esos canalillos aún conservaban restos del suero fosilizado que al ser rotos a golpes de maza nos salpicábamos los unos a los otros y del olor que se desenterró allí nadie se libró de sentir las más compulsivas arcadas que para algunos se convirtieron en vómito.
Cuando no hubo más que hacer en aquellos garajes, por no mandarnos para casa, Froilán nos encargó partir para la cocina de leña, los restos de madera vieja que tenía en la plazoleta al lado de su almacén de materiales, donde guardaba la mula y el carro, en la calle El Llegar.
Aquella edificación dentro de las murallas de la Villa, que se pueden ver desde allí, guardaba en los arcos de puerta y ventanales los últimos vestigios de su antigua nobleza.
Hacia el año mil novecientos veintitantos, Francisco Saro había instalado en ella una desnatadora de leche surtida por los ganaderos de los pueblos y aldeas, con la ventaja de que, tras un tiempo de espera, volvían con el suero extraído que aprovechaban para la alimentación de sus cerdos de engorde.
Llegado el sábado, a la hora de cobrar como era habitual nos reuníamos todos los obreros en el bar de Pepe el de "Los Arcos", junto a la farmacia de Mariano Buj. Cuando fue mi turno de recoger el sobre con el dinero, Froilán me dijo que el lunes tendría que asistir  como peón nuevo albañil que tenía en plantilla, a Luis, mejor conocido por el apodo "El Madrileño". 
Con Luis recorrí nuevos tejados de los ya conocidos anteriormente con mi oficial y amigo Fernando Baranda y al poco tiempo marchamos los dos para La Carúa, propiedad de una prima carnal de mi padre, Consuelo González Romano, de Calvu, que había emigrado con su hijo Ramón Sánchez González a Suiza.
Luis trabajaba los fines de semana como acomodador en el "Cinemar", lo que en más de una ocasión me permitió bajar del "Gallinero" a las butacas de "Patio" desde donde parecía que uno se metía en la misma escena.
Y de la Carúa nos fuimos a reparar el tejado, los baños y la cocina del chalé que había en una finca al lado del Instituto, donde también yo tenía que ayudar a "Tanis", hojalatero y fontanero que trabajaba en un taller que tenía justo en la entrada desde el puente a la calle El Llegar, con la terraja y la sierra de cortar los tubos de zinc para el agua. 
En ese edificio vivió el secretario primero que tuvo el instituto, don Eduardo Peralta, profesor de latín. El primer director fue Bartolomé Taltavull. Ambos nombres figuran en los documentos que conservo del instituto. 
Había una curiosidad referida a este edificio. Lo atendía la dueña del chalet en el que yo había iniciado mi experiencia por las obras. Había mucha ignorancia alimentada por la mismas creencias religiosas de la época sobre apariciones y fantasmas y que se usaban también para meternos miedo a los pequeños para que nos portásemos bien: que si viene el coco como no seas bueno; lo mismo con el hombre del saco y el Sacahuntos, cuando no el mismo diablo bajo la imagen de santa Marina que hizo dar la vuelta al más valiente pastor que de noche osaba por allí pasar o la paloma que salía del cuerpo de alguna persona fallecida. 

Había muchos otros hábitos del mismo catálogo que los castigos morales y físicos usados en las escuelas y colegios. El objetivo era tener bajo el control a la población desde la más tierna infancia. 
El caso es que se llegó a hablar del fantasma del "ubre", que así le decíamos quienes ya habíamos escuchado en las clases de francés, en lugar del Louvre, por broma. Parece ser que alguien vestido de fantasma salía de noche del huerto con el objetivo de evitar la compra o demolición del edificio. El estallido de la especulación inmobiliaria se había producido en Llanes. 


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