viernes, 7 de junio de 2024

175.- Las Maniobras en Casomera

 

Esta actividad denominada “Maniobras” era obligada para todas las promociones y de ella se comentaba en el Regimiento “El Milán”; unos contando sus propias experiencias y los noveles esperando a que se nos notificase.

Un lunes, el cabo furriel entregó a cada pelotón una tienda de campaña compuesta de cuatro piezas de lona que se unían por unos ojales y sus correspondientes botones, un juego de varillas plegadas en tres secciones con muelles que se extendían, clavos de anclaje y las cuerdas tensoras. Por supuesto, la indumentaria era la propia de la instrucción con el “Mauser” que recogimos en la armería antes de salir del cuartel y la mochila con nuestros enseres personales.

Caminamos hasta la calle Argüelles, por donde bajamos las escaleras hasta la estación del Vasco. El trayecto en el tren de vía estrecha fue lento. Muchas veces había visto el tren por encima del viejo puente, yendo de la pensión en Fray Ceferino hasta las clases y me había preguntado cuál era su destino y también por qué recibía ese nombre. El origen del nombre está en la empresa “La Vasconia” que tenía que ver con la explotación de las minas de carbón.

Llegados al apeadero de destino, permanecimos largo tiempo dentro de los vagones donde dimos cuenta de las provisiones que nos entregaron en el cuartel. La niebla se fue disipando y apareció el sol justo cuando salimos organizadamente. Recorrimos las céntricas calles del pueblo para llegar al punto de la acampada con el Teniente Faes Pomarada al frente de la primera sección. Me impresionó un suceso: una mujer salió a nuestro paso cerca de su casa y suplicó que evitásemos hacer ruido, pues su abuela sufría al recordar los momentos de la guerra que arrebató la vida de su marido y su hijo cuando tomaron el pueblo las tropas nacionales.

En una explanada cercana al río ya estaban asentadas las cocinas con las provisiones para la Compañía. Colocamos las respectivas tiendas donde nos indicaron en una finca inclinada hacia el río.

Justo en la orilla había instaladas varias letrinas con armazones metálicos desmontables.

Aquella semana estaba de guardia nuestro teniente Faes Pomarada y a mí me había tocado ser el cabo primera de semana al mando de la compañía en ausencia del teniente y del capitán. Formé la compañía para entregarla al mando del teniente, pero al ver que apenas podía mantenerse en equilibrio lo sujetaba y aprovechando la poca luz que la niebla dejaba de los focos alimentados por un generador, lo dejé sentado en una roca que había a nuestro lado e intercambié las dos gorras. Toda la tropa le tenía gran aprecio al teniente Faes Pomarada. Tras pasar lista, leí del orden del día, los turnos de guardia establecidos y mandé romper filas.

El teniente no era un oficial “chusquero”; poseía la titulación académica de abogado por la Universidad de Oviedo y por tal motivo se había formado en una promoción como Oficial de Complemento de la que salió como Alférez de complemento, pero siguió su ruta cuartelera con preparación militar con la que ascendió a teniente. Era el camino de nuestra promoción, con la diferencia que al haber exceso de oficiales, se catalogó como “Caballeros Excedentes de IPS”.

Por la mañana, al toque de diana, le di el saludo militar como era obligado y le invité a que se sentara con la sección a compartir nuestro café con leche.

El teniente Pelaez estaba al frente de la sección segunda. Cuando llegó el capitán Clemente, se levantaron las tiendas y todos en fila, debíamos seguir ascendiendo a la montaña por un sendero. El teniente Peláez, quiso llevar la mochila del capitán, pero éste le contestó:

– “Teniente, cada soldado tiene que llevar su propio equipo”. Aún a pesar del tiempo transcurrido, me viene al recuerdo su voz templada, segura.

Llegados a la cima, tendimos de nuevo el campamento. Desde allí se podía ver todo el valle del río Aller.

Las tiendas fueron montadas en una ladera, por no haber mucho espacio en llano. Yo me deslicé por el plástico y al despertar a media noche, me encontré con medio cuerpo bajo la espesa niebla que había cubierto de diminutas gotas de agua las piernas. Aproveché para alejarme por el bosquecillo hasta encontrar un recodo donde aliviarme antes de volver a la tienda. Para evitar otro nuevo desliz, coloqué mi mochila atada al poste central para apoyar en ella los. Me correspondía hacer la guardia de las dos segundas horas, pero el caso es que tampoco pegué ojo en las cuatro precedentes.

En una cádava de genista, el teniente Peláez había colgado a la fresca su bota de vino. A mí no se me ocurrió otra cosa darle como “novedades” a la que nos sucedía que “había de echar un trago de la bota de vino del teniente Peláez”.

Así fue que cada soldado de las guardias se llegaba a no más de tres metros de la tienda y después de beber de ella la volvía a inflar para que no le notase la falta. Y así fue transmitido a la cuarta guardia. Es posible que mi idea hubiese surgido de la lectura del “Lazarillo de Tormes” cuando estaba al servicio del avaro ciego cuando le cambió la longaniza por el frío nabo.

Al toque de diana, el teniente tomó la bota y se la ofreció al capitán por si quería echar de ella un trago.

– No, teniente; muchas gracias.

Cuando apretó la inflada bota, desde la altura, al más puro estilo maño, un escupitazo de aire y el escaso vino que en ella quedaba se estrelló en la cara. No dijo nada para evitar ser la risión de todo el campamento.

El teniente Faes vino junto a nuestra tienda y compartimos con él un licor que los alumnos de Ovetus le habían regalado al final del curso. Le contamos lo ocurrido en las guardias y se mondaba de risa por nuestra ocurrencia.

Era una trastada al estilo del ejército que los mismos oficiales no castigaban cuando se hacían a los cadetes, pero en el fondo, ello no me dejó nada satisfecho. El teniente Peláez no era mala persona.

Haré un inciso que me parece importante en la presente narración:

La Compañía de “Fuerzas Especiales” del acuartelamiento de Rubín en la que estaba mi vecino y pariente Pedro González Sobrino, también participaban combinados en estas maniobras.

Tenían un entrenamiento muy duro, un remedo de los legionarios. Yendo en otra salida nuestra hacia la zona de tiro del monte Naranco, coincidimos con ellos.

En tanto que nosotros subíamos por un atajo que hay junto a la iglesia de san Miguel de Lillo, ellos llegaban en unos camiones con toldo. Traían la cara tapada y las manos atadas a la espalda. Llegado en un punto a nuestra misma altura de la cima, eran arrojados a la carretera en medio de terribles voces para inducirles al pánico: deberían soltarse, quitar el saco y la mordaza de la boca, encontrar su propio fusil comprobando el número que venía grabado en la placa asignada en la fábrica de armas. El objetivo de aquellos soldados era llegar antes que nuestra compañía. Pasado el monumental Cristo, viene un extenso páramo recién sembrado de pinos donde pudimos recobrar el resuello.

En otra ocasión habíamos estado con todo el batallón, para el ejercicio de tiro, en el espacio abierto de una cantera con el mismo protocolo que ya narré en los dos cursos del Campamento de Talarm.

Volviendo después de este inciso a la acampada de Casomera, por las noches que pasamos en lo alto del puerto, la guardia tenía que estar atento a no ser asaltados por la sección de las “Fuerzas Especiales” cuyo objetivo era desarmarnos. Por ello, dormíamos con “la novia” atada dentro de la tienda al pinado central.

Aquella tropa “asilvestrada” practicaba el “vivaqueo”: no tenían cocinas y tenían que subsistir de lo que llevasen o que topasen, ya fuera una liebre, o algún conejo descarriado. Incluso en los ponederos fuera de algún gallinero y la leche que pudiesen ordeñar del ganado de pasto en el monte.