Nos cogió de sorpresa, al menos a los novatos cadetes del primer curso, pues los “vikingos” y los cadetes del segundo curso contaban haberlas sufrido de igual intensidad, a pesar de no ser frecuentes en el verano.
La compañía “Ebro” estaba formada y en posición de descanso delante del pabellón, a punto de irse al comedor para la cena. Al mando, el oficial más joven de los tres jefes de sección que le correspondía entrar de guardia semana en los momentos de ausencia del capitán Pose. De viernes, como era norma, tuvo que leernos los nombres de los cargos entrantes, entre los que figuraba el capitán de cocina al que en el grupo le habíamos catalogado como extraordinario por la repercusión positiva que veíamos en los resultados del menú. Para nosotros, era como un “tres estrellas Michelín”, que encajaba con las tres estrellas de seis puntas que como capitán llevaba. Los nombres que daba a los platos no eran para nada rimbombantes, pero resultaban siempre exquisitos, saludables y variados para todos.
Siempre nos decían si queríamos repetir y cuando el primer plato no era de buen agrado, las enormes ollas quedaban a la mitad y se retocaba para la cena convertido en sopas, purés o albóndigas. Pero con este capitán de cocina no sobraba tanto, por lo que para la cena siempre había algo novedoso.
El alférez comenzaba la lectura del menú para el día siguiente y nosotros le completábamos al unísono el final de cada plato. Como joven y novato como nosotros, salvando las distancias del escalafón, entró en nuestro juego sin sentirse ofendido, más bien participando; quizás compadecido de sus soldados, frustrados aspirantes a “alféreces de complemento” a los que, ¡oh sorpresa!, en el tiempo que va desde el inicio de los trámites burocráticos hasta ese momento, nos habían endilgado el adjetivo de “excedentes” al rimbombante nombre de “Caballeros de IPS” que figuraba en nuestra provisional cartilla militar, más conocida como “la blanca”, pero cuando fui a recogerla, resultó ser verde, como el traje de bonito.
En esto, una tormenta eléctrica como la sufrida días antes, echó abajo los plomos del transformador de la parte de mayor altitud del Campamento “Martín Alonso” de Talarn y sin más preámbulo que narrar, comenzaron a llovernos granizos del tamaño de pelotas de pimpón, los más pequeños. Sin más se originó una desbandada a protegerse cada cual a donde pudo: bajo algún árbol, bajo los aleros de los acuartelamientos; cual si se tratase de un ataque aéreo. No obstante, en la formación del toque de diana, se veían los efectos del singular bombardeo en las cabezas de los peor parados, con las orejas cubiertas por tiritas o gasas y esparadrapos; otros, ocultaban los chichones bajo el quepis, como quien trata de cubrir una migaja de dignidad ante la estrategia del enemigo.
“Granada”, “Sotondrio”, “Uvieu” y “Llanes” habíamos decidido correr hasta ponernos a resguardo en el cercano comedor que quedaba a poca distancia, cubriendo la cabeza con un brazo. Como suele ocurrir con estas tormentas de verano, pasada una línea imaginaria en paralelo a la montaña, no caía un solo pedrisco, pero el apagón también había afectado al pabellón de cocina y comedor.
Las mesas estaban ya dispuestas para recibir a la tropa y como era de costumbre, al borde del pasillo central, tenían ya en perfecto orden “militar” las sabrosas frutas leridanas, crujientes chuscos de pan y unos tarros de plástico con flanín. De todo ello hicimos acopio en las últimas mesas, porque pasarían desapercibido ya que quedaban varias en cada fila sin los menús, pues muchos solían cenar en la cantina.
Justo cuando estábamos traspasando el quicio de la puerta, se encendieron las potentes lámparas que colgaban del techo.
Con aquellas provisiones, pudimos pasar de la cena y nos fuimos al cuartel después de pasar por la cantina a por algo que meter entre las tapas de los bollos.
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