miércoles, 4 de junio de 2025

184.- 3 La Cueva de "La Herrería"

Su nombre le viene de una antigua herrería que allí hubo. Mi padre me dio nombres de vecinos del pueblo que en ella trabajaron de peones. En una finca limítrofe a la carretera existe una edificación en ruinas que siempre me imaginé fuese la casa del oficial herrero. Las primeras incursiones que hice con algunos amigos del pueblo fueron en la época en que, ya en el instituto varios profesores, de Ciencias Naturales, Química e Historia, me habían introducido en el tema de los minerales y la Prehistoria. En el laboratorio existían colecciones de minerales y fósiles que los propios alumnos habían colaborado en complementarlas.

Recuerdo ver la mina cuando aún estaban en pie las edificaciones de los obreros y el gran hoyo cubierto por el agua que salía de los manantiales. Por el motivo que fuera, dejó de ser interesante para la empresa explotadora, pero años después que volví a verla, se había instalado una bomba que achicaba el agua por unas mangueras y la encauzaba por detrás de la bolera “Las Mimosas” y la casa de la familia Cea.

En la “Mina de Bolao” trabajó mi abuelo Santos González Cue y su primo Pedro Cue, más conocido por "Perico el coxu" , apodo que le viene al haberle amputado la pierna derecha la vagoneta con la que arrastraba el mineral tirada por un caballo.

En “Tierra´l Jelechu.com” de Félix Gutiérrez, creo haber visto una fotografía en la que se le ve en Viango por la “Fiesta del pastor”, cuando tenían por costumbre hacer  competiciones deportivas como: salto de altura usando el palo de monte, lanzamiento de barra y otras más. Recuerdo otra hazaña de Perico que me narró mi padre: “Le habían hecho una apuesta que consistía en atravesar el río Purón colgado del puente ferroviario hasta Puertas. No conforme con lo tratado, les propuso dar la vuelta sin soltarse si le doblaban el premio, como así ocurrió.

Pude ver la profundidad del hoyo y varios manantiales que soltaban el agua en él procedentes de las montañas. Aún recuerdo la torre cuadrangular hecha de ladrillos y embastada de cal y arena, con una puerta en la base cerrada con candado; en lo alto, estaban las tacillas de vidrio que aislaban los cables del tendido eléctrico.

A la Bolera de las “Mimosas”, con siete años, me llevó mi padre en su bicicleta para un campeonato de bolos por parejas, Mi padre y su hermano Eduardo se llevaron el primer premio.

Desde los seis o siete años solía ir a casa de Ramón Hano Fernández, casado con mi tía materna Alejandrina Noriega Sobrino y tenían una finca, “El molín de Janu” a la que me llevaron con mi prima Tere, tres años mayor que yo. Había allí unas ruinas atravesadas por un riachuelo. Justo a la entrada había otra covacha en la que mis tíos guardaban botellas de sidra y restos de un viejo carro de vacas.

Tío Ramón había estudiado en el Colegio de La Arquera. A su quinta le correspondió en el ejército de la II República luchando en el País Vasco cuando fueron atacados el 26 de abril del 37 por la “Legión Cóndor” alemana y la “Aviación Legionaria” italiana. Fue herido y asistido en un hospital regentado por monjas. La descripción que nos hacía de la sala era muy dura, por la escasez de: alimentos, camas, instrumental, médicos y… la ideología política que tenían una gran parte, que no toda, de los religiosos. Es justo hacer excepciones lo mismo que con los guardias.

A Ramón sólo le afectó un hombro y el meñique de la mano izquierda. Cuando las tropas fascistas tomaron el municipio de Llanes, fue recluido en el Convento de Celorio del que regresó al pueblo.

Es posible que alguno se extrañe si le narro durante la Guerra de la Independencia contra el ejército de Napoleón Bonaparte.

En incursiones por los montes, con amigos de la escuela habíamos caminado por un sendero que se tomaba por detrás de la Casería de Rumoru. Queríamos llegar a la mina de hierro "La Salgar" en la que había trabajado mi tío paterno Ramón González Gutiérrez y aún conservaba el maderamen de entrada, enormes vigas intactas en la boca de entrada.

Antes de llegar a la mina, pasamos por el llamado "Pozu los franceses", un pequeño boquete taponado con rocas para evitar la caída del ganado o de los pastores; tiramos unas piedras por el hueco que había y escuchamos el ruido que hacían durante unos  segundos.

Con posterioridad a este hallazgo pregunté a mi tío Ramón si sabía el motivo de aquel nombre puesto a la torca yasí me contó esto:

“Parece ser que en tiempos de aquella guerra, pasaron por aquí las tropas napoleónicas. Algunos pastores que bajaban del valle Viango, a golpes con el palo de monte, abatieron a unos gabachos con quienes se tropezaron y los echaron al pozo.

El batallón francés había acampado en la Vega de Sanroque; muy cerca de la capilla primitiva de “Sant Ilar” y “Los Pasucos” donde estaban los batanes para hacer telas y escarpines con el agua que de las cuestas bajaba siendo el nacimiento del río “Xixón” que pasa al norte de la actual capilla de la Guadalupe.

Cuando supieron del altercado reunieron a todos los varones de la aldea para ser diezmados si no daban nombre de los pastores culpables. Los colocaron en círculo y fueron eliminados contando de uno a diez y así hasta que alguien hablase. Las mujeres, niñas y niños se refugiaban en “La Cueva” que hay justo detrás de la bolera, herradero, casa concejo y escuela.

No es prudente creer ni dejar de creer en todas las leyendas, pues algunas resultan tener pistas para reforzar la verdad de los hechos.

Pasados aproximadamente unos veintidós años, vinieron a mi barrio “La Caleyona” de Parres turistas que se alojaron en la casa que Rodolfo Sobrino Arenas y Ángela Rodríguez González, construyeron lindera con la mía, emigrantes a Alemania y mecánico en la factoría de Sindelfingen de Stuttgart.

Roro me preguntó si no sabría yo de algún lugar donde llevarlos de excursión.

Uno de ellos, – me dijo – es un arqueólogo, habla francés y os podéis comunicar bien. Los otros dos únicamente hablan alemán, pero traen consigo un pequeño diccionario de bolsillo y lo usan cuando es precisan.

– El tercero, el más alto, te vas a sorprender si te cuento que tiene sendas prótesis en la pierna y el brazo derechos; pertenecía a las “Juventudes Hitlerianas” y estaba en el búnker dónde su ídolo se inmoló.

A mí no me hizo demasiada gracia aquel dato, pero accedí al venirme a la memoria la segunda entrada de que me había hablado el tío Ramón Hano Fernández. Al poco rato de caminar junto a ellos, me di cuenta de que su ojo izquierdo era de cristal. Cuando me preguntaba algo el arqueólogo, yo se lo decía en francés y a su vez él se lo transmitía al compañero que hojeaba el diccionario con habilidad con la mano diestra. Me daba las gracias y me preguntaba alguna otra cosa tirando de diccionario.

Llegados al prado donde conocía la otra entrada de la cueva “La Herrería” me encontré con una enorme roca que cerraba en parte la entrada y para pasarla tuve que ayudarle a pasarla levantando al mutilado por su pierna mecánica con la mano zurda a la vez que le sujetaba con la diestra por el cinturón.

Una vez dentro, caminamos unos metros y a la derecha nos encontramos con una portilla de hierro que protegía las pinturas. Tuvimos que saltar el regato de agua que circulaba junto a la jaula que arrastraba la arena blanca que una empresa en una finca cercana acumulaba, extraída de una cantera al pie de los Resquilones en La Tornería.

Al otro lado pude ver a la izquierda la tapiada salida y en el techo más bajo, nombres de refugiados y fechas correspondientes a la francesada y a la guerra del golpe de estado franquista.

Fue, pues, refugio de nuestros ancestros Homo Neanderthalensis” y “Homo Sapiens”, entre unos ciento setenta y ciento cincuenta mil años. Los pioneros de nuestros vecinos en grabar en roca la prehistoria.  

lunes, 26 de mayo de 2025

183.- 2.- Cuevas de “Taravirón” y “Covarón”

 

183.- 2.- Cuevas de “Taravirón” , “Covarón”

(Continuación con el tema de las cuevas en “La aldea perdida”


Saliendo del barrio La Casona y llegados al “Picu la concha” se toma a la izquierda el camino que nos lleva a Corisco, por el “Cuetu las cerezales”, antes de dar la curva se veía una oquedad a la izquierda en una finca con roca y perfil inclinado.

Después de la experiencia tenida a pocos metros de allí con la cueva del cueto la Mina, decidimos explorarla otro día sin clases. He de aclarar que había sido descubrimiento suyo, pues yo dependiendo del uso de la harina, por su cercanía solía llevarla a Corisco. Leonor Martínez Pérez y José Gutiérrez Martínez, tenían un pequeño molino de una sola muela, por lo que dependiendo del uso que se le diera, podría servir o no por ser menos fina que la los demás molineros.

En otro blog, dediqué una entrada a consignar todos los molinos existentes en el pueblo, algunos de los cuales pasan desapercibidos. En él cuento cómo el padre de José trajo los aperos del viejo molino al otro lado del monte que atraviesa el río por la cueva “Covarada”donde aún hoy se puede encontrar restos de anclaje de un viejo molino, así como también los de una edificación que sería su casa.

“Nos metimos en la cueva sorteando estrechos pasadizos y evitando resbalar o crismarnos la cabeza con las afiladas estalactitas. Fue una larga bajada. El molino estaba en la parte al este de la finca que ha de ser por los sedimentos del Melendru que deja tras pasar Requexu.

José había segado la finca para las vacas y el verde lo tenía ya dispuesto en pequeños “guruños” que iba subiendo a hombros en el “sábanu”.

Mientras arrancó con el primero, a Pedrín se le ocurrió salir a deshacer uno de los montones y volverse a la cueva. Cuando José regresó a por el siguiente montón, se cagaba en todo lo que había que cagase, nosotros habíamos apagado las linternas de pila de petaca que habíamos llevado.

Al salir, observé unos trazos rojos en una de las rocas, parecidas a las que años después pude ver en Ribadesella, Altamira, Llonín…

Pegando un gran salto en el tiempo, estando estudiando en el Instituto, llevé a mi primo Félix Hano Noriega, de la Pereda a que conociera la cueva y le enseñé los signos dibujados. Él tenía un profesor del instituto al que apodaban “Urraca” y lo llevó a ver la cueva de Taravirón. Tuvo la suerte de encontrar unas hachas de bronce que no sé qué fue de ellas. Supongo que las haya entregado, motivo por el cual se impidió levantar un chalet en el prado y también retirar la plancha de hormigón armado donde levantar las paredes de la nueva edificación.



miércoles, 14 de mayo de 2025

182.- Las Cuevas

 2ª PARTE: “LA ALDEA PERDIDA”

Aclaración inicial:

En el blog “Aldea recuperada” explico en la introducción del mismo que evito el título de la obra de D. Armando Palacio Valdés, pues Google lógicamente revierte las búsquedas a ella. Cambiarle el nombre no es, por aprovecharse de ello, ni por plagio ni por soberbia.

Desde los siete años, que entré en la Escuela leía y comenzaba a escribir. En la primera Sección con D. Francisco Peláez, oriundo de Pechón, y en la segunda Sección con D. Manuel Fernández, de Andrín.

Mis padres leían por la noche los libros que les dejaba Teresa Junco Blanco, de la familia el “Curru”. Era una familia numerosa que vivían del trabajo en el campo, pero tenían también el único hermano, Pepe “El Curru” indiano que compró la casa a Bernardino Noriega, construyó una cuadra a cuyo pajar se accedía por uno de los caminos que a pocos metros de la escuela. También pudimos ver por primera vez en su casa la televisión donde acudíamos de domingo los niños. Poco después nos distribuíamos por otros tres sitios más: la casa de Gloria en la “Campa”, tía de mi padre; en la casa de José Quintana y Gaudiosa Nieda, a unos metros de la anterior y en el bar “El Fresnu”.


182.1 Cueva, “Covajornu”.

En “Covajornu” se refugiaban mis abuelos maternos, Araceli Sobrino Tamés y Marcos Noriega González con sus tres hijas: Alejandrina con doce años, mi madre, Serafina con once y Teresina con siete, cuando las tropas golpistas entraron en el pueblo. Corría el año 1937 cuando las tropas franquistas entraron en el pueblo. Pero todo esto concerniente a la guerra, lo narro en mi libro titulado “A los Quintos del 40”. (1)

Con apenas diez años, un primo mío por parte de padre, dos años mayor que yo, tenía la costumbre de organizar los amagüestos de castañas en distintas zonas donde las había: uno de esos sitios quedaba justo delante de la boca principal de esta “cueva_jornu” que viene a significar cueva honda. Dentro de ella había un alto espacio como para poder verla sin peligro a pegarse contra las estalactitas, sí en cambio había profundas oquedades. Y como en otras más de las que narraré, se podían ver supuestas imágenes por las formas que habían formado durante un incalculable tiempo geológico.

En ella encontraron los chavales mayores con quienes él entraba, un sable de mando militar que vendieron y con el dinero que sacaron, nos pagó las entradas para subirnos a un columpio que movían los dueños con su propio peso; aún no había instalación eléctrica junto a la capilla de Santa Marina donde se celebra con exactitud el día 18 de julio.

Un tiempo después, Félix nos enseñó otra entrada más pequeña que estaba en la finca de Graciano Villar. Había que entrar apoyado en los codos y rodillas para no pegar contra las agujas que colgaban del techo y además la oscuridad era total. Algunos de los mayores nos indicaban con linterna los hoyos que había. Al fondo de uno de ellos vimos un montón de huesos. De inmediato dimos cuenta al alcalde del pueblo, por entonces Ricardín Gómez Gutiérrez; nos dijeron que no eran huesos humanos, por lo que quedamos satisfechos y tranquilos.


182.2. la cueva, “Cuetu la Mina”

Esta cueva la exploramos Pedrín González Sobrino y yo. Pedrín era unos años menor y habíamos compartido aventuras juntos desde bien jóvenes, yendo juntos al Colegio de la Arquera. Era hijo de Pedro González Romano por parte de mi padre y Titi Sobrino amiga y vecina de mi madre y también prima segunda por parte de mi abuelo materno. Era por la tarde. Se llegaba a ella, tomando la carrada hacia Corisco, pero ascendiendo por otro más angosto a la derecha. Cerca de ella ahora hay un chalet.

Se entraba en vertical por un hoyo, pues la entrada al oeste, estaba derrumbada por la que entraba apenas un poco de luz. Creo que no hubiera sido muy visitado, puesto que al posar el pie en un lateral de la torca, a punto estuve de caerme dentro. Pensé que sería una piedra de arenisca, redonda, pero cuando la palpé y tomé en mis manos, llevé una gran sorpresa. Era la carcasa de una bomba conocida vulgarmente como “Piña”, metálica. Se la entregué a Pedro. Tampoco me extrañó tanto por lo que me habían contado de un joven del pueblo que había muerto al extraer un obús para venderlo como chatarra. Su madre había recogido sus restos en un mandil. Temas de estos quedan escritos en temas anteriores de mis blogs, como cuando fui a limpiar una finca con mi abuelo Santos y mi tío Pepe que encontró un peine completo sin balas. Con la pólvora de una hizo un reguero en una roca plana y le prendió fuego quedando marcado mi nombre. Era peligroso prender fuego a los matorrales de las fincas, porque solían quedar aún útiles.

En su interior había una estalactita que unida a una estalagmita formaban una gruesa columna, lo mismo que otras en formación, como espadas, intactas. La rodeamos alumbrados por sendas velas y una singular linterna dinamo que yo tenía, regalo de mis tíos Ramón Hano Fernández y Alejandrina Noriega, del “Coteru”, en la Pereda. Funcionaba mientras se pulsaba con el pulgar una palanca. El foco era pequeño y estaba medio opaco por lo que sólo me aportaba más tranquilidad en aquel oscuro templo.

En sus techos vimos escritos hechos, no sabremos por quienes, que se refugiaban en ella en cuanto se escuchaba la bocina de la Rula en Llanes, cuya función había sido el avisar de la entrada de los barcos de pescado. Todo el reconocimiento nos llevó a la pérdida de la noción del tiempo, tanto que al tratar de salir, no vimos la claridad que nos había acompañado al entrar. Fue algo agobiante, pues tuvimos que dar la vuelta a la columna a ciegas echando cuenta con algunos detalles que podíamos recordar al entrar.


Cuarenta años más tarde, dando clases de educación física en la escuela de Parres, llevé a los alumnos mayores a ver la cueva “Cuetu la mina”. Una de las niñas, Marina, era la hija de mi amigo Pedro. Esa vez, por ser de día encontré mineral de hierro cernido alrededor del pozo. Nadie me había contado nada de la mina aquella.


(1) Véase en google: monchugn.com


jueves, 5 de diciembre de 2024

180.- Demostración de kárate

 


El viernes 21 de septiembre de 1973, con motivo de la celebración de san Mateo, patrono de Vetusta, la Banda Militar del histórico Regimiento Milán, históricamente apodado “El Osado”,  participó en el desfile con carrozas llegadas de diversas poblaciones de la provincia del Principado entre las que estaba la de Llanes. El almuerzo que nos dieron aquel día en el comedor del Milán fue extraordinario. A continuación, tras un tiempo de descanso, en la explanada usada para pasar la Revista de Comisario, se había congregado un nutrido grupo de espectadores de todos los grados militares. 
El que dirigía la demostración atlética vestía el traje blanco ceñido por un cinturón negro. 
Eligió de entre nosotros a seis al azar y nos entregó a cada cual una tablilla para que la sostuviéramos firmemente en alto, sujeta con las dos manos y a la altura del pecho. 
Desde el centro del círculo giraba sobre su pierna izquierda mientras que con la otra la alzaba para marcar las distancias en un giro a las seis tablillas. 
En el segundo momento, con total precisión fue rompiendo, una a una las seis tablas en una acción conjunta, sin pausa en menos de quince segundos.  
Cuando había recibido la tablilla, pude comprobar que tenía una veta resinosa que la atravesaba, menos consistente que la blanca.  
La siguiente demostración me pareció más auténtica. Había unos ladrillos machetones formando un puente con sus dos extremos descansando sobre sendos tacos de madera. 
El maestro karateka con el canto de la mano abierta, marcó el lugar exacto donde debería descargar el golpe y flexionando sus rodillas separadas, hinchó los pulmones y emitiendo un fuerte alarido golpeó el ladrillo que se abrió en dos como si se tratase de  una barra de cristal.
Era un aspirante en prácticas al cuerpo de Alféreces de Complemento, de una quinta anterior a la mía, cuyo nombre se me quedó en olvido. 
En el mes de septiembre, tras las fiestas de Covadonga, comenzaron las actividades académicas. Fuimos convocados en la Delegación de Educación y Ciencia que en ese momento estaba en la C/ Río San Pedro en donde nos convocaron a todos los alumnos que habíamos optado al acceso directo al Cuerpo del Profesorado de E.G.B. exentos por la nota media a lo largo de los tres cursos en la E. Normal, para elegir destino entre las plazas vacantes que se ofrecían aquel año. Este trámite se hacía cada dos cursos. 
Pedí permiso al Cap. Clemente para ausentarme con tal motivo y por unas horas del acuartelamiento y allí acudí con premura. 
Se seguiría para la elección de plaza el orden establecido por la anota media de toda la 3ª Promoción. Yo había logrado exactamente el turno sexto entre los alumnos o el número doce entre alumnos y alumnas. 
Existían distintas denominaciones para los centros educativos:
1.- Escuelas Unitarias de un aula que se concedían a las maestras como en : Buelna, Vidiago, Purón, La Galguera, Pancar, El Mazucu, Meré y un extenso etcétera. En la fecha de su construcción se utilizaban materiales como la piedra y el mortero de cal. Solían tener la casa habitación para la maestra encima del aula, a la que se accedía por una escalera de piedra, adosada a un lateral del edificio. Para el recreo, solía aprovecharse la bolera. 
2.- Escuelas Unitarias con dos aulas como en los pueblos de Pendueles, Riegu, La Pereda… La escuela de Parres disponía de sendos portales y la bolera para los recreos; la planta primera para ambas aulas y la segunda planta para viviendas del maestro y de la maestra. Los materiales de construcción seguían siendo la piedra y la cal. 
3.- Escuelas Graduadas como la de Llanes, Nueva, Posada… tenían separación de aulas para niñas con su maestra y de niños con un maestro. Las actividades y juegos en los recreos también eran distintos. Este tema lo dejé bien explicado en una entrada anterior. 

En la lista que nos entregaron figuraban en la zona cercana a Llanes, la aldea de Cue, San Roque. En Ribadeva, el colegio de Colombres. 

181.- Gestión escolar

 

Toma en propiedad de mi 1er destino escolar.

Cuando llegó mi turno de elegir el centro escolar aparecía una plaza en Colombres, ayuntamiento de Ribadeva y otra en Panes, de la Peñamellera Baja, con casa habitación, por lo cual me decanté por esta última.

Había una fecha tope para hacer la presentación. En la Compañía esa semana estaba de oficial de guardia al teniente Faes Pomarada y le pedí permiso para ausentarme del cuartel, pero no sabía exactamente cuánto tiempo me llevaría la gestión académica. Me dijo que debería estar en el cuartel antes de las diez hora en la que dan comienzo los ejercicios de instrucción.

No obstante, si no te diese tiempo, tú me llamas para que yo le dé cuenta al Capitán Clemente. Creo que no habrá ningún problema.

– Mi teniente, haré todo lo posible por llegar a tiempo.

A la hora de la instrucción del lunes, estaba en mi puesto al frente el pelotón de la sección primera del Teniente Faes.

Después de una hora, el Teniente Faes nos dio media hora de descanso bajo la sombra de unos álamos; uno de los soldados se quedó vigilando para avisarnos cuando llegada el capitán Clemente.

De pronto, el recluta vigía dijo en alto: “Que viene el Capitán” y todos nos pusimos en nuestros sitios, pero el capitán Clemente, que había oído el aviso del novato, dijo en un tono de pena:

– Soy vuestro capitán, no vuestro enemigo.

Nunca, en los cuatro meses de estancia en el cuartel, le había escuchado decir una palabra más alta que otra.

No sé si a todos, pero a mí me hizo cavilar sobre esta situación. ¿No hubiera sido más digno volver a la formación, mandar “firme” y comunicarle que se había dado un descanso a los soldados después de una hora a pleno sol?

Quedan aún situaciones por contar en el ámbito militar y voy con ello.

Dormíamos en la misma estancia, todos los cabos primera. No recuerdo sus nombres, tan sólo que uno era hijo del Brigada encargado del abastecimiento del cuartel; otro era camionero en Ribadesella y mi amigo de Talarn que había estudiado en la Normal, antes del “Plan del 67” a quien siempre nombré como “Uvieu”, por haberme olvidado de su nombre y apellidos.

Tenía unas fotos de grupo firmadas por ellos, pero por circunstancias varias no logré volver a encontrar.

Existía en el cuartel una especie de escuela para la enseñanza de estudios primarios soldados que no la habían tenido por diversas causas; entonces nadie estaba obligado al aprendizaje ni tan siquiera de la lectura y escritura, cuanto menos del cálculo. En la escuela de mi aldea, algunos de mi edad no acudían a las clases a diario, pues solían mandarles en su casa a cuidar los rebaños de ovejas o de vacas. Así había sido para la época posterior al finalizarse la guerra civil, en mi caso, en el período entre 1954 y 1962, en que hice la Enseñanza Primaria. en la escuela. y en los años posteriores como los míos. En casa de mis abuelos paternos, aunque fueron nueve, y otras más casas, por supuesto, los mandaron a la escuela y muchos al colegio de La Arquera para que pudiesen acceder a otro trabajo mejor. Otros entraban a trabajar en las tejeras aún siendo niños.

Bastante reciente, me enteré por un amigo cómo a él le habían contratado para la construcción de una presa y puente cerca de su pueblo natal, con siete años para dar agua a los obreros y atizar el fuego del llar donde se cocía el pote. El sueldo era de tres pesetas a la semana, con jornadas de diez horas y dormían en camastros de paja.


El Capitán Clemente cuando fui a recoger la libreta del servicio militar que en el argot cuartelario se decía “La Blanca” por ser de ese color sus tapas, y que por cierto, la nuestra era verde, me propuso lo que sigue:

“Si tú quieres, Noriega, puedes quedarte hasta el verano siguiente como profesor en el “PPE”, libre de guardias, maniobras y con una subida considerable de la paga mensual. En los tres meses del siguiente verano, puedes acudir al acuartelamiento para oficiales, ya con los galones de Sargento al mando de una sección y al término del cual, te dan la estrella de Alférez de Complemento y seguir los escalafones como oficial, con suerte, en este mismo cuartel.”

Muchas gracias, mi capitán, pero me acaban de dar una plaza fija en propiedad como profesor de EGB y esa fue siempre mi ilusión, ya desde la escuela. Las milicias supusieron para mí que no me llamasen los doce meses para el servicio obligatorio y tener que dejar a medias la terminación de los estudios en la Escuela Normal de Oviedo.

Como ya narré en anteriores capítulos, tuve la ocasión de ver a mi capitán en dos ocasiones.

La primera que fue en Perlora, donde HUNOSA tenía unas instalaciones familiares para sus empleados con hotel incluido y cerca de la playa. Allí llevaron a varios colegios públicos elegidos, supongo yo, por algún método de sorteo, puesto que de haber estado muchos, no hubiera habido espacio suficiente.

El caso es que había venido el “rey emérito” y recuerdo que había una exposición de ganado selecto y algunos de mis colegas se acercaron a estrecharle la mano a la tribuna que le habían puesto. Una de ellas, nos confesó que no se había lavado la mano derecha, por supuesto, por aquel privilegio tan especial (y “estúpido” le dije yo) cuando nos lo contó al día siguiente en la sala de reuniones.

Yo estaba a cargo de mis alumnos de octavo curso de EGB de quien era tutor, cuando vi llegar un mercedes negro con una banderita en el centro del capó y una gran antena de radiotelefonía. Dentro del vehículo estaban tres militares con sus trajes ceremoniales. Un sargento piloto, un cabo de transmisiones con el pesado equipo de radio detrás junto al capitán Clemente que hablaba por telefonía inalámbrica con los demás coches de protección. Se bajó justo por la puerta izquierda junto a la acera en que yo estaba con mis alumnos:

A sus órdenes, mi capitán – le dije mientras tocaba la visera de mi gorra de sol y él me devolvió otro cortés saludo militar:

– ¡Qué casualidad, mi sargento! ¿Cómo por aquí?

– Vine con mis alumnos y algunos colegas del colegio de Panes.

La segunda vez y última que saludé a mi capitán fue en el paseo delante del parque San Francisco. Iba caminando con mi primogénito a quien le había comprado un helado y con su abuela materna que lo llevaba de la mano, cuando lo vi adelantarnos. Iba vestido de paisano, pero lo reconocí por la forma especial de caminar que tenía, tanto en el paso como en el braceo acompasado. Me acerqué a su altura sin soltar mi helado y le dije.

– Buenos días, mi capitán. Se paró, me reconoció y me contestó:

Buenos días, ascendí a comandante, pero agradezco que me recuerdes como capitán. ¿Es tu hijo?. Sí, le dije. Nos dimos la mano y nos despedimos.

Creo recordar que era cántabro. En la cartilla militar que aún conservo, no figura nada más que un sello oficial del cuartel y la fecha final de mi licencia militar.


La licencia militar era provisional, pues debía pasar por el cuartelillo de la Guardia Civil, todos los años hasta que sobrepasara mi edad de volver a ser llamado ante cualquier conflicto bélico. El caso es que al segundo año de estar en Panes, 1974, me llaman del cuartelillo para pasar la revista y al ver que me faltaba la revisión del año anterior, me multan por omisión y tuve que pagar unos “Timbres del Estado”.

viernes, 22 de noviembre de 2024

179.- Espectáculo inesperado

 Celebración de la festividad de San Mateo

El viernes 21 de septiembre de 1973, con motivo de la celebración de san Mateo, patrono de Vetusta, la Banda Militar del histórico Regimiento Milán, históricamente apodado “El Osado”, participó en el desfile con carrozas llegadas de diversas poblaciones de la provincia del Principado entre las que estaba la de Llanes. El almuerzo que nos dieron aquel día en el comedor del Milán fue extraordinario. A continuación, tras un tiempo de descanso, en la explanada usada para pasar la Revista de Comisario, se había congregado un nutrido grupo de espectadores de todos los grados militares.

El que dirigía la demostración atlética vestía el traje blanco ceñido por un cinturón negro.

Eligió de entre nosotros a seis al azar y nos entregó a cada cual una tablilla para que la sostuviéramos firmemente en alto, sujeta con las dos manos y a la altura del pecho.

Desde el centro del círculo giraba sobre su pierna izquierda mientras que con la otra la alzaba para marcar las distancias en un giro a las seis tablillas.

En el segundo momento, con total precisión fue rompiendo, una a una las seis tablas en una acción conjunta, sin pausa en menos de quince segundos.

Cuando había recibido la tablilla, pude comprobar que tenía una veta resinosa que la atravesaba, menos consistente que la blanca.

La siguiente demostración me pareció más auténtica. Había unos ladrillos machetones formando un puente con sus dos extremos descansando sobre sendos tacos de madera.

El maestro karateka con el canto de la mano abierta, marcó el lugar exacto donde debería descargar el golpe y flexionando sus rodillas separadas, hinchó los pulmones y emitiendo un fuerte alarido golpeó el ladrillo que se abrió en dos como si se tratase de una barra de cristal.

Era un aspirante en prácticas al cuerpo de Alféreces de Complemento, de una quinta anterior a la mía, cuyo nombre se me quedó en olvido.

En el mes de septiembre, tras las fiestas de Covadonga, comenzaron las actividades académicas. Fuimos convocados en la Delegación de Educación y Ciencia que en ese momento estaba en la C/ Río San Pedro en donde nos convocaron a todos los alumnos que habíamos optado al acceso directo al Cuerpo del Profesorado de E.G.B. exentos por la nota media a lo largo de los tres cursos en la E. Normal, para elegir destino entre las plazas vacantes que se ofrecían aquel año. Este trámite se hacía cada dos cursos.

Pedí permiso al Cap. Clemente para ausentarme con tal motivo y por unas horas del acuartelamiento y allí acudí con premura.

Se seguiría para la elección de plaza el orden establecido por la anota media de toda la 3ª Promoción. Yo había logrado exactamente el turno sexto entre los alumnos o el número doce entre alumnos y alumnas.

Existían distintas denominaciones para los centros educativos:

1.- Escuelas Unitarias de un aula que se concedían a las maestras como en : Buelna, Vidiago, Purón, La Galguera, Pancar, El Mazucu, Meré y un extenso etcétera. En la fecha de su construcción se utilizaban materiales como la piedra y el mortero de cal. Solían tener la casa habitación para la maestra encima del aula, a la que se accedía por una escalera de piedra, adosada a un lateral del edificio. Para el recreo, solía aprovecharse la bolera.

2.- Escuelas Unitarias con dos aulas como en los pueblos de Pendueles, Riegu, La Pereda… La escuela de Parres disponía de sendos portales y la bolera para los recreos; la planta primera para ambas aulas y la segunda planta para viviendas del maestro y de la maestra. Los materiales de construcción seguían siendo la piedra y la cal.

3.- Escuelas Graduadas como la de Llanes, Nueva, Posada… tenían separación de aulas para niñas con su maestra y de niños con un maestro. Las actividades y juegos en los recreos también eran distintos. Este tema lo dejé bien explicado en una entrada anterior.

En la lista que nos entregaron figuraban en la zona cercana a Llanes, la aldea de Cue, San Roque. En Ribadeva, el colegio de Colombres, Panes, Alles, Arenas de Cabrales y otras como Camarmeña, Bulnes, Sotres, Ibias y Taramundi, por citar escuelas con extremas dificultades orográficas.  

Tal ansia teníamos por comenzar la actividad docente que en las tertulias entre los compañeros de la Escuela Normal algunos decíamos que estaríamos conformes en dar comienzo en cualquiera de las aulas citadas. 

Por lo poco que hasta ese momento había podido viajar, desconocía la Villa de Colombres ni figuraba el nuevo Colegio de EGB que se estrenaría ese curso. En cambio, en la lista de vacantes aparecía Panes con una Escuela Graduada de dos aulas y sendas casas para los docentes.  El aumento era bastante significativo. El viejo dicho tan repetido en la época pretérita de que alguien " pasase más hambre que un maestro de escuela", dejó de tener sentido peyorativo gracias a las primeras manifestaciones y huelgas con la aparición de los primeros sindicatos horizontales tras la finalización del período dictatorial.

viernes, 27 de septiembre de 2024

29.- Viaje a Vetusta


Aún recuerdo el día de mi primer viaje en tren a Oviedo. En tanto que mi madre se hacía cargo de atender el ganado, padre y yo madrugamos para bajar al viajeros de las siete.
Mis abuelos paternos, Santos y María, aprovechando el viaje, nos mandaban un recado para unas amistades suyas. La ilusión mía, aparte del viaje en tren, era conocer la ciudad, el parque San Francisco, incluida la osa parda, Petra y su hijo. En el largo y sinuoso trayecto de ciento diez kilómetros, olvidé la consulta que tendría con el traumatólogo del Ambulatorio, en la calle La Lila. Una molestia que sentía en el tendón derecho del pie me impedía correr e incluso caminar.
Algunos viajeros madrugadores ya ocupaban los asientos con ventanillas al andén principal cuando nosotros sacábamos billete. Cuando subimos aún había dos asientos libres junto a la puerta.
El engrasador revisaba a pie de vía los niveles de los bujes de las ruedas de los vagones con su aceitera en la mano y el cotón metido en el bolsillo posterior de su funda azulada de trabajo. Con un gancho comprobaba que en los cajetines del engrase no faltasen las mechas y de paso aprovechó para revisar que los vagones estuviesen bien enganchados y puestas las cadenas de seguridad.
Un mozo de andén empujaba una carretilla de plataforma cargada de paquetes con destino al vagón de alta velocidad en la cola de la unidad. El olor a café de la cantina se colaba por las puertas abiertas del vagón. El jefe de estación salió de la oficina con el gorro bajo el brazo, el silbato y el banderín de salida, acompañando al maquinista Ramón Sánchez de la Vega, vecino nuestro, hasta la máquina donde ya le esperaba el fogonero. Cuando el maquinista subió los dos peldaños, el jefe se caló la gorra, levantó la banderola y dio un pitido largo, protocolo necesario antes de que Ramón iniciase todas las operaciones de arranque. Un corto silbido de la máquina confirmó la salida, justo cuando el minutero del viejo reloj de junto a la entrada marcase las siete y cinco, hora estricta de salida.   Primero sentí el ruido que producen al aflojarse los frenos y los vagones, cual niños jugando,  comenzaron a moverse a trompicones, como si se negaran a emprender la marcha cogidos firmemente de la mano de su madre. Poco a poco veía moverse las casas cada vez a mayor velocidad y sentí el traqueteo en el paso a nivel de San José. Mi padre subió la ventanilla para que no entrase por ella la fina niebla ni la carbonilla que se desprendía de la chimenea y tuve que conformarme con pegar la nariz al cristal. Delante de mí desfilaron el campo de fútbol de Malzapatu, donde había aterrizado una avioneta. De la Panadería Sousa me llegó el olor del pan recién ahornado cuando se abrió la puerta del fondo del vagón para dar paso al revisor. Las últimas casas de la carretera en la Avenida de la Paz antes del paso a nivel en la vieja carretera a Camplengo, las Nieves, Póo, Parres y Porrúa. Pitidos previos anunciaban cada paso a nivel y el saludo de la guardesa de la garita de Póo, junto a las barreras bajadas. Ya en Celorio, subieron varias personas y el revisor amablemente ayudó a una mujer con su cesta de mimbres donde yo adiviné, bajo una cama de helechos verdes y hojas de berzas, por su característico olor, ricos quesos de Porrúa. Siguieron Balmori, Piedra y Posada que ya se preparaba para la feria del ganado en el campo de las Escuelas y en la Plaza los vendedores armaban los tenderetes del mercado de abastos.
Una niña con largas trenzas rubias se subió con su madre que llevaba un bebé en brazos. Ambas ocuparon el asiento diagonal al nuestro. El traqueteo sobre los cortes de raíl y el movimiento de las traviesas sobre el balastro, me proporcionaban una pista de la velocidad que tomábamos y en las curvas, me daba la sensación de que se fuese a salir por el chirrido y el roce de las ruedas. Me daba cuenta de la cercanía de otra estación por el chirrido de los frenos, el largo silbido de la máquina y consiguiente choque de vagones antes de parar. Los nombres de la mayor parte de las estaciones que siguieron a Posada eran desconocidos para mí.
En cada estación, por pequeña que fuera, había el mismo reloj, la misma estructura del edificio, la misma pintura e igual protocolo del jefe en la salida del tren.
La niña volvía para otro lado la cabeza cuando yo la miraba y a hurtadillas comprobé que también ella me miraba. Padre entabló conversación con un señor que se había subido en una de aquellas paradas y después de darle razón del motivo de nuestro viaje pasaron a hablar de las labores del campo.
Nuevos viajeros fueron completando el vagón y enfrente de mí acabó sentándose un anciano tras hacer ímprobos esfuerzos para mantenerse en equilibrio y no caerse sobre nosotros en cada curva de la vía. Una vez que logró sentarse, sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta, el paquete de “cuarterón” y el librito de “Jean” y, como si se recreara en el arte de los malabares lo lió sin quitar la mirada de la ventanilla. Lo colgó apenas de la comisura de los labios. Tomó el chisquero cuya mecha colgaba del bolsillo interior del chaleco negro a rayas y después de girar la rueda con la palma de la mano, tomó el pitillo y le acercó el ascua avivada con un soplido. Todo ese ritual lo había visto mil veces hacer a mi abuelo intercalado en las pausas de sus amenas charlas, cuando iba a visitarle y se despertaba de sus imprescindibles siestas. De bien crío debí asombrarme de esas dos habilidades, la narrativa y la de liar los cigarrillos, que seguía sin pestañear todo el proceso cuando me dijo en una ocasión que el que estaba haciendo sería para mí, si lo quería, y se dispuso a hacer otro para él. Me imagino la cara de sorpresa e ilusión que yo pondría, pero no se me olvidó el asco que sentí al dar la única calada que me hizo toser y que hizo que faltara bien poco para echar al traste la ropa que la abuela tenía plegada para planchar sobre el arcón del estregal.
En estos u otros pensamientos estaría tanto rato que me olvidé del viaje, de la niña de grandes coletas y de los que compartían sus impertinentes y antisociales humos. Limpié con el torso de la mano el vaho del cristal de la ventanilla y divisé a lo lejos la aguja de la torre de la Catedral destacando airosa por encima del resto de edificaciones. Al poco rato entrábamos lentamente en la estación de los FF. Económicos de Oviedo. Comprendí en el momento de bajarme la diferencia existente entre una capital y una villa por la cantidad de vías y trenes en comparación con las que tenía la de Llanes.
La niña de las rubias trenzas caminaba cogida de la falda de su madre y me dirigió una última mirada, como de despedida, mientras tomaba la calle empedrada paralela a la estación. Padre y yo seguimos de frente todo lo rápido que me permitía mi dolor, pues ya casi era la hora de nuestra consulta en el Ambulatorio de Calle La Lila. Padre conocía sobradamente el trayecto más corto por haber estado en Oviedo más veces. La visita al doctor fue rápida, y no tardó en darnos el diagnóstico: -Está en la edad del crecimiento y necesita tomar más calcio - dijo.
Así que la receta consistió en unos gránulos de calcio con sabor azucarado que tenía a pasto en un platillo sobre la mesita. Además me mandó hacer reposo durante tres meses.
Nada más salir del Ambulatorio nos dirigimos con el recado de los abuelos para Arcadio, el amigo que mi abuelo echó en el hospital cuando le amputaron la pierna. Habían convenido los dos en compartir el calzado cuando comprasen uno nuevo, pues a cada uno le habían privado de una pierna distinta. Mi abuela le mandaba por nosotros la zapatilla izquierda.
Mis recuerdos de esta primera visita a Vetusta se resumen a la torre de la Catedral, la estación de Económicos y el empedrado de la calle Covadonga donde jugué una partida a las canicas con un niño que al llegar lo vimos  sentado en el portal de la casa colindante cuando subíamos para hacer el encargo. Después de los saludos de rigor, me dejaron bajar a la calle. Era una calle ciega, creo recordar, y en la acera de frente a la casa, había una vinatería donde varios parroquianos charlaban en torno a unas tinajas de roble y bebían por sendos porrones.
Como el tren de regreso salía a las cuatro, nos dio tiempo a pasar por el Campo San Francisco donde compartí los barquillos y la torta de miel que había sacado en la ruleta del barquillero con los patos del estanque. Después observamos largo rato los movimientos repetitivos de la osa Petra que recorría con aire de hastío el contorno de su exigua prisión.
Los recuerdos fotográficos que mantengo en mi mente son en color gris y sepia como los daguerrotipos, de una ciudad aún herida por la guerra, de calles empedradas, con los tejados oscuros del hollín que caía de aquel bosque de humeantes chimeneas.