2ª PARTE: “LA ALDEA PERDIDA”
Aclaración inicial:
En el blog “Aldea recuperada” explico en la introducción del mismo que evito el título de la obra de D. Armando Palacio Valdés, pues Google lógicamente revierte las búsquedas a ella. Cambiarle el nombre no es, por aprovecharse de ello, ni por plagio ni por soberbia.
Desde los siete años, que entré en la Escuela leía y comenzaba a escribir. En la primera Sección con D. Francisco Peláez, oriundo de Pechón, y en la segunda Sección con D. Manuel Fernández, de Andrín.
Mis padres leían por la noche los libros que les dejaba Teresa Junco Blanco, de la familia el “Curru”. Era una familia numerosa que vivían del trabajo en el campo, pero tenían también el único hermano, Pepe “El Curru” indiano que compró la casa a Bernardino Noriega, construyó una cuadra a cuyo pajar se accedía por uno de los caminos que a pocos metros de la escuela. También pudimos ver por primera vez en su casa la televisión donde acudíamos de domingo los niños. Poco después nos distribuíamos por otros tres sitios más: la casa de Gloria en la “Campa”, tía de mi padre; en la casa de José Quintana y Gaudiosa Nieda, a unos metros de la anterior y en el bar “El Fresnu”.
182.1 Cueva, “Covajornu”.
En “Covajornu” se refugiaban mis abuelos maternos, Araceli Sobrino Tamés y Marcos Noriega González con sus tres hijas: Alejandrina con doce años, mi madre, Serafina con once y Teresina con siete, cuando las tropas golpistas entraron en el pueblo. Corría el año 1937 cuando las tropas franquistas entraron en el pueblo. Pero todo esto concerniente a la guerra, lo narro en mi libro titulado “A los Quintos del 40”. (1)
Con apenas diez años, un primo mío por parte de padre, dos años mayor que yo, tenía la costumbre de organizar los amagüestos de castañas en distintas zonas donde las había: uno de esos sitios quedaba justo delante de la boca principal de esta “cueva_jornu” que viene a significar cueva honda. Dentro de ella había un alto espacio como para poder verla sin peligro a pegarse contra las estalactitas, sí en cambio había profundas oquedades. Y como en otras más de las que narraré, se podían ver supuestas imágenes por las formas que habían formado durante un incalculable tiempo geológico.
En ella encontraron los chavales mayores con quienes él entraba, un sable de mando militar que vendieron y con el dinero que sacaron, nos pagó las entradas para subirnos a un columpio que movían los dueños con su propio peso; aún no había instalación eléctrica junto a la capilla de Santa Marina donde se celebra con exactitud el día 18 de julio.
Un tiempo después, Félix nos enseñó otra entrada más pequeña que estaba en la finca de Graciano Villar. Había que entrar apoyado en los codos y rodillas para no pegar contra las agujas que colgaban del techo y además la oscuridad era total. Algunos de los mayores nos indicaban con linterna los hoyos que había. Al fondo de uno de ellos vimos un montón de huesos. De inmediato dimos cuenta al alcalde del pueblo, por entonces Ricardín Gómez Gutiérrez; nos dijeron que no eran huesos humanos, por lo que quedamos satisfechos y tranquilos.
182.2. la cueva, “Cuetu la Mina”
Esta cueva la exploramos Pedrín González Sobrino y yo. Pedrín era unos años menor y habíamos compartido aventuras juntos desde bien jóvenes, yendo juntos al Colegio de la Arquera. Era hijo de Pedro González Romano por parte de mi padre y Titi Sobrino amiga y vecina de mi madre y también prima segunda por parte de mi abuelo materno. Era por la tarde. Se llegaba a ella, tomando la carrada hacia Corisco, pero ascendiendo por otro más angosto a la derecha. Cerca de ella ahora hay un chalet.
Se entraba en vertical por un hoyo, pues la entrada al oeste, estaba derrumbada por la que entraba apenas un poco de luz. Creo que no hubiera sido muy visitado, puesto que al posar el pie en un lateral de la torca, a punto estuve de caerme dentro. Pensé que sería una piedra de arenisca, redonda, pero cuando la palpé y tomé en mis manos, llevé una gran sorpresa. Era la carcasa de una bomba conocida vulgarmente como “Piña”, metálica. Se la entregué a Pedro. Tampoco me extrañó tanto por lo que me habían contado de un joven del pueblo que había muerto al extraer un obús para venderlo como chatarra. Su madre había recogido sus restos en un mandil. Temas de estos quedan escritos en temas anteriores de mis blogs, como cuando fui a limpiar una finca con mi abuelo Santos y mi tío Pepe que encontró un peine completo sin balas. Con la pólvora de una hizo un reguero en una roca plana y le prendió fuego quedando marcado mi nombre. Era peligroso prender fuego a los matorrales de las fincas, porque solían quedar aún útiles.
En su interior había una estalactita que unida a una estalagmita formaban una gruesa columna, lo mismo que otras en formación, como espadas, intactas. La rodeamos alumbrados por sendas velas y una singular linterna dinamo que yo tenía, regalo de mis tíos Ramón Hano Fernández y Alejandrina Noriega, del “Coteru”, en la Pereda. Funcionaba mientras se pulsaba con el pulgar una palanca. El foco era pequeño y estaba medio opaco por lo que sólo me aportaba más tranquilidad en aquel oscuro templo.
En sus techos vimos escritos hechos, no sabremos por quienes, que se refugiaban en ella en cuanto se escuchaba la bocina de la Rula en Llanes, cuya función había sido el avisar de la entrada de los barcos de pescado. Todo el reconocimiento nos llevó a la pérdida de la noción del tiempo, tanto que al tratar de salir, no vimos la claridad que nos había acompañado al entrar. Fue algo agobiante, pues tuvimos que dar la vuelta a la columna a ciegas echando cuenta con algunos detalles que podíamos recordar al entrar.
Cuarenta años más tarde, dando clases de educación física en la escuela de Parres, llevé a los alumnos mayores a ver la cueva “Cuetu la mina”. Una de las niñas, Marina, era la hija de mi amigo Pedro. Esa vez, por ser de día encontré mineral de hierro cernido alrededor del pozo. Nadie me había contado nada de la mina aquella.
(1) Véase en google: monchugn.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario