jueves, 2 de febrero de 2017

117.- "Las primeras clases de prácticas"

Por fin, llegó la ocasión de hacer nuestras prácticas en la Escuela Aneja, cuyo edificio está al otro lado de la calle, enfrente de La Normal. Aunque en un principio asistíamos en grupo como observadores, ya nos sentíamos encaminados a nuestra profesión futura y creo que en general nos hacía mucha ilusión a todos. En el primer curso, teníamos una clase teórica de Prácticas en el aula que nos impartía Francisco Fidalgo que era también, por requisito establecido, el director de la Escuela Aneja-niños; en tanto que la directora de la Aneja-niñas, era la profesora de Prácticas para las futuras maestras. Otro día de la semana acudíamos a una de las sesiones de aula del citado centro anejo, como oyentes, observadores o como se quiera decir. Tomábamos nota de las observaciones que nos parecían de interés en un diario que se nos exigía llevar actualizado.
Normalmente se hacía rotación por todos los ciclos y niveles, aunque el grupo que formábamos estaba previamente determinado en las clases de Fidalgo. Así es que los cuatro compañeros acabamos teniendo una buena colaboración y comentábamos los resultados de nuestras observaciones para presentarlas con una cierta solidez en la clase de Prácticas.
Realmente, el temario de clase se centró este primer curso en la gestión más bien burocrática del maestro de Escuela Unitaria. No nos aportaba nada nuevo que no hubiésemos ya conocido a través de las clases de Pedagogía y Didáctica, pero acostumbro a decir que no hay algo que no sirva para nada, si se quiere sacar la parte positiva de las cosas. Gracias al conocimiento que nos aportó el profesor sobre la redacción y presentación de los documentos administrativos, pude salir del paso muchas veces, bien fuera en un Colegio, Graduada o Escuela Unitaria.
Nos exigió que tuviésemos al final del primer trimestre una carpeta con una docena de modelos de documentación tales como: El oficio, la instancia, el acta, la declaración jurada, la copia literal, el inventario de aula, el informe, la solicitud, la recomendación, el cómputo de dedicación, el archivo de libros y el libro de visitas de la inspección. El conocimiento de estos aspectos de oficina, sin duda que me sirvieron para la escuela, y como no, para ayudar en muchas ocasiones a padres de alumnos y vecinos en general que acudían a mí. Ya se sabe que en aquel tiempo el cura, el médico y el maestro, en este orden, eran considerados en los pueblos como sabedores de todo, en proporción a los años de estudios dedicados en su carrera. A los curas les computaban los doce años que pasaban en el seminario donde hacían también los cuatro o seis años de bachiller; sin embargo a los médicos sólo les tenían en cuenta los cinco o seis años de la carrera y a los maestros, tan sólo los tres, dejando de lado los seis años de bachilleres. También es normal esa creencia popular si se tiene en cuenta la jerarquía de las profesiones, encabezada por la religión, seguida de la sanidad y por último, como la menos importante, la enseñanza.
Teníamos, como creo haber dicho, un total de dieciséis asignaturas, sin contar los desdobles siguientes como ocurrió en:
Manualidades y prácticas de hogar, (tal como suena) donde la profesora titular nos examinaba de la parte teórica y una profesora de apoyo nos dirigía en los trabajos manuales.
Dibujo, por el profesor titular y la Historia del Arte por una profesora de apoyo.
Eso hacía un total de dieciocho exámenes, en el estricto significado que tenían, pues la nota dependía exclusivamente del resultado obtenido en ellos. Aunque en caso de tener el resultado positivo, se subía nota con las salidas a la palestra, los trabajos presentados, la asistencia y la conducta.
Curiosamente, en la clase de Religión, el cura que nos la impartía, comunicó al principio del curso, que la nota obtenida en el primer examen sería definitiva, salvo que se quisiera subir; con la conveniencia de atender en clase y asistir a las mismas. Yo me acogí a esas dos condiciones y me pareció más que suficiente el 8,2 del primer examen, porque me dejaba más tiempo para dedicarlo al resto de asignaturas. Cosa que le agradecí, demostrando siempre en clase, lo mínimo, que es la atención y la toma de notas de cuanto explicaba.
Otra novedad para mí fueron las clases de Música y el estudio del Solfeo. Estrenamos un profesor nuevo de la Escuela, Manuel Jesús González de Mendoza, que había llegado aquel año. Hasta entonces las clases las daba una profesora que padecía una profunda sordera. Según nos contaban los alumnos de los cursos superiores, los exámenes prácticos consistían en cantar acompañados por ella al piano, la canción que cada cual eligiese; generalmente, el “Asturias, patria querida” era la más recurrente. Entre el piano, la sordera y el carácter afable que dan los años los resultados siempre eran favorables para todos sus alumnos.
Los nervios nos superaban a todos, cuando nos sacaba para solfear acompañados por el piano. Las clases eran interesantes por la historia de la música, no tanto por la memorización y reconocimiento que teníamos que hacer de melodías tocadas por él al piano o en el tocadiscos.
Cuando ya se acercaba el final del primer trimestre, nos recomendó que para Reyes les pidiésemos una flauta dulce, que la mayoría no teníamos ni idea de cómo era ni sonaba. Yo no esperé a Reyes; una tarde, después de comer, me acerqué a la plaza de la Gesta, donde aún hoy existe una tienda musical y pedí una flauta dulce. El dependiente me mostró varios modelos, entre los que reconocí una de la marca “Honner”. Fueron 110 pesetas, las mismas que hacía trece años había costado mi primera armónica, “Preciosa”, de la misma marca alemana.

Llevaba en ello una ventaja con la mayoría de compañeros. En poco menos de una semana, ya controlaba la escala melódica de la flauta, que me pareció muy similar a la de la armónica. En los bancos que había en el pasillo, por fuera del aula de música, daba clases a los compañeros de digitación con las canciones tradicionales. En esa tarea me pilló el profesor que me hizo un gesto de aprobación; tenía su punto gracioso, aparte de la dureza que trataba de demostrar para no perder el control de la clase. Cuando en la clase pasó de la parte teórica a la práctica, me pidió que tocase alguna canción popular. Yo, muy tensionado, toqué a mi manera la de “Viva Parres, viva Parres”.  

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