sábado, 21 de enero de 2017

116.- "El período de adaptación"

Aunque en un principio todo me parecía tan distinto, pronto me adapté a la ciudad. Era algo que venía madurando desde casi los comienzos del instituto, porque conocía a otros que habían tomado el mismo camino. Pero con pleno convencimiento, puede decirse que fue en los dos últimos cursos del bachiller.
Había solicitado una beca, con lo que, de concedérmela, se aminorarían los gastos de mis estudios. Fue como jugarlo todo a una única baza. Siempre en nuestro camino intervienen personas que nos ayudan; creo que son más que las que nos ponen los palos entre los radios de la rueda.
En el caso de la beca, le debo el interés que puso para solicitarla mi profesor de Educación Física, Don Andrés Moral, maestro en la escuela de Póo, donde residía con su familia. Tal ayuda consistió en avisarme de la fecha de solicitud, rellenar los apartados que, para mí y para mis padres, suponía un verdadero galimatías, así como los documentos que tuvimos que acompañar. No era fácil, os lo advierto; de aquella no teníamos los medios que ahora existen a nuestro alcance.
Creo recordar que hasta diciembre, no supe nada de la concesión, ni mucho menos la cantidad que iban a concederme.
También tenía pendiente la concesión de la prórroga para la prestación del Servicio Militar, por estudios universitarios. Y por la misma fecha me llegó el aviso por correo de que estaba libre de él, al menos por un año, si continuaba con los estudios. Ya tendría ocasión de alargarla otros dos años más, hasta acabar la carrera.
El caso es que me había planteado dar alguna clase particular por las tardes, para compensar los gastos. Había en el barrio donde me quedaba de pensión varias familias interesadas en ello.
Sin embargo, comprobé que las seis sesiones diarias en las clases, no me permitirían dedicarle demasiado tiempo a; en realidad, no tenía ni para visitar lugares que conocer ni calles que patear. En todas las materias nos marcaban tareas, incluso para el día siguiente. Había ido dispuesto a por todas; en aquel tiempo nadie se planteaba asistir a unas sí y a otras no, como se hace ahora, ni te daban una segunda oportunidad para junio. Para empezar tendría que inventarme una estrategia de estudio y no tardé en dar con ella. Consisten atender a las explicaciones del aula sin ambages, aunque algunas resultaban cansinas por faltas de motivación. A la vez que escuchaba aprendí a escribir en el cuaderno de folios que llevaba en común para todas las materias, que numeraba y fechaba para después en la pensión clasificar los ordenadamente en carpetas de anillas. Para podeer atender en las explicaciones y escribir al mismo tiempo, me inventé un código de taquigrafía, a partir de un libro de ocasión que compré por diez pesetas en la librería Santa Teresa y que aún debe de estar por algún estante de la biblioteca. Al cabo de un mes, había trocado la bella letra caligráfica aprendida a mi paso por el Colegio La Salle de la Arquera, por una mezcla de grafías cuyo significado a veces ni yo mismo llegaba a interpretar. Para que esto no ocurriera, recurrí al uso de mi “Letera 32” de Olivetti que había adquirido en la “Librería Maya” por cuatro mil pesetas.
Después de la comida, me dedicaba a pasar los apuntes a limpio en nuevos folios a máquina. Así, entre las explicaciones de clase, la toma de apuntes y la revisión de los mismos y su mecanografiado, me sobraba para recordar lo tratado. A parte de eso, tenía la costumbre de leer el tema siguiente de las asignaturas más fuertes. Pero todo no iba a ser tan fácil.
Como ya dije, me sentaba al fondo de la clase, desde donde, bien sea por la luz del sol de la mañana que reflejaba en el encerado, bien por la mala caligrafía de algunos de los profesores y la mala acústica, los apuntes que tomaba del encerado tenían frecuentes lagunas. Lo pude comprobar cuando, en los recreos, en lugar de ir a tomar el pincho, me quedaba con otros compañeros a poner en común los apuntes. He de decir que la edad de los más jóvenes rondaba los diecisiete años, contando desde los diez años con los que se comenzaba el bachiller, y añadiendo los seis cursos del mismo. Pero, como dice el refrán, “cada oveja con su pareja”, sin quererlo me fui uniendo a los de mi edad, que como yo, habían iniciado el bachiller al menos después de acabada la Primaria cumplidos los catorce. Incluso, me animé al saber de otros que me superaban en una década y puede que en más.
Una mañana que estábamos en espera de la entrada del profesor siguiente, uno de mis compañeros que tenía al lado, quitó sus lentes y los posó sobre la mesa. Yo, por curiosidad, me los puse y ahí me encontré con la sorpresa: las líneas que la profesora de Geografía, Rosario Piñeiro Peleteiro, había dejado sin borrar para que las copiáramos, cobraban vida y se volvieron totalmente legibles para mí. Estaba claro que tendría que pasar por la óptica, a que me graduaran la vista.
Creo que a causa de ese inconveniente, principalmente, en algunas de las pruebas de exámenes que nos pusieron, las notas no fueron lo esperado. Estaba mal acostumbrado a suspender, va en serio, sin vanagloria alguna. Sentía miedo al fracaso sin haber acabado el curso. De las dieciséis materias, cuatro no fueron positivas en el primer trimestre.
Recuerdo cuando di la noticia en casa, de la advertencia que me hizo mi padre, tal que ésta:
– Ya sabes lo que te espera aquí, pero no pierdo la confianza en ti.
Cerca de la pensión en la que estaba en el barrio Vallobín, vivían una tía abuela mía, María Sobrino Tamés con una sobrina suya, Rosa, que tenía el taller de peluquería en el salón del piso. Me enteré por mi abuela y por el rótulo de la ventana del salón, comprendí que era el de ellas, en la esquina misma de la calle Máximo Arboleya. Me sentía más seguro sabiendo como me dijeron ellas que, para cualquier cosa que necesitara, allí las tenía a ellas.
Recuerdo que el piso era nuevo, pero estaba en obras lo que es el baño y el salón contiguo. El fontanero había sacado las tuberías del baño hasta el salón para dar servicio los lavabos de la peluquería. Según me dijeron, no habían encontrado a nadie que les colocara los azulejos y las piezas del terrazo rotas. Yo solía venir a casa todos los viernes, por ayudar a las tareas del campo que siempre estaban ahí pendientes. Y ellas también se venían al pueblo los sábados. Les conté que yo había trabajado en las obras y que ya había hecho mis reformas en casa y me ofrecí a remendar aquel estropicio. Accedieron a mi propuesta. No tenía ningún interés económico por mi parte, a pesar de su insistencia en que les cobrara.
Al sábado siguiente que me quedé en Oviedo, la comencé. Mis familiares me habían dejado las llaves del piso antes de marcharse para Porrúa. Ya tenían allí el cemento, la arena y las piezas que debía colocar. Mi casero Ramón me dejó sus herramientas y me puse con la labor.

En la mesa de la cocina, me dejaron un bocadillo de jamón para la merienda, una moneda de las de diez duros. Me cambié de ropa y salí con idea de dar una vuelta para conocer Vetusta. 

miércoles, 11 de enero de 2017

115.- "Las clases en La Normal"

Una vez que se llevaron a cabo los ajustes necesarios sobre el horario de las distintas asignaturas, la cosa se fue sosegando. Al menos ya había hecho amistad con un el grupo de compañeros que se sentaban más o menos cerca de las dos filas últimas. En los períodos de recreo o momentos en los que tardaba en llegar el profesor, nos fuimos enterando unos por otros de muchos detalles que concernían a la clase. Algunos alumnos, ya por ser repetidores o tener conocidos en los cursos posteriores, conocían a los profesores que nos habían asignado, sabían de sus formas de dar las clases y las exigencias que reclamaban del alumnado y otros detalles de suprema importancia referidos a los exámenes, la forma de corregir y cosas así.
Lo que nadie comentó sobre ellos, era el tono de voz, la caligrafía de su letra en el encerado, la mejor o peor dicción con que se expresaban. Me di cuenta en seguida de la dificultad añadida que teníamos, los que en el primer apellido llevábamos la G, que en el aula era la que hacía el corte con la siguiente. Justamente me correspondía la última fila, siguiendo el riguroso orden alfabético de matrícula con el número 114.
Por una parte, al estar en la última fila, me libré de varias salidas a la palestra en el primer trimestre. El profesor al que le correspondía dar la primera sesión pasaba lista y anotaba las faltas en un estadillo que dejaba en la mesa como referencia los que le sucedían. Como las líneas de mesas eran también uniformes, de un vistazo podían ver los huecos si se correspondían con las ausencias que ellos detectaban en sus respectivas clases y si les quedaba la duda, repetían el listado. No todos eran tan controladores, también hay que decirlo. Con algunos profesores, el problema no era la asistencia, sino las tareas que mandaban para la semana siguiente, a las que había que añadir los postulados de los que ellos habían tratado en la clase.
Teníamos un libro para cada materia del curso, pero en algunos casos, era tan importante, cuando no más, los apuntes que se tomasen en sus clases sobre los que acababa tratando el examen. A pesar de que perteneciéramos a un nuevo plan de estudios, las costumbres y vicios del profesorado, eran tan arcaicos como hasta entonces. Tampoco se puede generalizar. Conocí una mayoría de ellos que estaba en la vanguardia de la metodología y la didáctica que tratábamos de asimilar para nuestro posterior ejercicio en la escuela pública. Iré contando en cada caso.
No recuerdo los nombres de muchos profesores en aquellos dos años de la Escuela de Magisterio. Lo siento de verdad, pues de todos ellos saqué alguna enseñanza en la práctica, lo mismo que de mis profesores de instituto y maestros de escuela. Soy partidario de creer que, incluso de los malos, se puede aprender algo positivo; no haciendo lo que ellos hacían, es suficiente aprendizaje. Creo que bastantes de ellos nos marcaron su impronta positiva, hasta el punto del mimetismo que nos valió al menos hasta formar nuestro criterio como educandos y más tarde también como educadores. De los que no se implicaron en la materia, sólo puedo decir: Ellos se lo ganaron.
Desde el sitio donde me correspondió sentarme, a algunos profesores no les oía muy bien del todo. Me pasaba especialmente con el profesor de Psicología, Don Manuel Álvarez Prada. Y eso creo que lo hacía, como buen psicólogo, para que agudizáramos más el oído si queríamos enterarnos de sus explicaciones ex-cátedra.
Lo cierto es que su método le daba buen resultado. Se hacía el silencio total. Y si alguien hablaba, había otros que le mandaban callar. Los más pequeños de estatura, se sentaban sobre los talones para alcanzar a ver su mímica tan característica, cuando adornaba las teorías con pasajes por él vivido. La Psicología era una asignatura nueva en los estudios de Magisterio y teníamos muchas expectativas entorno a su aprendizaje. Hasta entonces, la Psicología venía en el temario del libro de Filosofía, para sexto de Bachiller, un breve apéndice junto con la Ética, la Lógica, Metafísica, Estética y otras materias.
Prada, aparte de psicólogo lo considerábamos también un filósofo, en los amplios sentidos de los dos términos. El tópico tan conocido del despiste que suelen acarrear sabios, científicos, filósofos y gente así se cumplía en su caso. Él mismo nos lo hacía ver, contando anécdotas que le habían ocurrido, cuando por ejemplo no recordaba la calle donde había aparcado su 600 D o cuando buscaba sus gafas que llevaba metidas en el bolsillo de la chaqueta. Creo que muchas de aquellas insignificancias que intercalaba en su sitio adecuado, nos servían a todos para dar un poco de colorido al mamotreto de Psicología General que nos habían pedido. Todavía lo conservo con muchos apuntes a lápiz en sus amarillentas hojas.
Para todas las asignaturas tuvimos que adquirir el correspondiente libro. Entre Librería Cervantes y Librería Santa Teresa, se volatilizaron en el primer trimestre la tercera parte de la beca que me habían ingresado en la cartilla de la Caja de Ahorros, abierta a mi nombre cuando había alcanzado el “uso de la razón”, creo que eso se solía alcanzar a los siete años, tras la Primera Comunión y la entrada en la Primaria.
A los libros hubo que añadir otros materiales para las clases como, cuadernos, papel, bolígrafos, atlas, material de dibujo y plástica; yo que tenía querencia por las plumas estilográficas, compré una de fabricación alemana con carga de tintero a pistón por giro, que me hacía guiños desde el escaparate de otra papelería que hacía esquina en el edificio de la Caja de Ahorros, enfrente de la plaza del Teatro Campoamor. Aún la conservo, en color verde; veintidós duros de los de entonces y varias camisas tintadas por su culpa. Me daba igual, por lo bien que se deslizaba en el papel a la hora de tomar los apuntes en clase. El “bic” aún no estaba perfeccionado y si no lo dejabas enfriar, vomitaba su pegajosa tinta por el agujero de respiración.



lunes, 2 de enero de 2017

114.- "Las asignaturas"

Siempre recordé haber escuchado que en aquel curso, el número de la matrícula se había disparado. En las papeletas de las notas finales de curso compruebo que me correspondió el nº 141 del total que están firmadas por la secretaria de la Escuela, Mª Ángela de Fraga Alonso. Por tal motivo y debido a la modificación de horarios, se tardó más tiempo en ajustarlo, a decir de mi amigo Armando que comenzaba el segundo curso.

Al fin, pasada la primera semana de cierto descontrol, el horario quedó en seis sesiones diarias, entre las 9 h. y las 15 h. con un intervalo de media hora al mediodía, una especie de recreo. Sentí que la organización del instituto era mucho más perfecta que la que allí me encontré, lo que en cierto modo me causaba asombro y problemas añadidos al de la lógica adaptación al medio donde comenzaba a moverme. Los alumnos de segundo entraban a las 15 h. y salían a las 21 h.

Entre los grupos de entrada, pronto descubrí la cara de compañeros de los últimos cursos del Bachiller en Llanes. En las aulas escolares y por lo mismo en las de la Escuela Normal de Magisterio, para no perder costumbre, se hacía segregación de género; separación que extremaba la Sra. Julia, la bedela de la zona de alumnas, con idéntico celo al de un cancerbero.

Pasadas las tres primeras horas y para caltener el ánimo y la atención en las siguientes clases, me uní a un grupo de compañeros que me invitaron a ir con ellos a tomar un tentempié. Sabían de un lugar donde ponían generosos pinchos de tortilla, a cuatro pesetas. Un rótulo sobre el vidrio del escaparate anunciaba con barras de neón con la sabia intención de acaparar todo el sector de la clientela, “El rincón del Estudiante”

Dentro se veían unas cuantas mesas cuyas sillas ya estaban acaparadas y en el mostrador que ocupaba prácticamente todo el fondo, apenas quedaba espacio para un cliente más. Nos abrirnos paso como pudimos hasta poder alcanzar la barra y, tras el consabido tiempo de espera, logré que el camarero me sirviese uno de aquellos cortes triangulares de tortilla de patata que procuré despachar con lentitud por saborearlo bien y que me durase más. Y a pesar de que no andaba muy abundante de peculio, repetí con un segundo, a cambio de privarme de la bebida por compensar el excesivo gasto.

La pensión diaria que pagaría a mis caseros sería de cien pesetas; justo la mitad de lo que habría cobrado en la última empresa para la que trabajé en el verano. La verdad sea dicha, jamás había reservado nada para mí. Todo lo de la semana lo pagaban los sábados y llegaba íntegro en su sobre a casa. Había pagos que hacer y las ganancias con la ganadería y el cultivo no daban para poder permitirnos gastarlo en caprichos.

Apenas conservo en la memoria el nombre de algunos compañeros dentro del conjunto de los que llegué a tratar y tener buena amistad a lo largo de la vida como alumno y como maestro. Tanto sea del instituto como de Magisterio, de los centros escolares en los que estuve de maestro. Me arrepiento de no haber guardado las lista enteras y en el orden que las leían en clase, tantas veces para comprobar la asistencia y que yo memorizaba. Sin embargo, a medida que escribo voy recordando las caras de algunos, las anécdotas de otros y particularidades que tampoco tienen interés especial; poco a poco se van cubriendo de una tenue borrina y desdibujándose.

Con el conjunto de profesores de la Normal, me ocurre lo mismo; no así con los maestros de Primaria, los profesores del Colegio, del Instituto, por haber tenido mayor roce con ellos y durante más tiempo.

Puede que haya entre mis lectores, quienes me puedan dar información sobre ellos. La iré añadiendo al presente texto en cuanto me vayan llegando. Sería de agradecer.

El número de asignaturas a las que me enfrenté eran demasiadas, como acabé conociendo a medida que aparecían por clase los profesores y profesoras que las impartían, por no ponerse de acuerdo a la hora de mandarnos los trabajos como tarea. La cantidad no puedo decir que me sorprendiese, pues ya sabía antes de elegir estudios las que iba a tener con el nuevo “Plan del 67”. Llevaba en vigor dos cursos, puesto que yo iniciaba el 1969/70, por tanto pertenezco a la tercera promoción de dicho plan de estudios, para profesores de la E.G.B. que había sido puesta en marcha también aquel mismo año. Lo que me extrañaba era que las nuevas tendencias de enseñanza que aprendíamos en Didáctica y Pedagogía, no se pusieran en práctica en el resto de asignaturas.

A continuación, van las asignaturas y los nombres o datos que conservo de los profesores que las impartían:

1.- Didáctica de la Lengua española y Literatura
Jesús Neira Martínez, natural de Pola de Lena.
2.- Didáctica de la Geografía
Mª Rosario Piñeiro Peleteiro, de Galicia
3.- Psicología general y evolutiva
Manuel Álvarez Prada,  de Oviedo; Director de la Normal.
4.- Pedagogía
Profesora que vino de América del Sur; era Jefa de Estudios.
5.- Didáctica de las Matemáticas
Profesor (¿?) cuyo apelativo cariñoso le dábamos “Carrito”, por una costumbre suya que ya explicaré.
6.- Didáctica de las Ciencias Naturales
Profesora, 
7.- Idioma Francés y su didáctica
María Petra Medrano
8.- Música
Manuel J. González de Mendoza
9.- Dibujo e Historia del Arte
Profesor (¿?)
10.- Didáctica de la F.E.N.
Profesor (¿?) Makarenko” a quien solía citar con frecuencia.
11.- Prácticas de Enseñanza
Francisco Fidalgo, además el director de la Escuela LaGesta, niños.
12.- Manualidades y enseñanzas del hogar
Mª Josefa López Lebe? “Chefa”
13.- Educación Física
Profesor oriundo de Bricia y que conocí en el Instituto de Llanes.
14.- Didáctica de la Religión. D. Celso Martínez Fernández, cura del Seminario.

El que no conozca sus nombres es más culpa de ellos que mía, pues en las certificaciones de las notas que nos fueron entregando como con cuentagotas, sólo estamparon la rúbrica.