sábado, 10 de diciembre de 2016

113.-El primer día de clase en La Escuela Normal.

La vida nos va haciendo selectivos con los recuerdos, aumentando la dificultad en la medida que pasa el tiempo, dejando persistentes aquéllos que más nos marcaron. Escribirlos sirve para preservarlos de la niebla en que la memoria nos va hundiendo sutilmente, llegada una cierta edad incierta. También se disfruta mientras se escriben, como si se revivieran; el mismo efecto que se aspira alcanzar sobre el lector que, de alguna forma llegue a sentirse con su propia experiencia dormida del pasado.
Desde la ventana de mi habitación, en el piso donde me habían alojado, sólo se veía un patio cuadrado, dos plantas por debajo, cubierto de tendales con ropa de todos los tamaños y colores.
El olor del cuarto, el de las mantas y muebles no era el mismo que el que siempre había percibido. Por la ventana no me llegó el perfume del azahar que me ofrecía en sus ramas el joven limonero, ni el canto de los malvises bañándose ya en los primeros rayos solares. Sólo el característico olor de la lejía y el jabón de las lavadoras que ronroneaba en el cuarto de baño de los pisos colindantes.
Miré el pequeño despertador que había colocado sobre la mesilla de noche y lo apagué antes de que alterase el sueño de los demás habitantes de la casa. Comprobé que el baño estaba desocupado. Saqué de la maleta la toalla y el neceser donde había guardado la maquinilla de afeitar, la brocha y el tubo de jabón. En el baño me había dicho la dueña que disponía de jabón y champú para la ducha. Después de cumplimentar todas las necesidades matinales, volví al cuarto. Hice mi cama, me vestí, cogí la carpeta y salí a la calle, procurando no hacer demasiado ruido. En la casa vivía el matrimonio con una niña de siete años y un bebé de cuna aún.
El padre de familia se encontraba a esa hora en el bar que regentaban, unos cuarenta metros acera abajo, preparando los cafés y las copas de anís de Tafalla con que se despachaban los peones y oficiales de las cercanas obras de construcción, para contrarrestar el frío.
Lo mismo que había visto hacer a los compañeros, cuando no existía aún controlador de seguridad en las obras ni inspección de trabajo que vigilase esas cosas. En el bar me recibió mi vecino Ramón y me preguntó qué iba a tomar. Como la leche venía en cartones, me pareció mejor pedirla con algo que le cambiara el sabor y me decidí ante la amplia oferta de aditivos que me ofreció, por el bote amarillo de cacao. Sentí la mirada de soslayo que me echó uno de los chavales, aproximadamente de mi edad, mientras echaba a la gola el último trago del combustible mañanero, al mejor estilo de pistolero del Oeste.
Hundí en el caliente tazón del desayuno, el primero de los dos sobaos que me correspondían con el convenio establecido para el alquiler.
Me sentía a gusto con tener a mi lado aquel paisano mío, como si estuviera en mi propia casa, del trato que me dispensaron.
Desde la puerta, Ramón me indicó el camino más corto para llegar al puente de la Argañosa, atajando por los soportales de las nuevas edificaciones que llenaban casi por completo una finca donde se veían dos varas de hierba.
En el barrio de Vallobín aún se conservaba muchos detalles, más propios de un pueblo que de una ciudad como Oviedo.
No me costó demasiado llegar ante las puertas de la Escuela. Aún no eran las nueve, pero daba igual, porque aún debieron pasar como un par de horas para que nos fueran llamando por curso y letra de aula un fornido bedel que flanqueaba la entrada, arriba de las escaleras de acceso. Estaba algo nervioso, lo normal en mí por la novedad y la falta de caras conocidas. En el aula que me tocó entrar, 1º A ponía sobre la puerta, era bastante más larga que lo acostumbrado en mi instituto. Allí un profesor, debía de ser el tutor nuestro, nos mandó sentarnos por estricto orden alfabético.

Los componentes de la G en el primer apellido, cerrábamos la lista así que al seguir en el segundo la N, me correspondió sentarme en la fila más alejada del encerado, eso sí, cerca de los ventanales por donde me llegaban los rayos solares de la mañana y el fuerte griterío del patio de recreo de la Aneja Escuela de la Gesta.

domingo, 30 de octubre de 2016

112.- Comienzo de las clases de Magisterio


Llegaba el inicio del curso en la Escuela Normal de Magisterio, el próximo lunes 15 de septiembre. Me aconsejó un amigo que comenzaba en segundo curso, que las clases darían comienzo de inmediato, para los del curso primero. Así que decidí marcharme de domingo y de no empezar el lunes, echaría el tiempo de espera en conocer la ciudad. 
Las indicaciones para llegar a la casa donde tenía ya apalabrado la residencia, las llevaba anotadas en un pequeño bloc. Una especie de plano a mano alzada que entre varios conocedores de la zona me habían ayudado a marcar los puntos más señalados, como hitos que yo tuve en cuenta al comienzo: Económicos, La Colmena, RENFE, La Iglesia de San Pedro de los Arcos, Vallobín, el puente de la Argañosa y ya por fin, la E.Normal. Ese circuito inicial era suficiente para ir del tren a la pensión y de ésta a las clases. Pronto, dada mi buena orientación, fui eligiendo las calles que completaban el circuito más corto, para mi provecho, así como otras escapadas que tuve que dar hasta el centro, donde estaban las principales librerías y comercios.
Del viaje en tren, que para mí ya era una experiencia vivida, no voy a contar nada que no haya contado antes. No se trata de un episodio fuera de lo común, aparte de que fuese anotando el nombre de todas las estaciones y paradas que hacíamos y el horario de salida de cada una de ellas. Datos que nunca me sirvieron de mucho, cuando me hizo realmente falta. 
Observaba el ir y venir de los empleados de las estaciones, la entrada y salida de los pasajeros, y escuchaba con agrado el sonido del silbato de la máquina y los rítmicos resoplidos junto con el traqueteo que las juntas de los raíles hacían me mantenían despierto a pesar del sopor que pudiera producir el sol tras los cristales, el calor de la calefacción alimentada de la misma caldera de la máquina tras cuatro largas horas que llevaba recorrer los cien kilómetros exactamente que había entre Llanes y Oviedo.
Sobre mi cabeza viajaba la maleta de cartón plastificado que había comprado en “El Siglo”, con la cartulina adosada en la que llevaba escrito mi nombre y mi dirección, no fuese a extraviarse, aunque ya me preocupaba yo demasiado de que no fuese así, por la cuenta que me traía. Iba llena de ropa, calzado, comida y libros. Además, un neceser con una pastilla de jabón “Heno de Pravia”, un frasco de colonia “Floid”, unas cuantas ampollas de champú “Sindo”, el cepillo de dientes y el tarro de perborato sódico, “El Castillo”, una barra de jabón de afeitar, “La Toja”, un peine, un cepillo para la ropa, otro pequeño y la lata del “Servus” en marrón para mis zapatos. Todo adquirido en la tienda de mi pueblo “El Chispún”, además de la máquinilla desmontable que mi padre me había regalado para las primeras cabritas que salían en mi imberbe cara de crío, la misma que él había llevado a la guerra y que aún conservo.
Habíamos salido de la estación de Llanes a las siete de la madrugada y eran casi las once y media cuando el tren de madera había llegado a la estación de Económicos de Oviedo. Di tiempo a que la mayor parte de los pasajeros se bajasen para no interrumpir en los pasillos y apeé la maleta del altillo. Pesaba lo suyo. Al salir a la calle, vi la parada de los taxis y por ganas hubiera tomado uno, pero tampoco iba muy excedido de dinero; el justo para pagar el mes a los posaderos y algo más previsto para la adquisición de los libros y material de aula, la vuelta en tren del viernes y vaya uno a saber qué otros gastos habría de tener en la ciudad y que yo no había previsto, como más adelante contaré.

Haciendo uso de las indicaciones que llevaba en mi cuaderno de campo, eché la maleta al hombro y caminé rumbo al barrio de Vallobín, pasando por debajo de las vías de la RENFE hacia Ciudad Naranco, creo que se llamaba, hasta la iglesia de San Pedro de los Arcos, hasta la carretera del Naranco. El barrio estaba en plena construcción de la burbuja inmobiliaria que se iba fagocitando toda la campiña que había sido. De hecho, aún se podían ver las vacas pastar cerca de las obras de los nuevos edificios, alguna vara de hierba y tareas agrícolas y de siembra por aquí y por allá que, en cierta manera, me daba la sensación de no haberme alejado mucho de mi ambiente de aldea. A lo lejos, desde el alto, se veían las torres de la catedral, el edificio de La Jirafa, los depósitos de agua del Cristo de las Cadenas, la Iglesia, el nuevo Hospital Central y la Residencia, elementos arquitectónicos que yo podía reconocer en el exiguo bagaje ciudadano con que contaba. Abajo, se podían ver los últimos arcos que soportaban el “Acueducto de los Pilares”, de los que a día de hoy quedaron seis como muestra arqueológica del siglo XVI en que se construyeron y dieron servicio hasta entrado el XIX que fueron sustituidos por los depósitos que hoy se conocen.

miércoles, 23 de marzo de 2016

111. Mi segundo viaje a Vetusta

De lunes, regresamos de la obra en el palacio de Meré a la plaza La Magdalena.
Lorencín, diminutivo cariñoso con el que nos referíamos los obreros al encargado de la obra, tanto, creo yo, por su estatura como por su carácter que le impedía alzar la voz, incluso cuando el caso lo requería, nos comunicó a varios peones que ya nos encontrábamos a pie de obra, esperando a que los relojes del Ayuntamiento y de la iglesiona anunciasen las ocho, que fuéramos hasta la escuela de oficios para descargar un camión.
Cuando llegamos hasta la obra, nos esperaban otros obreros de la empresa para descargar la pesada maquinaria que había llegado para los Talleres de Mecánica y Electricidad. En esta obra habían quedado algunos oficiales dando los últimos retoques para entregar el nuevo edificio, pues se acercaba el día de la inauguración oficial previa a la apertura del curso.
Sin más medios que nuestras escasas fuerzas para el gran peso que tenía el torno o la fresadora, logramos apearlas y arrastrarlas hasta las respectivas aulas con la ayuda de tablones y palancas improvisadas. Entre otros compañeros, recuerdo especialmente a  Manolín, Fabianín, Julianón, Ramón y Jesús.  Estábamos a veinticinco de agosto y a partir de septiembre tendría que acercarme a Oviedo para gestionar la matrícula en la Escuela Normal de Magisterio, pero antes debía preparar los documentos que allí me exigían:
Certificado por la Secretaría del Instituto de haber obtenido el título de Bachillerato Superior, requisito que se precisaba para el nuevo “Plan del 67”, en esta tercera promoción a la que yo pertenecería. Una mañana, en el momento disponible para tomar el bocadillo, me acerqué en bicicleta hasta el Centro a por él.
Un certificado también muy característico de los tiempos aquellos, en el que se hiciera constar que, como aspirante a futuro Maestro “... no padecía enfermedad infecto-contagiosa ni deficiencia mental o física que me impida el normal ejercicio de la enseñanza...” , expedido por mi médico de cabecera, el Dr. D. Antonio Celorio Sordo, que fui a recoger de su consulta en la calle Pidal.
Un certificado de residencia, del Ayuntamiento que me dieron en las oficinas.
Tenía pensado dejar la obra a finales de agosto, pero lo pospuse hasta el viernes cinco de septiembre. El martes, día siguiente a la fiesta de La Guía, iría a Oviedo para matricularme y ver algo relacionado con la pensión en la que me iba a quedar durante el curso. Tenía toda mi ilusión en que pasasen esos días, pero de igual manera me costaba pensar en dejar el trabajo que tanto ayudaba en casa para mejorar la economía y el bienestar que de verdad aportan los medios más imprescindibles.
Algunos otros acontecimientos de aquel año se me vienen ahora al recuerdo, al hilo de esta narración, aunque no soy a dar fecha exacta de los mismos.
Había sido llamado a tallar, por ser de la quinta del 69'. La mayoría de edad había sido establecida, en aquel mismo año, en los veintiuno, dos menos de los que habían sido hasta el momento de la guerra y tres más con los dieciocho con que mi padre, quinto del 40' le habían alistado para el frente, en 1938. Por suerte no era así; no tenía nada que ver con el alistamiento a filas, pero algunos de mi edad llevaban dos años como voluntarios en el Ejército de la Marina. Tenían con ello la facultad de elegir destino, en tanto que los tallados por llamamiento de edad, estábamos pendientes de conocer el sorteo. No recuerdo mucho más, ni tan siquiera el mes que fue; tan sólo la carta de citación que recibimos en casa, que fijaba el día y la hora para presentarme en el Ayuntamiento de Llanes. De la extensa lista de aquella quinta de Parres, nacidos en el 1948, sólo acudimos tres nacidos en el tercer cuatrimestre: José Noriega Santoveña, un servidor y Salvador Junco Sobrino, por el orden de fecha de nacimiento que fuimos llamados. Aquel momento tan temido y esperado a la vez, no supuso nada especial para mí. Un municipal me tomó los datos del carnet y me mandó colocar de espaldas a una varilla metálica sobre la que hizo deslizar un tope hasta posarlo sobre mi cabeza. Como no tuve alegación alguna que presentar ni encontró algún impedimento en la medida que obtuvo de mis hombros ni en el arco de mis pies, quedé desde ese momento alistado para la defensa de la patria.
El martes 9, a las siete de la mañana monté en el tren de madera y máquina de vapor vía a Vetusta. Era la segunda vez que viajaba a la capital, a cualquier capital mayor que nuestra villa. Me sentía preocupado, por no estar acostumbrado a ello, pero en el fondo, aún a pesar del desconocimiento del nuevo medio, lo veía como una valla en la carrera de fondo que tenía que emprender.
Las casi cuatro horas que llevó el viaje, sentado en aquellos bancos listados de dura madera, ni el continuo traca traca marcado por los cortes de los raíles, impidió que gozase del viaje, mirando por la ventanilla el paisaje y las estaciones y apeaderos. También disfrutaba viendo la variedad de fisonomías en las caras de las gentes que se movían por los andenes, entraban o salían de los vagones y escuchaba las conversaciones que en alto hacían como si estuviésemos todos obligados o invitados a entrar en sus vidas.
Al fin, cuando estaba llegando, me recordé del primer viaje a Vetusta, de la torre de la catedral emergida entre la niebla, esta vez, se mostraba en todo su esplendor dorada con los reflejos del sol de la mañana.
Sin plano, callejero, o taxi, andando y preguntando seguí por los senderos que atravesaban el campo, junto a las cimentaciones residuales de aquel lugar que por el uso durante la guerra tomaba el nombre de La Gesta para la zona. Primero reconocí el edificio de la Facultad de Geología y unos cien metros después, La Escuela Normal de Magisterio, un largo edificio de fachada de ladrillos vistos, con dos entradas.

Enfrente de la primera entrada se encuentra el Colegios Público “La Gesta”, de niñas. Enfrente de la segunda entrada al fondo de la calle, está el C.P. “La Gesta”, de niños. Ambos colegios fueron los centros anejos de Prácticas, respectivamente de la Normal, pues como es conocido, la enseñanza soslayaba en lo que podía la coeducación de las aulas.
Me metí por la primera entrada, donde estaban la Secretaría del centro y me disponía a ponerme en la fila de espera cuando vi que en un cuarto, junto a la entrada, la conserje entregaba a todos los que llegaban un impreso para rellenar con nuestros datos y unir al resto de documentos que presentaba.

Entregada toda la documentación en ventanilla y abonadas las correspondientes pólizas que fueron pegadas en ellos, salí afuera dispuesto a conocer a mis anchas la ciudad, hasta las cuatro, hora en que salía el próximo tren destino Llanes. La conserje, con la autoridad que le daba aquella bata azul con su nombre impreso en el bolsillo del que sobresalían las capuchas de un par de bolígrafos “Bic” y un lápiz “Alpino” discutía acaloradamente sobre el último partido de fútbol, con unos estudiantes desinhibidos que por ello me pareció que eran ya veteranos del curso anterior. Andando el tiempo, comprobé que el agreste carácter de “Doña Julia”, se veía minado siempre que le emponderasen el Real Madrid, su equipo preferido, si había que ir a pedirle algún modelo de documento, aunque fuese de su obligación el proporcionarlo. Para ello, los tunos solían actuar en grupo, trío o pareja. En tanto uno le doraba la píldora, para no levantar sospechas, otro salía por el equipo contrario u otro de la liga y un tercero, por peteneras, aunque fuese de la tercera división. Aquella nerviosa y alterada funcionaria formaba parte activa de la tediosa burocracia que colapsaba las ventanillas administrativas y era el modelo nacional, salvo excepción, desde la modesta Escuela de la aldea hasta la encumbrada Universidad.
Podía ya considerarme con aquellos resguardos de matrícula, alumno de la tercera promoción del Plan del 1967 y aspirante al acceso directo, siempre que obtuviese una nota global en los tres cursos superior y ningún suspenso, de acuerdo al número de plazas libres asignadas al mismo. Tenía ya muchas ganas de comenzar. Pero antes tenía que llevar a cabo alguna gestión más.
Asesorado por el padrino de mi padre, a cuyo gabinete de abogado acudí en su casa de la Calle Nueva, D. Santiago González de la Fuente, más conocido como "Santiaguito", me explicó la forma de proceder para pedir la prórroga al servicio militar. Lo que más daño me podría hacer en lo referente a los estudios, era interrumpirlo los veintiún meses que me ocuparía.
Así, con la mayor premura, al día siguiente visité por necesidad las ventanillas del Juzgado, del padrón municipal y Benemérita, sita ya en las nuevas instalaciones. Recuerdo aún una de las preguntas que me hizo el guardia de turno. Y se refirió claramente a la militancia que mi progenitor había tenido en el período de guerra y en cuál de los dos bandos. Sin dejarme asustar, le contesté más displicente que orgulloso, que revisase los archivos, pero que había sido llamado a filas con tan sólo dieciocho años y le habían tenido obligado casi un tercio más. Como no encontró nada a mi nombre en el archivo de datos, tecleó con sus dos índices en una cuartilla, que parecía perforarla y cuyos golpes retumbaban metálicos en las paredes del estrecho pasillo por el que deseaba salir cuanto antes, aquella frase que nunca olvidaría: “… de no haber participado en ninguna manifestación ni algarada estudiantil”.
Ya tenía avisado al que llevaba la oficina de la empresa Toriello, que me tuviera preparada la paga y liquidación para el final de la semana y que tendría que ausentarme algunas horas de las que yo le daría cuenta. Aquel miércoles, llegó por la obra de la Magdalena, mi anterior encargado, Rafa Gómez, más conocido por todos como “El andaluz” y me dijo que fuera con mi compañero y amigo Manolín Batalla, “Pitito”, hasta la zona del Sablón, donde se iba a construir un edificio, la “Cafetería El Sablón”. Estuvimos varios días, colocando las camellas, señales y cuerdas que marcaban la cimentación reflejada en los planos. Por cierto, era una actividad que me encantaba, pero había elegido otra en la que estaba a punto de comenzar y, ahora, con el paso del tiempo, tras la experiencia vivida en ella, más me confirmo en lo bien que había decidido.