domingo, 13 de septiembre de 2015

106.- Alternativa como "paleta"


La obra de la Escuela avanzaba con celeridad debido a la disposición y coordinación del gran equipo humano que la empresa de Fernando García había desplegado. Al fin, los trabajos más duros dieron paso a otros muchos más llevaderos como fue el alicatado de los servicios y otras zonas de las futuras aulas de Peluquería, Electricidad o Mecánica. El único accidente laboral sufrido en mi paso por las obras lo tuve mientras levantaba una de las viguetas cerámicas, cuando el peón que las recibía arriba sentado, a falta de concentración la soltó sin apoyarla en la viga y me vino encima sobre mi pierna. Por el golpe me dolió tanto que me impedía andar, pero no había signo de rotura. Unas friegas de alcohol y el descanso de toda la tarde, me permitió subir en bicicleta hasta mi casa. Al día siguiente de mañana, aunque dolorido el muslo, pude bajar al trabajo y Rafa me mandó que atendiese como peón a Maxi Montoto, de Buelna, en el alicatado de los cuartos de baño, al que ya había asistido junto con su hermano Carlos, en “Los Girasoles”.
Bien recuperado a media semana de las molestias aparejadas al pequeño accidente laboral, Rafa me pidió que atendiese también a Toñín Ríos que alicataba otro baño contiguo al de Maxi. Toño Ríos había sido ascendido a oficial de la empresa a raíz del accidente laboral que sufrió junto con Rafa y Manolín Batalla, subidos a un andamio de poleas colgado del alero del nuevo instituto. Toño y Manolín, tras la baja quedaron como oficiales y Rafa ascendió a encargado. Aunque eran largos de mano, en la asistencia a los que azulejan es más llevadera en lo físico. Les abastecía de la masa en su estado más óptimo de humedad y cribado, remojaba en una bañera los azulejos y los sacaba para recudir el agua, acción por la que se pegaba bien en ellos la pasta; en aquel tiempo ni se usaba cementos con pegamento ni silicona. Aún buscaba tiempo para adentrarme más en aquella faceta del oficio y me permitía, sin que me lo pidiesen tan siquiera, medir, marcar y cortar los azulejos a tenaza y diamante para los remates de esquina así como los agujeros donde se insertaban las cañerías de los aparatos sanitarios. Para esas labores sólo se disponía de una punta de vidia o del falso diamante, compuesto en realidad de varias rodelas que se iban alternando a media que se usaban y con las que se rayaba con fuerza la cara esmaltada del azulejo. Con una leve presión de los dedos, bastaba para partir en dos la pieza. Para los cortes en ángulo aprendí a usar la tenaza con tiento y habilidad. Las imperfecciones se lijaban frotando el corte sobre una piedra de arenisca. Los agujeros se hacían con la punta roma de una paleta a fuerza de girarla sobre la cara no vidriada del azulejo convenientemente asentado sobre arena.
Aquellas intromisiones mías en su trabajo me lo agradecían por el tiempo que les ahorraba, y a mí me dieron la oportunidad de llevarlas a la práctica en varias ocasiones.
Las fiestas en el concejo de Llanes se prodigan de tal manera, como ya es sabido, que lejos de suponer un descanso, no estaba dispuesto a perderme ni una; aunque tuviese el peor de los trabajos, nada me retendría en casa. En alguna de ellas coincidí con la pandilla de mis nuevos amistades, oficiales de la empresa de los que recuerdo a Celso, carpintero; a Sindo, fontanero; Amadeo Rodríguez, albañil; Jesús, peón; todos de Orense en donde había formado la empresa Fernando García Toriello y que se integraron por matrimonio en sendas familias llaniscas. En la misma pandilla de amigos estaban Toño Ríos Gutiérrez, Eladio Tazón, Manolín Batalla, Maxi con sus respectivas parejas y el mismo Rafa Gómez con su esposa. Había entre todos una buena onda y armonía, nacidas del trato en el trabajo en torno a unas cajas de sidra, que escanciaban entre baile y baile del que todos hacían gala.
Recuerdo especialmente la destreza con que Manolín, “Pitito” bailaba el “Tico Tico” que Panchín el músico hacía a ritmo del acordeón. Un domingo cualquiera de aquel verano fui con él a su casa en la nueva barriada de San Antón mientras llegaba la hora en que habíamos quedado con el resto de la pandilla para ir a la romería. Nos abrió la puerta su madre, y me presentó a ella como su amigo “El Parraguesu”, exagerando adrede el arrastre de la erre. Me mostró la colección de jilgueros y canarios, distribuidos en jaulas por la sala, el baño y la cocina, que le recibieron con un alegre coro de trinos, estropeado por el estridente canto de una pareja de periquitos a los que calmó con unas pipas de girasol. Me despedí de su madre que nos acompañó hasta el rellano de la escalera. Manolín la llenó de besos y arrumacos a la vez que me repetía que era la mejor madre del mundo. Y a buen seguro que no exageraba mucho.
Quién hubiera sabido entonces, que una rotunda enfermedad acabaría, no tantos años después, con su sonrisa y la trocaría por mueca congelada. Sus músculos, antes tan dispuestos al ritmo, se harían indóciles y llegarían a abandonarle por completo.
En casa, teníamos necesidad de hacer un tendejón para guardar el carro, el caballo, sus aparejos y otras herramientas. En la parte de arriba, colgaríamos las riestras del maíz y el ballico a desgranar y en el suelo de hormigón se extenderían las mantas con las alubias para secar.
Habían pensado mis padres en llamar a alguien para que hiciese la obra, pero como no andábamos holgados de dinero, les propuse hacerla yo mismo. Había hecho ya algunas reformas por casa en el tiempo que llevaba trabajando de peón por las obras y me atraía el reto de cimentar y levantar las paredes, echar el solado superior de hormigón y techarlo, trabajos en los que había participado. Conté con los consejos de mis compañeros y amigos oficiales, a los que bombardeé con preguntas técnicas sobre la manera de acometerla. Mi padre abrió las zanjas en el huerto y entre los dos echamos el hormigón de los cimientos. Un domingo, Amadeo, Eladio, Toño y Manolín se presentaron en la obra dispuestos a replantear las paredes y colocar los plomos y las primeras hiladas de ladrillos. En sucesivos fines de semana, dimos cuenta de la obra entre mi padre y yo. Me habían dado la alternativa como paleta.


105.- El espíritu de los viejos caminos

El trayecto, desde Parres a Llanes, había aumentado desde los 3 km. a los 3,7 km a causa del desvío hecho en la bajada de Las Castañares por el puente construido entre los cuetos de Carcobiu y Resielles, sobre la nueva carretera bajo la que se soterró el antiguo Camino Real y a la que, sin ningún conocimiento de causa, todos dimos en llamarla autopista, por la diferencia con la N.634 que desde La Arquera se desviaba por Llanes en sentido Oviedo.
El nuevo trazado abierto a mediados de los 60, entre La Arquera y Llovio, supondría, en principio, una considerable ventaja para el transporte con vehículos "longos" y, de alto tonelaje, que comenzaban a llegar con creciente frecuencia, portando enormes vigas y piezas especiales de las siderúrgicas de Avilés a Bilbao y viceversa. Más que un cuello de botella se diría mejor que en Llanes evitarían el angosto y sinuoso tirabuzón entre El Puente y El Casino, con los atascos consiguientes y el deterioro y retirada de más de una balconada.
Muchos negocios, abiertos a pie de carretera, derivados de la alimentación, de la hostelería y de la mecánica del automóvil, fueron los más perjudicados con la apertura de los nuevos viales. Con la previa ampliación del tramo Unquera-La Arquera, llevada a cabo a finales de la anterior década de los 50, sólo le había afectado, en cierto sentido, al pueblo de Pendueles que quedó apartado de la circulación de los cada vez mayores camiones y el aumento en general del tráfico rodado, pero se benefició, por otra parte, de la tranquilidad con el nuevo trazado. En cambio, el siguiente tramo La Arquera-Llovio desfavorecería al comercio de Llanes, Posada y Nueva por citar las villas de mayor población.
En términos de Parres, los materiales de "La autopista" sepultaron bajo ella el viejo Camino Real que daba acceso a las tierras de cultivo de pequeñas vegas como El Matu, Valladal y Llagu y con él un pequeño humilladero que conocí bajo el amparo de un centenario roble, justo cuando el camino se encontraba con el que, desde Pancar, se accedía a las fincas de dichas vegas y a los molinos de La Vega y Las Mestas y el paso hasta Bolao.
Con la apertura de la caja a su paso sobre la carretera de Parres, se transformó para siempre el paisaje circundante. En los años que duraron los trabajos, nos desplazábamos por ella hasta la Arquera o hasta Celorio. Cuando parecían terminarse todos los trabajos, una máquina abrió una profunda zanja paralela al arcén del sur, con el fin de recoger las escorrentías e impedir el paso de animales y humanos a la nueva calzada que también fue vallada. Para ir hasta algunas fincas había que desviarse hasta el puente de Resielles por fuertes subidas que los animales de tiro trepaban con dificultad cuando llevaban carga y había que andar otro tanto al otro lado de la pista, en casi un kilómetro de más. La gente se obstinaba en rehabilitar los viejos vados rellenando con piedras y tierra, pero volvían a ser profundizados aún más por la maquinaria de la obra y sólo cuando les colocaron las vallas metálicas se resignó a perder los viejos caminos.
Pero el espíritu de la vieja carretera de Las Castañares tardaría en borrarse del todo y los peatones, poco convencidos en hacer el recorrido suplementario con la fuerte pendiente añadida, continuamos cruzando las vallas metálicas. Camino del instituto, pasábamos la bicicleta en vilo sobre la zanja y las dos vallas metálicas. Los más fuertes y de myor edad ayudábamos a los más pequeños, algunos apenas cumplidos los diez años, cuyo peso era en algunos casos inferior al conjunto de bicicleta y maletu atado al porta bultos.
No había demasiada circulación y el cruce lo hacíamos en un tramo recto de la nueva carretera, por lo que no recuerdo haber tenido algún percance. En cambio, al regreso, bien por tener las pendientes más a nuestro favor, o bien por seguir la charla con los amigos que iban para Porrúa, usábamos el puente y en él echábamos "la arrancadera" sentados sobre los sillines y apoyados sobre las barandillas, bajo la metálica mirada del Toru Resielles, emblema de un tiempo abocado al progreso con las "Torrot" y "Mobilette" que algunos ya comenzaban a usar para desplazarse.
Echaba de menos los años anteriores, sin aquel trastorno de la pista, de atrás en los que, subido en mi "BH" al pie de casa, bajaba hasta la Piniella, y me plantaba en La Viña sin usar los pedales. Con cuatro pedaladas que daba para tomar en la bajada de Las Castañares la inercia suficiente, atravesaba La Arena y Llagu. Con un poco de esfuerzo más superaba la Concha de Jaces y llegaba hasta la cantera de Collamera. A continuación, la bajada de Calderón que impulsaba para pasar por delante de El Retiro hasta el Paso a nivel si la barrera estaba en alto, me permitía llegar hasta el barrio donde vivía mi pariente y compañera Merche de la Fuente Noriega, hija de Pepe de la Fuente y Gloria Noriega Romano, la casa de Pedro Sobrino, La zapatería de Ramón y Rosalía, la de Andrés Núñez y Lolina de la Vega, la pequeña plazoleta donde vivía la familia que atendía “El Pasu”: Eva, Angelina, Lito, Mª José Díaz Romano. En la misma esquina la familia de Ricardo Sánchez Noriega, “Rico”, y a la derecha, la bolera de la vieja Escuela de Pancar, con los críos jugando antes de entrar a su aula. Venía después una pequeña bajada en curva y la casa de Eca y José Enrique Sotres Hano, a la derecha; enfrente, la casa de Pedro Cerezo González, primo de mi padre, y la de mi amiga y también compañera, Conchi Quintana. Otra vez a la derecha, la de Tono Martín, la de Bielu y Maribel, la de Clara, Ramón y Marisa. Después al final del llano, el taller de Pedrito Sobrino, “Cagata” y la casa de Pancho Martín, el guitarrista; abajo, en un pequeño taller, Los herreros de Pancar, padre e hijos, José Antonio, Chus y Manolín, ayudando y aprendiendo el oficio que les uniría en empresa familiar años después y la vieja serrería y molino. Subía junto a la casa de Ramón Noriega, el del “Jornu”, mi compañero inseparable por las obras y su mujer Teresa, oriunda de Buelna. Un repecho hasta donde estaba el bar y tienda de “Las Delicias”. Un pequeño rellano, la casa de Santos "El Chaparru" y entraba en el barrio de La Carúa, la fuente, la huerta de "El Gallo", algo de bajada hasta la capilla de la Salud y en la subida bordeada de plátano, echaba los últimos resuellos hasta encumbrar los Altares y deslizarme con la brisa del Carrocedo, por delante de la Cocina Económica, bordear en toda la pendiente la bajada de Cagalín hasta llegar a la casa de Celedonio Torres. Terminado el asfalto, quedaba la calle que iba del Cotiellu, donde se daban cita los lecheros y abastecían a este sector de la villa a los vecinos que acudían con sus recipientes, la olorosa “Panadería Muñiz”, el Almacén de Antonio Alonso, la huerta y cuadra de la familia Vega Escandón, la Estación, “La Gloria” de Alfredo, Josefina y Pepín, “Bedón” y el paseo Posada Herrera. Recuperaba el aliento si veía caminar con parsimonia a los chicos de la villa, o las filas de alumnas del Colegio Divina Pastora hacia el Instituto.
Las gentes con las que me tropezaba en el recorrido, eran mi reloj de arena, cuando me fallaba el de pulsera. Es increíble la cantidad de personas que pasan por nuestra vida y cómo quedan grabadas con sus particulares gestos, su voz, su forma de vestir, andar y sus tareas más comunes, su sonrisa, enfado y muchos más detalles.
Tenía yo bien aprendido el trayecto diario al instituto. Cierro los ojos y lo veo igual. A pesar de los desvíos nuevos y las rotondas, sigue existiendo en la memoria, el espíritu de los viejos caminos que hollamos con nuestros pies calzados en botas y zapatos de piel y goma, y los que antes nuestros mayores sufrían con las suelas de esparto y la loneta de lino de sus alpargatas. Hoy, desaparecido el viejo puente se yergue uno nuevo más flexible y razonable que recobra el trayecto primitivo en el paso por Las Castañares con el que se gana mayor inercia, pero ya no hay edad para andar en tales pruebas de esas, ni el mayor tránsito de vehículos las permitirían. Tampoco me atrevo a repetir lo que para mí había sido toda una hazaña que comento.
Había aprendido a montar sobre el manillar y guiar la bicicleta pedaleando hacia atrás, de mi amigo y compañero de instituto, Ángel Borbolla, vecino de San Roque, que fue al primero que vi hacer tal equilibrio, en el campo de la Encarnación y aledaños del centro. Poco a poco, fui agrandando el trayecto así cabalgando sobre el manillar e incluso sujeto al sillín. Sólo necesitaba que alguien me avisase con tiempo si veía venir un vehículo y entonces me apartaba y paraba. Así llegué a hacer trayectos cada vez más largos entre los Altares y las Castañares, siempre seguido por mis habituales compañeros, Luis Antonio, Carlitos, Ana, Marta, Marisol, Loli... en el trayecto de regreso de las clases.

104.- Ferrallistas


Era julio de 1968. El Instituto había cerrado sus aulas con los últimos exámenes y parecía sumido en un sueño; sus aulas dormitaban un merecido descanso estival sin el vocerío de sus huéspedes, las persianas bajas y los batientes levemente entreabiertos para renovar la cargada atmósfera con los aromas marinos de la cercana costa. Un par de coches aparcaban a media mañana, contra la fachada del Este, de alguno de los directivos que venían para terminar con la documentación final que habrían de mandar a la Dirección Provincial de Educación y Ciencia.
A la calle de acceso, aún sin asfalto y sin nombre de personalidad insigne, ya fuese civil, militar o religiosa, se la conocía como la calle del Instituto. Por ella llegábamos a las ocho de la mañana medio centenar de obreros de las empresas de Celedonio Torre y Fernando G. Toriello, la mayoría en bicicleta, otros andando, pocos en motocicleta y bien escasos en coche. Resultaba extraño ver coches delante de las obras; solían ser de algunos especialistas de la electricidad, fontanería o carpintería y era común que fueran los modelos de la época, especialmente el Seat 600-D, cuyo coste venía a ser entonces, en torno a las 60.000 pesetas.
Cuando el trabajo en la zanja ya había terminado fuimos destinados a la colocación de las viguetas del solado superior, en distintas cuadrillas dirigidas cada cual por un oficial, y a las que fueron llegando otros obreros que la empresa tenía en otras obras. Me destinaron a subir las viguetas que, aunque movidas entre dos, resultaban pesadas y por no escurrir el bulto, cuando me correspondía estar con algún compañero de cierta edad y menor fuerza, me tocaba subirla al hombro por una escalera hasta descansarla en la planta superior de donde la recogía otro compañero allí sentado. Comenzaban los encofradores a colocar los bastidores para la segunda altura que en el medio tiene el edificio.
De lunes, como una hora después del comienzo del trabajo, andaba yo cargando sacos de cemento desde el depósito hasta la hormigonera, cuando oigo que me llama el encargado, asomado al borde del piso donde se rellenaban de hormigón las nuevas columnas. En la pasada semana no había tenido aún ocasión de escucharle hablar.
Sinceramente, pasado el tiempo, me r de mi inocencia de entonces, que debía de ser muy generalizada, al considerar el habla de los demás como rara, en tanto que perfecta la propia, una mezcla de castellano y asturiano, entreverada de términos de xíriga y de otras fuentes dialectales. Siempre me atrajo escuchar distintos registros de habla, ya fuesen idiomáticos, dialectales o jergales, como tuve ocasión en Lisboa o París, modelos de cosmopolitismo que ayudan a que nadie se sienta extraño.
Sin la pretensión de compararlas a Llanes, hoy se encuentra uno en sus calles con una babel de lenguas españolas y otras, aparte de las variantes dialectales llaniscas de los distintos valles y si me apuran, de los distintos pueblos que tienen cada cual matices de entonación que los diferencian.
Esa seña de identidad que supone la lengua y que tanto se valora, antaño la habían tratado de soterrar, ridiculizando al hablante y aún se puede observar al hablar con personas mayores, pues es común que se disculpen de no “saber hablar como dios manda", esto es, en perfecto castellano.
Aclarada mi postura al respecto del uso de la herramienta comunicativa, contaré una situación que viví por mi desconocimiento de las variables dialectales, en aquellos mis años mozos, con el mayor respeto a quien fue mi jefe de obra, Rafa Gómez que apodábamos "El andaluz" y que aún así se le conoce entre la gente de la villa y de sobremanera de los que lo tratamos dentro del ámbito de la construcción.
Chavá ―, me dijo,coja la plataforma y vaya hasta el Almacén de Antonio Alonso y traiga dos fajo de alambre de cei.
La plataforma era un carro sin tableros, montada sobre ballestas y ruedas de camioneta con la que se trasegaban los materiales desde los almacenes a las obras de la empresa o de estas entre sí. Además, en ella, aquel mes de agosto me tocó llevar con ella las andas y los ramos hasta la capilla de de San Roque, por mandato de Dª María Toriello, hermana de mi patrón.
Por no tirar de ella, la empujaba por delante de mí calle abajo, tomaba la calle principal y torcía a la izquierda hasta la esquina de Bedón donde lo hacía a la derecha hasta el bar La Gloria que giraba a la izquierda para seguir hasta el final donde estaba el Almacén Alonso. Iba contento por la confianza que en tan poco tiempo que llevaba había depositado en mí y con la idea de cumplir el mandato con la mayor diligencia.
El Almacén de Alonso era una enorme nave levantada en una huerta que hacía esquina entre la carretera de Llanes a Pancar y la calle de Román Romano. El portalón de entrada, vendría a ocupar las tiendas y comercios que hoy son la “Ferretería Fermín” hasta la Librería “Clarín” de Rocío González.
En el almacén trabajaban varios empleados, pero el encargado era Federico del Río, vecino de la Portilla, persona de buen trato y que me conocía de haber ido a por materiales para anteriores obras por las que yo había pasado.
¿Qué te trae rapaz? ¿Ahora trabajas para Toriello? ―Era evidente que lo sabía porque reconocía la plataforma que yo había dejado aparcada afuera.
Me mandaron a por alambre de cei― le dije convencido de que sería algún tipo especial de alambre que yo nunca había visto ni manejado.
¿Alambre de cei? ―repitió extrañado Federico, o al menos así me lo pareció a mí.
De ese alambre no tenemos; no conozco tal alambre.
Pues ¡qué se va a hacer! Me volveré de vacío, ―le dije resignado como despedida y empujé el carro de regreso a la obra. No me parecía en nada una vuelta triunfal ni mucho menos. Podía demostrar diligencia, pero no efectividad y eso no me favorecería, iba yo pensando para mis adentros.
Rafa: me dijo Federico que en el almacén no hay de ese alambre que pides , le dije al llegar.
¡Cómo que no tienen, ci hace do día habían recibido una partida grande de él! ¿Tú qué le dijizte?
Yo le dije a Federico que había venido a buscar dos fajos de alambre de cei.
Incrédulo de mi cortedad, Rafa me explicó desde donde estaba en lo alto, enarbolando una mano abierta y un dedo más de la otra, usando de ellas como el más elemental ábaco para el cálculo aritmético de una clase de parvulario:
¡Le dije alambre de cei, o cea, cinco má uno!
Volví a empujar el carromato hasta donde Federico para repetir el encargo, pero esta vez, con la correcta pronunciación
Lo que tengo que llevar, Federico, son dos fajos de varilla de 6 mm.

Los dos nos reímos de mi poca experiencia en el mundo de la ferralla y del dialecto de Rafa el andaluz.
Aquella tarde, estuve cortando con la cizallas las varillas y doblando las cabezas para atarlas al emparrillado de los distintos planos que formaban las escaleras al piso superior. Realmente disfruté con todos los trabajos de la construcción, porque siempre encontraba algo nuevo para aprender.
Hablando con mis viejos compañeros de obra les narré aquel episodio y les hizo mucha gracia, lo mismo que al propio Rafa a quien se lo rememoré en las charlas que tuve con él, puesto que desde aquel tiempo se hizo llanisco incontestable.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

103. Cancian los ruiseñores



A la hora de la comida, me reuní con mi compañero y amigo Ramón Noriega, de los del “Jornu” en Pancar, con el que había coincidido con la empresa “Vallina” en la obra de la Moría, del Brau y de la plaza de la Magdalena y posteriormente con “Los Álamos”, en el edificio de Los Girasoles. Gil de Cue y J. Antonio Alea Fernández vecino de Parres con quienes coincidí en aquella última. Con ellos tres compartía los descansos del bocadillo y de la comida que hacíamos normalmente dentro, protegidos del sol y de la lluvia si era el caso, y donde depicuábamos un rato en el silencio de la obra en la húmeda calima del verano.
Conocí nuevos compañeros, como el bueno de Remigio, viejo lobo de mar reconvertido a la construcción cuando ya se le acercaba el momento de la jubilación y le pesaba la edad para navegar sobre la cubierta de los pequeños pesqueros que hacían cala en el pequeño puerto llanisco, atestado de arena y restos en la dársena de las continuas riadas del Carrocedo. Tampoco su esposa Carolina tenía edad como para arrastrar el carrito de mano cargado de sardinas y bocartes frescos y coleando por los pueblos de los alrededores.
Julián se miraba muy bien de chacotear en presencia del “Gran Remigio”, que así se refería a él a sus espaldas, por no arriesgarse a que le corrigiera e incluso le superase en el tamaño de las capturas, eso sí, mar adentro.
A colación con este tema de la exageración generalizada de los pescadores, me viene a mente un pequeño cartel hecho con cuatro azulejos que había visto en un edificio construido por aquella época, en la avenida de Celorio. Viene como anillo al dedo para ilustrar la tendencia natural de mis dos viejos compañeros por agrandar sus respectivas presas marinas; sobre todo las que acababan por soltarse de sus sedales por la medida y el peso yendo libres al mar, por lo que nunca se pudieron medir ni pesar, más que con el gesto de los dos brazos extendidos, que por ambos tenerlos grandes, os podéis dar cuenta del tamaño que tendrían. El que diseñó el dibujo del mural aquel había logrado muy bien representar ese momento en una tertulia tenida ante la barra de un bar cualquiera de cualquier pueblo costero. En él se representa a pescadores hablando de sus hazañas en la pesca con distintos gestos reconocibles. En primer plano, aparece un parroquiano narrando su hazaña, con las muñecas unidas y abriendo únicamente las palmas, temeroso de caer en pecado de soberbia y mentira ante el cura del pueblo.
Hace un tiempo ya que saludé a David Llorente, al que recuerdo en aquella obra haciendo los encofrados por las alturas, con la agilidad de un gato, para colocar las primeras piezas del artesonado sobre las columnas que soportaría la nueva planchada. Le hablé de los gratos recuerdos que yo guardaba de su tío Panchín y me reavivó un curioso suceso que yo tenía ya olvidado.
Se celebraba un festival de la tonada asturiana en el recinto de“La Bombilla”, al atardecer de un viernes de aquel verano que les hablo. Los compañeros de la obra, tanto le insistimos en que se presentara a él, por el dominio de voz que tenía y los registros que lograba, que al fin lo conseguimos y ni corto ni perezoso a él se fue luego de lavarse como pudo en el grifo que teníamos para la manguera del bidón de agua para la hormigonera. Atusó sus canas con agua y las peinó; sacudió el cemento de sus botas y se cepilló el pantalón que tenía colgado en el almacén de los sacos de cemento. Arrancó su motocicleta y se fue hacia el ferial dispuesto a hacer tablas, sin haberse inscrito tan siquiera. Se subió al escenario en cuanto se hizo un hueco en la lista de participantes y desde allá arriba, saludó al respetable con la cortesía y espontaneidad que le eran propias, boina en mano. La extrañeza que causó su improvisada aparición en el escenario, luego que cantó la primera tonada con primor, se tornó en aplausos, dada la popularidad de Panchín entre los numerosos asistentes compañeros suyos y de otras obras que allí estábamos y lo mismo del resto de espectadores. En su desaliñado atuendo destacaban, por efectos de los focos, algunos pegotes de cemento que se habían resistido a las cerdas del cepillo, todo lo cual no fue óbice para llevar el primer premio en su categoría de senior en la que participó.

El lunes siguiente, los ruiseñores alegraban con sus trinos las primeras horas de la jornada laboral en los cipreses de la finca contigua, cuando los obreros esperábamos a que sonaran las ocho en el reloj del campanario, y por la calle sin asfaltar de la hoy calle Celso Amieva, runcía el motor de la vieja motocicleta de Panchín.

martes, 1 de septiembre de 2015

102. Verano del 68 en la Escuela de FP



Terminadas las clases del quinto curso de Bachiller con la cartilla de notas en limpio para el siguiente curso y una vez terminado de recoger la hierba seca, me reincorporé a la tarea de la construcción. Esta vez, mis principales amistades del ramo estaban en plantilla de Fernando García “Toriello” cuya tarea se centraba en la Escuela de Artes y Oficios y que las nueva disposición educativa del ministro en cuestión diría Escuela de Formación Profesional , para el curso que se iniciaría en septiembre. Alguien me dijo que necesitaban personal y me presenté en la oficina de la empresa a más no tardar. Acto seguido me mandaron a que hablase con el encargado de la obra, Rafa, según me dijeron.
Cuando había pasado por delante del Instituto, a lomos de mi inseparable BH, me encontré con alumnos que habían quedado pendientes de exámenes de repesca y con otros que andaban en la preparación de la Reválida y del PREU, para los primeros días de julio.
El encargado no estaba en aquel momento, pero otro empleado que debía de hacer las mismas funciones en su ausencia y que en ese momento estaba en la tarea de encofrar con otros los zunchos de las columnas, me mandó que tomase un pico y una pala, y que me fuese donde los peones que allí cerca hacían zanja.
Al igual que en las anteriores obras por las que había pasado, en ésta tuve la oportunidad de ampliar el conocimiento de nuevas personalidades, a cada cual de lo más interesante en cuanto a las formas de ser y, sobre todo, de sentir  el compañerismo y la amistad.
El periodo de adaptación esta vez fue menor, pues venía rodado y aprendí a seguir su ritmo que no difería mucho de estar vigilados por el encargado de obra o no, lo cual me dio buena espina y con el tiempo pude comprobar que no andaba equivocado. Eso no quiere decir que en apuros de tiempos para realizar una tarea, no lo cambiaran. En general se respiraba buen ambiente en todas las cuadrillas. Aunque mi constitución física no era nada despreciable, tuve que adaptar mi maquinaria ósea y muscular a aquel trabajo que duraba toda una jornada laboral de ocho horas.
Había creído que las palas excavadoras “POCLAIN” que en el otoño pasado habían descargado en el prado donde se edificaría, harían todo el trabajo duro, pero no fue así. Las cábalas que yo me había montado al imaginar que por fin se había llegado a la era del progreso en cuestiones laborales, me confundieron: aún seguían existiendo las palas, los picos y las carretillas movidos por peones de la construcción, que según desde donde se mire, constituyen el escalón más básico de la profesión y a la vez el puesto menos considerado y peor retribuido. 
En aquella zanja se levantaría la pared al norte que cerraría el área de los talleres de electricidad y mecánica de la nueva Escuela de FP. 
Los obreros a los que me uní eran totalmente desconocidos para mí; los conocidos andaban por otras plantillas y habría de verlos a la hora de la comida. Abría brecha el mayor de todos, o que a mí me lo pareció a simple vista, pero que con el paso de los días en su compañía, me di cuenta de que en su filosofía de la vida demostraba ser el más joven del grupo. Era de mediana estatura tirando a pequeño, ojos azulados, algo desdentado que me hacía recordar la cara de Popeye, canoso el cabello y poco poblado sin ser calvo. En su cara recién rasurada de madrugada siempre traía algún parche de papel del librito de liar los “Ideales” que solos se iban desprendiendo a lo largo de la mañana con el sudor y los churratos de su inseparable bota de vino. 
Llegaba de los primeros montado en su moto y protegido por la manta hasta el cuello y el casco. Para las ocho que entrábamos, ya había cebado y ordeñado las vacas y tomado su primer café negro
En la hora del bocadillo que por fin se había hecho legal en todas las obras, sacaba el suyo, más grande que él, y lo iba moliendo ayudado de la cheira a falta de las normales piezas dentarias que habían emigrado de su puesto totalmente sanas en los varios accidentes laborales que había tenido. 
Era un hombre alegre y cantarín por la mañana a pesar de las penas que pasaba e intentaba descargar con quienes le atendían. Por las tardes, de la comida, regresaba con un farias a medio consumir, apagado entre los dientes, con el que nos ahumaba cuando lo encendía con su chisquero de mecha bien trenzada, apoyado en el asta de su azada. 
Nunca le vi perder el humor a pesar de las contrariedades del tiempo y del trabajo. Nos aventajaba a todos con su nervio y brenga que gustaba también exhibir en los ratos de descanso tirando a pulso con quien le aceptara el reto.
Yo escuchaba atentamente sus vivencias por las tejeras, desde que era niño
Cuando tenía público que le escuchara, Francisco Llorente Pérez, Panchín para los amigos, cantaba a ritmo de pico, sin quitar de entre los labios, la colilla. Tenía un repertorio grande de canciones así como de refranes y consejas, a tono con el tema que viniera a conversación. Tan pronto nos narraba las penurias que había pasado cuando la guerra como de las rapazadas que jacía de crío en el pueblo. 
Sólo uno de los compañeros, más por provocarle que por maldad, le chinchaba de continuo, Julianón estaba en el brazo opuesto de la balanza, tanto en constitución física como en carácter, con respecto a Panchín, pero a nervio nunca le podía ganar, aún siendo más joven que él
Julián diríase que era todo escaparate. Fuerte sí, con la fuerza en bruto que da el peso corporal, pero blando y de poco aguante. Era todo apariencia amparada en el frondoso mostacho negro y su opulenta barriga. A esta apariencia a simple vista la acompañaba una voz ronca que en cambio, flaqueaba con las risotadas en un toque de comicidad. 
Me recordaba al Obelix cuando iba con su caniche, del tamaño de Ideafix, por la senda de pescadores hacia La Talá, caña al hombro y cesta en el antebrazo. Aquel perrillo representaba mucho para Julián y su mujer, tanto como un hijo al que consentían y mimaban como tal, pues sólo le faltaba hablar, inteligente que era para entender todo lo que su amo le pedía que hiciese, dentro de sus posibilidades, claro está. 
Los domingos se les veía a los tres ir por la calle Mayor desde la Plaza La Magdalena, donde tenían el piso, hasta la Moría, la Barra y el espigón, a ver la mar y oler su yodo como nos decía que tanto escaseaba en su Cabrales del alma. 
Como buen pescador en sus narraciones intentaba colarnos sus lides a caña con las más prodigiosas capturas para cuyo tamaño y peso, mejor habría llevado una macona que la sencilla nasa. Jamás había oído yo hablar que se llegasen a capturar ciertos ejemplares como los que describía sin vacilación, el gran Julián.
Podría haber completado un libro con las biografías de mis compañeros de fatigas. Me vienen a la memoria pequeños pasajes de los que daré noticia, mientras narro de la mía.