jueves, 27 de agosto de 2015

101.- Diálogo apócrifo

_"Qué de recuerdos me traen tus escritos!”

Me encanta saberlo. Así apetece escribir, a sabiendas de que alguien lo lee con agrado. Aunque sólo fuese una persona, merecería la pena seguir con este propósito.

_ “Esta vez le tocó a las fiestas. Te llevas bastante bien con los santos, aunque dejaste algunos aparte, quizás por no alargarte en el tema.”

Siempre me gustaron todas las fiestas a las que pude ir; había años que no se podía ir a las que no caían de domingo, salvo que fuesen de las aldeas del entorno, pues se iba andando o como mucho, en bicicleta.

“_Me haces recordar las compras en las fiestas, las avellanas que nos vendían en un cuenco, en el que la mitad era madera para que cupieran menos.”

Aquel cubilete era todo madera, por fuera abultaba, pero el hueco se fue reduciendo poco a poco para llevar poca mercancía y obtener mejor beneficio en la venta. Las mujeres que las vendían, avellaneras, ellas mismas las recolectaban si podían andar por los caminos donde abundan o las compraban a mayoristas. En el invierno las tostaban en el horno de la cocina de leña que siempre estaba enceso tanto para cocinar como para calentar la casa. Las guardaban en tarros y para las fiestas, algunas las empaquetaban para vender en el puesto con otras delicias como las rosquillas de anís, las almendras garrapiñadas, cacahuetes, chufas, orejones, pasas, peladillas y manzanas confitadas. De Matilde y de Lolina guardo el recuerdo de sus respectivos timbres, inflexiones y tonos de voz, mientras animaban a los romeros a detenerse ante sus puestos e intercambiar con ellos unos durillos por sus respectivos productos, a poca distancia una de otra, en noble competición. Por no desairar a ninguna, solía comprarles a entrambas, a la ida y a la vuelta, cosa que entendían justa. Sarita, mayor que ellas, al no tener más engorro que la propia cesta de la mercancía, se ponía cerca de la entrada del campo en un principio y después que asentaba la gente se acercaba hasta el puesto de sidra y pregonaba por cada mesa, con la cesta colgada del antebrazo, aguantando las sempiternas bromas de quienes intentaban alterar su ánimo discutiéndole sobre la bondad de su mercancía. Yo notaba teatralidad en sus disgustos, pues creo que los aprovechaba para vender más, ya que nadie dudaba del sabor ni la frescura de sus avellanas. Al final de la fiesta, cuando ya Matilde y Lolina recogían afanosas sus cosas, Sarita volvía a ponerse cerca de la salida, para deshacerse de los últimos cartuchos que los verbeneros llevaban como “perdones” para los que se habían quedado en casa. Para la fiesta de la Guadalupe, en la Pereda el dos de agosto, de más críos, al ir a recoger las varetas de los cohetes a las fincas del Alloru y San Tilar, llenábamos los bolsillos del pantalón de avellanas aún verdes que rucábamos con placer. Por ese motivo, es un fruto que siempre asociaré a las fiestas y que forma parte de la dieta durante la mayor parte del año, por su abundancia junto a los caminos de cualquier aldea.

“_Después comprábamos en los puestos hasta que nos alcanzaran las pocas pesetas que llevábamos y llegábamos a casa con un buen lote de cosas: Un reloj de pulsera, globos, unas gafas de sol hechas en cartón y celofán de color, una pelota de colores sujeta con una goma, un abanico de papel rizado multicolor, chicle y regaliz, entre otras cosas. Los niños solían reservar el dinero para comprarse petardos, bombas y cohetes. Ni una perrina nos quedaba de todo lo que habíamos destinado para la fiesta, después de habernos guardado en la hucha lo más sustancial de lo que nos habían dado algún familiar o invitado a compartir mesa el día de la fiesta, y dedicarlo a comprar un par de zapatos, si es que llegaba para tanto o aunque sólo fuera para uno de calcetines.”

A los niños nos gustaba más de lo mismo citado, pero como no podía ser todo en el mismo día, elegíamos las gafas y el reloj de mentira para Santa Marina, que así podía servirnos para el resto; la pelota de goma, la pistola de agua o la cachaba de colores por la Guadalupe. Por supuesto que en ninguna podían faltar los petardos que hacíamos explotar lejos de la gente en los alrededores de las capillas; las bombas las lanzábamos desde las pandinas a la carretera y restregábamos los restallones en los muros. En el atardecer, en tanto que arrancaba el baile, nos dejábamos caer por donde estaban los padres, bajo el toldo del puesto de Ramón "Parres" y hasta el que llegaba el acre olor aceitado de los churros y el humo de las brasas del bidón de Dorila. De allí nos íbamos a la caseta del tiro al blanco de "Berrio" y hacíamos la ronda por las demás atracciones, siempre la mirada al prado, por si algún billete de peseta había caído de alguna cartera. Para estas dos fiestas, solían venir a pasar una temporada, los tíos indianos, Paco, Piadosa, Saturno, Félix, el tío de mi padre, Turno, que todos ellos, en la medida de sus posibilidades, fueron desprendidos con todos los sobrinos, que no éramos pocos y sin olvidar, por supuesto a los padrinos, Ramón e Hilda y los demás tíos que eran igual de desprendidos: Jesús, Duardo, Ramón, que estaban en el pueblo y Pepe, cuando llegaba de navegar, por parte de mi padre. Por la parte materna: Jandru y Ramón, en la Pereda y Teru y Quini en Parres, además de los cuatro abuelos. Entre todos, me hicieron sentir un niño afortunado, no por el dinero que me dispensaban para las fiestas sino por el cariño que a raudales me regalaron.

“_O sea, parecido al consumo de ahora. Fijate que recuerdo todo esto con una sensación de felicidad. ¡Qué sentiría entonces! Nada que recuerde de aquella edad me es desagradable, más bien me hace gracia. A pesar de tanta falta que había, no la notábamos. No había tristeza, porque no nos faltaba lo imprescindible y sólo nos bastaba poder jugar a nuestra manera. Teniendo más edad y, ya internas en el colegio, no teníamos ni un duro, pero seguíamos igual y sin echar en falta nada.”

Gracias a los comentarios de esta lectora, me vinieron al recuerdo mientras lo escribo de aquel mundo, nunca perdido por pasado, pues queda la impronta marcada para siempre en nosotros.

_“Próximos a esas fiestas, sentíamos una alegría que no se puede contar. Estrenar un vestidito, vestirse de aldeana, la gente invitada en casa de mis abuelos, en cinco palabras, 'el mayor acontecimiento del mundo'. Después de la fiesta subíamos al monte, con el abuelo. Con el abuelo y su ganado y la fuente y el riachuelo que cruzaba la finca, el peyu donde nos peinaba y aseaba a mi hermana y a mí, con aquel peinón de madera que había hecho para nosotras. Nuestras incursiones por las covachas, el olor de los guisos y del humo que ennegrecía las piedras del interior de la cabaña y el duro catre de colchón de porreta y la niebla que suele bajar del Cuera o que se adelanta por el Texéu, con olor a salitre por venir del mar, como también el dulce sonido de las esquilas en las noches de luna llena. Un paraíso perdido más de los que fuimos perdiendo por el "avance" desde mediados del siglo anterior.”

Después llegaba la fiesta de Porrúa, con sus santinos, Justo y Pastor, lugar donde también tengo a mis ancestros maternos: mi abuela Araceli y la tía Lisa, madre de mi abuelo Marcos, entre otros.