martes, 26 de mayo de 2015

98.- Víctor Manuel en Llanes

Verano del 67
En cuanto acabó la prueba, regresé a la obra y me uní al grupo de compañeros con los que solía compartir el tiempo del almuerzo; me cambié de ropa y me dispuse a dar a buen término la comida que llevaba en mi costal, cuando ya ellos estaban a los postres. El encargado no había aparecido por la obra en toda la mañana, me comentaron, no obstante, a la hora de salir pregunté por él al listero y me dijo que estaba por los pisos. Esperé un rato para disculparme por no haberle avisado con antelación mi ausencia. Me dijo que carecía de importancia, sabiendo el motivo de mi falta y se interesó por los resultados de la prueba. El sobre semanal no se vio afectado en lo más mínimo por aquellas cinco horas de menos.
El sueldo se había generalizado entonces en veinticinco pesetas a la hora para los peones. El efectivo de la nómina semanal, se reflejaba en dos apartados: el sueldo mínimo base, que estaba en setecientas cincuenta pesetas y un complemento por el que las empresas no cotizaban a la Seguridad Social.
Los oficiales trabajaban a destajo y ajustaban tramos de obra en un tiempo determinado, acabado el cual, ajustaban un nuevo objetivo, llegando así a acumular más horas de las cuarenta y ocho semanales estipuladas oficialmente. Por ese motivo, solían elegir los peones más activos que les atendiesen con el material necesario para cumplir el ajuste con amplitud. La mayoría de ellos, tenían en sus pueblos labores de campo y ganadería que atender antes y después de salir del trabajo y ese ajuste les venía bien para no estar constreñidos por el horario laboral, pero a los encargados no les encantaba esta libertad, pues a la empresa le interesaba únicamente la ejecución en los plazos convenidos con el promotor para poder acceder a nuevos concursos de obras. Este razonamiento me lo explicó Jesús Sobrino, quien decidió cambiar a otra empresa que le permitiese adaptar su dedicación ganadera al horario con ajustes de tareas. Los buenos albañiles tenían buena acogida donde quiera que llamasen y las empresas en ese momento, procuraban tenerlos en plantilla, siempre que combinasen agilidad y calidad.
En ocasiones, después de salir de la obra, me pasaba por la Biblioteca Municipal que estaba en los bajos del Ayuntamiento, atendida por el poeta llanisco, Emilio Pola, de ascendencia parraguesa. Llevaba prestado un libro, generalmente de la literatura más ligera de Julio Verne, Emilio Salgari, Pío Baroja o Blasco Ibáñez entre otros y que alternaba con títulos que me había aprendido de la clases de Literatura y que abundaban en las estanterías perfectamente etiquetadas por géneros con placas de metal.
Sería por agosto, creo recordar bien, de ese año, cuando para las verbenas de San Roque que se hacían en la Huerta de Labra, justo al lado del moderno edificio en el que trabajaba, trajeron un joven para amenizar una de ellas. La portilla de entrada, justo donde ahora está La Residencia de Ancianos estaba abierta al público, pero a partir de una hora determinada, los municipales y los componentes de la Comisión pateaban todo el recinto para echarnos afuera a todos los que remoloneábamos para quedar dentro y así evitar el paso por taquilla. Todos salimos sin dar que hacer a la autoridad del recinto para no armar escándalos y pasar desapercibidos y nos quedamos en la acera, mirando por entre los enrejados de la valla, por si había algún momento de despiste o si se compadecía de nosotros alguno de de los conocidos de la Comisión del bando sanroquino. Cuando allí estábamos apostados, vimos pasar al cantante estrella de la verbena, un tal Víctor Manuel, de por Mieres del Camino, del que aún no había mucha noticia. No me costó convencer a mis incondicionales amigos a intentar acceder por otra parte de la finca, justo por detrás de la obra donde había una malla de obra fácil de mover. Hubo que esperar a que comenzara la actuación, cuando la pista de baile estaba a rebosar de público y que la guardia del sitial también atendía al escenario, para acceder al concierto.
Hacia la primera semana de septiembre estábamos dando fin a la colocación de las placas cerámicas de la planchada durmiente sobre el entramado de tabiquillos. Era preciso acabarlo sin que llegase la lluvia para que los desvanes no guardasen humedad.
El lunes después de la Guía, cuando estábamos esperando a que se abriera la obra,  Ramón tuvo la idea de ajustar el solado del tejado como hacían los oficiales, que aunque no lo éramos, nos sentíamos capacitados, pues lo peor del trabajo estaba en portear los materiales y con mayor beneficio para nosotros que como peones. Así nos juntamos en cuadrilla operativa, Ramón Noriega, del Jornu Pancar, José Antono Alea, de Parres, Gil de Cué y yo que fuimos a pactar con Primitivo quien accedió tras poner las bases laborales y económicas. Tendríamos que izar y colocar las placas cerámicas en los tabiques y cubrirlas con el hormigón que nos harían en la hormigonera exclusiva para nosotros. Uno de nosotros tendría que subirlo con el güinchi en la cuba y distribuirlo con los carretillos. Esto nos correspondió a Gil y a mí, en tanto que Ramón y Alea lo iban extendiendo y nivelando con reglas. El metro cuadrado cubierto nos lo pagaría a dieciséis pesetas.
Trabajamos sin parar toda la semana más de lo imprescindible para el bocadillo, pues ninguno de los cuatro fumábamos, tampoco faltó el agua, por lo que tuvimos que guarecernos en los momentos de lluvia más intensa bajo la misma planchada. pero el ajuste iba viento en popa. Me veo con el carretillo lleno de placas o de hormigón atravesar de lado a lado los huecos de los patios de luces por encima de un único tablón al estilo de los obreros de los rascacielos neoyorquinos, salvando las alturas y el riesgo, claro está.
Para el viernes a la hora de la comida, sentados los cuatro bajo el sollado recién hecho, protegidos del pertinaz orbayu, nos ilusionábamos con los cálculos aproximativos que todos habíamos hecho de lo que habríamos de cobrar aquella semana que, aunque no nos iba a sacar de pobres, a ninguno de los cuatro nos sobraba presentarnos en casa con más dinero del que solíamos llevar.
Por la tarde, ya el cielo despejado, subió el listero de la oficina para medir la superficie terminada. Yo la tenía bien medida por mi cuenta y encargo de mis compañeros que confiaban más en mí que en aquel oficinista de zapatos con olor a “Servus”.
_“Para algo tendrá que servir lo aprendido en tus estudios, _ me decía Gil. Y yo les dibujaba en un papel las distintas formas geométricas en que se fraccionaba el tejado, en trapecios, trapezoides, triángulos, rectángulos y cuadrados, como en un complicado rompecabezas y la fórmula de cálculo para cada una de ellas, ante un alumnado ávido por aprender. A la vez que les explicaba, repasaba una a una todas las operaciones y animado por ellos, bajé a la oficina para entregárselas en mano al encargado. Revisó las notas del listero y como vio la diferencia sensible con lo calculado por mí, a nuestra contra, por supuesto, le pedí que lo revisara con justeza. Así se hizo y lo pudimos comprobar el sábado por el contenido del sobre que nos entregaron a cada uno.
Aproveché la presencia de Primitivo en momento del cobro, para decirle que mandase preparar la liquidación para el siguiente sábado, de lo cual se extrañó y yo le conté que estaba matriculado para seguir con el Bachillerato.
Me regañó, por no haberle contado de mis estudios cuando le pedí trabajo al acabar con la cantera, porque de haberlo hecho me hubiese contratado para la oficina. Aún así, me propuso seguir en la empresa “Los Álamos” que al acabar con el tejado, iría de encargado a una nueva edificación en Oviedo y a mí me pagarían mejor sueldo y dietas para la pensión. Confieso que me halagó aquella oferta, por haberle tomado gusto a lo relacionado con las obras, en las que no faltaría nunca trabajo, por el ímpetu que había tomado al final de aquella década, lo que sólo era el sutil despertar de la tan traída y llevada burbuja del inmueble. Como dato económico, diré que el valor de la venta de los primeros pisos a estrenar en el bloque estaba en torno a las doscientas mil pesetas, o sea, el sueldo completo de un peón de la construcción durante un período continuo de diecisiete años. Tela.





lunes, 25 de mayo de 2015

97.- Las oposiciones de la encrucijada



Aquel año de 1967 representaría para mí como una encrucijada de caminos de la que yo no fui consciente entonces. Es ahora cuando me doy cuenta de la pluralidad de caminos que ofrece la vida, algunos rechazados consciente o inconscientemente, otros no fueron más que meros señuelos con barreras inexpugnables. Únicamente fue real el sendero seguido; los demás, un conjunto de quimeras que se diluyen en la neblina de la memoria con el paso del tiempo. Soy de opinar que lo vivido fue lo que nos pertenecía y si el balance da positivo, no hay nada que añorar. La mínima corrección en el currículo vital nos llevaría a una situación distinta. Entonces, yo pensaba que las personas manejábamos el timón de nuestro navío.
Hoy me parece un pensamiento simplista de aquel adoquinado jardín de rosas que nos vendieron en los libros, en las prédicas dominicales y en los medios emergentes de la televisión y el nodo. El noventa y nueve por ciento de la población mundial somos los títeres y estamos en manos de ese uno por ciento que son los que manejan las cuerdas de la tramoya.
Lo cierto es que me sentía feliz como peón de la construcción e integrado en la masa obrera a la que sin duda pertenecía. Tan sólo unos meses antes, cuando cavaba la zanja por la zona de la Moría, trataba con un guardia civil que por allí vivía y se acercaba a charlar con nosotros. Quizás por verme tan joven tirando de pico y pala y por conocer de mi paso por el instituto donde un hijo suyo era mi compañero, me animaba a que me presentase a unas pruebas con las que pudiera acceder a su benemérito cuerpo. Le agradecí sinceramente aquel detalle de sacarme del fango en el que me veía metido. Pero por la carencia en mí del espíritu militar requerido, así como por el cambio tácito que habría de obrar en mi criterio de la historia reciente, le dije que tenía ya decidida otra meta.
Una nueva oportunidad se me presentó estando en la obra. Un conocido amigo de mi padre, nos comunicó que se había abierto recientemente el plazo de adscripción a una prueba para una plaza en el Ayuntamiento, como Auxiliar Administrativo. No había tiempo para pensarlo y aquel mismo día a la salida del medio día, me fui a la Secretaría del Consistorio para hacer la matrícula. Debía enterarme por el tablón de anuncios de la fecha de la convocatoria. Nuestro amigo, al que siempre le agradecí su interés, me aconsejó que acudiese alguna tarde, pues me enseñaría el fácil manejo de la calculadora mecánica de rabil que escribía los resultados sobre un rollo de papel y para enseñarme las distintas oficinas y ventanillas del entramado burocrático de aquel sórdido establecimiento público con olor a tabaco de cuarterón y a legajos coroyados. El sueldo mensual que ofrecían para la plaza era de cuatro mil pesetas, sensiblemente inferior al que yo percibía como peón, si bien tampoco pillaría mojaduras, corrientes de aire y soleyeras, ni tendría jornadas agotadoras.
Llegado el día de las pruebas, me presenté a ellas que fueron por la mañana. Esperaban a lo mismo otros tres aspirantes, dos de los cuales habían sido compañeros míos en el Colegio La Arquera y en el Instituto. Dos de ellos hacían aún menos respirable el aire del pasillo delante del Salón de Plenos con volutas de humo y el otro se mordía las uñas. Yo más sereno, llevaba la procesión por dentro hasta que se abrieron las enormes puertas del salón y nos invitaron a pasar.
La primera prueba a pasar era de Mecanografía, con sendas máquinas en las que debíamos copiar el mismo texto con la máxima celeridad y mínimos errores. Los tres que habíamos pasado por La Arquera demostramos una más que suficiente habilidad dactilográfica a diez dedos. Me había fijado en el momento de hacer la inscripción que el empleado usaba tan sólo dos para aporrear las teclas de la vieja “Royal” con la que ametralleaba la cuartilla del papel.
Con la segunda prueba lingüística pretendían valorar nuestra preparación gramatical, ortográfica y de redacción así como la esmerada caligrafía en letra inglesa que tal era la exigencia que había para los documentos que haríamos a pluma y tinta en nuestro futuro trabajo de oficinistas.
Tras una media hora de descanso para que nos dieran los resultados, entramos los cuatro para realizar la prueba de matemáticas: unos cuantos problemas sobre medidas, volúmenes y cálculos financieros. Al salir de ella, en el pasillo, comentamos los resultados obtenidos, y a tenor de lo que vi y escuché decir, me pareció que yo había tenido mejores resultados: uno se desesperaba por algún error cometido, en tanto que los otros dos estábamos de acuerdo en los resultados; el cuarto se despidió sin más.
Entramos los tres que quedamos para la prueba oral, los tres con los nervios a flor de piel. El tribunal estaba formado por D. Aurelio Morales Poo, que lo presidía, como Alcalde, don Luis Acebes, maestro de la Escuela Graduada de Llanes y para la terna un alto cargo delegado de Oviedo. Para refrendar los resultados de la prueba estaba D. Wences González Fanjul, Secretario del Ayuntamiento, que se limitó, sin voz ni voto, a levantar la debida acta.
Tras un sorteo al azar con dos bolas numeradas que saqué de una bolsa de tela aterciopelada, me cayó en suerte comenzar. La primera pregunta versó sobre los Cabildos insulares. Después de contar que eran las formas administrativas exclusivas de las Canarias y nombrar los siete cabildos que existen, no supe decir poco o nada más, de lo que había estudiado en el libro de "Formación del espíritu nacional "que don Jesús Llarandi intentaba hacérnoslo digerir. 
Con el número de la segunda bola se me ofreció la oportunidad de explayarme mucho más, pero de ¡qué forma! Me pedía que tratase de los Sindicatos. Sabía que el Delegado Nacional era por entonces el también ministro Secretario del Movimiento, José Solis Ruiz. 
Recordaba todo eso por haberlo leído en unos folletos que mi padre había traído del viaje a Madrid con motivo de una concentración de trabajadores a la que había sido convocado como representante local por el sector de la vid. Ahora me doy cuenta la forma que tenían de organizar eventos tales y no dejo de preguntarme qué criterio organizativo sindical siguieron para nombrar a mi padre representante sindical de la vid, por una región donde lo único de vid que tiene son lostopónimos que perduran de una abandonada actividad de antaño. La Viña, cueto la Viña, las Vides, Vidiago, además de la abundancia de bares y vinaterías y las parras asilvestradas cubriendo algún bardial o peña. 
Mi padre estaba de criado en la Talá y don Fernando Vega Escandón, su patrono, le dijo que esa semana cobraría las mil pesetas del jornal, sin trabajar y otro tanto de dietas, aparte del viaje en tren en primera clase y la fonda completa. 
Ante todo suponía el descanso de una semana, cuando aún no se conocían las vacaciones para el obrero y, aunque aún convaleciente de una pertinaz gripe, decidió asistir.
Volvió del viaje cargado de folletos que allí les dieron y una revista en la que yo me esforzaba en ver a mi padre entre tanto congresista que se concentró en el Pabellón de los Deportes. Encontré la figura enjuta de mi padre, pequeña silueta humana embozada para el frío invierno castellano con bufanda y gabardina crema de tergal. Regresó un poco más delgado si cabe y con la misma gripe que llevó a cuestas que le dejaría en cama los días siguientes, hasta quitarla del todo a base de requemados, vahos de eucalipto y piramidones que le recetó D. Antonio Celorio.
Mi madre y yo atendíamos lo que nos narraba como quien escucha a un viajero que acaba de regresa de la corte del rey Arturo.
Inspirado por el bagaje sindicalista que mi padre me había aportado, les solté todo lo que querían escuchar y lo que no. Me sentía sobrado hasta el punto de observar a los cuatro y medir cada uno de sus movimientos, de modo que aún perdura en mi mente aquel cuadro digno de ser pintado por Goya. Yo de pie ante ellos, me solazaba viéndoles acomodarse en el cuero labrado de los sillones de ediles que ocupaban. Noté la sonrisa que don Luis me dirigió al verme tan firme y locuaz, acompañada con el leve asentimiento de cabeza que hacía para animarme y confirmarme que mi discurso iba por buen camino. Había coincidido con él muchas veces por la carretera, en la avenida de La Paz, cuando yo iba hacia la Talá en bici a llevarle la comida a mi padre y me bajaba para saludarle y le seguía, paso quedo, al ritmo renqueante que llevaba con su pata de palo y que paraba a tomar aliento apoyando su peso sobre la inapreciable cachaba. Me animó a seguir como él lo había hecho por la senda del magisterio. Tenía ya en mi poder el título de bachiller elemental, único requisito exigido para
matricularme en la escuela Normal de Oviedo, pero según me dijo, desde ese año, entraba en vigor el nuevo “Plan del 67” para el que se exigía el bachiller superior. Tenía más que claro que en septiembre me matricularía de quinto y en casa me habían dado la conformidad si ese era mi anhelo.
Tan entusiasmado estaba metido en mi disertación y confiado en la continua aquiescencia de don Luis, no pude por menos de ampliar el tema para nota y les solté lo que al respecto conocía de los Sindicatos por el “Mundo Obrero” que llegaba a casa de mi abuelo Marcos de forma clandestina y les hablé sin ninguna preocupación ni sospecha, de la clasificación que se hacía de ellos en verticales y horizontales. Pareció entonces atravesar el estrado una descarga eléctrica. Todos se revolvieron en sus asientos despertando al unísono del sopor del mediodía que entraba por las vidrieras entreabiertas del salón de Plenos. El señor de Oviedo miró al alcalde y me pidió que le aclarase mejor qué distinguía yo entre un tipo y otro de sindicato. Tenía poco que perder a tenor del respe que le noté en su voz y me di el gusto de explicárselo por si acaso no lo tenía nada claro. 
Me dijo que bastaba y me retiré a sentarme en mi silla, más relajado que al comienzo, a escuchar a los otros dos compañeros.
La convocatoria fue declarada desierta, es decir que el puesto quedó ocupado de forma interina hasta la próxima convocatoria que se hiciera, pero por supuesto, no me preocupé más de revolver entre los oficios y bandos grapados en el amañado tablón de anuncios del consistorio, ni tuve noticia de que se volviese a convocar para aquella plaza.

miércoles, 20 de mayo de 2015

96.- Esbozo de primeras fiestas llaniscas

Cuando se hubo terminado el trabajo de cantera, como se acercaba el tiempo del trabajo en el campo, mi padre se quedó en casa mientras que a mí me admitieron como peón en la obra de “Los Girasoles”, realizada por la empresa ovetense “Los Álamos”. El encargado de la misma era un tal Primitivo, digo así por no tener más datos personales; tan sólo decir que era de buen carácter y llegaba en una potente moto que parecía imposible dejarse gobernar por aquel hombre de porte más bien pequeño. Me decidí a pedirle trabajo en cuanto se acabo el que allí me ocupaba, y al día siguiente ya estaba en la plantilla de la obra, en la primera semana de julio de 1987.
Los primeros días andaba por la obra un tanto perdido, tanto por sus dimensiones como por la diversidad de plantillas de obreros diseminadas por todo el edificio. Cuando se está en una obra así, en sus comienzos, es difícil  orientarse, porque los espacios abiertos se van reduciendo en habitaciones, cuartos de baño, armarios empotrados y pasillos, todos con el tono ocre de los ladrillos, sin identidad, a la vez que se pierde la luz natural del exterior, y se sustituye por grandes focos de luz artificial que acentúan la penumbra. Afuera, trabajaba Pepe “El Gallegu”, con el que había coincidido en el chalé de Santiuste de Buelna para Segura. el pintor.  Preparaba las piedras almohadilladas que iba numerando para formar los dinteles de las ventanas, balconadas y puertas de los distintos accesos al inmueble. Un equipo de oficiales caldereros colocaban las tuberías de la calefacción. Allí coincidí con compañeros de anteriores obras como Jesús Abad de San Roque, Ramón Noriega de El Jornu en Pancar, José Antonio Alea, vecino de Parres, Dámaso Marcos Fraile, del Barrio en San Antón y otros más; además de nuevos compañeros, como los hermanos Montoto de Buelna, Maxi y Carlos que llegaban juntos en la moto conducida por el primero y los Patiño, Ramón y Pepe de Llanes. Con ambas parejas estuve alternativamente como peón mientras tabicaban los primeros y embastaban los segundos. Yo me sentía a gusto tanto con unos como los otros, coincidentes en el mismo carácter afable y por los temas de los que hablábamos a la hora del bocadillo o en los momentos de descanso que podían tomarse, puesto que trabajaban por ajuste y eran “largos de paleta”, como se suele decir en el argot de la albañilería.  Además, mientras que tomaban el bocadillo de la mañana, me dejaban sus paletas y llanas tanto para tabicar como embastar. En muchas ocasiones, surgían charlas sobre los temas que yo había estudiado y sobre otros en los que ellos se habían informado. Muy buen recuerdo me quedó de ellos siempre y nos lo demostramos siempre que nos encontramos a  lo largo de la vida. También traté con Chucho de la Portilla, de muy buen trato, aparte por estar casado con una prima de mi madre, venida de México, por parte de la rama de Porrúa. Tono, Bielu, lo mismo que Novo, carpintero gallego, vecinos los tres de Pancar, el “Abuelo”, padre de Dámaso Marcos, el Municipal, Manolín Piñera de Purón  y muchos más que me vendrán a la memoria si sigo con el resto de los pueblos.  
Una de esas tormentas de verano, la recuerdo con nitidez por la angustia que pasé, cubrió de gris el cielo llanisco. Me habían mandado atender el montacargas de la última planchada con el que subía y descargaba los ladrillos para la construcción de los tabiques que sostendrían la planchada del tejado. Abajo, en el patio, a nivel del sótano se encontraba la hormigonera y las cargas de ladrillo que “El Abuelo” colocaba en la plataforma del montacargas. Mi trabajo consistía en subirla, aparcarla, descargarla y volverla a enviar a mi compañero. En tanto que la volvía a cargar, acercaba con un carretillo los ladrillos a los dos albañiles. La nube llegó con los primeros nubarrones, sin más aviso que un primer trueno que pareció desgarrar las peñas del Texéu, seguido de un rayo que debió de descargar sobre el campanario de la basílica, a escasos cien metros de donde me encontraba en aquel momento, con una mano sujeto al asa del winchi y con la otra al mando eléctrico, mientras miraba abajo para evitar que tropezase con los andamios por entre los que ascendía la carga. La cercana descarga del rayo hizo saltar el fusible diferencial del cuadro eléctrico de la obra, por lo que se callaron todos los motores y se apagaron los focos de las distintas plantas del edificio quedando un rato todo él en total silencio. El freno de seguridad funcionó, pero con el peso de la carga, que ya sobrepasaba el primer piso, hizo que algunos de los ladrillos que iban en exceso y sin atar entre los cuatro cables de la plataforma volvieran a bajar, dando uno de ellos sobre el casco de mi compañero. Por suerte, todo quedó en susto ya que su casco blanco que no quitaba ni para el bocadillo, le amortiguó el golpe. Después supimos, según se explicó, que en realidad fue la boina que siempre llevaba bajo el casco, la que le libró del golpe. El probe debió pensar que Taranis le echaba todo el cielo encima. Una vez que se restableció la corriente en el tablero de obra, pude subir la carga, pero cuando eché mano al brazo de la grúa para acercarla a la planchada, un nuevo rayo abrió el cielo y su descarga y la inercia del peso de la plataforma al chocar contra los ladrillos que allí había me llevó hasta el otro alero con el que formaba una escuadra las dos planchadas, a un tris del vacío. Estas cosas resultan difíciles de narrar en unas líneas, pero se olvidan mal, por lo desagradables que fueron, pero sirven para prevenir cuando se den situaciones similares.


Los veranos en Llanes, y me estoy refiriendo a todo el concejo, tuvieron siempre un calendario de romerías y verbenas que aún perduran, aunque las menos, respetan el día señalado y lo trasladan al fin de semana siguiente e incluso lo adelantan al que precede, con tal de llevarse el mayor público posible. Tan extenso era en celebraciones que cuando llegaba septiembre respirábamos hondo, deseando ya la llegada de la normalidad, del comienzo del curso y la vuelta a la cartelera del cine de sábado y domingo. Para mí, el chupinazo de las fiestas llaniscas lo daban el día de san Felipe, el 1 de mayo, que se hacía entonces la romería junto a la capilla de Soberrón y la verbena junto a la Escuela de la Galguera, aunque según dice el viejo cantar:
“Santa Marina en Parres,
Sant Hilar en la Pereda;
San Felipe en Soberrón
y Jobita en la Galguera”
Me dejé atrás a pura intención la fiesta de San Antón, el 17 de enero, en Parres porque, no sé por qué razón, siempre la sentí más unida a las fiestas navideñas que a las folclóricas. También para muchos lo era el santo Ángel de la Guarda en El Mazucu, el 1 de marzo. Año tras año, la fui posponiendo para el siguiente y así fue quedando por cumplir. Sin embargo, una vez conocido Pimiango de mi trabajo en la cantera para la obra de Santiuste, aquel verano mismo, con otros dos amigos de Parres, acudí el 3 de marzo a la fiesta de Santu Medé.
- “Santu Medé,  ¿co'l miu sayu qué jaré?”.
Le había ido a rezar una mujerina que llevaba atrasado el sayo de las patatas tempranas.
- Sayar y sayar y la vista nun llevantar; y muyer que pase, dexala pasar.
Le contestó el marido que se le había adelantado para ocultarse en el pórtico de la capilla. Estos cuatro arranques festivos sólo eran para calentar motores ya que lo intenso venía después.
A finales de junio, no dábamos abasto a tantas celebraciones de romerías, a pesar del pequeño radio de acción que entonces nos permitían los medios de comunicación de que disponíamos: la alpargata, el pedal y en contadas ocasiones, el autocar de Mento y el tren. Las tardes de los sábados y domingos nuestro destino cierto era las pandinas del viejo puente sobre el Riveru a ver pasar la gente y hacerse el encontradizo antes de recalar en el patio de butacas o en el anfiteatro del Cinemar. Tras la sesión, paseábamos calle arriba, calle abajo, para despabilarnos el mal sabor de boca que nos dejaban aquellas películas de indios, soldados, vaqueros y cuatreros donde se seguía siempre la misma temática que, de tantas haber visto, podíamos colegir su final sin ningún margen de error. Particularmente, me dejaban mejor las de “Cantinflas”, “El gordo y el flaco” o “Charlot” con las que reíamos, aún sin entender demasiado los diálogos, desde el “gallinero”, basándonos más en el gesto o por las expresiones graciosas que lanzaba algún espectador, amparado por la penumbra que ayudaba a romper la tensión de la escena. Aquellas risotadas en comunión nos unían y al salir por las puertas acristaladas abiertas de par en par, se veían los rostros risueños, felices que intercambiaban miradas de complicidad.
En Pancar recalábamos con la “Joguera” un día y a la semana siguiente con el día grande de San Pedro. Nos acercábamos también a Niembru para la fiesta de San Pablín con la que se quiere contrarrestar el liderazgo que ejerció siempre su compañero de santoral. A partir de esta fecha, hasta el día 18 de julio, nos tenían ocupados los ensayos en la bolera y el arreglo del tenderete y los arcos del campo de la ermita de santa Marina, mientras que los más píos hacían la novena en la capilla. Supongo yo que todo el mundo tenderá a sentir la fiesta de su lugar como el centro del año, pues para mí lo era y lo sigue siendo. Hasta esa fecha, los días discurrían lentamente y después de ella, parecían volar. Bien es cierto que los días se van acortando y el tiempo es una medida elástica de nuestra existencia.
No me olvido dentro de mi calendario la fiesta del Carmín de Celoriu ya que quedaba dentro de nuestro radio de acción fiesteril. Recuerdo con nostalgia aquella fiesta tan exultante de gente, tanto en la hoguera como en el día mayor, el 16 de julio a la que siempre que podíamos acudíamos, pero me explico: Celorio fue siempre centro de turismo y por ello, la fiesta siempre se ajustó al fin de semana lo que ocasionaba a mucha gente el conflicto de acudir a Parres o a Celoriu. Lo que está sobradamente claro es que, obligados a elegir, sin usar criterio religioso alguno, nosotros preferíamos la santa parraguesa por ser de casa, a la virgen celoriana.
El día anterior, diecisiete, íbamos al Cristo de la Portilla, por la mañana en la capilla de la Cuesta disfrutábamos por el robledal y, en la Vega ya de tarde con los bolos, endulzando nuestros sentidos entre los puestos de Lisardo el heladero, las avellaneras Matilde y Lolina de Llanes y Sarita de Niembru y Dorila la churrera de Villahormes, junto al puesto de sidra de Ramón “Parres” de la parroquia de Posada, ayudado por “Katanga”, joven camarero con el que pasábamos buenas juergas, antes de saltar a la bolera a movernos con los primeros aires musicales de “Los Panchines”.

lunes, 11 de mayo de 2015

95.- Mis primeras chapuzas

Estaba en construcción el depósito para el abastecimiento del agua a los barrios de Tresierra, La Caleyona, Campu'l Roble, La Piniella, Coxiguero, El Cuetu, Tamés y Brañes que quedaban por encima del nivel de la traída primitiva. Fue entonces cuando nos adelantamos a su terminación que dábamos por hecho y decidimos construir el cuarto de baño en un rincón del estregal, aprovechando el bajo de las escaleras y no disponer de gran superficie en la planta de la vivienda. Ya metidos en obra, pensamos adecuar a nuestras necesidades el resto del espacio habitable y, para ello, en el piso superior, reuní en una sola las dos habitaciones pequeñas de que disponíamos, ventilada con una ventana al norte y otra al este. En la sala logramos una segunda pieza con una ventana al este y otra al sur, en el espacio que había ocupado la desaparecida galería, desde hacía unos años, por escasez de dinero para adecentarla y de luces para conservar la obra de ebanistería que mi bisabuelo Félix Gutiérrez de la Vega había hecho hacia el año 1912, cuando su primera dueña la había mandado construir para su jubilación. Del otro ala de la galería hicimos una pequeña pieza que dimos en llamar la “salita de estar” y que hizo su servicio para leer, estudiar, coser o planchar.
De las viejas paredes pude reciclar todos los ladrillos macizos, por estar colocados con cal y arena. Cubrí de barrotillos y cemento los viejos pontones de chopo carolino, oscurecidos en la zona de la cocina por el sarro acumulado sobre ellos, tallados toscamente en la serrería movida por el agua del río Melendro, y que en las restauraciones de los años siguientes se conservarían para lograr en la obra un aspecto más cálido.
La planta baja tenía todo en pequeño, la cocina, comedor, un cuarto trastero, retrete y estregal. Tras la modificación quedó una cocina-comedor, un pequeño recibidor o sala de estar y el ya citado cuarto de baño.  El fontanero instaló las tuberías de los sanitarios y del calentador a gas que llevó por fuera de la casa hasta el fregadero de la cocina. Habría que esperar un tiempo a que se terminaran las obras del depósito y de la totalidad de la traída del agua y mientras tanto, seguimos transportándola en cubos desde la fuente de La Jornica como venía haciéndose desde tiempos inmemoriales.
Reparé el tejado y la agrietada chimenea por cuyas paredes se colaban goteras al desván. Todas estas obras propias de un oficial de la construcción las ejecuté gracias a mi corta estancia por las obras, pero en gran parte a la decisión y, por qué no, gracias también a mi capacidad de observación y afición por el oficio. La instalación eléctrica, que en sus orígenes conocí usando el antiguo cableado trenzado y aislado con hilo, había sido cambiada hacía tres años por Encio, un compañero de mi padre en la Talá, que era natural de Caldueñu. Pero al cambiar los tabiques y tillar los techos hubo que disponer de nuevos puntos de luz y tomas de fuerza para las nuevas dependencias de la casa, para cuyos esquemas aproveché los conocimientos de las clases de Física y, como dije, de mi curiosidad por fijarme en lo que veía hacer y, cómo no, de saber preguntar cuando dudaba de algo. Sustituí los viejos ladrillos del suelo asentados en arena de playa, por placas de terrazo y alicaté la cocina y el cuarto de baño. Estas obras las fui realizando sin prisas y con pausas, alternado con las tareas de la siembra y la siega de las que no podía sustraerme, en un corto período de tiempo que nos quedamos sin trabajo por haberse concluido la obra del tendido eléctrico desde el Barrio La Moría hasta San José, además de la reparación y ensanche de la bolera La Xunca que para el tiro no tenía las nuevas medidas reglamentarias exigidas; tras la cual, se estrenó con importantes partidas para las peñas federadas de la comarca en la liga bolística comarcal. Estuvimos trabajando en ella los mismos obreros que habíamos estado en la zanja de Llanes. Tras llevar a cabo dicha rehabilitación, volvimos a la villa para el desmonte de una finca donde se había iniciado la construcción de un bloque de pisos cercano al Consistorio llanisco. Mi tío Ramón González Gutiérrez, Ángel Sordo, mi padre y yo la emprendimos con el montículo que había en la parte norte de la finca. Bajo aquella mole de roca, pasados unos años, abriría sus puertas al público la discoteca “Matius”, en los bajos del edificio “Los Girasoles”. En tanto, un nutrido grupo de encofradores y albañiles  especialistas del hormigón armado a buen ritmo formaban el esqueleto del bloque de pisos en la llamada hasta entonces “Huerta de Labra”.
Comenzaban ya a aplicarse, si bien con poca rigurosidad, las normas de seguridad en el trabajo, al menos en aquella obra tan a la vista, por estar en el centro de una posible e imprevista inspección de trabajo. Nosotros, por no ser menos, pues así lo exigían las normas explicitadas en el cartel de entrada a la obra, tuvimos que llevar el casco que nos dieron allí mismo, aparte de las gafas de rejilla metálicas que ya usábamos para partir la roca. La mascarilla y los guantes eran más opcionales, a pesar de los graves daños que se llegaba a sufrir con el polvillo de la roca molida, acostumbrados a deshacernos de toda impedimenta cuando apretaba el sol, curtidos ya que estábamos desde tiempo, nos quitábamos progresivamente la camisa y la camiseta dejando la parte del cuerpo desde la cintura para arriba cubierta tan sólo por una simple gorra. Administrábamos nuestras fuerzas que habían de dar para toda la jornada de las ocho horas y aún en presencia de nuestro jefe que nunca le dolieron prendas ni le costó palabra alguna de desagrado por vernos descansar o apagar nuestra sed con el agua fresca de la jerrada que nos acompañaba a todas las obras. Su trato condescendiente con los obreros, le venía de haber sido también trabajador como peón junto con sus hermanos Ramón y Julián, cuando la empresa dirigida por Manuel “Vivo”, su padre, arreglaba la intricada red de carreteras del concejo. El toque de salida para comer en la obra, nos servía a nosotros también. Aquel tiempo que estuvimos mi padre y yo juntos, llevábamos la comida en el carpanchu que despachábamos allí mismo sobre unas rocas donde diese el sol o cubiertos a techo si amenazaba lluvia. Mi madre se daba arte y modo de acercarnos desde Parres la comida y si no llegaba a tiempo, salíamos a su escontra por la zona de Los Altares, San José o Camplengo, donde hubiéramos convenido antes de salir de casa, cuando a la vez mi padre segaba la ración de verde para las vacas, después de comer. Cargábamos el carro y nos despedíamos hasta la tarde; madre regresaba a casa guiando el burro por los caminos de enormes baches de Las Nieves y nosotros, en nuestras respectivas bicicletas corríamos para llegar a tiempo de la entrada al trabajo para continuar la media jornada restante. ¡Cuántos recuerdos se me vienen al redactar estos renglones! Nunca en mi vida renegué de nada y sí en cambio me sentí orgulloso de haberlo vivido en aquellos años mozos. No me faltó de nada, en serio, pues mi única ilusión era la de seguir mis estudios y al fin podía llevarlos a cabo.
Por las tardes, a mí que era el más joven de los cuatro obreros, Manolo Amieva me mandaba al estanco de junto al Casino a por el habitual “Farias” de las tardes. Yo, para conservar aquel privilegio que me brindaba el disfrute de unos minutos de descanso, hurgaba en la caja que me presentaba Juanina, la estanquera, y elegía aquel que mejor me apetecía por el color de la hoja y que no presentase roturas ni nervios y, por asegurarme, lo rodaba entre mis dedos pulgar e índice cerca del oído para percibir el sonido. Este ritual le encantaba a Juanina, que me miraba con aprecio, pero en realidad yo sólo lo había aprendido de observar a unos y otros y, como quería perfeccionar mi improvisada cata, luego lo pasaba por debajo de mi nariz y asentía antes de depositar en la mano hueca de la estanquera el precio exacto, con la misma prestancia que si de mercar un “Cohíbas” se tratara. Me lo envolvía en papel de estraza y así se lo entregaba al patrón al que, en tono un poco adulador inquiría por la elección que había hecho y si estaba de su agrado. Él se sonreía y asentía las más veces, con lo que me aseguré el recado diario que representaba un pequeño respiro para mí.
Otra anécdota que recuerdo está relacionada con los disparos de dinamita. Como ya conté, cuando mi tío Ramón tenía preparadas todas las mechas, los compañeros nos íbamos a poner con el banderín en las calles radiales a parar el tráfico, pero en aquel sitio, justo al lado de la pared de la huerta, entonces hecha con ladrillos, solían aparcar los pocos coches que entonces circulaban. Aparte de los cuatro taxis que había, solía aparcar por la zona cercana al Ayuntamiento, quien venía por hacer alguna gestión o para entrar al Casino y claro está, los usuarios del tal local no eran otros que la gente más pudiente, la que podía disponer de un coche, y que podían vigilar tan sólo con asomarse a las ventanas que daban a la calle, por lo que no era raro que dejasen en el volante las llaves del arranque, pues tan cerca estaba la policía que vigilaba delante del ayuntamiento, como los calabozos. El caso es que la ocasión la pintaron calva y en el momentos de dar los disparos, aproveché para encender el motor de algunas de aquellas máquinas y desplazarlas unos cuantos metros calle abajo con el pretexto de prevenirlas de los cascotes en las explosiones, aunque no fuera necesario, pues sobre ellas colocábamos unas gruesas chapas de acero. Eran pequeñas experiencias y creo que nunca llegué entonces a pensar en tener mi propio coche, cosa que no estaba al alcance de todo el mundo; mi único tesoro era aquella BH que me esperaba a la sombra de un saúco junto al torreón de la vieja muralla de la villa de Aguilar.