sábado, 18 de abril de 2015

94.- Las clases particulares

 De lunes, nada más salir del trabajo me encaminé a las clases particulares con Juanjo Llamazares, en su casa del Cotiellu. Aparqué la bicicleta en la estrecha calleja y le eché el candado por precaución: no quería sorpresas cuando saliese de las clases. Subí con ánimo la estrecha, oscura y crujiente escalera y di en la puerta un leve aldabazo. Abrió el mismo Juanjo que me invitó a pasar a la sala de clase, aún vacía, y a que ocupara el sitio que mejor me gustase. Lo hice a su lado de forma que al frente me quedaba el ventanal desde el que se veía el paisaje de Tieves y las vías del tren de la cercana estación.
 La dinámica de la clase consistía en realizar cuanto más ejercicios pudiese durante la hora de clase, tomados de los temarios para Ciencias que ya tenía adquiridos en la librería. Poco a poco, pero en un goteo constante, fueron llegando el resto de los alumnos que entraban a la misma hora, de los que pocos conocía por ser la mayoría de cursos anteriores al mío, aunque también lo hicieron otros de mi convocatoria y aproximada edad. También llegó la señora Antonia sofocada por la bolsa de la compra y las pindias escaleras y, ya que posó su carga, entró a saludarnos. Desde entonces amainaron las voces y cundió la responsabilidad entre los pupilos de su hijo. Era para todos como la jefa de estudios, pero además del orden, procuraba dar ánimo y buenos consejos para todo el mundo, como si de sus hijos se tratara. Es imposible saber con exactitud la influencia que tienen sobre nosotros las personas que comparten nuestro camino a lo largo de nuestra existencia. La cadena de conocidos, amigos y familiares nos aportan un cúmulo de influencias positivas o negativas de las que nos sería imposible sustraernos aunque nos lo propusiésemos. Están en nosotros como las piedras, la arena y la cal de un muro milenario.
 En torno a aquella extensa mesa que me imaginé subida en piezas por el carpintero a causa de la quebrada y estrecha escalera, hice nuevas amistades o reforcé otras ya iniciadas en las aulas. Pero el primer día me sentí observado por varios pares de ojos que no parecían entender demasiado qué hacía allí un chaval de mi edad, con el pelo cubierto del polvo de la roca, las manos limpias, pero ásperas y encallecidas que raspaban el fino papel del cuaderno de trabajo, vestido con camisa de cuadros, pantalón vaquero gastado y deshilachado, no por la moda, sino por el continuo refriegue del manejo de la pala y de los materiales y calzado de “Chirucas” moteadas de cemento. Era yo también dispuesto a “gastar los codos” y sacar adelante la prueba de Reválida que se me había atravesado.
 Aquellas clases particulares fueron en el futuro también un referente de buena praxis como docente. Desde el centro de uno de los laterales de aquella “mesa redonda” Juanjo atendía en un turno razonable todas las cuestiones que le planteábamos para las distintas materias de estudio que abarcaban todos los cursos del Bachiller hasta el mismo Preuniversitario. No era un ambiente silencioso, porque era una clase activa y personalizada donde las respuestas que daba a las preguntas de unos, servían para cubrir lagunas que bien nos hubiesen pasado desapercibidas al resto. En aquel ambiente tan singular experimenté por primera vez la coeducación, aún no permitida ni en las escuelas ni tampoco en el instituto para cuyo género existían no sólo aulas, sino también plantas del edificio distintas.
 Juanjo, desde su sitio, coordinaba los distintos trabajos durante toda la hora que duraba la clase, que podía alargarse todo lo que se desease, con discreción, para dejar la silla a los que entrasen en la siguiente hora. Ya lo dije, había ejercitado una atención distribuida que le facilitaba aportar soluciones a todos los problemas y además solía acompañarla con ejemplos didácticos para facilitarnos la memorización y el refuerzo del aprendizaje.
 Era para nosotros un compendio de cultura más que general a la que aderezaba siempre con el buen carácter y amistad que nos confió desde el primer momento. Cuando no recordaba algo, tampoco le dolían prendas consultar el manual de texto o prometernos la solución para el día siguiente si no nos apremiaba la respuesta.
 El poco tiempo que le quedaba libre, cuando todos estábamos centrados en nuestras tareas respectivas, lo dedicaba a reparar cualquier aparato de radio o amplificador de los que tenía amontonados por las estanterías. Era raro que algún día no llegase alguien con algo estropeado. Cuando sonaba el timbre de abajo, Antonia dejaba la costura, corría a abrir la puerta y esperaba en el rellano para ver de quién se trataba. Luego de escuchar los síntomas de la avería, como ya tenía aprendido cierto vocabulario de los componentes, osaba hacer un diagnóstico sencillo, que Juanjo rubricaba si era el caso o desmentía desde su sitio y marcaba el día y la semana para venir a recogerlo.
 Fueron los primeros contactos míos con el vocabulario propio de la electrónica que a mí siempre me pareció más del ámbito de la magia que de la ciencia. El olor que emanaba de la resina al contacto con el estañador me resultaba grato y aún hoy, cuando lo uso, me trae a la memoria aquellos días de finales de la primavera de 1967.
 Recuerdo las anécdotas que nos contaba y sobre todo su sostenida alegría. En momentos distendidos nos gustaba echar un pulso del que yo rara vez salía bien parado, a pesar del ejercicio continuo que hacía en la obra con el pico, la pala y el martillo rompedor, motivo por el que me dificultaba llevar a cabo los trazos finos del lápiz.

 Era el día 28 de junio, miércoles, cuando volvía a traspasar el dintel de las puertas del instituto. Un grupo grande de alumnos nos concentramos en el pequeño zaguán delante de Secretaría. Los profesores fueron entrando por el corredor de cortesía que les hacíamos. Tras la mampara de cristal, vi bajar por las escaleras la esbelta silueta de la profesora de Francés, Olga Rey, haciendo eco con sus tacones en el pasillo hacia la sala de profesores. Al poco, regresó con una carpeta y mandó que la siguiésemos los de Ciencias. Arriba en el rellano, esperaba también David Ruiz. Eran las dos personas que vigilarían nuestras pruebas.
 Me sentí preparado para sacar adelante el bachiller después de los ejercicios hechos a conciencia durante las clases particulares. 

martes, 14 de abril de 2015

93.- De vuelta a la cantera


En la empresa donde estaba, continuaron con el pago ya obsoleto de las dieciocho pesetas por hora e incluso, nos pedían que trabajásemos diez horas. A la oficialidad, me imagino, esto no les afectaba lo más mínimo, puesto que solían trabajar por ajuste a metros cuadrados realizados, bien sea para la colocación de ladrillo, embaste o planta de hormigón extendida. Para los peones no había incentivo por parte de la empresa, si bien algunos albañiles, por el bien de ellos, ofrecían algún emolumento, en razón con lo que ellos sacasen al final de semana. El peón, todo hay que decirlo, en general, estaba esclavizado por el patrón y también por el oficial, aunque había de todo como en botica. Dije que el sueldo era obsoleto, pues como ya conté, en la cantera, pagaban a cinco duros la hora y lo mismo ganaban en la nueva empresa “Feigón”, instalada en el campillín que limitaba al oeste con el paseo Posada Herrera. Pedían peones y muchos de mis compañeros emigraron a ella en cuanto se inició la edificación de “Santa María de Ordás”.
Cuántas veces no habría usado el sendero que lo cruzaba para ir y venir del Instituto, sorteando en bicicleta a los demás alumnos y profesores que por él pasaban. En aquellos años de que escribo, las calles del extrarradio de la villa se diferenciaban en poco de las pistas que ahora se hacen para las concentraciones parcelarias de cualquier lugar. Tanto el parque como el campo aquel era lugar de encuentro durante los recreos, en las entradas o en las salidas de las clases. También recuerdo del lugar la instalación de la carpa de los circos que llegaban a Llanes. Esta operación requería de fuertes brazos sincronizados. Siempre me produjeron lástima las gentes de los circos. Se afanaban en tener todo dispuesto para la función de la tarde, con sus buzos azules en cuyo peto figuraba el nombre de la empresa circense. Por las noches, sus caras desaparecían bajo la nívea sonrisa de un payaso, bajo la expresión heroica de un apuesto trapecista que recogía en una arriesgada cabriola las manos de su compañera, o en la expresión valiente del domador de fieras que chasqueaba el látigo en el aire para controlar las teatrales intenciones del león ya tan en el papel como el mismo domador. También me daban pena las supuestas fieras y los demás animales que ya habían renunciado a la libertad. Alrededor del campo, caravanas y camiones multicolores convertían el lugar en un pequeño barrio. Al lado de las caravanas, los tendales se llenaban de prendas para secar al sol y al aire. En las ventanas colgaban tiestos con geranios y petunias que resaltaban con el complementario verdor de la campera. Los chiquillos jugaban a sus anchas y los perros les seguían como ángeles custodios. En el aire fresco de primavera se diluían los sones surgidos de un transistor a pilas con las voces que daban los que montaban el toldo de la carpa.
Los circenses, tanto como los llamados comediantes que llegaban a los pueblos para actuar durante unos días, traían con ellos la nostalgia de su región. A los niños se les ocupaba en pequeñas tareas y jugaban con nosotros para ganar así nuestra amistad por unos días. En la foto de mi primera comunión hay un niño de traje negro, hijo de “Los comediantes” que por aquellos días habían aparcado el carromato de toldo junto a la fuente El Cañu y se quedaban en la Casa Concejo donde montaban el escenario para las actuaciones de las noches. El espectáculo era bien sencillo: una obra de teatro con los descansos entre actos que aprovechaban para llevar a cabo las rifas con las que suplementar la exigua caja de la venta de entradas. Envidiábamos en ellos la libertad de vida que llevaban yendo de pueblo en pueblo, eso nos parecía a nosotros, sin más obligaciones que la de subsistir día a día, que no es poco, aprendiendo la geografía fuera de un aula y sin otro libro que la propia experiencia. En mi recuerdo se pierde ya el destello de la mirada azul de una niña que recogía la fresca agua de la fuente en un cántaro de barro. Los chiquillos de la escuela se afanaban por mostrarle de lo que eran capaces en bruscos alardes para ganarse su admiración, unos saltando los muros que cierran la bolera por lo más alto y arriesgado que cabía, otros lanzando piedras “raxas” que eran capaces de llegarlas silbando hasta dar en el chopo que se erguía junto a la cuneta en La Viña. Yo creí lograrlo subido a una bicicleta de poco más de un palmo de altura, contorsionado para pedalear por entre las culas de la bolera.
A veces, las decisiones más sencillas pueden dar origen a importantes sucesos en nuestras vidas. Ocurrió que por aquella, mi padre, que había quitado de en medio las tareas más perentorias de la temporada, tuvo la opción de volver a trabajar con Manolo Amieva. A mí, que no me apetecía seguir trabajando con el exiguo sueldo que me volvían a dar en donde estaba, opté por el cambio y entré a formar parte de la cuadrilla en la que estaba mi padre, mi tío Ramón y Ángel Sordo, los mismos que la habíamos formado en la Vega la Portilla. El trabajo consistía en hacer unas zapatas para los cuatro pies de una columna del tendido eléctrico que pasaría la ría desde La Tejerina en San Antón hasta otra que se levantaría justamente al lado del bar La Marina, en el barrio de la Moría. Después de hechas las dos columnas, debíamos abrir una zanja desde la última columna por la orilla izquierda de las calles por la que pasaba, siguiendo las murallas del Cercáu, las del palacio de los Estrada y la torre cuadrada, a salir junto a los edificios de las SEDE, enfrente del “Rocamar”, paralela al parque, Santa María de Ordás que estaba en construcción y atravesar la calle enfrente del Colegio Divina Pastora, para llegar hasta el Borinquem y cruzar las vías del tren hasta la Serrería Perela en el camino a San José.
Descubrí con la zanja un gran cantidad de pequeños bufones que soplaban con el oleaje en el tramo de la Moría. Poco faltó para que me cayera todo el martillo rompedor por una oquedad que se formó de repente bajo su peso y vibraciones. Hasta mí llegaba el vaho salitroso y de algas tras aquel eructo de la mar encabritada. Al lado mismo de la acera por la que pasábamos la ronza, una casa albergaba en sus sótanos, eso me dijeron sus vecinos, una cetárea. En la acera opuesta, al lado mismo del muro que corta el mar, quedaban como muestra de la fuerza marina, los hierros retorcidos de los cimientos de hormigón armado, restos de tabiques de ladrillo y suelo embaldosado de la antigua fábrica de enlatados de la familia Llerandi, destruida por los terribles embates de las olas.
La mar, como suelen decir los marineros, en lugar de el mar, pues es sentida en femenino como madre que les da el sustento diario. Un año antes de esto que narro Creo que fue por esos años a los que dedico estos escritos, cuando un fuerte oleaje cortó como a cuchilla una roca del acantilado norte hacia el final del espigón contra la que se sujetaba la paredilla de hormigón y la dejó tumbada sobre el piso de la barra. Una pala, tiempos después, la empujó al mar. Esa misma galerna, junto a la cueva del Taleru en el paseo San Pedro, con la misma sencillez, derribó en bloque diez metros del muro y arrancó de cuajo la sólida verja que servía como balcón al acantilado, a una distancia al mar de más de veinte metros y otros tantos de altura sobre el nivel del agua. En las antiguas casas de la Moría al lado del fuerte donde ahora se exhiben dos lombardas, las olas baten con fuerza demoledora, pero en cambio, apenas logran descascarillar las paredes que, parece ser, están hechas a conciencia.

En la hora de los recreos, venían profesores y alumnos a tomar un pincho en la cafetería Rocamar, único edificio levantado en esa parte de la calle. El resto eran aún prados y huertas cultivadas y las únicas edificaciones en dirección al San Pedro, eran el Hostal México, el Asilo y las casas junto al paseo.
Hacia las once de la mañana era el momento en que tío Ramón detonaba los cartuchos de dinamita para romper las rocas con las que el martillo picador no había podido. Una de esas mañanas, bien recuerdo, me encargaba de tapar con chapas de acero las rocas donde ya estaban puestas las mechas, para evitar que saltasen los cristales de la cafetería en añicos. Los viandantes eran prevenidos con tiempo suficiente con los toques de corneta y las voces de “fuego”. Unos compañeros míos de clase que por allí pasaron nos dijeron que pusiésemos las mechas bien largas para alargar el recreo al quedar atrapados dentro del establecimiento algunos profesores suyos con los que tenían, nada más entrar, exámenes.
Un día de esos, yo me encontraba como los demás días, dentro de la zanja extrayendo a pico las piedras rotas por las explosiones, cuando dio en pasar por allí el profesor que había tenido el año anterior para Historia, el catedrático D. David Ruiz González quien al momento me reconoció y se acercó a hablar conmigo. Quiso saber la razón por la que no había seguido los estudios del Bachiller Superior y le conté mi fiasco en la convocatoria de septiembre, pero también le dije que mi idea era presentarme en junio a la reválida. A él le gustó mi actitud, pero me aconsejó que acudiese a tomar alguna clase particular para soslayar cualquier duda que tuviese y me habló de Juanjo Llamazares Martínez, que había terminado ya los estudios del PREU. Le prometí hacer eso que me decía y aquel mismo lunes, después de salir me fui a la casa de Juanjo que sabía estaba en el Cotiellu. Subí las angostas escaleras hasta que en una de las puertas escuché voces de alumnos que comentaban en alto los planteamientos de un problema y la voz clara de su profesor que les ayudaba a descubrir la solución. Golpeé con el picaporte y otra voz avisó de que abriría al momento. María Antonia, la madre del Juanjo era una mujer enérgica, sin ser severa, aunque tenía que aparentarlo para poner orden en la jauría que de todas las raleas pasaban por el aula de su hijo, mucho más blando de carácter que ella, pero el control lo basaba en su gran paciencia y bondad con todo el mundo. Ni la dura factura que le pasó de crío la enfermedad, le quitó un ápice de valentía y la fuerza que le había restado a sus piernas se la había puesto en compensación en sus brazos y manos. En la cabeza de Juanjo podían debatirse a la vez varios ejercicios de distintas materias, desde un problema de integrales a una reacción química, pasando por la traducción de un texto de Virgilio o el trazado de un problema de Geometría. Aparte de eso, al mismo tiempo y como aún le debían de quedar sobradas neuronas en descanso, reparaba los circuitos de los receptores superheterodinos sin restar atención a las cuestiones de sus alumnos.
La actuación que había tenido conmigo a pie de obra don David fue, a todas luces, una decisiva orientación educativa. En el pensamiento político, sin duda, fue para mí la excepción entre todos los que tuve con anterioridad y posterioridad que hablase en clase con claridad del periodo histórico que estábamos padeciendo, totalmente en sintonía con las charlas de mi abuelo. Ya sea por convicción o por miedo, sólo escucharía esos discursos con la entrada de la democracia salvo, claro está, en la escucha clandestina de la Radio Pirenaica. Este profesor debió de levantar ronchas en las mentes conservadoras de la villa, cuando las expuso en su primera publicación, “El movimiento obrero en Asturias”, aparecida un año después y que nos había hecho partícipes de forma abierta en sus clases de Historia.
Otro profesor que influyó decisivamente en mi recuperación como estudiante de bachiller fue D. Manuel Llanes Amor, profesor de Religión y párroco de Parres  con el que mantuve muy buena relación a pesar de los debates que teníamos en el portal de la iglesia y en las aulas. Ambos profesores de opuesta dialéctica, en el fondo no eran tan distintos: ambos defendían con vehemencia las ideas con las que estaban de acuerdo y eran estupendas personas y excelentes profesores cada uno en su materia.

viernes, 10 de abril de 2015

92.- Reivindicaciones laborales

De completar el desmonte del solar se encargó el palista y a mí me pidió el capataz que por la tarde le acompañara hasta la finca el Brau, en términos de la Portilla, donde se iba a construir un camping. Se había ya marcado el trayecto de una zanja por la que discurriría la conducción del agua desde el edificio principal, una casa solariega de aspecto colonial, hasta el enclave principal del nuevo complejo de veraneo donde otras edificaciones en su día dedicadas al ganado y a la labranza eran testigos de uno de los usos, entre otros, que había tenido aquella finca.
Al día siguiente, como se me había indicado, a las ocho en punto de la mañana estaba como un clavo en el Brau y comencé a limpiar de hierbas con la azada un tramo que me pareció más que suficiente hasta la hora del pequeño refrigerio matinal. Lo más difícil fue el alcanzar la profundidad que se requería, pero los metros siguientes se hicieron más cómodos para extraer a pala la tierra y la arcilla. Serían las diez de la mañana cuando dejé de lado la herramienta y me fui hasta la bicicleta donde aún tenía el carpanchu atado en el porta bultos. Saqué el envoltorio que madre me había hecho con papel de estraza y con las mismas me volví a la zanja en cuyo borde me senté dispuesto a dar cuenta de su contenido, no antes de olerlo a la vez que cerraba instintivamente los ojos como queriendo así interiorizar mejor el aroma de se desprendía y a cuyo concurso se me hizo la boca agua.
Cuando más tranquilo estaba dando ya fin a mi refrigerio, sentí motores y al poco entró el encargado de la obra que allí me había llevado al día anterior. Yo ni me inmuté, pues estaba convencido de que tenía ya hecho un tramo bien ajustado a las dos horas que llevaba trabajando y desde luego tampoco sospeché que tuviera que inquietarme por estar sentado tomando el tentempié, acto que ya le habíamos dejado bien claro en la obra de la Magdalena, dónde él mismo también había disfrutado al igual que los obreros.
_ En los trabajos no se sienta uno_ me dijo sin acritud.
Ya había escuchado decir que, a partir del lunes, nos volverían a pagar la hora a dieciocho pesetas. Si me callaba perdía la oportunidad de reivindicar nuestro derecho al tiempo del bocadillo de la media mañana; si protestaba podía verme en la calle, pero siempre contaba con el recurso de la cantera, así que me arriesgué y le expresé mi asombro por algo que con anterioridad había él mismo disfrutado tanto como sus obreros. Pareció resentirse por las razones que le di y que ni por asomo esperaba oír. Como anteriormente ya dije en su favor, dentro de aquella aparente dureza que trataba de mostrar, se encontraba un fondo de compresión, correcto trato y educación para con sus pupilos obreros.
_ Está al llegar Minón, el encargado general de la empresa..._ se explicó.
La misma persona a la que yo había pedido trabajo en la Moría y al que nunca más volví a encontrar por la obra. Estaba clara la piramidal jerarquía que había en todos los trabajos.
_Aparte de eso, aclaró, los tres peones que trabajan al lado de la casa querrán hacer lo mismo que tú y eso no procede _ me espetó.
Desde mi posición y por la inclinación del terreno, no podía verlos ni mucho menos reconocerlos. Había escuchado sus conversaciones y el ruido de las azadas, pero yo entregado al trabajo en el lugar que me había dicho, me despreocupé de conocer su identidad.
Se fue ya tranquilo cuando me vio continuar con mi trabajo y que no le debió parecer baladí.
Al mediodía nos juntamos los cuatro bajo el penduz para dar cuenta del almuerzo.  Uno de ellos era conocido y amigo mío de Andrín , Pancho Noriega, y otro Miguel Ángel Rodríguez Arenas, con el que desde entonces tuve buena amistad, vecino de Riegu y con ascendencia de Parres, por su abuelo Federico Arenas. Del tercero, ahora mismo no guardo ninguna referencia.
Les conté lo que me había pasado con el encargado y les advertí que esperaba de ellos que al día siguiente y los que posteriores, procurasen traerse el bocadillo o lo que fuera con tal de reivindicar aquel derecho al descanso que ya empezaba a disfrutarse en todas las obras.
Me viene al recuerdo ahora, el relativo silencio que se producía en las plantas de las obras, durante aquel breve compás de espera, tan sólo roto por los motores de la hormigonera y del montacargas, “Winche”, ya que sus operarios preferían tomar el refrigerio en los momentos siguientes.
A mis compañeros no les cayó de vacío mi advertencia. Al día siguiente, cuando llegó la hora convenida, les di una voz y nos juntamos todos en los bordes de la zanja, así zanjamos con sendos bocadillos de palmo y medio el breve, pero necesario tiempo de descanso matinal.
Para el sábado se había corrido la voz de una protesta a la hora del cobro, delante de la oficina de pago en la Moría. Los que más revolvieron e incitaban fueron los primeros en acudir como ovejas a por el sobre. Se pedía, además de la subida del precio de la hora trabajada, que figurase en la nómina el salario total de lo percibido puesto que un porcentaje importante del mismo figuraba como suplemento. Con este cambio, la empresa debería cotizar mayor cantidad a la Seguridad Social y con ello se beneficiarían los próximos a la jubilación. Yo no me preocupaba aún por ese tema, dada la edad, en la que nuestras mayores preocupaciones eran más bien otras. Ni entendía el mecanismo de la pensión, sólo de oírlo a mi abuela María que percibían cien duros que le quedó a mi abuelo Santos después de haber trabajado en la mina de Bolao, en el campo y en la estación del Cantábrico. Ni tan siquiera un duro cobraba mi abuelo Marcos como pastor, en la construcción de la carretera de Parres o en la obra del espigón del puerto de Llanes, como maderista o campesino y que ni tan siquiera tenía una cartilla sanitaria.
Mi primer cartilla médica me la solicitó Manuel Amieva Sánchez en el corto tiempo que estuve en su plantilla de la cantera que aún conservo. Mi médico asignado fue D. Antonio Celorio, pero en esta empresa como en la anterior, al no precisar de sus servicios, no puedo saber si estaba actualizada. Lo que sí recuerdo es que en alguna ocasión que se corrió la voz de que andaba por Llanes la Inspección de Trabajo, a varios peones, algunos no tan jóvenes como yo y padres de familia, nos mandaron subirnos a los desvanillos bajo el techo hasta que pasase el apuro. Realmente sólo me tocó en una ocasión en el tiempo que anduve por las distintas obras. Qué más queríamos, idiotas de nosotros, que evitar el curro durante unas horas. Acabada la inspección, empresarios e inspectores quedaban en irse juntos a dar cuenta de los exquisitos caldos y variados pinchos en la barra de algún bar. Eso se dijo y sería cierto.