jueves, 22 de enero de 2015

82.- Leves pinceladas

 Pasado el mes de octubre, llegó de súbito el invierno, invadiendo el espacio del otoño recién estrenado. Sin contravenir al refranero, la nieve bajó hasta las cabezas de las cuestas y el paisaje parecía posar para fotógrafos y pintores. Había llegado noviembre y tras varios días soleados llegaban otros cada vez más fríos pasando así sin darse cuenta el veranín de San Martín.
Se habían iniciado las clases del instituto. Desde la zanja que estaba abriendo a pico y pala para pasar la tubería del agua, observaba con nostalgia la llegada de los autobuses de "Mento", uno cargado de alumnos de los municipios más orientales como Peñamellera, Unquera, Ribadedeva y de los pueblos llaniscos que se subían a pie de carretera. La afluencia de alumnos era continua, unos en bicicleta, desde los pueblos a los que no accedía el autobús, otros andando desde Pancar, La Portilla y de la misma villa. También los alumnos de la zona occidental llegaban desde Ribadesella y Nueva con sus correspondientes pedanías llegaban en otro autobús. Un tercero, creo recordar, que hacía el recorrido recogiendo a los alumnos de Meré, Puente Nuevu, Vibaño, Posada y los pueblos de sus alrededores. Yo conocía compañeros de aldeas alejadas de la carretera principal por la que pasaba la línea de autobuses que tenían que andar a pie o en bicicleta hasta la parada. Ahora me doy perfecta cuenta que el sacrificio desplegado por aquellos compañeros era superior al que yo había pasado, pero con los pocos años, no se piensan las cosas en profundidad. Creo que hasta les envidiaba por llegar en bus, sin mojarse, pero todos los que se bajaban de él no gozaban de idénticas ventajas. Los profesores iban también llegando, algunos, bien pocos que se contaban con los dedos de una mano, se bajaban de sus coches que aparcaban delante de la fachada principal; la mayoría a pie por vivir en Llanes. Algunos que se incorporaban en el presente curso eran totalmente desconocidos para mí.
Cuando al recreo se me acercaron algunos compañeros de los cursos anteriores, sentimientos diametralmente opuestos me asaltaban. Por un lado, sentía la euforia de no verme sujeto a la disciplina del centro y por el hecho de estar ganando un sueldo; por otro me apenaba el hecho de no haber superado en septiembre aquel bache académico que frenaba mis propósitos de estudios posteriores.
También vinieron a saludarme algunos de los profesores, precisamente aquellos a los que yo tenía por las nubes como Manuel Llanes, Consuelo Escalera, David Ruiz y Carmen Rosa de la Hera, que yo recuerde ahora. Coincidieron los cuatro en animarme a que no lo dejara pasar del próximo junio.
Según los alumnos fueron entrando disminuyó el jolgorio de la calle, pero quedó dueño de ella el ruido de la hormigonera y de las herramientas en las dos obras cercanas al Instituto.

A medida que iban finalizando las tareas del chalé, los obreros eran destinados a otras obras que Froilán tenía ubicadas en otras localidades. Ike, Tolino y yo quedamos en Llanes sacando los escombros del vaciado de un local sito en la Calle San Agustín. El mismo en el que los hermanos Robredo, naturales de Soberrón, habían tenido una bodega de vinos que todos conocían como la de "Los Hombrinos".
En esa tarea estuvimos algo más de la semana dedicados a demoler los tabiques y limpiar los ladrillos macizos y apilarlos para un uso posterior. El local se iluminaba únicamente por la luz solar que por ser otoño no era mucha la que únicamente se colaba por el hueco de la puerta. A mí me correspondía sacar en un carretillo los escombros y los subía por un tablón a la caja de un carro aparcado en la plazuela de la capilla San Roque, en la que estaba atado el animal a unas rejas.
El transporte de materiales desde el almacén a las distintas obras se hacía por medio de aquel carro tirado por "la mula", a quien nadie había tenido la deferencia de ponerle un nombre propio como a cualquier mascota, máxime cuando aquel infeliz ser viviente hacía los trabajos más esforzados en las obras.
"La Mula" no se dejaba querer por nadie más que de su habitual conductor, Dámaso. Nunca conocí, ni llegaré a conocer, animal con más zunas y mañas que aquél, que bien pareciera haberlas aprendido en un cuartel o en una mina, antes que en los más tranquilos trabajos del campo, tanta era la veteranía con que obraba. Sólo obedecía a las voces de Dámaso, compañero inseparable suyo, a quien a ciegas obedecía. Normalmente bastaban tres vocablos, "so", "arre" y "atrás", para dirigirla incluso a distancia sin sujetarla tan siquiera por las bridas, como si de una palanca de cambios se tratase. Pero si no obedecía, el genio que tenía que aparentar Dámaso con ella, se sustentaba en una sarta de maldiciones, alusiones a su madre asnal y hasta exageradas amenazas de muerte, porque el carácter de su dueño no pasaba de ahí. Nunca lo vi castigarla con la vara de avellano que siempre llevaba con él, creo que por aparentar autoridad como vi usar a los alcaldes y hasta los obispos.
"La Mula" traía en sus genes, como mula asnal que era, el coraje y vigor de su padre caballo, y la obstinación y elasticidad de su asna madre. Prefería herniarse a dejar atascada la carga en un camino.
En uno de esos días, porque Dámaso no llegaba a la obra para retirar el carro cargado hasta los topes con el escombro, se me ocurrió por mi cuenta y riesgo allegarme a ella y tomarla de la cabezada. Antes de soltar las riendas que la sujetaban a la reja, imitando la voz de su amo le dije "atrás". Fue como si hubiera metido la marcha sin pisar el embrague a fondo y a punto estuvo de llevar con la trasera del carro el lustroso y negro coche de Ramonín el de “La Bolera cubierta” que tenía en la plazuela aparcado y el moto carro de Félix, “El Riojano”, que en ese preciso instante abocaba en ella cargado de garrafas de vino si no fuera que, cual personaje de teatro, hiciese su entrada en escena Dámaso. El “so", "Mula”, de Dámaso evitó el desastre. Jamás se me volvió a ocurrir, por la experiencia vivida y las pertinentes advertencias de Dámaso al respecto, ocuparme de aquel animal que convertía en dóciles mascotas a los que yo tenía en el establo.
La Mula, como desde ahora conoceremos así a dicho animal de tiro, entraba sola al carro, con un solo gesto de su amo, aunque siempre acompañaba la acción con la posición amenazante de todos los equinos de echar las orejas atrás y enseñar sus enormes y amarillentos dientes. Nadie sabía calcularle la edad que debía ser grande. Es posible que ya llegase domado a manos de Dámaso y que el entendimiento que se demostraba entre los dos, viniese de largos periodos de tiempo juntos. Caminaban compasadamente compartiendo entre ellos con respeto mutuo las impedimentas que los años traen. Estaban unidos por el trabajo y uno de dependía del otro por igual. Llegué a pensar si no tendría también conciencia del horario, pues cuando sentía acercarse el fin de la jornada, se apresuraba a recorrer el trayecto que hubiere hasta llegar a su establo en la calle "El Llegar" donde la esperaba una ración de fresca hierba en la que se colaba alguna panoja de maíz o los zoquetes de pan que Herminio le guardaba del Bar “La Covadonga”, calle abajo. Nunca conocí animal que recibiera tanto mimo de su dueño que ni el mismo Bavieca hubiese llegado a recibir del Cid.
Cada animal tiene su grado de inteligencia y aquella mula, tenía el suyo. El domingo, único día de descanso en que gozaba de libertad plena, sin soportar los aparejos sobre su maltrecho lomo, ramoneaba en el frescor del cauce del molino en Las Bárcenas, por detrás del barrio El Cuetu, donde tenía la vivienda familiar Dámaso. Después de pasar unas horas en el olor de las mentas y los berros del río, salía por Cagalín y se ponía a triscar los cardos y las catasolas que crecían en la campiña del Matadero, junto a la ría y bebía en el entrante del agua al lavadero.
Una tarde de domingo que matábamos el tiempo sentados en la paredilla del puente, antes de irnos a ver la proyección en el "Cinemar", vimos subir a Mula, con aire de nobleza equina los peldaños de las escaleras por el lado norte del viejo teatro “Benavente”. Sobre la rampa que hacía puente sobre la ría, retumbaron sonoros los cascos enfundados de sus herraduras. Me recordó, salvando las diferencias, a una dama de alto copete taconeando a la salida del viejo teatro en noche de estreno. Llegada a la acera, se paró, miró, dejó que pasara un coche que se acercaba por delante de “El Siglo” y cruzó hacia "La Rula", rodeó el muelle y subió la empinada cuesta en dirección a las saladas camperas de junto al Faro en San Antón.
Los lunes, de madrugada, esperaba a su amo en el campo de La Guía, con denodado estoicismo para empezar otra dura semana de trabajo.

miércoles, 21 de enero de 2015

81.- Una clase práctica


No paraba de asombrarme mi nuevo compañero de obra con el repertorio de canciones francesas que cantaba. Habrían de pasar unos años para que yo comprendiera el valor que tuvieron en la ruptura de los viejos cánones, tanto en la faceta melódica como en el pensamiento que anida en sus versos. Brassens y Bécaud en Francia; Adamo en Italia y el grupo inglés "The Beatles” que por aquel tiempo atraía la atención de los jóvenes, le aportaban temas suficientes a nuestro bardo para deleitarnos y a la vez ponernos al día y cambiar nuestros más rancios gustos. Eran aquellas canciones que nos cantaba Jesús de lo más moderno que se escuchaba en el resto de Europa.
Aunque no entendía nada de la letra, pronto me quedé con el soniquete de aquellas melodías con que distraía el duro trabajo de enlucir los techos de las habitaciones, pues sin que nadie me lo tuviese que mandar, yo le servía el material sobre la tarima del andamiaje.
Llegaba a la obra en una vieja bicicleta de carrera con la inseparable guitarra colgada a la espalda. De aspecto descuidado, pensarían algunas de las personas con las que se tropezase en el trayecto que atraviesa la villa, lo dirían por la melena y las barbas que dejaba crecer sin arreglar. Vestía humildemente, como todos nosotros, pero se distinguía por llevar una camiseta con un gran rótulo por delante y la fotografía de un grupo musical de moda; unos pantalones estrechos y acampanados con estampados y algún que otro roto. Alguien al primer vistazo le encasquetó el apodo de “Yeyé”, que como movimiento musical sería el que habría de poner la marca a la recién comenzada década de los '60.
En general, nadie había aprendido a respetar la forma de peinarse, vestirse y pensar de los demás. Pesaba sobre nosotros la rigidez de las normas impuestas por la sociedad, entiéndase estado e iglesia en concordancia, que obraban con su influencia directamente sobre la propia familia y sobre la escuela, los dos pilares principales sobre los que decía asentarse el sistema. Nadie pensaba entonces que ese movimiento llamado "ye-yé" nos cambiaría los gustos en música, moda y en la cultura. Faltaría poco menos de dos décadas para que La Constitución protegiera en sus artículos los derechos y libertades que como ciudadanos tenemos, sea cual sea nuestro origen o credo.
Había pasado la segunda semana en un vuelo. En cambio, deseaba que llegase la hora de recoger las herramientas para cambiarme de ropa y subir en mi bicicleta para ir a recoger el sobre con la paga semanal.
Por la mañana habían venido a ver la marcha de la obra los dueños del chalé. No sé cómo ni de qué forma ocurrió, pero me imagino que todo partió al ver la guitarra de Jesús colgada del marco de la puerta del baño, cuando la dueña dijo que vendía una guitarra nueva por tan sólo cien duros. A mí, que me atraía por igual cualquier instrumento musical, estuve a punto de cerrar el trato, aunque fuese para pagarla en cinco plazos semanales, para que no se resintiese el contenido del sobre. También pensé en ir a  clases con Pancho Martín, experto guitarrista de Pancar. Estaba seguro que mis padres no se opondrían a ello, pero el caso es que no me decidí entonces y por una cosa u otra, cuando la pude comprar diez años después, ya no puse el empeño en aprender más que a puntear de oído y por mí cuenta. De aquella había otras prioridades en casa antes que comprar una guitarra, como el arreglo del tejado, la reinstalación de todo el tendido eléctrico dentro de la casa y la habilitación del cuarto de baño de que carecíamos, pues se hablaba de la pronta llegada de la traída de agua a todas las casas del pueblo. Adelantando acontecimientos, estas tres obras fueron las primeras que realicé tras el aprendizaje en aquel mi primer puesto de peón de la construcción.
La movilidad del personal por las distintas obras que el patrón tenía comenzadas, hizo que el conjunto de la plantilla se moviese de una a otra, pero yo me quedé con Jesús Abad y Fernando Sáenz de Baranda, por Llanes, aquí quitando goteras de un tejado, allí levantando una cocina, allá arreglando un cuarto de baño, acullá levantando la chapa de la cocina o limpiando algún desagüe.
Los medios con que contaba entonces un albañil eran aún de lo más rudimentario. Para muchas tareas bastaba con el ingenio y la veteranía en la profesión. Así, para cortar los azulejos, sólo había forma de conseguirlo, ardua tarea,  rayándolos con un puntero afilado por la parte del revés. Para cortes más pequeños, se usaba una tenaza y cuando se trataba de hacer un agujero en medio como para sacar la tubería de un grifo, se usaba el paletín de punta roma rozando con él en giros hasta abrir el paso que se continuaba con la tenaza y mucha paciencia. Las pesadas piezas del terrazo que se usaba entonces se cortaban asentados sobre una pila de arena con un golpe de mazo sobre un prisma de madera de roble por ser más dura que otras, puesto sobre una de las aristas en la línea de corte. Todos estos trucos y otros más los fui aprendiendo, porque después de verlo hacer a él, Baranda me los confiaba como una tarea más. Si alguna vez me fallaba el resultado, nunca me lo recriminaba, antes bien tenía la paciencia y empeño en que aprendiera como él y a fe que lo consiguió en pocas clases. Para los cortes más comprometidos, me mandaba con las piezas marcadas a lápiz hasta cualquiera de las dos marmolerías: “Viuda de Vallejo” en la Avenida de la Paz o , “Marmolería Cue” de la Avenida de la Concepción, donde trabajaba "Chole".
Hay detalles que se me quedaron marcados para siempre, como el de aquella ocasión en que habíamos de hacer un tabique a escuadra con la pared maestra y yo sin que me lo pidiese le acerqué el cartabón. Fernando lo rechazó diciéndome que para dimensiones tan grandes era más fiable otro método que el de la escuadra de madera. Me pidió tres puntas, un martillo y el ovillo de hilada. Me mandó que clavase una de ellas en el punto desde donde arrancaría el tabique al pie de la pared maestra, que le sujetara el cabo de la hilada y lo extendiera lo más perpendicular que yo creyese estar al muro en una medida que hizo y marcó con tiza. Él clavó la segunda a una distancia de la mía que midió con el metro, también al pie de la misma pared y desde ella ató otra hilada en otra medida distinta hecha con el metro y marcada también a tiza en la misma cuerda. Cada uno con una de las hiladas debíamos hacer coincidir las dos marcas y justamente en su encuentro clavó la tercera punta. La línea que partía de la primera y pasaba tocando a la tercera, marcaba la perpendicular exacta con la pared y por donde había que construir el nuevo tabique.
Yo le daba vueltas y no encontraba la solución de aquel planteamiento geométrico hasta que me descubrió su secreto. Los números mágicos que usaba eran los consecutivos 3, 4 y 5, que tanto podían representar metros, decímetros o centímetros, dependiendo de las dimensiones del plano en el que se dibujase la escuadra. Sumados los cuadrados de los dos primeros, 9 + 16 equivalen al cuadrado del tercero, 25; era sin más la aplicación práctica del Teorema de Pitágoras que me habían enseñado en las clases, pero que nunca me habían enseñado a aplicarlo fuera del papel del cuaderno de dibujo. Como ni era posible manejar los metros en aquel lugar por excesivos ni los centímetros por escasos, había multiplicado por un factor común: (x30) y resultaron: 90cm, 120cm, 150cm las medidas que aplicó y que mantienen la aplicación del famoso teorema.
Esta clase práctica me hizo admirar aún más a mi maestro de obra y yo cuando me dediqué a la enseñanza de las matemáticas, acordándome de ella, procuré enseñar también la aplicación a mis propios alumnos.

No está de más dar a conocer a los lectores, que aquel ser tan callado y de tan buen talante con los que estábamos a su servicio había pasado por varias de las cárceles creadas tras la guerra para los que la habían perdido por defender la legalidad del gobierno establecido con las urnas y a aquellos que discrepaban del pensamiento político de la dictadura. Se le privó de la libertad física, pero para nada le pudieron privar del ideal y calidad humana que es esencialmente lo que me da recuerdo de él y es justo que así lo manifieste.

miércoles, 14 de enero de 2015

80.- La primera obra

Así es como comencé el trabajo en la construcción, por el techo; eso sí como peón ayudante de un gran profesional y buena persona como era Fernando Sainz de Baranda. No sabría ahora decir ni tampoco calcular la edad con que contaba, aunque he de decir que en aquel momento yo le echaba bastantes años y al decir bastante, como todos los chicos con apenas dieciocho, lo veía muy mayor. Claro está en comparación también con el resto de la cuadrilla que allí nos juntamos. Es posible que no pasase de los cincuenta y esa edad ahora, me parece bien poca. Era un profesional muy minucioso en sus tareas, lo que daba la sensación de lentitud, pero era mirador de los resultados y de los materiales.
─ Laguillo, ─ , me dijo así con ese vocablo que me sorprendió al principio hasta que supe que era un término afectuoso que solía dar al que servía a su lado. Me pareció que, además de evitar confusión por estar el mío propio repetido hasta tres veces en aquella obra, se notaba un cierto grado de confianza.
Le iba acercando las tejas para que él las colocase bajo el hilo tenso que marcaba la recta del tejado hasta el canalón del alero. La mañana se me pasó rápida cuando escuché el tañido de la improvisada campana con un trozo de viga metálica. Me bajé del tejado y me fui a lavar las manos con la manguera del agua que llenaba en esos momentos el bidón de la masa. Desaté la bolsa de la comida que tenía sobre el porta bultos de la bici y me subí a sentar junto a los demás en el tablón más alto del andamiaje, desde donde pude observar todo el movimiento de la gente que salía del instituto. Baranda se había arreglado un poco para ir a comer en el Bar “La Gloria” junto a la Estación, eso me había dicho cuando sonó la hora de salida. Lo vi alejarse por la pista de grava, que entonces ni era calle ni tenía nombre, hasta que andando el tiempo, cuando la zona se llenó de torres de edificios, la elevarían de rango y le dirían la “Calle del Insituto”. Hoy, su rango se elevó mucho más para recordar al poeta llanisco: Calle “Celso Amieva” y es tránsito para la Escuela Infantil y de Primaria, para el Instituto y para la Escuela de Idiomas.
En los alrededores del nuevo chalé que hacíamos para Chencho, municipal del ayuntamiento, sólo había fincas de hierba; tan sólo se levantaba al norte el chalé de Lalito y la casa de Pancho, el jardinero municipal; al oeste, el Instituto y el Colegio Menor ; al sur las Escuelas, la fábrica de dulce de Agustín Rozas y una casa dentro de una huerta, que había tenido en alquiler don Eduardo Peralta, profesor de latín en el instituto los dos primeros cursos, a escasos pasos del Instituto. 
A unos cincuenta metros de nuestra obra, empezaban a levantar el primer bloque de pisos los obreros de Celedonio Torre. Al este, la Residencia de ancianos y al pie del Sablón el chalé de Orejas y otro que hay junto a las escalinatas de subida al San Pedro.
Pasada la hora dedicada al almuerzo se reiniciaron las obras en el punto que habían quedado. El sopor que nos entraba con aquel sol de agosto, tras el descanso, parecía volver más pesado el trabajo. El oficial se sentó en el aguilón del tejado y desde allá arriba me indicaba qué teja se salía de la línea para que la corrigiese. No cabía en mí de alegría. Era el primer día de trabajo como peón y estaba realizando la labor propia de un albañil. Yo, con mucho respeto por las alturas, caminaba en cuclillas y le obedecía procurando aprender y ganarme su confianza. Después, él se ocupaba de colocar las canales y cubiertas que se asentaban con pasta, cada cinco líneas, creo recordar, que adornan el tejado, pero que en realidad son para poder desplazarse por ellas, aparte de sujetarlo en caso de ventolón. 
 Me gustaba el oficio y con aquel inicio no podía irme mejor.
Poco a poco logré sacarle conversación y me contaba muchas anécdotas, con la condición que le mantuviera siempre la masera llena de pasta y le pusiera a mano y bien limpia la herramienta que me iba pidiendo. Aprendí sus nombres al guardarlas en el pequeño arcón de madera candado que tenía en el cuarto de baño, aún sin preparar, que era un poco su espacio privado.
En la última media hora del fin de semana, sábado por la mañana, había que tener en el arcón toda la colección de paletas de distinto tamaño y función, la plomada, el nivel, el doble metro, la línea, el lapicero, la escuadra, la maceta, el cortafríos y el puntero, la uñeta, la piqueta, la alcotana, la llana y el frotás que le iba mencionando sin dejar una atrás y él me recordaba.
─ Laguillo: ¿y el martillo y las tenazas? Yo por ver si llevaba cuenta dejaba de nombrarle algo y no se le escapaba ni una.
Una vez completo el albarán de herramientas, colocaba su ropa de obra plegada sobre la herramienta y las viejas zapatillas de “Wamba” que usaba para andar por el tejado que decía tener más flexibilidad y agarre sobre la teja. Echaba el candado y salíamos de la obra.
El sábado, los obreros nos presentábamos, después de la salida a la una, en la plaza del mercado, en el bar de Pepe el de Los Arcos, donde Froilán, como dije tenía ubicada definitivamente su oficina. Sentado detrás de la mesa que hacía de escritorio, nos iba llamando uno a uno, empezando por los oficiales, y nos entregaba dentro de un sobre con la solapa sin pegar y en el exterior, el nombre del asalariado y la cantidad semanal a percibir, con letra de impecable caligrafía de “La Arquera” a pluma estilográfica cargada con tinta azul: Ramón el de Taro: 150, 150, 150, 75 = 525 ptas.
Aquellos primeros ciento cinco duros suponían un buen apoyo a la economía familiar. Más contento que unas pascuas, monté en la bicicleta y pedaleé ansioso de llegar a casa con el primer sobre semanal. Estaba claro que había superado las expectativas del patrón y me había pagado a treinta duros la jornada de ocho horas. Cincuenta pesetas más que el sueldo que percibía mi padre trabajando más de diez horas y en labores bastante más duras.
Mientras duró aquella obra fui, así me sentía, como el escudero del oficial al que seguía a todas las chapuzas que se le encomendaron una vez acabado el tejado, por varios pisos del centro de la villa, antes de continuar con el alicatado del baño y la colocación de la cocina de leña en el chalé. Sin exagerar apenas, creo que no quedó tejado desde la Plaza San Roque, enfrente del Ayuntamiento, y del bloque Los Romanos de la Calle la Cadena, por el que no hubiéramos andado asomados. Y si no era por las tejas era por las chimeneas. También hubo cocinas atascadas, algún que otro desagüe de albañal o baño pestilente.
Baranda era un especialista para todo eso y yo no perdía detalle ni dejaba de aprender trucos y mañas que pudiese algún día poner en práctica. Para la colocación de las cocinas me explicaba al detalle la forma de hacer el hogar y la cámara de humos y su camino en ángulos obtusos que alisaba sobre el cemento aún húmedo con una botella. Yo le hacía la masa en un carretillo en el portal del edificio y se la subía al piso para bajar de vuelta con los cascotes sobrantes. Lo encontré tiznado de hollín de haber levantado la chapa. Al final de la obra, parecíamos dos mineros salidos del tajo, antes que albañiles, a pesar del jabón “Chimbo” y el agua que la dueña de la casa nos había solícitamente dejado en una palangana. Todo eso, qué cosa, me enorgullecía.
Al poco de estar en el chalé, entró a trabajar un chaval de San Roque, aproximadamente de mi edad, Jesús Abad. Había sido emigrante a Francia donde había estado trabajando de albañil. Jesús resultó ser un buen compañero, de carácter afable y muy conversador. Me asombraba el dominio que tenía del francés con tan sólo dos años de estancia allá cuando yo no había logrado ni la mitad con los tres años de clases en el instituto. Recuerdo que las primeras semanas de su llegada, no le habían asignado un peón como al resto de los albañiles, él hacía su masa me la subía al piso para sí. Como mi maestro necesitaba poco material mientras estuvo azulejando el baño, yo los atendía a los dos cuando podía por estar al lado. En sus charlas, nos daba a los dos verdaderas conferencias sobre la forma de vida de los franceses a los que comenzábamos a ver de turistas por las playas y calles de Llanes. Por su melena, pronto le sacaron el apodo del "yeyé", en modo despectivo. 
Traía consigo una guitarra. La dueña de la obra un día intentó venderme la guitarra que su hijo ni miraba. 



lunes, 5 de enero de 2015

79.- Aprendiz de mason

Se acercaban las fechas de los exámenes de la Reválida. Había repasado prácticamente todos los ejercicios y problemas propuestos en convocatorias precedentes para el Grupo de Ciencias que venían recogidos en una publicación, como también los tenían los otros dos grupos de asignaturas, las de Letras y las de Ciencias Sociales.
Me presenté al examen con entera tranquilidad y los problemas del Álgebra no presentaron dificultad alguna. Esta vez el muro insoslayable estaría en la parte de la Geometría con un famoso teorema que en el segundo curso no había comprendido, ni pedido al profesor que nos lo volviera a explicar, por cobardía seguramente. Si al menos me compensara la media con la prueba de Física y Química en las que realicé todos los ejercicios en los que Mª Rosa de la Hera había insistido todo el curso, pero como ya dije, cada asignatura era independiente del resto, aunque fuesen del mismo grupo.
Creí haber dado al traste con la continuidad en mis estudios de bachiller y de los posteriores. La gatera por la que uno se podía colar para cambiar de modo de vida se me había cerrado delante de mis narices. Al otro lado de aquella alta tapia se encontraba un mundo aparentemente más atractivo.
          No obstante mi amor propio, me olvidé poco a poco del fracaso que suponía aquel bache en mis estudios y acabé aceptándolo. Analizado pocos años después, me di cuenta del valor que tuvo para mí las experiencias positivas que me proporcionaron aquellos fallos académicos. Me entristecía perder la ocasión que me había brindado el esfuerzo de mis padres y las expectativas del resto de la familia que habían depositado en mí. Sé que todos deseaban para mí lo que a ellos, por circunstancias que les había tocado en suerte vivir, se les había negado: escapar del trabajo mal considerado y peor pagado. Qué mejor herencia que los estudios, me decían, para dejarte y no les faltaría razón alguna.
          Por los pueblos hasta donde mi corto conocimiento alcanzaba, me sonaban nombres de constructores, algunos de ellos con varios obreros fijos y otros que de forma individual como albañiles precisaban de un peón.
           Lo hablé en casa. Hicimos un repaso de todos los posibles en la zona y de cierto prestigio: Celedonio Torre de Llanes; Froilán García y Pedro Tudela de Cue; Mone Núñez y Juan Sotres de la Jorcada de Pancar y León Fervienza de San Roque. Había otros más en la construcción de los nuevos edificios de pisos en Llanes, pero no eran aún conocidos para nosotros. Como peón particular de albañil podía preguntarle a Manuel Amieva Romano de Poo, Baranda de Pancar, Pelayo de Cue. Otra posibilidad era entrar en la Serrería José Perela, junto a la Estación de Llanes, en la que trabajaban un grupo de vecinos de Parres. Había también disponible otros oficios, que no los del ladrillo, que no dejaban de ilusionarme, como los pintores Arriarán de la Portilla; el oficio de carpintería con Baranda de Cue, Pando de la Galguera o Pedro Sobrino en Pancar, carpinteros de obra; y como no, el de fontanería y calefacción con Tanis o Antolín Cuevas, de Llanes que llevaban los trabajos en los nuevos pisos. La construcción en cualquiera de sus modalidades me atraía singularmente por encima de otros oficios.
         Ya veremos lo que encontramos, me dijo padre que prometió indagar entre sus conocidos. Los resultados no se dejaron esperar. Aquel mismo martes habló con Froilán García de Cue con el que tenía amistad desde que nos había construido la cuadra cuando yo tenía doce años. Sabía que estaría a la caída de la tarde en su particular despacho, una mesa en el Bar de los Arcos, desde el que distribuía las tareas del día siguiente, entre porrón y porrón. Froilán era una persona afable, de hablar pausado a la vez que con mucha sorna, pero nada falso. Eso lo pude comprobar tiempo después, pues mi padre, seguramente elogiando mi disposición física al trabajo en el campo logró que me admitiera en la plantilla de obreros diseminados por varias de sus obras. El jornal que cobraría iba a depender de la disposición con que me viese en el trabajo a lo largo de aquellos cuatro días de prueba.
         Al día siguiente, miércoles, justo el día de mi santo, me tenía que presentar en el chalet, el único de la zona, cerca del Instituto, pues el resto de edificaciones que hay a su alrededor son de varios pisos y no se habían construido, por aquellos años.
         Aquella noche, creo que me quedé dormido mientras soñaba con ser albañil como los que conocía y a los que admiraba sinceramente.
         Me levanté temprano y ayudé como siempre a mi padre en la cuadra. Desayuné y me fui a la obra en bicicleta, más alegre que unas castañuelas. Colgado del hombro llevaba la bolsa con la comida del mediodía, una fiambrera con una tortilla de patatas, un chorizo frito y una botella de las de medio litro, con leche y café y un chusco de pan que compré yo mismo al panadero de “Las Delicias” en la Carúa, al pasar por allí.  Colgada del alma llevaba la ilusión de sentirme mayor y útil a mis padres, de encontrar nuevos amigos y de aprender el oficio de la construcción. Era un recurso de vida que comenzaba a ofrecer enormes expectativas. Fue el mejor regalo por el santo que hasta ese momento había recibido y con toda seguridad el más imperecedero de mi memoria.
           Para las ocho de la mañana ya habíamos llegado todos los obreros delante del edificio en construcción. Ferruchu de Cue, Tomé, Tolino y Tato de Parres, todos llegados en bicicleta como yo.
           De mano, me sentí perdido como pez fuera del agua, pues no sabía cómo ayudar ni en qué. Todos los demás tenían asumidos sus roles: Ferruchu y Tomé se subieron a los andamios de la fachada que cargaban de cemento; Ramón y Fernando arrancaron la hormigonera y prepararon la masa que llevaron en pesadas calderetas de hierro, andamio arriba por el que trepaban como gatos hasta vaciarlas en las maseras de madera de los albañiles. Yo contribuí a palear la arena hasta la boca de la hormigonera pero desconocía las proporciones de arena y cemento y tampoco sabía descifrarlo como ellos por el color y la textura que prácticamente, al final de todo, era lo que primaba. Una vez subida al andamio, serían los albañiles los que darían la aprobación o caso contrario, podía retornar abajo de una patada, masera y pasta, más rápido que había subido, sobre todo, si no estaba bien cribada, nos gritaban con bastante mala sorna:
           _“Pinche, a ver si cribas el agua”.
           La verdad que en aquel tiempo, no sé ahora, el oficial era toda una autoridad dentro de la obra al que los peones no osaban contravenir y pobres del que lo hiciera. Había que saber dar con el punto de la masa, como hacen los cocineros, para que no saltase por los aires con todo y caldereta después de echar los hígados en subirla a hombros por los andamios. No obstante, salvados los primeros días, en que te dedicaban las más pesadas bromas, si lograbas encajar en su personalidad, tenías asegurada la felicidad en el trabajo. 
           Como era costumbre entre soldados o estudiantes, los albañiles no se andaban a la zaga. Podían hacerte arrastrar con un saco cuyo contenido desconocías totalmente. Sólo sabías que allí iba la máquina de enderechar tablones, de extremada fragilidad que te hacía cuidar de no chocarla con las esquinas. Al final, comprobabas consternado que con tal mimo habías transportado un pesado trozo de hierro que se usaba, colgado de una cuerda, como campana para comienzo y final de la jornada. 
           Otro día, olvidada la anterior broma de mal gusto, te pedían la escuadra de vueltas o el nivel de rincones que no sospechabas fueran otras de sus acostumbradas bromas a los novatos de turno. Acababa uno por reírse como ellos de sí mismo, pues tenía su gracia. Ya habría ocasión de pasar la broma al primero que llegase.
          Un poco más tarde, llegó andando Fernando Baranda, de Pancar, el oficial de más rango, la veteranía tenía su grado, a quien las riñas del jefe nunca llegaban ni hacían mella. Salió por la estrecha lucera al tejado para continuar colocando la teja, ataviado con unos pantalones de azul Mahón, una camisa a cuadros arremangada, y blandiendo su inseparable paleta catalana. En el bolsillo trasero, esgrimía el doble metro de carpintero en llamativo color limón.
            ─Pasta, ─ pidió, sin dirigirse a nadie en concreto. 
          Yo, que me encontraba cribando la pila de arena para las siguientes masas, con el ronroneo de la hormigonera, no escuché la llegada del “Man”, que así llamaban al jefe en las obras, vocablo tomado de la Xíriga, jerigonza de los tamargos llaniscos, montado en su “Lambreta”. 
           Me indicó que me pusiera al servicio del albañil subido al tejado. 
           Así fue el comienzo de una nueva etapa de mi aprendizaje.