miércoles, 26 de noviembre de 2014

71.- Mis profesores de Francés

En el primer año de asistencia, conocí a profesores con los que tendría, aparte de una buena relación como alumno, un trato continuado como llaniscos. Es decir que, sin que la coincidencia en el aula fuese tan grande como con otros, pude, en cambio, continuarla fuera del ámbito de estudio. En estas líneas intento devolverles en reciprocidad el aprecio que me manifestaron.
En el segundo curso tuvimos como profesora de Francés a Beatriz R. Zapico, a quien tuve la suerte de seguir tratando todo el tiempo transcurrido desde entonces, pues le ocurrió lo que a muchos llegados a Llanes que quedan prendidos de la belleza natural, del mar y por qué no, de sus gentes, en cuanto tienen la ocasión de tratarlas. En sus clases comencé a entrar en contacto con los primeros elementos lingüísticos, normas gramaticales, conque comencé a construir sencillos enunciados en aquella lengua extranjera tan de moda entonces. La nueva fonética que incorporaba me era extraña y curiosa, a la vez que me producía cierta gracia.
Tanto a Francia como a Suiza y Bélgica habían emigrado buena cantidad de vecinos que regresaban para pasar entre sus familiares unas cortas vacaciones estivales o invernales. Al explicarnos el modo de vida que allá llevaban, entreveraban de galicismos su charla a falta de vocablos propios que habían olvidado o que jamás habían llegado a conocer. Aquellas primeras emigraciones las encuadro en lo que llamo el exilio voluntario. Salvo unos pocos, la mayoría pertenecía a familias oprimidas que no se habían permitido el lujo de escolarizar debidamente a todos los hijos. Así que, con enorme esfuerzo, asimilaron la nueva lengua, por necesidad de adaptación para no ser diferenciados en el trabajo o en la sociedad, y llegaron a demostrar su inteligencia ocupando puestos de trabajo y consideración social. Un bajo porcentaje de emigrantes regresaron al poco tiempo, abatidos por la dificultad de la lengua y que quizás no tuvieron espera para superar la dura prueba de la lengua.
De aquellas primeras clases con la señorita Beti, como le decíamos con afecto, aprendimos canciones del repertorio popular francés en el que conocimos al principio Frère Jacques, Sur le Pont d’Avignon, Au clair de la lune, Le petit navire, Chevaliers de la Table Ronde y otras que ella nos entonaba previamente y nosotros luego la acompañábamos hasta dejarlas para siempre grabadas en nuestra memoria. Nos prestaba, esa es la palabra más apropiada que encuentro, cantar aunque fuese con lengua de trapo, aquellas canciones que nos aseguraban la ampliación del nuevo vocabulario. Por la radio se empezaban a escuchar los primeros éxitos de Gilbert Bécaud o Salvatore Adamo. Era la lengua moderna por excelencia de moda.
El libro de texto con algunas fotografías y bastantes dibujos y caricaturas nos presentaba la sociedad parisina y los elementos tópicos y típicos de la ciudad de la luz. En sus páginas satinadas conocí la existencia de la Torre Èiffel y L’Arc de Trionphe dans la Place de L’Étoil y de tal forma los idealicé que cuando viajamos en familia a conocerlos, los dos monumentos me chocaron, aunque de forma distinta: una por su altura y sensación de ligereza a pesar de que el libro nos informaba de las toneladas de hierro y la cantidad exacta de tornillos con sus tuercas que habían empleado; el segundo por su pesada figura menos estilizada que la del libro, aparte que las avenidas que coinciden en él forman una estrella, conservan aún el adoquinado primitivo y no son de cemento como me los había imaginado por las ilustraciones del libro para representar l’avenue des Champs-Élysées.
Al matricularme en ventanilla, recuerdo que me preguntaron si daría Francés o Inglés. La verdad sea dicha, entonces no tenía ninguna información en contra o a favor de ninguno de los dos idiomas, salvo el recuerdo de la tan cacareada pérdida de la Armada Invencible y más tarde El Peñón por culpa de los ingleses, datos históricos que perjudicaba a las claras la elección de su lengua. Pero tampoco se salvaba de este impedimento histórico la lengua francesa, con lo de Napoleón, el Dos de Mayo, etcétera. Así pues, me debí quedar pensativo un rato sin dar respuesta a la Secretaria que cubría el expediente de mi matrícula. Por las prisas de la cola que había en ventanilla, me aconsejó casi a la fuerza que me apuntase en las clases de Francés, pues era lo elegido por la mayoría de los alumnos. Además, subrayó, aún no tenemos noticia de la profesora que impartirá Inglés.
Ni rechisté. En los primeros días del mes de octubre, al final de la clase de Matemáticas, abrió la puerta una chica que con acento caribeño dijo:
“Vamo, lo de Inglé”. Poco más de media docena de alumnos la siguieron al aula destinada a su clase en tanto que el resto esperamos la llegada de la señorita Beti. Comenzaría en esos años a oírse hablar de los cuatro jóvenes melenudos de Liverpool que marcarían una nueva era, no solamente en lo musical: John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr.
Otros tres profesores, ocuparon las plazas de Francés durante mi paso por el Instituto.
Juan Antonio Pando, oriundo de Llaviana que nos dio clases en el tercer curso de carácter afable de por sí, hasta que alguien se pasaba y entonces se hacía temer, aunque pronto se le pasaba el enfado y olvidaba. En las aclaraciones que nos daba para explicar los vocablos galo, intercalaba términos del asturiano de la cuenca del Nalón y a nosotros nos hacía eso bastante gracia.
La señorita Tránsito Abril fue la siguiente. Tenía el temperamento nervioso, fácilmente alterable al mínimo movimiento que atisbaba tras sus lentes de montura dorada y se volvía con celeridad para comprobar si alguien de nosotros, a sus espaldas, nos pasábamos las respuestas del examen. Esta forma de ser suya no es óbice para decir el buen dominio que tenía en la materia.
Olga Rey Vidal era, en mi tiempo, la profesora más temida y admirada a la vez de todo el claustro del instituto. Quién no recuerda la esbelta figura en perfecto equilibrio sobre zapatos de fino tacón, con total seguridad adquiridos en alguna boutique parisina. Eran los años de las minifaldas y en el Llanes de aquella época resultaba para quienes regían los destinos sobrenaturales, y también los terrenales, poco menos que inmoral lucir el físico que la misma naturaleza había magnificado. Con el mismo criterio mezquino se prohibían los cambios de moda en los bañadores y se mutilaban las escenas perniciosas que a criterio del censor de turno, se proyectaban en el Cinemar. La profesora, fue en el despertar de la adolescencia retardada por una sociedad mojigata, motivo de deseo a la vez que nuestra angustia de estudiantes. Creo que era totalmente consciente de ambas cosas. Que nadie interprete en estos mis recuerdos el menor atisbo de irrespetuosidad hacia su memoria, antes bien, son todo un homenaje como persona y profesora, a la que recordamos con aprecio a pesar de los sudores que nos hacía pasar.
La entrada en el aula, era algo así como la llegada del viento sur que anuncia tormenta, fuera invierno o verano. Nos saludaba en francés, subía el escalón de la tarima donde estaba su mesa y el encerado y caminaba aquellos cuatro o cinco pasos que resonaban en las paredes del recinto. Tomaba asiento tras posar el bolso y el montón de libros entre los que no faltaba un grueso “Larrousse” sobre la mesa, abría la libreta con el listado de alumnos. Había obligación de cubrir “El Parte”, palabra de reminiscencias militares usado también para llamar a los informativos radiofónicos que el bedel dejaba en la mesa al comienzo de la primera clase de la mañana. Nos fue llamando uno a uno para asociar los nombres a las caras y a la posición que arbitrariamente habíamos elegido en los pupitres. Mas luego, puesta de pie, hizo un barrido por la clase hasta dar con algún incauto que trataba de esconderse de su mirada, tras el compañero de delante, lo mandó a la palestra y le pidió que leyese en el libro, el texto de la lección correspondiente. Era un libro de Literatura francesa en el que cada tema tocaba una época distinta con sus literatos más sobresalientes, cuya vida y obras aprendíamos a decir de memoria y a nuestra forma. A fuerza de repetirlo tratando de imitar su pronunciación, fuimos ganando una cierta soltura en las frases que después usábamos en las redacciones y en la palestra. Ella nos corregía en su correcto francés de la Sorbonne, pero su paciencia tenía un límite dependiendo del día y de vaya usted a saber qué cosa y al mínimo error nos mandaba sentarnos: le durábamos menos que un chupa-chus a la entrada de un parvulario y agregaba otro cero a la colección en su libreta de notas. Pronto aprendí que era mucho mejor varios ceros como voluntario que un insuficiente a rastras. Eso sí: había que aguantar estoicos su profunda mirada, sin que el miedo se reflejase en la nuestra.
Así es que echándole valor al asunto, intenté de esa forma ganar su estima y mi tranquilidad para unos cuantos días posteriores en que me quedé a ver los toros desde la barrera. Me esforzaba en aprender de memoria las corrientes literarias y la vida y obra de sus escritores y, aunque la pronunciación no fuese del todo la correcta, servía bastante en el aprendizaje de paradigmas lingüísticos que después usaba en la conversación o en la redacción. Si mis errores superaban el umbral de su aguante, se producía como un estallido de malhumor que ahora interpreto fríamente como forma de mantener el rol de profe dura, pero en el fondo, no lo era tanto. Con mi insistencia en salir a dar la lección por libre, conseguí un poco de tranquilidad en sus clases, puesto que tenía cubierto el cupo de ceros necesarios. Era su forma de calificar así y, al final del curso, no sé si por su benevolencia o por mi capacidad lingüística se convirtieron en un nada despreciable notable.

Recuerdo que en los tres años de mi estancia en Oviedo que duraron mis estudios de magisterio, me la encontraba habitualmente acompañando a su madre. Yo saludé a Olga y ella me reconoció al momento y me preguntó qué estudios hacía y cómo me iba en ellos. En varias ocasiones a la misma hora en que yo regresaba para mi pensión me las tropecé y paramos a hablar. La última, en el paso de peatones que cruza Santa Susana, cerca del Instituto Alfonso II, es el recuerdo imborrable de esta profesora que me perdura.

domingo, 16 de noviembre de 2014

70.- Delegado de curso

 La misma emoción, estoy seguro, la sentí yo en la clausura de los cursos de Bachiller y demás ciclos formativos del Instituto, a la que asistí para la graduación de mi segundo hijo. Hay personas a quienes les agrada este tipo de actos y disfrutan como si asistieran a un espectáculo más. Otras, en cambio, lo vivimos con demasiada carga emocional; lo pude comprobar reflejado en sus caras. Como en el pase de una película me vino a la memoria aquel otro momento vivido por mí en la misma edad, a la misma edad yo me encontraba terminando el 4º curso del Bachillerato Elemental. Varían ostensiblemente las circunstancias, claro está.
Estos chicos y chicas son ya bachilleres y dentro de cuatro meses están ya en las respectivas Facultades de la Universidad. Hay entre su generación y la mía, aparte de la edad otras diferencias más importantes. Ahora disponen de más y mejores medios. Así debe ser, para eso está el progreso. Cabe esperar que cuando acaben sus estudios, los que sean, saquen de sus conocimientos el provecho personal tanto como el del resto de habitantes de esta bola finita en la que viajamos por el Universo.
En mi época, el normal comienzo del bachiller se hacía a los diez años tras pasar la prueba de ingreso. Así pues, en mi aula, la mayoría de los compañeros de pupitre eran aún niños de aproximadamente once, doce años, frente a los quince recién cumplidos por mí, cosa que me preocupaba. Visto ahora, me parece nimia esta diferencia de edad, aparte que gozaba de alguna ventaja con tener más edad que la mayoría.
Los caminos a Llanes no eran del todo transitables como ahora. En aquellos poco más de tres kilómetros de carretera se daba todo tipo de obstáculos que variaban con la climatología y estaciones del año. Si llovía, el recién estrenado “Pulligan” con que me resguardaba, que había sustituido con acierto al rígido traje de aguas, cuando no llovía demasiado, en cambio en las intensas lluvias me aumentaba las mojaduras sobre las perneras de mi pantalón de mahón y mis chirucas. Sacudía el plexiglás al bajarme de la bicicleta y corría a integrarme en el grupo de amigos que esperaban en el zaguán de entrada. Los compañeros que llegaban de la misma villa, llegaban despacio, seca la ropa bajo el paraguas y sus brillantes zapatos, recién bruñidos por la mamá, no dejaban ninguna huella en el suelo del terrazo.
En la clase de 2º A me correspondió uno de los dos pupitres delanteros de la fila del medio, tan cerca del encerado como de la puerta. A lo largo de la mañana y después en la tarde se presentaron casi todos los profesores que habríamos de tener para todo el curso.
Aparte de Mª Teresa Carriles de Lenguaje y D. Andrés Moral de Gimnasia que ya cité, acudió Beatriz R. Zapico para las clases de Francés, D. Manuel Llanes Amor de Religión, D. Jesús García Llerandi de F.E.N., Juan Antonio Rodríguez para las Matemáticas, Ramona Minguet en Geografía. Mª Teresa Carriles además de profesora de Lengua, resultó ser nuestra tutora, cargo académico que desconocía yo hasta que nos explicó sus funciones como tal. Pasó lista para conocernos uno a uno a lo que respondíamos muy tímida o educadamente con un “servidor”, a la vez que alzábamos una mano y hacíamos ademán de levantarnos. A continuación le contábamos la edad y procedencia con lo que ella tuvo idea para nombrar un Delegado y un Subdelegado del curso. Repasó con la mirada las filas y al posarla sobre mí, por estar más cerca de ella y verme mayor, fue como quedé nombrado para el cargo, mientras aclaraba sin ambages que era el que le parecía “más responsable de todos”, y que yo interpreté sin dudarlo por “el mayor”.
La función de Delegado no era tan grata como se pueda alguien imaginar. Pasábamos lista para el control de las faltas que llevaban todos los profesores, íbamos a otra clase a buscar tiza si es que no funcionaba el timbre de llamar al bedel, vaciábamos la papelera y lo peor de todo era anotar en el encerado o en un papel a los más revoltosos cuando quedábamos solos sin profesor, en las horas de estudio o hasta que llegase el siguiente.
Yo abría la puerta para sentir sus pasos y cuando escuchaba los tacones lejanos retumbar en el angosto pasillo, borraba del encerado los nombres allí anotados y me sentaba en mi sitio como si no hubiese pasado nada. La mayoría de las veces así funcionaba todo bien, pero en cierta ocasión en que el relajo había sido sonado en todas las aulas contiguas, llegó de súbito y de humor pésimo el entonces a la sazón Secretario del Centro, Eduardo Peralta y que por no usar tacones, apenas me dio tiempo de borrar la lista de nombres y cruces de los apuntados en el encerado. Preguntó por el delegado del curso. Me levanté y me pidió el nombre de los tres más alborotadores. Si hubiera visto el encerado habría observado que con las prisas, aún se podían leer los nombres mal borrados. Tanto como él insistía en que le diera tres nombres yo me emperré en negarle la mayor y decirle que en nuestra clase nadie había alborotado y que como podía ver todo el mundo repasaba sus lecciones. Así que, pagué con un punto de conducta, la de los demás. En la última página de la cartilla de notas trimestrales venían diez números en casillas amarillas troqueladas que te iban retirando en los casos de indisciplina o retraso en la entrada. El primer trimestre cuando llegué a casa, tuve que explicar a mis padres el motivo de que sólo conservase nueve. Si llegasen a perder los cinco primeros, tendría que abonar media matrícula y eso sería tremendo.
Creo que con mi silencio, al menos me gané el afecto de mis compañeros de aula y me sirvió además para controlar este tipo de situaciones comprometidas.



69.- Primeros profesores

 Revisando la documentación académica de estos años de bachiller, encuentro que Bartolomé Taltavull fue Director en el curso inicial 1962/63; dejó estampada su firma en mi libro de expediente académico en la diligencia de matrícula, exámenes de Ingreso y 1º a los que me presenté por libre en septiembre. Ocupaba la Secretaría D. Eduardo Peralta, además de ser el profesor de Lengua y Latín.
Para el examen de Ingreso tuve a D. Ricardo Ruiz Rabre para el aspecto lingüístico; D. Andrés Álvarez Posada en el área de Ciencias y Matemáticas y D. Manuel Llanes Amor para lo relacionado con el aspecto de la Religión, que había llegado de la parroquia de Langreo a la de Llanes como sacerdote para las parroquias de Parres y Porrúa.
Me resulta complicado desentrañar y menos expresar en estas líneas la cantidad de recuerdos que aún conservo de cada uno de los profesores con quienes estudié tantas horas de mi etapa de la adolescencia. Mucho más complicado resultaría definir las aportaciones particulares de cada uno de ellos que hayan influido, tanto en la personalidad como en la dedicación que elegí en la función docente. Intentaré plasmar aquellos recuerdos que en mí dejaron con leves pinceladas en las que se muestre la parte más humana de cada uno de ellos y con las limitaciones de mi torpe verbo.
De D. José Purón Sotres sólo lo recuerdo en el examen de primero. Me pidió que le dibujara una manzana y yo, con los nervios y las prisas que daba el corto tiempo de que disponíamos para ejecutar el dibujo a lápiz, me parecieron que los resultados se inclinaban más al parecido con una pera, al mostrársela me la jugué al todo o nada y le aclaré que había querido dibujar una mingana.



                                                                D. José Purón Sotres

Pasados tan sólo seis años desde este único encuentro con Purón, casualmente al regreso de la Escuela de Magisterio por la Calle Asturias, me fijo que en el escaparate de una tienda de muebles se anuncia en un caballete uno de sus óleos. Porque estaba cerrado, decido volver de tarde. Me quedaba de pensión en un piso de la prolongación Fray Ceferino, en el piso de Josefina la hermana de Pepín el del Bar “La Gloria”. Me quedaba lejos, pero merecía la pena si tenía la oportunidad de saludar al artista paisano de La Llavandera, en Pancar. Entré y la chica encargada del establecimiento me indicó la escalera que daba al bajo donde se ubicaba la “Sala Nogal”. Allí estaba D. José Purón leyendo. Cuando sintió que alguien bajaba, levantó la vista y contestó a mi saludo. Me presenté como antiguo alumno suyo del dibujo de 1º en el Instituto. Dejó el libro que leía sobre la silla y me siguió en el corto recorrido por la sala mientras me iba explicando los detalles más significativos de cada cuadro. De uno resaltaba la técnica de la pincelada; de otro el paisaje llanisco representado, de todos abundaba en sus recuerdos de juventud por las pomaradas y parajes de Pancar y de la Portilla que tanto le complacían. Con el trato tan amable dispensado me animó a visitar otras salas habituales por la capital. Cerca de allí visitaba periódicamente la sala “Juan Gris”, junto a la Comisaría de la Policía Nacional. Resultaba más interesante aprender del arte pictórico si a la vez tenía la ocasión de charlar con el autor a pie de obra.

En el siguiente curso, primero de mi matrícula oficial, 1963/64 tomaría las riendas de la Dirección del Centro D. Ricardo Ruiz Rabre que continuaría en el cargo hasta el curso 1966/67 cuando hizo el traslado al Instituto Alfonso IX de Oviedo y sería sustituido por D. Francisco Sanz, profesor de Griego, ocupando la Secretaría D. David Ruiz González, además de la plaza como Profesor de Historia. En mi último curso, 68/69, firma como Secretario del Instituto D. Teófilo Rodríguez Neira, profesor de Filosofía.
D. Ángel Boue, fue nuestro profesor de dibujo en tercero. Era otro artista y no lo supe hasta años después que encontré alguna referencia de su obra. Nos hacía gracia su enteca figura que a duras penas soportaba la larga gabardina que le protegía del crudo invierno. Lo recuerdo llegando al instituto en desigual lucha por su poco peso con el vendaval que se había desatado. A su paso por entre las mesas dejaba tras de sí un olor acre a nicotina que sus huesudos y amarillentos dedos delataban a las claras. En clase, como hacían algunos otros profesores, que no digo todos, fumaba y la humareda de los “Ideales” encubría otra que desde los últimos bancos del aula producían dos compañeros que apuraban a medias un “Celta”. El resquicio dejado en el cierre de la ventana hubiera servido para pasar desapercibida la fumata, pero al expeler la saliva que el tabaco les producía lo hicieron a la calle, cerca de la subida lateral por las escalinata. En los pocos segundos necesarios para la caída de un cuerpo sujeto a la Ley de Gravitación Universal, a los que se debe añadir los segundos de asombro y reacción en cualquier persona cuando comprueba indignado que lo que acaba de caer en su calva no es precisamente agua de los canalones, llegaron hasta nuestros oídos los exabruptos del afectado y añadiendo los que se tarda en subir las escalinatas de entrada, cruzar el zaguán y subir de dos en dos los peldaños hasta el segundo piso donde nos encontrábamos, fue lo que tardó en escucharse como el estruendo de un tornado que dejó en nuestra memoria la impronta de un rostro alterado; el del Sr. Plaza, enmarcado en el dintel de la puerta.
D. Ángel que no entendía en un principio la situación, acabó comprendiendo cuando le explicó con detalles desde el principio lo ocurrido al profesor de Gimnasia. Él mismo se percató de la apertura dejada en la única ventana abierta de la clase por la que, a manotazos, los dos alumnos habían intentado reconducir los últimos vestigios del humo y colilla. Sin dudarlo, para evitar que el castigo recayese en otro compañero, pues el afectado amenazó con sacar a sorteo de lista a cuatro posibles culpables si alguien no cantaba. Angelín Cue se levantó y confesó haber escupido para deshacerse de los fluidos provocados por el catarro que padecía, mientras emitía sonoros carraspeos y toses que no convencieron demasiado, pues creo recordar que le privaron de las clases varios días y la consiguiente pérdida de puntos de la cartilla de notas. Lo recuerdo con el afecto que todos sentíamos por él y por gestos como este que cuento, que lo hacían ser un buen compañero.
D. Ángel nos había mandado hacer con las pinturas “Dacs” un trabajo para después de las Navidades en el que debíamos plasmar alguna actividad del entorno. Me puse a la tarea con verdadero entusiasmo y sobre una hoja del cuaderno de dibujo representé el torso de un campesino con chaleco y barba de varios días.
Nos lo recogió en la primera clase de enero. Me llamó a la salida de la clase para decirme que le había gustado la plasticidad y el cromatismo tan en consonancia con la adusta figura de “El campesino” como así lo había yo titulado. Me comentó la posibilidad de ir a estudiar a la Academia de S. Fernando, para lo que él se preocuparía de ayudarme con la solicitud de beca y matrícula. Me pidió que lo comentase en casa, como así hice, pero el desconocimiento y la falta de medios, hizo que todo quedase en una anécdota y en un camino por el que no quise andar.



lunes, 10 de noviembre de 2014

68.- Las primeras clases en el Instituto

   Mis recuerdos de aquel primer curso están pincelados con los claroscuros de las estampas y los dibujos con que se ilustraban nuestros libros de texto. Los únicos medios de que dispuse entonces, aún perduran en el tiempo con el mismo nombre comercial: “DACS”. Con aquellas seis ceras metidas dentro de una caja amarilla plasmé en el bloc de dibujo, 64-D , el entorno familiar, de la aldea y su actividad rural.

El Centro se había levantado en las afueras del casco urbano, próximo a la Escuela Graduada de Llanes. Desde las ventanas de la fachada principal, veíamos, al Este, el batir de las olas en el espigón; en el tardío, de la Fábrica de Agustín nos llegaba el olor de las manzanas destinadas a la elaboración de la carne de membrillo. Al Oeste quedaba el campo de la Encarnación y las distintas praderías y fincas de cultivo que llegaban en la lejanía hasta la cuadra de la Talá. Al Norte, el chalé de Lalito, casona blanca de grandes ventanales protegidos por contraventanas reforzadas por listones en forma de Z y en cuyo cierre de la finca por muro de piedra, comenzaba a dominar el incipiente plantío de cipreses con el fin de que amparase del griterío de los recreos. Al Nordeste, bajo el paseo San Pedro, se levantaba la casa en la que vivían Pancho, Jardinero municipal y esposa con sus dos hijas. Al Sur estaba una gran explanada donde crecían las matas de poleo y manzanilla, lugar escogido por los más pequeños para pasar el recreo. Lo atravesaba el camino de entrada a otra finca en la que había y hay aún una casa de estilo colonial, palmera incluida y más al fondo, las antiguas Escuelas Públicas que mostraban la parte más abandonada. Bajo la protección de su deteriorado alero guardaban compañeros llegados de otros pueblos las bicicletas y los trajes de agua que podían vigilar desde las aulas. Un estrecho camino daba entrada a la finca y casa de Titi Rubiera y familia.

Tendría que despabilarme, porque además de las asignaturas propias del curso llevaba de arrastre dos del anterior, una de ellas fruto del despiste y la otra por desconocimiento, aunque para ambas me dijeron los profesores que bastaba con sacar buena nota en las correspondientes del curso para quitar de delante las pendientes. Me sirvió de mucho ánimo y como también me gustaba estudiar, para junio podía quedar limpio el expediente académico. Tan sólo llevaba con peor gana las clases de Gimnasia, por las circunstancias y el horario en que se daban. Dos días a la semana, a primera hora de la mañana, nada más llegar, caminando, pues la bicicleta no la tendría hasta el curso siguiente, debíamos quedar con la indumentaria obligada para los chicos: playeras, camiseta de tirantes y calzón corto: el chándal aún no se había inventado para nosotros. Bajábamos las escaleras y nos poníamos a las órdenes de las voces y silbato de D. Andrés, maestro de Poo. Calentábamos dando una vuelta al campo y después, de forma coordinada y en fila, cumplíamos la extensa tabla de ejercicios, de pie o tumbados en la gravilla o hierba, que aún carecía el centro de pista. Rectifico. Había un gimnasio aún sin terminar, pero al que no entré hasta pasados tres cursos, donde se guardaba el escaso material, potros, plinton, colchonetas, trampolín, pértiga, bolas de lanzar, disco y unas cuantas espalderas colgadas de la pared. Además había un patio interior también desconocido para mí hasta que lo usaron para formar las filas de entrada, que hubiera sido un buen local para las clases de Gimnasia en tiempo de lluvia y frío. El último cuarto de hora, lo dedicábamos a jugar algún partido. A pesar de su dureza, D. Andrés era un maestro asequible y siempre dispuesto a aconsejarnos y escuchar nuestros problemas, pero pretendía, lo pienso ahora, endurecer a sus pupilos. Ni las heladas, ni la niebla ni la nieve impedían que saliésemos en esas trazas al campo. El hecho es que no recuerdo haber tenido un triste catarro ni gripe durante mi estancia en el Instituto. Después de la clase subíamos al aula a cambiarnos para atender en la siguiente clase.

El Centro era una obra reciente y algunas dependencias previstas en su ejecución aún estaban por finalizar como el gimnasio, era el caso de la capilla que nunca pasó de ser el taller de carpintería de Celso, obrero traído de Orense por Fernando G. Toriello, constructor del mismo. Junto al campo de fútbol, con posterioridad estrenamos con D. Andrés Toral una cancha de cemento para el baloncesto y el balonmano, aparte de los ejercicios gimnásticos.

Aborrecía los días de lluvia, no como dice el poeta, por la monotonía tras los cristales, sino por tener que recorrer el mismo camino cuatro veces. Los mismos charcos, las mismas hierbas que cernían su grana madura sobre las perneras mojadas de mi pantalón de tergal.

En una de esas mañanas lluviosas, a la hora del recreo, alguien nos dijo que debíamos subir al aula del segundo piso donde el profesor de Música, nos haría unas pruebas de voz para entrar a formar parte del coro del Instituto. A mí me pareció estupendo esto y me presenté a la prueba de voz con muy buena gana. Nunca había tenido una clase de música, ni llegué a tenerla durante los años de todo el bachillerato. Así que puedo decir que el buen o mal oído musical que tenía entonces se lo debía a mis cualidades innatas y a la afición a diversos y elementales instrumentos musicales que no pasaron de ser para mí meros juguetes.

Me viene a la memoria la primera gaita “de mentira” que tuve con tres años y que no dejaba de ser un pito de feria con adornos en el mudo roncón y con el fuelle lleno de viruta. Me la había comprado tío Saturno, en un puesto de Santa Marina, cuando vino de México aquel verano de 1952. Acabó comida por la polilla colgada como adorno en la sala. Echaba el roncón al hombro y tamborileaba con los dedos en el puntero imitando el estilo del único gaitero que conocía. Severiano Cabrera Mendoza era vecino de mis abuelos. Los domingos que me llevaban a estar con ellos, me sorprendían los dulces sones de su gaita grillera. Los ronquidos del pajón me sacaban de mis juegos de niño en el muráu de Tamés. Tras la ventana de su cuarto dejaba pasar la quijotesca silueta de Severiano, ajustando el roncón y pasar los dedos por los agujeros del puntero para ver la afinación que tenía. Si no la encontraba de acuerdo, extraía el puntero de su asiento y lo soplaba humedeciendo la pajuela entre los labios para que no estuviera reseca y sonase adecuadamente. Volvía a meter el puntero en el asiento y ya conforme con los resultados en los acordes, nos daba el concierto dominical a todo el vecindario. Su repertorio me parecía entonces amplio. Comenzaba, por supuesto, con el "Asturias, patria querida" seguida por una ristra de tonadas como "A la mar fui a por naranjas", "Tendí el pañuelo en el prado", "Viva Parres" y "Los campanilleros" que era en la que más abundaba por ser su preferida. Me viene a la memoria su figura estilizada, alta, con un bigote que mesaba, arreglaba y atusaba entre canción y canción, que le daban ese toque quijotesco. Yo lo imitaba, en lo referente al instrumento que no al bigote, pero me di perfecta cuenta de que mi chifla-gaita no tenía despiece y que su fuelle no llevaba aire alguno. Así y todo me quedé con el gesto de lanzar el roncón al hombro y estirar el puntero. Colocaba bajo el brazo el tenso fuelle que al apretarlo dejaba oírse el crujir del serrín que lo rellenaba, mientras lograba emitir un débil tiruriru. Aquella primera gaita fue desplazada dos navidades más tarde por un hermoso saxofón de madera barnizado de negro y que, al menos, aunque mal afinada, tenía la escala completa de notas, regalo para Reyes de mis tíos y padrinos Hilda y Ramón. Después llegó el bandoneón, de caja hexagonal pintada de rojo y verde con teclado de latón al que hice gemir entre mis manos intentando sacar las melodías que escuchaba por la radio. Tuve también tambor, pandereta, sonajas, carraca, tarrañuelas y, entre medio, toda suerte de chiflas caseras, hechas de alloru, pláganu, hojas de maíz, argaña o cáscara de nuez. Al final, me llegó la armónica y cerraría con ella el capítulo de Reyes justo a los ocho años, pero mereció la pena. No se trataba de un instrumento juguete, era un verdadero instrumento musical.

Pero volviendo de la divagación en la que me sumí, por el gusto de recordar mis antecedentes musicales, continúo con la prueba de voz que nos hizo el señor Noceda.

Había varios alumnos delante de mí en el momento en que llegué a su aula, así que escuchando lo que les mandaba cantar, me fui aprendiendo sobre la marcha la escala musical y su entonación. Era fácil cantar la escala, aunque nadie antes me la había enseñado y mucho menos solfearla.

Como vi que mandaba a los que habían pasado la prueba que salieran al recreo y les recordaba que todos los martes y viernes debían reunirse con él en la misma aula, después de la salida del colegio al mediodía para ensayar las canciones durante media hora, me di cuenta a tiempo de que yo no podía acudir debido al largo desplazamiento hasta el pueblo para comer en casa o bajar con ella a compartirla con mi padre en la Talá donde trabajaba.

Cuando me llegó el turno, por no atreverme a decirle lo que ocurría, no tuve mejor idea que cantar la escala todo lo peor que pude con el fin de no resultar seleccionado. Ante las risas de algunos de los que allí estaban, el profesor me dio otra oportunidad que yo aproveché para hacerlo aún peor por el rictus que observé en su cara, soportando con estoica paciencia mis desafinos.

sábado, 8 de noviembre de 2014

67.- La bicicleta

En 2º tuvimos a Mª Teresa Carriles en las clases de Lengua y su forma de enseñar y su dulce voz nunca salida de tono hizo que me atrajera especialmente esta disciplina desde entonces. Años después, estando de profesor en Panes, me enteré de que pasaba temporadas en Narganes y allí fui a saludarla.
No recuerdo ya la fecha, pero fue al final del segundo curso, primer año de asistencia al centro, cuando logré tener la primera bicicleta. Era una BH negra de barra y frenos de varillas que fui a buscar al taller de José Ramón “El Moli” en el barrio del Cotiellu. Con ella los trayectos se me hicieron más cortos y se ampliaron considerablemente los límites geográficos de mi entorno.
Las 1.275 ptas que costó supusieron, a buen seguro, un desajuste en la economía familiar si pensamos que mi padre ganaba entonces alrededor de las cien pesetas diarias de jornal, habría de estar dos semanas completas trabajando ciento cuarenta horas. Antes de guardarla en el estregal de la casa, la limpiaba con un paño sin dejar ni la menor mota de barro en los radios. Era el mejor regalo que en mi vida me habían hecho. Por eso todo, en el comienzo del nuevo curso, el mayor terror mío era dejarla al alcance de cualquiera que pasase. Los primeros días la dejaba debajo de los cobertizos que tenía la Escuela Graduada de Llanes, por detrás junto al campo abierto que rodeaba el instituto.
Eso sí, desde las ventanas de mi aula, la vigilaba. Le echaba alguna mirada en los cambios de clase o cuando me levantaba por algún motivo del pupitre. Pronto, pasada la primera semana, encontré un sitio totalmente seguro para el resto de mi estancia en el centro. Mi prima Tere, venía desde la Pereda en una motocicleta y como conocía a mucha gente de llevarles la leche a casa, tenía amistad con el dueño de la vecina fábrica de dulce. Agustín Rozas, dueño y artesano de la misma, le daba permiso para dejarla en el patio cerrado con una portilla. Fue por mediación de ella que me dieran también permiso a mí para dejar dentro la bicicleta; al poco tiempo, acabaron por dar permiso a los demás compañeros que venían de Parres y Porrúa.
Los tres kilómetros de carretera que une Parres con Llanes, en aquellos años dejaba mucho que desear. Una vez o dos al año el caminero, Graciano de la Pereda, limpiaba las cunetas y arreglaba los baches con las herramientas manuales más comunes. Aunque la circulación no era muy abundante, pronto se volvía a llenar de numerosos baches que se iban agrandando hasta unirse unos con otros. Bajar a Llanes era fácil, salvando el caso de algunos repechos sin importancia y la subida de Los Altares. Aprovechando el impulso de la bajada de Las Castañares, se podía rebasar bien a gusto la primera curva de Jaces e incluso podía llegar hasta el portón de la Huerta de Arturo con viento de espalda. Al regreso teníamos la cuesta de la Cocina Económica, la del Retiro y la de Navariegu. En el desvío de la carretera de las Cruces, nos despedíamos de Loli, Otero y demás compañeros de Porrúa antes de iniciar como remate la subida a Las Castañares, verdadero Angliru de nuestro recorrido. En la fuente del Cañu, me separaba del grupo en el que iban Luis Antonio, Ana, Carlitos, mi prima Marta y su prima Mari Sol; acometía en solitario la subida de La Piniella antes de llegar a mi barrio de la Caleyona. Venía casi todos los días a esperarme junto a la Rectoral la gata guiada por el timbre de la bicicleta que solía tocar en el trayecto del camino.
Después me seguía mimosa maullando porque sabía que comería conmigo. Aquella gata me seguía muchas veces cuando iba a llevar las vacas a pastar, en un paseo bastante largo. En una ocasión que en el Campu “El Diablu” nos tropezamos con un perro, trepó por uno de los nogales que hacían linde en una finca próxima al camino. Yo seguí preocupado por ella todo el camino hasta los Carriles y cuando hube encerrado las vacas en el prado regresé a todo correr hasta donde la había dejado. El perro ya no estaba y ella me esperaba abrazada con miedo, como un niño, a una de las ramas.
La llamé y se descolgó. Me siguió saltando de piedra en piedra para no ensuciar en las pozas de cotrina su suave piel atigrada.
Lo dificultoso para los ciclistas, eran los días de lluvia; prácticamente todo el tiempo que dura el curso. Primeramente, iba enfundado en un traje de aguas, rígido con el que aparentaba un viajero del espacio más que un estudiante. Además de ofrecer gran resistencia al viento, aquel traje me impedía pedalear con gusto y, a pesar suyo, llegaba a las clases empapado del sudor por la nula transpiración que adolecía. Os aseguro que prefería llegar mojado que vestido de esa guisa, pero embutido en él me libraba de que, a causa de los numerosos charcos imposible de sortear, me salpicase con el guardabarros delantero las perneras de los pantalones.
Carmen Rosa de la Hera, nuestra profesora de Matemáticas en tercero y Ciencias en cuarto, fue para mí el modelo de enseñante por excelencia. Era exigente, pero tenía buen método y explicaba muy bien los temas. Siempre tenía a punto alguna regla, algún recurso didáctico, para facilitarnos la memorización de las reglas de formulación de la Química. No se puede decir que fuese absolutamente estricta en sus exigencias, porque llegado el caso, sabía atender individualmente a quienes se trabasen en el aprendizaje. Valoraba, casi desmedidamente, la pulcritud y claridad del cuaderno de clase. Atendiendo a sus explicaciones y llevando la tarea, no había ninguna complicación en su asignatura, ni abusaba de los exámenes como medio coercitivo para que la estudiáramos. En sus clases escuché por primera vez los nombres científicos de algunas especies animales y vegetales que aún sigo recordando. Me infundió antes el gusto por las Ciencias Naturales y posteriormente en mi docencia en cuanto a la forma de dar el contenido de esta disciplina. En diversas salidas de campo nos llevó a observar el entorno en busca de plantas que aprendimos a reconocer ayudados por una guía de clasificación Linneana. Formaba pequeños grupos para que discutiéramos entre nosotros los resultados observados en las muestras tomadas una vez llegados al aula o laboratorio.
Usábamos con frecuencia el microscopio para estudiar los restos de algún insecto encontrados en cualquier rincón de la clase o una gota de agua tomada de una infusión de hierbas secas. Vorticelas, hidras de agua dulce y otros seres que veíamos en ella, las pasábamos a dibujo sobre papel vegetal y las pegábamos como ilustración en el cuaderno de la asignatura. En una de esas salidas de campo, bajamos por los acantilados de La Talá en marea baja para recoger mejillones, bígaros, lapas y algas de todo tipo. En otra de las salidas nos llevó hasta la playa del Sablón donde, con el fuerte oleaje y marejada habidos, la mar se había llevado la arena y quedaban las rocas libres tomando la hermosa playa un aspecto desolador. El sol cegador de la mañana sembró ante el asombro nuestro, áureos reflejos en las rocas descubiertas.
Son minerales de sulfuro de hierro, conocidos como piritas, ─nos dijo─, y si os fijáis bien, cristalizan en el sistema cúbico, vulgarmente conocidas como “el oro de los locos”.
Por nuestra cuenta, aprovechando algún recreo y tiempo libre, revisábamos las inmediaciones de la cueva El Taleru donde había abundantes fósiles junto a restos de metralla del buque “Cervera” que, una vez en poder de las tropas nacionales durante la guerra civil, asolaba con sus cañones la costa y el interior de la comarca.
Esta enseñanza de campo nos indujo inquietud por descubrir e investigar a la vez que hacía mucho más amena su asignatura.
Una mañana fría y lluviosa de invierno, llegué completamente empapado a clase. En las aulas y en los pasillos del centro había instalados radiadores de hierro por los que circulaba el agua caliente proveniente de la caldera de carbón que Ramonín, el bedel, se encargaba de mantener a temperatura. Carmen Rosa me pidió que dejase los libros en el pupitre y que me fuese a sentar junto a uno de aquellos radiadores hasta que se secase mi pantalón. Jamás olvidaré aquel detalle suyo.
No me gustó tanto que nos pusiese como ejemplo de sufridos alumnos a los que veníamos de lejos luchando con las inclemencias del tiempo, aunque tuviese toda la razón del mundo. Había otros, que aunque llegados en los autocares de Mento, venían de pueblos más lejanos en los que tenían que caminar bastante y madrugar para cogerlos.
Una tarde que le tocaba guardia, como me vio llegar a lo lejos en mi bicicleta, me esperó antes de cerrar la puerta. Llegaba unos cinco minutos tarde. Cuando llegué a casa para comer me encontré una nota en la mesa de la cocina junto al carpanchu cargado y cubierto por un pequeño mantel a cuadros. Debía llevar la comida a mi padre y comer con él. Até el cesto en el porta bultos de la bicicleta y emprendí el viaje por los caminos de las Cruces a Las Nieves y Camplengu donde me esperaba. Si la carretera era mala, huelga decir cómo eran los caminos. Tuve que sacar la cadena que se había quedado atorado entre la catalina y el guardacadena, al rozar contra uno de los ribazos. Nos sentamos un poco apartados de la carretera para despachar con tranquilidad el cocido, la tortilla y el botellón de leche con café azucarado. Era martes y por ella circulaba la gente que regresaba de la plaza en dirección a Porrúa. Un chiquillo se dejaba arrastrar de la mano de su abuela, absorto en contemplar a todo detalle las dos bicicletas aparcadas sobre el pedal al pie del camino. Una de ellas, era mi reluciente bicicleta negra.
Cuando acabamos de comer, seguimos juntos hasta La Paz y yo tiré en dirección al Instituto. Las filas de entrada ya estaban dentro y la profesora de guardia estaba con su cuaderno de notas en el alto de la escalinata a punto de cerrar la entrada. Aceleré cuanto pude dar a los pedales y guardé la bicicleta en el huerto de la fábrica de dulce. No me dio tiempo a explicarle a la profesora, el conjunto de circunstancias ocurridas de lo agitado que llegaba. Sólo le mostré mis manos llenas de la grasa de la cadena.
Al recibir el cuaderno de notas trimestrales, observé que había registrado aquella falta de puntualidad y explicaba así como no dando mucho crédito a mis mudas explicaciones: “Dice llegar tarde a causa de la cadena de la bicicleta”. 

domingo, 2 de noviembre de 2014

66.-Apertura del curso


Era el día de apertura del curso. Me había puesto la mejor ropa de la que disponía y los zapatos de mi padre a pesar de que me apretaban un poco. Apenas me entraba el desayuno con los nervios que sentía por empezar los nuevos estudios. Me habían dado la fecha y el horario en la Secretaría cuando realicé la matrícula y también la lista de libros que iba a necesitar. 
Debía pasar por la Librería de Joaquina o la de Antonio Maya por recogerlos en la que primero llegaran. Pero las clases aún no comenzaban, tan sólo se trataba de la Apertura del curso con una misa de inauguración, presentación de los profesores y también una forma de ir conociendo a los que habrían de ser mis compañeros de clase, me había explicado mi prima Tere que tanto en estudios como en edad me sacaba ventaja. 
Cuando llegué al Instituto, después de haber hecho en menos de media hora los tres kilómetros que lo separaban de mi casa, no aguantaba las rozaduras que me habían hecho en el talón los zapatos prestados de mi padre.
Delante del edificio se concentraban las alumnas y los alumnos de todas las edades. No me imaginé que seríamos tantos. Pronto comencé a ver alguna cara conocida del Colegio La Arquera. También habían venido algunos padres con los más jóvenes, pues la edad de comienzo del Bachiller era desde los diez años. 
Se distinguían los nuevos alumnos como yo por el retraimiento y el silencio que guardaban, frente a los veteranos que parecían estar en su salsa. 
Ese día fue el inicio de nuevas amistades que se consolidarían a lo largo de todos los años que siguieron, además del trato con un cuadro de profesores que incidieron en mi vida: unos y otros junto con el aprendizaje y conocimiento de nuevas materias de estudio, configuraron para bien o para mal mi personalidad de adulto. 
A Jesús Abad, Miguel A. Bilbao, Tino Burgos, Juan Alberto Pintado, Javier Concha, Manuel Espina, Paquín Barro, Javier González, los hermanos Frade, Javier Ojeda, Tarno, y tantos otros de los que mi memoria no me deja más que la imagen de sus caras o singulares gestos y sobre manera el gran Pablo Ardisana, todos ellos con los que compartí cientos de horas en los recreos o las clases sin profesor, en el campo de la Encarnación y por los acantilados del San Pedro donde preparábamos para los exámenes o discutíamos sobre temas variados, tanto daba si eran de Filosofía, Física o Religión. Nos unía a todos el afán por salir adelante, aprovechar el tiempo y el esfuerzo puesto en nuestras casas y ganar la partida a nuestro futuro inmediato.
Pidieron silencio desde el alto de la escalinata de entrada y nos dijeron que debíamos ir a misa para regresar luego al Instituto.
Oída la misa en la basílica y el sermón de don Gil y ya ante la escalinata del edificio nos hicieron entrar al salón de actos en una piña que se fue deshaciendo a medida que los que nos precedían encontraban asiento.
Los asientos de atrás ya estaban todos ocupados por lo que fui impelido, pasillo central adelante, hasta que di con una plaza vacía a media distancia del escenario. Por más que busqué esta vez no encontré ni una cara conocida. 
En el otro lado del pasillo, un nutrido grupo de alumnas del colegio de monjas totalmente uniformadas de azul marino y gris, levantaban un murmullo de voces y ruidos de las banquetas que subían y volvían a bajar para dejar paso a las que se habían retrasado en la entrada.  
Los pasillos laterales se llenaron con gente que tuvo que permanecer de pie. Por la escalerilla de acceso al escenario fueron subiendo los profesores, el director D. Ricardo Ruiz Rabre y, no podía faltar, el arcipreste D. Gil Garanzaín que ocupo al lado del director el centro de la mesa. 
Me alegré al ver ocupar asiento entre los profesores D, Manuel Fernández, mi último maestro en Parres y al Hno. Pedro González, director del Colegio La Arquera, verdaderos artífices de mi asistencia entre los alumnos en aquel segundo curso desde la apertura del Instituto de Enseñanza Media de Llanes.
Tomó la palabra el director y a continuación el párroco. Supongo, ya que no lo recuerdo bien su discurso, cada uno se centraría en los aspectos propios de su ministerio. El primero nos animó a estudiar y aprender con el fin de que “el día de mañana llegásemos a ser hombres y mujeres de provecho”, frase muy socorrida para los orientadores y tutores escolares que oiría como letanía durante tanto tiempo de contacto con la escuela. 
¿Querrían decir que quienes no estudiaron no llegaron a ser de provecho? No tengo por menos de acordarme de tantos como habían empezado a ganarse el sustento, en el campo o en la mar, picando en una cantera o colgados de los andamios o de quienes acompañaron a sus padres camino de lejanas tierras. Gracias a todos ellos, me honro en reconocerlo, les debemos el ser de provecho
No fue el régimen político quien levantó el país de las cenizas y la escombrera, que nadie se confunda, sino la clase obrera, nuestros padres, quienes hicieron el gran esfuerzo por que no corriéramos la misma suerte que tuvieron ellos. A veces, utilizamos las frases estereotipadas sin pensar en su significado.
El cura centró su discurso en las relaciones espirituales del estudio con la transcendencia del ser humano y nos habló de la obediencia a nuestros profesores como representantes de los padres allí en el Instituto.
Cumplido el tiempo de sermones, tomó la palabra el director y dijo que se procedería a la entrega de diplomas de honor a quienes habían obtenido los mejores resultados en la prueba de ingreso. 
No podría decir ahora si fui el primero a quien nombró o si hubo antes otro. El caso es que cuando escuché mi nombre y vi cómo la gente de delante se volvía para tratar de reconocer al premiado, sentí como si el mundo se me hubiese venido encima y no me permitiese despegar del asiento, por el contrario, me hundió más en él. 
Tuvo que repetir mi nombre y entonces ya no esperé más. Cuánto primero saliese mejor. Respirando hondo para calmar los fuertes latidos me levanté y recorrí el corto trayecto que me pareció larguísimo hasta el estrado. Me entregó el diploma el propio director y me estrechó la mano el párroco como quedó reflejado en la foto que días después retiré del expositor que pusieron en la entrada del Instituto. Se puede ver en ella congelado el momento en que recogía el diploma y la cara de satisfacción del hermano Pedro que sonreía o aguantaba, no lo sabré nunca, la emoción de verme entre los premiados.