miércoles, 29 de octubre de 2014

65.- Estudios del Bachiller

3.- Camino del Instituto
Entré al Instituto en el curso 63/64, en el segundo de su existencia. Pronto cumpliría los quince años y tenía claro que apostaba por el estudio antes que seguir otros derroteros tras la guadaña o la paleta, aunque eso no quiere decir que habría de evitarlas. Antes bien, su uso me habría de solucionar no pocas economías. La mayoría de mis amigos con esa edad ya estaban ocupados en el trabajo del campo o en el aprendizaje, en el mejor de los casos, de un oficio como mecánicos, carpinteros, albañiles o camareros. Resulta curioso, visto desde la perspectiva actual, que a los catorce años ya fuese posible trabajar y sin embargo, no era hasta los veintiuno cuando se nos otorgaba la mayoría de edad.
La apertura del Instituto en Llanes marcó un antes y un después en la vida de la juventud de la comarca. Entonces, la enseñanza secundaria estaba restringida a las rentas familiares más saneadas que permitían pagar el internado a sus hijos en la capital donde hubiera plazas para bachilleres. Para las menos pudientes, la enseñanza terminaba en la escuela y ya era extraordinario que acudieran a completarla en clases particulares o complementarias en centros como el de La Arquera. Es más y me atrevo a decir que se veía mal a un muchacho de catorce años “perdiendo el tiempo” en un pupitre y cuando podía aportar, aunque fuese a costa de ser explotado, el sobre con la paga, al apoyo de la economía familiar. Así se lo quisieron hacer ver a mi padre, pero tuve la suerte de que confiase y apostase por unos resultados que parecían tan lejanos y aún gravosos para nuestros medios dinerarios.
Por eso cuando se abrieron las puertas del Instituto y ya en pleno funcionamiento en aquel segundo curso, entrarían en tercero o cuarto algunos alumnos procedentes como dije de otros institutos. Yo, por la inocencia que en esas edades se tiene en casi todo, no dejaba de admirarlos y hasta envidiarlos cuando les escuchaba comentar la solución a problemas matemáticos o físicos que les habían puesto en un examen de los cursos superiores.
El hecho de ser estudiante, no me libraría de participar en los trabajos propios del campo y sé que esto no era algo que me hubiese ocurrido exclusivamente a mí, ni mucho menos. Por la mañana, mi padre me desperezaba cuando apenas el sol no había dado señales de aparecer y aún las sombras de la noche quedaban atrapadas por las contraventanas del pequeño cuarto. Me ponía el pantalón y bajaba en camiseta a lavarme ojos y cara como lo hacía mi padre, vieja costumbre no olvidada de su servicio militar, en el palanganero que teníamos al lado de la ventana del estregal. Era más un ritual para empezar el día que propiamente limpieza. Me servía, eso sí, para arrancar dolorosamente el último sueño que quería mantener atrapado, por bello, y enfrentarme a la diríase, exagerando, cruel realidad. Acabado de vestir, me calzaba las viejas chirucas que apenas aguantarían las inclemencias del próximo invierno. En su caja nueva me aguardaba el nuevo par que pondría para ir a clase.
Mientras mi padre cebaba con hierba al ganado, y apartaba las boñigas hasta el riego, yo me esforzaba en aparejar el burro que se obstinaba en hacer las cosas a su manera si no le daba una pequeña panoja que mi padre guardaba para las vacas de leche. Pensaba que así, con la panoja acrecentaría sus flacas fuerzas y me ayudase a tirar más del carro camino de la finca. Los caminos hacia el prado eran sinuosos, llenos de charcos, baches y piedras sueltas. Las ruedas del viejo carro eran de llantas de hierro con lo que al menor obstáculo hacía que el pobre burro llevara una sacudida que lo mandaba contra los bardales. Había que pasar dos intensas pendientes por las que padre y yo, no es que tuviéramos que ayudar con el peso del carro, sino que incluso habíamos de mover al renco rocín que tan poca energía se gastaba. Mi padre, pasado lo peor del trayecto se nos adelantaba con la guadaña y el gachapu y me quedaba solo a cargo de la conducción, lo que os juro me hacía sentirme bien por la confianza que en mí depositaba. Era imposible entrar en la finca por la inclinación insalvable para el medio de tiro de que disponíamos. Entonces, mi tarea consistía en atropar el verde y cargarlo a brazados en el sábanu y cargar con él a cuestas amarrarlo hasta depositarlo en el carro. Había aprendido a hacerlo sin ayuda y para ello me tumbaba bajo la carga aprovechando la altura sobre una roca. Cuatro cargas eran las que llevaba el carro y otra más, de la que se encargaba mi padre ayudado por mí que montaba encima de todo el verde y que servía, junto con los cordeles, para evitar perderlo en el regreso con tanta trancada y espinos que bordeaban los caminos. La vuelta no era ni mucho menos liviana a pesar de las bajadas. Si en la ida de vacío había que empujar el carro, en la vuelta cada uno tenía que sujetar una vara del carro para que el peso no diese con el burro en el suelo. Mi padre se ocupaba de la vara derecha cercana a la manija del freno y yo de la izquierda a la vez que dirigía al asno por el lugar correcto del camino, tirando de la cabezada. No sé hoy de quién sentiría más pena si contemplase tal escena, si del pobre animal al que se le mandaba más de los que sus fuerzas le permitían, si del rapaz o si del padre al que aún le esperaban otras diez horas de jornal.
Aparcado el carro al pie de cuadra y desaparejado el rocín, me lavaba como podía para ponerme la ropa y las botas para ir a clase. Mi madre ya tenía preparado el desayuno: un buen plato de patatas fritas con huevo y chorizo que aún quedaba de los que se conservaban en latas metidos en unto desde el matacíu con un tazón de leche recién ordeñada, cumplían satisfactoriamente al mantenimiento de mis fuerzas. Mi padre cogía la vieja “Orbea” y se marchaba hasta La Talá donde le esperaban para ser atendidas otras cuarenta vacas. Yo cogía el maletu y me marchaba andando los tres kilómetros hasta Llanes. Bajaba a la carrera el caleyón de la Magdalena y ya en Las Castañares podía ver si por Llagu adelante iban los demás compañeros y aceleraba el paso por ir de ellos acompañado. En aquel primer año, compartiría camino con los hermanos Luis Antonio y Ana Sobrino González y Carlitos Díaz de los que guardo no pocos gratos recuerdos. Nos metíamos por un atajo, por los senderos que desde H.aces nos llevaban por la ería de Pancar a su salida a la Carúa. Por hacer más corto el camino si llevábamos retraso, nos aventurábamos por el túnel, pues no era horario de salida de trenes. A veces escuchábamos el ruido de las máquinas haciendo maniobras y entonces rodeábamos la huerta del Palacio de Los Altares.
La entrada era a las nueve y la salida para comer a la una de la tarde. De nuevo el camino hasta casa con la pereza del calor del mediodía y la subida Las Castañares y el Caleyón de la Magdalena. Media hora después había que volver de nuevo a recorrer los tres kilómetros y otros tres de regreso por la tarde. Aquellos doce kilómetros diarios nos mantenían la línea estética, pero yo tenía, además del recorrido del amanecer, otras tareas. Algunas días madre después de hacer la comida al ritmo de la cocina de leña únicamente nos acercaba la comida a padre y a mí hasta la finca que llevábamos en la Paz o hasta las mismas fincas de la Talá donde trabajaba de criado padre y a donde yo acudía al salir a la una del instituto. Mi padre segaba antes de comer el verde que crecía en terrenos comunales al lado del acantilado y de los caminos. Después de comer lo cargábamos en el carro y madre regresaba con ello sola hasta casa. Era entonces cuando yo corría de vuelta al instituto para aprovechar el poco tiempo que quedaba para la entrada y relacionarme con mis compañeros que usaban el comedor del centro.
Otros compañeros, de pueblos más lejanos y que no podían permitirse el lujo de pagar el comedor, abrían sus friamberas, tranquilamente sentados en el campo de la Encarnación o en el paseo de San Pedro si el tiempo lo permitía.
Por la tarde, nada más regresar a casa, solía ir a buscar las vacas al pasto y ayudaba a madre en el ordeño, la limpieza y la ceba del ganado. Me ponía con las tareas que me duraban hasta la hora de la cena cuando padre regresaba del trabajo.
Aquellos años de bachiller, a pesar de todo, me resultaron cortos y agradables porque me daba perfecta cuenta de que era un privilegiado si podía asistir a las clases y atender a tantos conocimientos nuevos con los que me asombraba y que me pagaban con creces mi gran esfuerzo.


lunes, 13 de octubre de 2014

64.- Cambio decisivo

RECUERDOS DEL INSTITUTO (I)

1.- Las obras

En un Consejo de Ministros de un jueves de primeros de año, se establece la creación del Instituto. Las obras no tardan en dar comienzo bajo la dirección y ejecución de la empresa Toriello, con tal alarde de rapidez que permitieron el inicio de las clases para el próximo curso 62/63. Aunque parezca insólito, “los contratistas de obra tuvieron sus inconvenientes para completar la plantilla de obreros fijos, por corresponder las fechas con la marcha a las tejeras y el comienzo de las labores del campo y otros trabajos”.
Fue en la mañana del 26 de noviembre de 1962 cuando tuvo lugar la inauguración del Instituto Nacional de Enseñanza Media en Llanes, pero de esas cosas me entero ahora que estoy leyendo en el volumen II: “Llanes , siglo XX”, donde se resumen los acontecimientos reflejados en este semanario en el período que va desde 1951 a 2000.
Mientras tanto, yo voy a la Arquera, desde el cursillo de agosto hasta junio de 1963. Un mes de inactividad académica y en agosto continúo, pero esta vez, ya en la clase Comercial con el hermano Pedro. No me creerá nadie si digo que el hecho de subir ese escalón fue para mí poco menos que alcanzar la cima del Everest. Allí en ese cursillo de apenas un mes entré en contacto con nuevas disciplinas como el Álgebra que suponía para mí una nueva forma de calcular bastante más sosegada con la que, mira por dónde, podía ya calcular el número de palomas que componía la bandada con la que se encontró el gavilán.
El enunciado era así de enrevesado: “Un gavilán le pregunta a la guía de una bandada de palomas por el número de sus integrantes a lo que le contesta ésta:
Si se nos unieran la mitad más de las que somos y tú, seríamos en total un ciento”
El gavilán debió quedarse bastante rato cavilando la solución por la cuenta de la vieya con lo que, cuando se dio cuenta, la presa había desaparecido.
Además, escuché por primera vez la lengua de Voltaire. Aquellos nuevos fonemas me parecían del todo difíciles de emitir, sobremanera en lo concerniente al uso del fonema /r/, ¡con lo que me había costado de pequeño discernir entre /caro/ y /carro/ o entre /pero/ y /perro/!
Un día, a pie del puesto de materiales y regalices, aún no se me olvidó, aquel buen hermano me habló del Instituto y de las posibilidades que abría para quienes estudiásemos el Bachillerato. Me explicó con todo detalle los cursos que lo conformaban y prometió enterarse para el lunes, de las fechas de exámenes de Ingreso.
Yo estaba deseando llegar a casa y explicarles a mis padres el proyecto que me había dibujado el hermano Pedro.

2.- La Matrícula y el Ingreso

No hubo falta de mucha reflexión. Acordaron que podía empezar a tramitar la matrícula de Ingreso. Así es como el 22 de agosto de 1963 me abrió en ventanilla Blanca, la secretaria administrativa, el Libro de Calificación Escolar, donde tuve que firmar como alumno y pagar las tasas académicas que quedaron reflejadas por un timbre móvil pegado en la hoja correspondiente del citado libro. El examen sería a los pocos días.
El día 7 de septiembre de 1963, víspera de la Guía figura como fecha de haber pasado con suficiencia la prueba de Ingreso, requisito imprescindible para iniciar estudios de bachillerato. La prueba era ante un tribunal formado por D. Andrés en lo que respecta a conocimientos de ciencias y matemáticas; D. Manuel exclusivamente para el tema de la Religión y D. Ricardo, el nuevo director que había sustituido a Bartolomé Taltavull, para las nociones de Gramática y Ortografía.
Las pruebas duraron toda la mañana. Estábamos esperando en la misma aula hasta ser llamados por el tribunal. Las preguntas eran elegidas por orden según la asignatura, de una batería de ellas, por lo que escuchar las respuestas de los que nos precedían no suponía ninguna ventaja para los que proseguíamos.

Aún me quedaba el trago de pasar las pruebas de las distintas asignaturas del primer curso a las que el hermano Pedro creyó verme convenientemente preparado. Yo había conseguido los libros por medio de trueque por los de La Arquera con un amigo que volvía al colegio. Así que con el material de texto necesario junto con una lista en verso de los pueblos más importantes por provincias, fue como aprendí y repasé de geografía de España todo lo referente a comarcas, pueblos, ríos, costas, climas y cultivos. Eché en ello los últimos días de agosto y primeros de septiembre aprendiendo aquella lista de estrofas mientras dábamos la vuelta a la hierba. Mi madre, mientras descansábamos al pie de la cabaña y en tanto esperábamos a empezar el ordeño, me tomaba las lecciones. Creo que ella, a quien la guerra le había impedido una correcta escolarización, se vio satisfecha por aprender conmigo aquellas retahílas y que a buen seguro, de presentarse al examen, lo hubiese pasado con nota dada su buena memoria.
No podría recordar ya con exactitud el día del examen, pero en cambio sí recuerdo que era al día siguiente de la Guía, por lo que buscando en un calendario perpetuo me sale lunes. El día del examen de primero, lo mismo que en el de Ingreso, no quise ni mal ni bien que me acompañaran mis padres como hacían otros. Pensaba que me pondría aún más nervioso y me sirvió para ir perdiendo mi natural timidez, al enfrentarme solo a las situaciones novedosas.
Estos nervios, sólo me duraban hasta que leía el ejercicio y me daba cuenta de que no era tan difícil como me esperaba. Me seguiría pasando a lo largo de los exámenes que tuve que hacer y en situaciones estresantes. A los exámenes concurríamos tantos los libres como los oficiales que habían suspendido en junio alguna asignatura. Se presentaban conmigo Manuel Espina, de Andrín, animado seguramente también por el fraile que se preocupaba por nuestro futuro y J. A. Cantero, de Balmori con los que a partir de entonces tuve gran amistad. Compartí con ellos esos instantes de tensión que se producen entre examen y examen donde se cotejan los resultados.
La lectura incorrecta de una cifra puesta en el encerado me costó el suspenso en Matemáticas. Nunca sabré si fue causa de una miopía escolar sin detectar, que sólo años después me diagnosticaron en Oviedo y me corrigieron con gafas. También dejé por hacer el examen de Gimnasia sueca porque no tenía ni idea en qué consistía tal asignatura.
El examen final correspondía a la asignatura de dibujo artístico. En la escuela primero y en el colegio después había aprendido a dibujar con cierta soltura y a usar tanto el lápiz como el carboncillo y la pluma de tinta china, por lo que pensaba que sería una prueba relajante. Recuerdo que D. José Purón Sotres, de quien yo no sospechaba ni por lo más remoto que era un consumado artista, se acercó a mí y me dijo:

Tú, parraguesu, pinta una manzana. Yo eché todo el empeño en ello.   

miércoles, 8 de octubre de 2014

63.- Regalos más recordados

Arriba, en el piso de mi casa desde la sala central se abrían cuatro puertas que comunicaba con dos habitaciones al norte del edificio, otra a la galería al sur y la puerta de acceso al desván, así como el hueco de la escalera de bajada. En esa misma sala en la que me recogió Titas, la comadrona que había ido a buscar mi padre a Pancar, era el lugar preferido, junto con la galería con la que compartía tabique y ventana. Aquella sala con tantas puertas haría pensar en cualquier mansión, pero nada más lejos de ello. Los cuarenta metros cuadrados en la perspectiva de un niño dan para mucho. Allí veo un armario grande con luna en una de las puertas y un cajón a todo lo largo en la parte baja que no podía yo abrir por el desnivel de sus maderas. En este armario se guardaban las cosas más variadas como las aspirinas y la caja de la jeringuilla con su racor y aguja, los recibos de los pagos a la iguala médica, los de las mensualidades de la compra de la casa y una caja metálica con fotos, recordatorios de Primera Comunión y otras de defunción.
La parte superior del armario era el hangar de un hermoso y reluciente avión con el que sólo se me permitía jugar en escasas ocasiones en que como se suele decir, "en los días en que se visten los curas", domingos y días festivos. No maltrataba los juguetes, pero debieron descubrir en mí una precoz inclinación a revolver las tripas de los juguetes para desentrañar su funcionamiento, y lo qaue es peor, con tan solo la vieja tijera del cesto de la costura y el cuchillo de pelar patatas, por falta de destornillador u otra herramienta. Con tal previsión de mis padres, fue la forma de que me durase bastantes años. Al rodarlo por las maderas de la sala, rugía su ficticio motor que consistía en una rueda rasposa que friccionaba un pedernal con lo que producía una cascada de chispas que hacían lucir el interior de la tobera, Una rueda, volante de inercia lo hacía avanzar recto si colocaba la rueda de cola por el carril que formaban la deteriorada machambra de dos tablas. Me lo había regalado mi tía Piadosa cuando vino la primera vez de Caracas, junto con una bolsa de canicas cristalinas que llamábamos "mejicanas", que desde entonces, se generalizaron y sustituyeron poco a poco a las de barro y piedra. Fue uno de los regalos más bonitos que me hicieron nunca, sin olvidar, las dos muñecas, Fernanda y Luisa que tío Paco me compró para Santa Marina cuando regresó por primera vez de México de "indianu". El Rubio era un caballo de cartón con ruedas y de mi mismo tamaño con el que jugué varios años, hasta que se rompió y entonces lo usaba para transportar los gatinos dentro de su vientre, como Ulises en la toma de Troya, bajo la atenta mirada de su madre, la gata Rayona que tomaba el sol en el huerto. El autocar de Mento, era una verdadera réplica de aquellos vehículos que llegaban al pueblo de Pascuas a Ramos. Con igual cariño recuerdo el saxofón que me regalaron mis padrinos Ramón e Hilda o la primera armónica “Preciosa” de la marca Honner que tuve para Reyes. Y de todos ellos, es curioso, me vienen recuerdos de sus olores característicos al caucho de los balones, de las ruedas del autobús y de la pistola de agua; a pintura negra del saxofón, a pintura del caballo de cartón y el olor a piedra de lumbre del avión. Al sur, había una gran galería, toda cerrada de cristal, con ventanas de guillotina cuya buena orientación le proporcionaba sol todo el día.
Desde esa galería contemplaba la actividad del barrio y el paso de las gentes a las fincas de Argandeñu, La Ardina, La Collada, Jorada y la Boriza. Conocía todos los rebaños antes de que pasaran por delante de mi galería por el sonido singular de sus campanillas, todas en perfecto acorde. Entonces dejaba las canicas o el caballo de cartón y me asomaba a las pequeñas ventanas a mi alcance, protegidas por barrotes. ¡Cuántas cosas vi desde mi galería! Era ¿cómo decirlo?…mi primer televisor con una perfecta programación diaria y de temporada. Empujando su pesada rueda, se anunciaba primero con un arpegio de flauta y después con voces el afilador- paragüero. El mielero con una alforja al hombro de la que colgaban unas barricas de madera anunciaba la rica miel de Alcarria. Otro día, las lienceras abrían sus grandes sacos de tela para mostrarlo en medio de la Bolerina. Llegaba el herrador para arreglar las cazas de los animales de tiro. Otras veces llegaba el capador o el matador con su macabra tarea. Entonces yo cerraba la programación por no oír los alaridos de los animales ni percibir el olor de la chamusquina mientras los rasuraban. Olvido, la gitana, solía venir con sus blancos cestos de mimbre. Salud y Carmen, anunciaban a gritos la frescura de sus sardinas los martes. Y también Hipólito desde la Arquera para comprar crines; el chatarrero, el que compraba lana, los tratantes de ganado que se acercaban hasta la misma puerta de las cuadras para ver si podían llevarse algún animal para la feria del viernes en Posada. Desde las ventanas de esta sala que daban a la galería recuerdo el cielo encendido por las llamas que carbonizaron la cuadra de una hermana de mi abuelo paterno Santos, tía Lola, en el barrio de Tresierra.  Era casi de madrugada cuando Dora, que vivía enfrente de nuestra casa, dio los gritos de alerta en el barrio. Mis padres me dejaron dormido mientras ellos acudieron a apagar el fuego como todos los vecinos llegados desde todos los barrios. Máximina se encargó de tocar las campanas a rebato. Primero se llevó el agua del depósito de la tarazana de la casa de Doña Lola y cuando aquella se agotó, acudieron a los bebederos de la fuente de la H.ornica y del Cañu. Los calderos de cinc volaban de mano en mano como eslabones de una cadena humana, sin descanso. La casa colindante a la siniestrada era de tío Juan, hermano de mi abuelo materno, Marcos, y corría peligro de quemarse con la viga que ardía en la siniestrada. Mi abuelo, sin decir nada a nadie, se subió al tejado y con un hacha cortó la viga evitando así que el fuego entrase por ella a la casa de su hermano. Había un cálido viento del sur. A escasos metros peligraba el henal de hierba de Narciso, también hermano de mi abuelo. Tuvieron que mantenerlo húmedo para evitar que el fuego pasase la calleja con alguna ascua. El calor generado impedía acceder con el agua por el norte así que tuvieron que acercarla por el camino del sur. Yo quedé solo en casa. Con el sonido cercano de las campanas doblando a fuego, desperté y me levanté asustado para buscar a mis padres en su habitación, pero al comprobar que estaba solo abrí las contraventanas y el cielo enrojecido iluminó la sala. Esa misma noche aumentaría la población del barrio con el nacimiento de Ramonín, un primo mío, por lo que es la clave para saber el día exacto de este suceso y confirmar la edad de tres años que yo tenía.