viernes, 29 de agosto de 2014

59.- El sueño de su fundador

4º.- D. MANUEL CUE FERNÁNDEZ

Antes de continuar con los recuerdos adolescentes me parece adecuado hacer una reseña histórica de este centro escolar.
Su fundador, D. Manuel Cue Fernández, nació en el caserío de La Arquera el 9 de junio de 1834, hijo de Francisco Cue Somohano y María Fernández Abarca, labradores acomodados y apreciados por todos. Pasó su niñez junto a su abuelo D. Juan Fernández García, uno de los primeros comerciantes llaniscos con quien adquiriría, las primeras nociones comerciales, fundamentadas sobre los conocimientos primarios recibidos en la Escuela Pública. Animado por el abuelo emigra a Cuba y en la Habana trabaja como dependiente en el comercio propiedad de José Caridad Junco. Una vez aprendido y adquiridos crédito y medios, se asocia con otros comerciantes y fundan una sociedad mercantil de nombre “Cue, Gutiérrez y Cía” que con el buen funcionamiento que tuvo le permitiría regresar a Llanes por primera vez en el año 1865.
Quizás sintiéndose agradecido de la fortuna que le sonreía, fraguó pronto la idea de mejorar la instrucción de los jóvenes de la zona, preparándoles para trabajar en el comercio de la Villa como para ahorrarles las penurias y sufrimientos de la emigración que era el destino de tantos llaniscos. Así surgió la idea de construir un colegio donde se enseñase a los niños entre los diez y los catorce años de edad los conocimientos de 1ª Enseñanza y además las enseñanzas complementarias de idioma Francés y Comercial. En un principio estaría destinado a dar cabida a unos ciento cuarenta alumnos de las familias más necesitadas que no pagarían nada y de entre ellos, aquellos que fuesen de solemnidad, es decir, claramente pobre, también recibirían gratis los libros y los materiales de uso necesario. Se establec también, no de forma rigurosa, el número aproximado de matrículas por localidad de esta guisa: La Carúa, Pancar de Arriba y Pancar de Abajo, 15; La Portilla, 5; Parres, 10; La Pereda, 5, Soberrón y La Galguera, 10; El Acebal, Cobielles y Purón 17; Andrín, 6; Cue, 15; La Villa, 55. Otros diez alumnos serían admitidos de pago, como mantenimiento de las instalaciones.
Volvería de Cuba por segunda vez en el año 1874, fecha en que se casó en Santander con María Abarca Junco, y donde fijaría residencia y centro neurálgico de sus gestiones comerciales con ultramar y de otras empresas que le aportaron pingües beneficios. La muerte, a la temprana edad de cincuenta y cinco años le sorprenderá el 31 de marzo de 1889, tras previa enfermedad, cuando la ejecución de su proyecto educativo estaba aún sin finalizar, pero que doña María Abarca Junco, su viuda, tío D. Manuel Junco, y D. Benigno Pola Varela, hermano político suyo al estar casado con su hermana doña Ana Cue Fernández, como ejecutores albaceas se encargaron en cumplir al pie de la letra sus designios testamentarios.
Aquí he de hacer un inciso rectificador a lo escrito por mí en un anterior capítulo sobre esta noble fundación llanisca cuando hice un anacronismo al decir que “Las niñas, no contaban en sus objetivos,” (…) ─lo que seguramente no era cierto ─ con la segunda observación mía que lo achacaba a “la falta de coeducación de la época que nos tocó vivir, en la que se empeñaban en separar los géneros para todo” de la que no es preciso que me desdiga. Esta explicación la hago porque un estimado amigo y asiduo lector al que tanto por su conocimiento de la Arquera de donde es vecino, como por la edad y experiencia, le presupongo fiable, me dice que la finca colindante al norte con la originaria donde se levantó la obra, fue adquirida para anexarla con el fin de construir otro edificio destinado igualmente a las niñas de las familias más necesitadas de la zona.
Este dato me resulta válido al menos para confirmarme en el aprecio que siempre me inculcaron hacia el prócer y filántropo señor que a buen seguro hizo que la vida de muchas personas cambiase totalmente.
No es un caso aparte, ni mucho menos, entre los indianos llaniscos. Faustino, Nemesio y Sinforiano Sobrino Díaz, hijos llaniscos fueron los fundadores a sus costas de la institución de enseñanza libre del Colegio de la Encarnación de Primera y Segunda Enseñanza.
La Escuela Santa María de Cardoso, en la parroquia de Hontoria, fue el sueño hecho realidad de D. Francisco Hoyo Junco al crearla tanto para las niñas como para los niños pobres del Valle de San Jorge. En ella se impartía la Enseñanza Primaria y además en La Comercial se les preparaba con el mismo fin de la emigración.


miércoles, 27 de agosto de 2014

58.- Las clases en la Sección 2ª de la Arquera

3º.- Comienzo del curso

Volvía septiembre y daba comienzo el nuevo curso, esta vez fuera de la Escuela del pueblo. Estrenaba pantalón mahón azul marino y botas “Chirucas” que se ajustaban a mis pies como guantes y sentía su lona sujetar mis tobillos. Mi madre me tenía ya preparado el desayuno para cuando regresaba de ayudar a mi padre en la siega matutina por los cados de las Llastrucas. El maletu había quedado preparado desde la noche: un cuaderno, los “Alpino” de colores, el “BIC” tinta azul, una MILAN 430 blanca, una regla de madera ribeteada de metal y un tajador de cuchilla abierta en forma de arco. Los libros llegarían dentro de la primera semana, nos habían avisado el último día del cursillo. Estaba ilusionado porque tenerlos y serían los primeros en formar mi exigua biblioteca de consulta junto con la Enciclopedia “ALVAREZ”, sobre el alféizar de la ventana al lado de mi cama.
Al bajar la Piniella, el viejo e inclinado nogal no sé si tanto por el peso de tantos niños como soportó en los recreos como por la acción del viento o del terreno, me dejó pasar no sin un sentimiento de pena. Miré con nostalgia los cristales de las ventanas del aula de niños donde había estado ocho años de mi infancia y sentí el vacío provocado por el paso inexorable del tiempo que nos transforma, etapa a etapa, sin borrarnos nunca la mirada interior de niño. Creí percibir el guirigay de los juegos a las canicas en los soportales, pero eran tan solo fantasmas. Cuántas veces, años después de aquella marcha, al pasar por los portales, creí percibir el olor acre a tinta, el olor dulce de la goma de borrar o simplemente el verdín de las rocas que cierran el entorno. Los amigos con los que había compartido bancada, Pancho, Juan Armando, Panchín, Benjamín, Fernando, Manolo, Pepín… unos primero, otros ahora, habían abandonado la escuela, como yo, para siempre. Esto pensaba, al menos en aquella mañana, camino del colegio de la Arquera, pero qué poco de cierto tendría. Me sentía orgullosamente mayor de completar estudios en aquel colegio que tan bien había preparado a otras generaciones anteriores de parragueses. Debía apretar el paso para no llegar tarde; el resto de alumnos ya habían pasado, me dijeron en Pedrujerrín. Unas sensaciones agradables a madrugada percibieron mis sentidos, en tanto los rayos del sol acariciaban tímidamente las crestas del Texéu. Dejé atrás la Jorna de la tía María y abrí la portilla del Pandiu que volví a cerrar para que el ganado no pasase a las fincas. Se abría a mi vista Valle la Mier y Valladar sembrados de maíz y en la lejanía el Colegio, bajo la cuesta de Cué. El camino engañosamente me quería llevar a la derecha hacia Cuetupuñu, pero tomé el sendero que cruza el Cuetu la Taberna. Desde él tuve tiempo para contemplar el recio roble que se levantaba a la vera del Camino Real y, bajo él, el humilladero. Todo aquel paisaje entrañable, dejó de existir en dos intentos de modernización de las vías públicas y apenas tengo otra imagen que la del recuerdo, no siempre fiel del paisaje cambiante. Bajé el cuetu y me acerqué a la vía del tren. A la derecha, el molín “Las Mestas” con su presa de caliza por donde salta el agua del Melendro, tantas veces rebautizada desde su nacimiento. Evitadas las oscuras fauces del ingenio y los canales que la pudieran llevar al molino de La Vega, discurre cantarina río abajo, en busca de la mar y no sabe que a unos centenares de metros intentarán hacerla suya en el molín de La Llavandera, en la Serrería del Nino, en el molín de Rico o en el de Cagalín, después del cual, en el lavadero municipal ahogarán con vapores de cloro y jabón “Chimbo” sus exiguas fuerzas tomadas al pie de las cuestas.
Retomo el sentido. Cruzada la vía, saludo a Pedro el molinero que lleva una macona con verde a cuestas y cruzo el valle de la Vega hasta perderme por entre los negrillos guardaban el camino antes de abocar a la carretera. La portilla del patio está abierta. Algunos niños juegan al balón; otros, los nuevos, esperamos observantes el momento de entrada. Vienen los más pequeños de Llanes acompañados por sus padres, o de la mano de sus hermanos mayores, responsables de ellos, como un río humano, a contracorriente hacia las fuentes del saber. No hay apenas tráfico en la carretera en aquellos años. Era más corriente ver pasar un carro de caballo que un coche, una bicicleta que una moto. En bicicleta llegan desde Vidiago y hacen su entrada por la estrecha portilla de forja, Toño González, “El Trisqui”, de Puertas, Juan Martínez, de Riegu, y García, de La Galguera, midiendo con exactitud el estrecho paso con toda la fuerza de inercia que les daba la bajada de la carretera.
Suena la campana y se abren las puertas del colegio. Delante de las escalinatas se hacen filas, costumbre adquirida de la vieja instrucción, supongo, acentuada por el espíritu militar que en los últimos años había imperado en todas las esferas sociales. Pero de eso yo no me daba entonces cuenta. Mi única preocupación era la relación con los compañeros nuevos. De aquel curso habrían de surgir no pocas amistades.


martes, 26 de agosto de 2014

57.- Organización escolar en La Arquera

2º.- El edificio.
Desde el Colegio de la Arquera se abastecían los puestos de trabajo mejor considerados que requerían un cierto nivel de conocimientos comerciales con los alumnos de mejor rendimiento académico que habían completado los cursos en la Clase Primera o Comercial. Posiblemente serían también por ello los mejor remunerados de la Villa, empleados en el Ayuntamiento, Juzgado, Arbitrios, Banca, Estación, Electra Bedón, Sadi, y demás Comercios de la villa, habían pasado por los pupitres de La Arquera. Otros con destino a la emigración a América, con la preparación para llevar por sí mismos un negocio, que les aportaba el estudio del Cálculo y de la Contabilidad, Álgebra, Francés, asía también por la calidad de la letra manuscrita para los libros de asiento y registro, característica singular de este colegio, tanto que llegó a ser una marca y distintivo digno del elogio el dibujo, y la caligrafía en letra inglesa, redondilla y gótica, hasta el punto de decirse: “¡Cómo se nota que fue a la Arquera!”.
Cuando paso por delante del Colegio, no tengo por menos de acordarme de aquel mes del verano del 62 cuando asistía por primera vez a sus clases. Nos formaron delante de las escalinatas y el director leyó la lista de todos los alumnos y la sección a la que debíamos acudir. A mí me tocó en la Segunda con el Hno. Arsenio, un tipo, a decir de antiguos alumnos suyos, duro de pelar.
El colegio, está construido en dirección Norte-Sur y las secciones iban así: Segunda, Primera y Tercera. Después venía la Capilla que cuando se usaba para todo el colegio utilizaba la Tercera, porque se valía de las mamparas que se corrían con facilidad dependiendo del evento que se diese. Otras veces se abría la mampara que separaban la Tercera y la Primera para acoger al teatro o festival navideño. Para dar las notas trimestrales, se unían la Segunda y la Comercial. El director nos llamaba, uno a uno, en orden descendente de puntuación para entregarnos la cartilla. A los diez primeros, los agasajaba con un regaliz “ZARA”; a los diez siguientes les daba un anís de bola, tamaño pequeño. El resto podía estar contento si no le dirigía algún reproche o le allegaba algún coscorrón, si se le ocurría hacerse el gracioso por haber suspendido.
Al Sur, se levanta la parte del edificio que acogía a la comunidad de Hermanos de La Salle. Por la parte del Este, entraba la luz suficiente para las aulas y quedaba la huerta que plantaban para su consumo y el pozo del agua.
Al Oeste y al Sur estaba rodeado por el patio de grava fina donde formábamos y jugábamos en los recreos. Una fila de plátanos cerca de la pared que cerraba el ámbito cerca de la carretera, daba sombra y hojas y algún golpe que otro cuando tropezábamos con sus troncos en las competiciones de fútbol. Coronaba el patio al norte, un pequeño jardín donde se levanta la estatua del prócer, D. MANUEL CUE al que rindo agradecimiento por haber dispuesto en su testamento que acogiese a los niños de los pueblos. Las niñas, no contaban en sus objetivos, pero sería por la ausencia de la coeducación en las aulas en la época que nos tocó vivir: En las escuelas, un muro separaba los dos patios; en las iglesias, los hombres y las mujeres ocupaban lugares distintos.



56.- La salida de la Escuela Primaria

Corría el año 1962 y el periodo escolar había dado fin. Treinta años atrás, a la edad de catorce años, mi padre ya se ganaba el jornal sin haber pasado un período de prueba como ayudante, aprendiz o peón; claro está, él era el segundo de diez hermanos y yo era solo. De todos modos, la perspectiva de futuro, dentro de la penuria en la que nos movíamos, aunque sin ser percibida, era amplia como para satisfacer nuestra ilusión de aportar a la economía de la familia.
Se me abría un abanico de posibilidades: Podría irme de aprendiz de mecánica. Lo intenté en el “Garaje América”, pero en aquel preciso momento no necesitaban de nadie. ─Dentro de unos meses, vuelve ─, me dijeron, por darme largas.
Pregunté en la Serrería “Perela” y ─Como acabamos de admitir varios obreros, la plantilla está completa.
Otra posibilidad no más factible era la de dar con un albañil que precisase de pinche. Esta idea me gustaba más que las anteriores. Solían cobrar más, aunque el trabajo tuviese momentos duros, pero daba la posibilidad de aprender del oficio y acabar como oficial y ponerse uno por su cuenta o fichar en la plantilla de alguna empresa de las muchas que se prodigaban en el ramo de la construcción.
Era verano y el trabajo en casa no faltaba: la hierba, el sallo, la cosecha y la atención al ganado que teníamos en la cuadra.
Pero hay que ver las vueltas que da la vida y cómo nos va dirigiendo a cada cual por su camino. Quedaba otra manera de enfrentarse a la vida por otros derroteros distintos a los de la esclavitud del campo. He de aclarar antes de que nadie se altere, que muchas de las personas que se dedicaron al campo, vivieron felices e incluso lo hicieron con cierta holgura. Claro está que no partieron de cero porque habían heredado fincas suficientes. Aparte de eso, el tiempo me habría de enseñar que la felicidad no siempre va unida a la prosperidad económica y social de las personas.
¿Estudias o trabajas? Era la pregunta comodín cuando se quería iniciar una conversación con alguien que refleja bien a las claras las dos vías aparentemente opuestas de la vida. La respuesta dada situaba en la escala social al cuestionado. Los padres, cuando podían, intentaban que sus hijos no llevasen la vida que ellos habían tenido exclusivamente con el trabajo. Obviamente, dependiendo de qué trabajo desempeñaban, les animaban a seguir con el de ellos. Pero para el entorno en el que me movía las contestaciones más habituales habrían de ser las dos a la vez: estudio y trabajo.
A veces, no es suficiente querer, sino estar en el momento adecuado en el sitio preciso.
Mi prima Tere, tres años mayor que yo, habló conmigo y con mis padres y los animó a que me enviasen al cursillo del mes de agosto que se hacía en el Colegio de la Arquera dirigido por los Hnos. de La Salle. Normalmente, los niños a la edad de siete años ya comenzaban en el colegio, aunque era también costumbre hacerlo en edades posteriores, dependiendo de múltiples factores familiares, ambientales y educacionales. Yo había permanecido en la escuela de Parres toda la etapa de Primaria, porque todo hay que decirlo, D. Manuel era un buen maestro y no había disculpas para cambiar de centro.

Así que, un domingo, después de la misa que daba D. Remigio, el cura de Pancar, en la capilla de la Arquera, fuimos recibidos, mi prima y yo por el Hno. Pedro González. En un pequeño salón, sentados los dos delante de la mesa del director, pasé una prueba de preguntas sobre cultura general que abarcaba tanto nociones gramaticales como cálculo mental, pasando por el conocimiento de geografía y catecismo. Quedaba admitido. Había tres secciones: la Tercera para los más pequeños hasta los once años aproximadamente; la Segunda y la Primera, en las que la clasificación iba más en consonancia con los aprendizajes que con la edad.  

miércoles, 6 de agosto de 2014

55.- El Teatro Benavente

Vagamente recuerdo, hacia el año 1954, la primera proyección de cine a la que me llevaron mis padres. El argumento estaba desarrollado en un circo donde dos famosos trapecistas con sus habilidades intentaban ganarse la admiración de la chica que les acompañaba en el trapecio, cuando el desenlace final fue trágico por la caída de uno de ellos, al ser manipulada previamente la escala con tal fin. Creo que me impresionó bastante.
Escasos diez años después, cuando cuatro "melenudos" de Liverpool daban gritos en las salas de fiestas de su ciudad, en Llanes no había salas de fiestas. La única posibilidad de socializarse a la vez que divertirse la juventud estaba en las gradas de El Benavente. Las dos de la tarde de un domingo cualquiera. Los jóvenes nos reuníamos en La Pandina, confluencia de caminos junto a la carretera para bajar a Llanes. Con aires de mocitos, el pelo hacia atrás que no acaba de doblegar el trazado de la raya a la izquierda, más propia para niños, olor a jabón de "La Toja" y a masaje mentolado confirmaba con creces nuestra pubertad lo que el cabello se esforzaba en desmentir.
En el bolsillo trasero del pantalón de tergal, tan bien planchado a la raya, asomaban los tres picos del pañuelo con el olor característico del hierro de planchar, difícil de explicar con palabras para el que no lo haya conocido. En uno de los bolsillos laterales, tintineaban algunas monedas de peseta, otras de doble real con varias perrinas y perronas, que eran las de cinco y diez céntimos respectivamente, más abundantes y que por su sonido apagado desdecían del conjunto monetario, pero contribuían a hacer bulto. Toda la pecunia en conjunto rara vez sobrepasada el duro, pero era más que suficiente para entrar al cine y golosinear al descanso en el ambigú.
Aquella concentración sentados sobre la pandina cerca de El Rosal, ahora me recuerda la entrada del otoño cuando las golondrinas se juntan sobre la comba que hacen los cables de la luz entre dos postes para emprender el viaje.
Había sido construido, apenas cuarenta años atrás, tras la eliminación de las Marismas y la canalización del río Carrocedo. Parecer ser que, a pesar de haber donado el Ayuntamiento los terrenos, aquella ubicación resultó altamente costosa por la construcción a caballo sobre las dos orillas del río y la plataforma en pequeña rampa que la unía al puente. Desde entonces no pudieron pasar las embarcaciones de cierta altura como lo hacían antes. Su inauguración tuvo lugar el 24 de agosto de 1924. Curiosamente un mes antes, concretamente el día de la Magdalena, Llanes estrenaba también el campo de fútbol del Brao, en La Portilla.
Las cuatro de la tarde de un domingo cualquiera, de los años ochenta. Un viento frío que viene del Cuera, gélido de lamer la nieve, enfoca por la calle principal y se desliza en hilos para recorrer el resto de calles hasta calentarse e impregnarse del aroma de café que sale de las cafeterías. Después sube al paseo San Pedro por entre los tamarindos. En El Puente, los mocitos de pelo erizado a colores, desfilan hasta el lugar de encuentro junto al muelle. Al otro lado de la ría con los prados de Tieves de fondo y un bosque de eucaliptos moteando el horizonte se levanta aquel magnífico Teatro Benavente que aguanta orgulloso el embate, a duras penas, del tiempo y del abandono. En el tejado del viejo Teatro, "las gallinas del contramaestre" , como les llamaba Remigio, viejo lobo de mar y compañero mío en las obras, a las gaviotas, engrasan con el pico su plumaje y lo secan al trémulo sol de mayo. Las hierbas también ascendieron al tejado, por ver la mar.
Es difícil para los que lo conocimos en su esplendor girar la cabeza y no tropezar con su silueta recortada sobre los cuetos de Tieves. Abajo, la puerta enrejada es como un rayado en el paisaje. Entorno los ojos para mejor recordar y aún veo la gente salir ya de noche comentando las escenas, abrochándose la gabardina y subiendo el cuello al estilo del hampa o abriendo el paraguas.
La rampa de bajada al cine, siempre será para mí el arquetipo de todos los teatros del mundo cuando leo un relato. El teatro y dos farolas que custodian la entrada desde el puente dan al lugar un halo de ensueño y misterio a la vez.
Parpadeo. Se me fue el santo al cielo. Ahora, una tarde cualquiera del mes de agosto, mediada la segunda década del siglo XXI la gente se agolpa en el puente y en todas las calles o se sienta en las cafeterías de la vieja plaza de abastos, bajo las sombrillas a dejar pasar las horas. A pesar del gentío no se oye más de un murmullo, los coches no pitan, los niños no chillan, no hay remaqueras que cacareen sus productos. Desaparecieron las viejas tiendas y surgieron otras donde venden otros géneros. Las gentes no son las mismas. Apenas se ven caras conocidas, las pocas que encuentro el paso del tiempo las desfiguró como lo está seguramente la mía, pero que no se da uno cuenta por especular, es decir, verse en el espejo como nos ven los demás, pero sin fallos, tan jóvenes como siempre. Los edificios ahora están arreglados y ganó en belleza la villa, pero le falta el Benavente y también el viejo puente, el Sablín, el Palacio de la Guía, la dársena, la plaza, la compuerta y hay otros nuevos que salen sobrando de feos y fuera de estética.
El puente, es cierto, perdió la peligrosidad de antaño y la gente que pasa puede sentarse un rato sobre los bancos metálicos en lugar de hacerlo sobre la panda de piedra del antiguo y se dedica a sacar fotos para mandarlas al instante a cualquier parte del mundo, donde seguramente las reciben algunos nostálgicos llaniscos. Siguen siendo el centro de atención las barcas atadas a los muelles flotantes, pero no traen pescado, sólo sirven para recreo de las clases más acomodadas y contaminar el mar de todos. Sin embargo, sigue habiendo pobres por culpa de la crisis de moral de quienes saben escaquearse de la ley que no mendigan; únicamente rebuscan en los cubos de la basura junto a los supermercados para ver si hay algo que rescatar y llevar a la boca.
Uno de aquellos domingos de verano, como dije, acabada la tarea de la hierba, me encontré en la pandina a mi amigo Ike. Le pregunté si pensaba bajar al cine. Ganas no le faltaban, me dijo, pero solamente disponía de una peseta. Acaricié el duro que llevaba en el bolsillo del pantalón y sin pensarlo mucho decidí compartirlo a cambio de su compañía. Seis pesetas eran suficientes para las dos entradas. Tendríamos que andar a buena marcha los tres kilómetros si queríamos llegar para la sesión de la tarde. Cuando llegamos al Benavente, las últimas personas entraban por la puerta. Aprovechando la distracción de la taquillera, Pomposa Neira y la distracción del portero que guiaba a patio de butacas a los que nos precedían, subimos a la carrera de dos en dos los pasos de las escaleras. Arriba, Modesto “El Santanderín”, nos alumbró con su linterna de pila de petaca, el paso a gallinero. Lalo, el operador de cámara, encendía en esos momentos la lámpara dejando pasar por el ventano los primeros haces de luz de la linterna mágica que proyectaron en la pantalla las imágenes acompañadas en los altavoces por la entrada del Nodo. La voz característica del narrador explicaba que el señor ministro de industria, inauguraba a golpe de tijera un hermoso pantano. A la salida, con las seis pesetas nos fuimos al bar La Covadonga, regentado por Hortensia y Herminio donde pedimos dos bocadillos de mejillones en escabeche y sendos botellines de cerveza.
Por aquel entonces acababa de llegar al pueblo el primer televisor y con ello le llegó la decadencia a aquel majestuoso edificio que se levantaba sobre la ría del Riveru. Había sido sustituido por otro más moderno, el Cinemar en la calle Los Romanos al que arrinconarían de igual forma que a su predecesor los nuevos medios audiovisuales.

La primera experiencia televisiva la tuve en el comedor de la casa del Curru, una tarde de domingo, viendo embobado la actuación de la perrita Marylin, del grupo de artistas Vieneses y así mismo “Rin tin tin” y “Bonanza” , las series más recordadas. Teresa nos acomodaba como podía sentados en el suelo a falta de tanta silla para la pandilla de niños y niñas que nos arracimábamos bajo el Corredorón a la espera de que comenzara el programa. Posteriormente tendríamos la posibilidad de verla en la Campa, en casa de mi tía abuela Gloria Gutiérrez, en La Covaya, pero pronto daríamos preferencia a verla en el cuarto del Fresnu donde el tercer televisor hacía su estreno en los inicios de la década de los sesenta. Fueron llegando paulatinamente a otros hogares donde también se prestaban a compartir con el vecindario, según los barrios, pero aún habrían de pasar otra larga década para que la pudiese disfrutar en mi propia casa. Había otras mejoras prioritarias como la instalación eléctrica en todas las dependencias de la casa, el uso de la cocina de gas, la acometida del agua corriente o la construcción del cuarto de baño y en ese mismo orden.