sábado, 28 de junio de 2014

50.- El Magüestu

Los amarillos frutos iluminan la verde oscura copa del castañar. Ya se encuentran los senderos del bosque tupidos con un manto ocre, anunciando la inminente entrada de la estación otoñal.
Las castañas calmaron el hambre de la posguerra en todas las familias del campo y también de la ciudad.
Mis abuelos las guardaban extendidas en la salona, de gruesos tablones de castaño, a la que se accedía desde el penúltimo peldaño de la escalera que desembocaba en el pasillo entre las dos únicas habitaciones. Separada apenas con un medio tabique del pajar de la cuadra colindante del que llegaba predominante el olor a heno guardaba para mí otras sensaciones olfativas que yo adjudicaba al viejo baúl y al armario ropero de luna piada que guardaba viejas gabardinas y chaquetas de lana, siendo no obstante un recinto bien ventilado por un ventanal sin cristales al sur, un ventano al norte y el tejado por el que se deslizaba el aire entre las tejas y las ripias.  De los pontones colgaban las ristras del maíz, ajos y cebollas. Extendidas sobre viejas colchas se secaban las castañas, las nueces y las avellanas. Sobre una tarima improvisada con tablas se extendían las habas blancas y de color antes de guardarlas en sacas. En la parte más oscura, tapadas con sacos, se guardaban las patatas . Una numerosa familia de gatos nacidos por el henal se encargaban de mantener la sala libre de indeseables inquilinos.
Las castañas se asaban en el horno de la cocina de leña o bien en la chapa cimera, junto al talo de maíz sobre hojas de castaño o de berza. Era la cena habitual que acompañaba al tazón de leche fresca. Otras veces se cocían en agua con una pizca de sal, peladas enteramente o a medio pelar, a las que llamábamos corbatas. Si sobraban, se hacían sopas con leche y azúcar del desayuno.
Pero las más sabrosas eran las magostadas, por la aventura que conllevaba hacerlas. Los domingos por la tarde nos juntábamos toda lo chavalería en la bolera, junto a la escuela para decidir el lugar del magüestu. Llegados al lugar elegido, nos organizábamos en grupos para recoger las castañas, para preparar la cama de helechos y recoger la leña de la fogata.  Se mozcaban las castañas para que no saltasen al calentar y se iban extendiendo sobre una cama de helechos frescos y se tapaban con más helechos. Así asaban en dulce antes de que se quedaran como carbonilla, incomibles.
La tarea más delicada era controlar el fuego de forma que no fuese demasiado intenso ni que faltase calor constante al magostal.  Nos servíamos de las árgomas secas de los gromos, tojo, tan abundante en la zona y de helechos secos principalmente. Elegíamos una campera libre donde las llamas no pusieran en peligro el bosque y rodeábamos la fogata con piedras. Mientras los improvisados cocineros, removían las castañas con varas de avellano, los demás jugábamos a pescar, es decir, a correr a pillar hasta que las primeras explosiones de las castañas testigo que se echaban sin moscar, nos avisaban de que estaban bien magostadas.
Se retiraba el fuego y se tapaban con la misma ceniza y algunos helechos por encima para que cocieran en dulce. Pasado un tiempo prudencial, se abría el montón y con una vara se arrastraban de entre las cenizas y se extendían por el verde, de donde cada uno las iba tomando a medida que se comían.
En mi etapa de maestro, prácticamente al cien por cien en el ámbito rural, me pareció importante trasmitirlo a mis alumnos, como un legado del pasado que encontró eco entre compañeros y padres. Aprovechábamos la actividad para inculcarles el respeto al medio ambiente, al bosque y a las tradiciones, siempre acompañada de juegos y estudio de la flora y fauna del bosque, con el que deben sentirse integrados. Así fue como se transmitieron las costumbres positivas para la humanidad.
Repartidas las castañas sobrantes entre todos, sólo quedaron entre las cenizas las que decíamos “cagalitos de la zorra”, las carbonizada y las cacabiellas.
        Hacíamos el camino de regreso charlando amigablemente, entizonados hasta las orejas y suficientemente cansados, pero contentos por aquel agradable domingo que acabábamos de pasar.


lunes, 23 de junio de 2014

49.- Al buscu

La vida en la aldea, estaba muy relacionada con el bosque. Los vientos huracanados y la tala para aprovechamiento del castaño en la construcción, había mermado el número de ejemplares de este árbol autóctono; en realidad, los que quedaban raramente formaban bosque. Tan sólo se conservaban los mayores, porque ya no eran tan aptos para madera y tampoco como combustible, aparte de los frutos para consumo en el invierno. Los castaños que se plantaron a partir de entonces, los llamadas japoneses, son de crecimiento más rápido y de tronco recto sin apenas cañas, que los hace más valiosos para la serrería, pero sus frutos son insípidos y la piel se desprende con dificultad. Coincidió también con el apogeo del eucalipto para las papeleras y las minas, pues su crecimiento rápido y además porque sólo basta con plantarlo una vez y él se va expandiendo, que a la larga es un defecto más que una virtud.  
Por los caminos de la aldea, en las pequeñas camperas y en los cuetos, existen aún numerosos nogales por mor de una ley que favorecía la plantación de esta especie frutal. Se les protegía de forma que los animales sueltos no los dañaran hasta su fortalecimiento. Pertenecía de por vida, del árbol, al vecino que lo hubiese plantado así como el terreno bajo su sombra y se le reconocía el derecho a sus herederos. Recuerdo uno cerca de mi casa, conocido como “el nogal del tío Félix”  que lo había plantado, quizás en vida de su padre  y de esto hará ya más del siglo. Las nueces caídas de forma natural podían ser recogidas por cualquier persona. Sólo su dueño las podía varear.  Los rapaces las echábamos abajo a pedrada limpia; los cuervos las llevaban a estrellarlas contra una roca. A estas aves se les debe la mayoría de nogales que nacen actualmente.
Los días de vientos racheados, eran los más apropiados para ir “al buscu”. Recorríamos el pueblo para buscar las nueces caídas de los numerosos nogales plantados de esa forma al lado de los caminos y en términos públicos o incluso los que estaban en abertal. Salíamos de la escuela y en casa tomábamos un saco ya preparado para tal efecto, bocadillo de merienda en ristre, algunas veces con una onza de chocolate, queso o chorizo, las menos, y nos adentrábamos por La Mañanga, o por La Boriza, hasta los mismos límites con el pueblo de Porrúa. No era solamente la nuez, el objetivo de nuestra salida. Algunos castaños más soleados ya dejaban caer algunos frutos maduros. Las higueras plantadas al lado de las cabañas aún conservaban algunos de sus melosos frutos, mientras íbamos llenando la saca de castañas y nueces.
A veces, bajo la oscura fronda del repentino anochecer otoñal, por un inexplicable mecanismo, presentía la cercanía de algún animal que posiblemente tenía tanto miedo de mí como yo de él y se me erizaban los pelos. Golpeaba con la guillada que llevaba conmigo las cañas y escuchaba sus carreras sobre la hojarasca.
Alguna vez, el susto me vino de una voz recia del dueño de la finca en la que me encontraba buscando y cambiaba inmediatamente de lugar. Sabía de oírlo contar en casa una ley tácita, no escrita, por la que, dado el caso de que el propietario del abertal llegase a recoger sus castañas, nunca podría exigirme la devolución de la mercancía, pero tampoco yo debía esmugar los oricios para sacar las castañas. Estos eran recogidos por el dueño para llevarlos a la cuerre, construcción circular con muro sin entrada para evitar la entrada del jabalí. Así protegidas bajo su piel espinosa se conservaban hasta su consumo en pleno invierno.
En aquel tiempo de mi niñez, los recursos familiares no andaban sobrados. Todo lo que se recogía servía para el consumo del año y había suficiente para todos los vecinos. Normalmente nadie se sentía molesto porque se buscase en sus propiedades en abertal, otra cosa bien distinta era si se entraba con descaro en las que había cerradas de muro.
Cuando me parecía que la noche se me echaba encima, aceleraba el paso de regreso. Las luces del anochecer jugaban malas pasadas con los rayos deshilachados a través de los zarzales y gromos de los caminos. Eran tiempos de oscuras historias de guardias y emboscados en las tertulias, de ánimas y demonios en los sermones y de leyendas de sacaúntos y hombres del saco como para tenernos a todos en el mismo saco de la servidumbre.
Las campanas en el campanario de la iglesia, llamando a oración, con sus badajos lanzaban al fresco aire de la boriza, tristes notas que me impelían a caminar aún más deprisa hasta que divisaba los tejados de la Veguca.
Al día siguiente las nueces ahornadas en la chapa de la cocina las llevaba en el bolsillo para el recreo de la mañana. El macio que quedaba en mis manos se resistía a borrarse. Sólo restregándolas en el verdín de las piedras junto a la fuente me lo quitaba, en parte.
Solíamos recoger las nueces caídas del nogal que aún existe junto a la escuela. A los maestros, por aquello de la urbanidad que también calificaban, no les hacía gracia que llevásemos las manos pintadas del verde del maciu, que con el tiempo se volvía del color de la nicotina y ni el chimbo ni la lejía podía con la nogalina. En los maizales de La Viña, buscaba otro remedio. Algunos maíces tenían un hongo parásito, el cornezuelo del centeno, conocido por nosotros como “la mona” , con el que nos restregábamos los dedos y al aclararlo en la fuente se atenuaba el tinte y podíamos evitar un disgusto mayor en el aula.
Aún se conserva, como dije, el nogal de mi infancia en la escuela y que fue también el de mis padres, sólo que ahora, con los años, ganó en belleza con su praxitélica figura que parece no estar sujeta a la ley de Newton, a la furia de Eolo ni a la clepsidra de Cronos.

viernes, 20 de junio de 2014

48.- El Fresnu

Da su nombre este legendario árbol al último de los establecimientos de Parres que se resistió al paso del tiempo, tanto por el empeño de sus dueños como por el encanto de su ubicación, perfecto mirador desde el que se puede contemplar la paré del Texéu que parece sostenida por las Cuestas, cual sólidos contrafuertes suyos y por detrás por las suaves crestas del Cuera, aunque por medio haya una masa caliza que va perdiendo altura hasta encontrarse con el verde valle de Viango.
Antes de convertirse en tienda y en bar, fue una casa con corredor, corralada, establo y huerto en el que brotó y desarrolló un fresno que le daría nombre al conjunto y ya inevitablemente al lugar, perteneciente al barrio de Brañes. La finca debió de ser cortada con la construcción de la caja de la carretera, pues al otro lado de la misma, tenía propiedad de un huerto en el que recuerdo una higuera y dos nogales, lo que hoy está destinado a aparcamiento del bar.

Desde la Casona de mis abuelos, por la galería, se veía el Fresnu. Todos los domingos, hacía el mismo camino después de comer: De la Caleyona a Tamés, para estar con mis abuelos maternos, Araceli Sobrino Tamés y Marcos Noriega González. Siempre me esperaban de sobremesa y me enteraba de las noticias que el abuelo había escuchado del parte en la radio o que había leído en el Mundo Obrero. Cuando veo que sus ojos se quieren cerrar por la costumbre de la siesta, me despido de ellos con un beso y corro al encuentro de mis amigos que suelen citarse en el poyu del Fresnu. Aún es temprano para salir; algunos aún no han llegado. Miro para la galería de la casa de mis abuelos paternos, María Gutiérrez González y Santos González Cué. El abuelo me saluda desde ella. Subo la empinada escalera y abro la puerta de la galería. A la izquierda, está mi abuelo con su pierna amputada, fantasma, de la que aún siente el dolor del pie por el que comenzó su mal, y a la que nunca llegó a sustituir por un palo. Distrae mi mirada en la pared una foto del barco “El Cano” en el que navegaba mi tío Pepe, un calendario de la Virgen de Covadonga y la vieja radio que yo sintonizaba en Onda Pesquera para sentir en otros idiomas quién sabe si transcendentales comunicados para el mundo inmerso en una guerra fría. Al otro lado de la galería, estrechaba el paso a la habitación la vieja Singer, en la que solía yo de crío pedalear. Una begonia y un espárrago que trepaba por la pared, con la ayuda claro está de los mimos y atenciones de la abuela, completaban la decoración. Allí sentado se pasaba los días. A su alcance tenía las dos muletas de madera que le esperaban inútiles en previsión de ser usadas, hasta la hora de ayudarle a ir a su cama. En el suelo, la solitaria zapatilla, separada de su compañera que calzaba Leocadio, un compañero de trabajo y habitación en el Hospital que había perdido la pierna contraria a la del abuelo. Con él hablaba de los trenes, de la estación donde trabajó y sus viajes y servicio en la Guardia Real de Alfonso XIII. Si alguien me preguntaba a qué familia pertenecía, decía ser nieto de Santos el de la Puerta la Estación y de María la de Félix o bien, de Marcos el de la tía Elisa de las Melendreras o de Araceli la de la tía Gloria en Porrúa, con el mismo postín de quien da cuenta de su alto linaje. A pesar de su invalidez, el abuelo conservaba el buen humor y llevaba perfecta cuenta de todo lo que ocurría y pasaba por delante del Fresnu, verdadero centro neurálgico de Parres.  Cuando los amigos arrancaban por fin, me despedía del abuelo y salía al encuentro de ellos, a su paso junto a la corralada.

El Fresnu fue y es el sitio de reunión de la juventud durante varias generaciones. Primero se conoció como Casa Amalia.
Después vivieron en ella un corto tiempo Covadonga González Romano, hija de Juaco y Kika de Vallanu y Joaquín Zamora Salamanca, recién casados.
Posteriormente pasó a pertenecer a Covadonga Fernández, una vez viuda, con sus hijos Loles, Otilia y Pedro Haces Fernández.
Se quedó con la casa Otilia, Tilia, casada con Laureano Quintana Sotres, Nano, que lo abrieron como tienda, allá por el año 1958, coexistiendo con El Chispún y El Rosal, en un radio de cincuenta metros, los tres. Se vinieron a vivir en la casa con sus hijos, Roberto y  Panchito, nacidos en La Caleyona, a los que no tardaron en sumarse Moisés, Nanín y Elenita nacidos ya en la casa del Fresnu.
Está ubicado en el barrio de Brañes, aunque puede que haya quien piense que lo está en el de La Casona, pero el caso es que es un sitio de referencia social donde la juventud de varias generaciones se viene juntando para encontrarse y disfrutar de la tertulia. Primero era en el "Poyu d'Amalia", luego en el "Poyu Covadonga", últimamente se decía el "Poyu d'Otilia y ahora debiera decirse para no romper la tradición, el "Poyu d'Elenita", se da cita la juventud para salir de fiesta, en el asiento de piedra que aún conserva la casa bajo el corredor.
En el verano, las tardes en la terraza del añejo bar se van sin sentirlo. Juan Manuel atiende con diligencia y amabilidad las mesas de la terraza en tanto que su padre Roberto atiende los pedidos en la barra y su tía Elenita prepara en la cocina los pedidos para las meriendas.
Con el sonido y el olor característicos de la sidra escanciada se animan las tertulias de los grupos de mesas, en tanto de forma imperceptible, la tarde va dando paso a la noche. El disco de plata asoma su cara tras el Jorcón de Morea y parece saltar a la pata coja sobre los riscos del Cuera.
En el verano desfilan sin pausa las festividades en los distintos pueblos del concejo y las gentes regresan de sus residencias habituales para venir a disfrutar de ellas, cada cual a la de su más particular devoción o a la que le permita el acuerdo laboral con su empresa.
Los clientes se sienten abrigados por el trato que reciben aquí. Los que tenemos la suerte de conocerlo desde antaño percibimos desde esta atalaya infinidad de notas de color y olor, apenas briznas del tiempo retenido en el paisaje que nos envuelve en viejos recuerdos.

Los bares dan vida a las aldeas, como también se la da, sin duda, la Escuela, la Casa del Pueblo, la Iglesia,  y cuantos servicios públicos y privados se instalen en ellas.
Hubo con anterioridad otros establecimientos en la aldea.
Así, el bar y tienda del Tío Venancio y de la tía Benina o el Estancu de Carmen y Pepa, hermanas de Venancio, que fue posteriormente traspasados a Wences Noriega González, con cuya licencia abrió "El Rosal".
Tuvo una Sidrería Félix Gutiérrez de la Fuente, en Calvu. Abrieron un puesto de pan las hermanas Treni que lo repartía con un caballo y Amelia en Coxiguero. Muy cerca estaba el Puesto de chucherías y material escolar de Isabel Cabrera Mendoza, que trasladaría posteriormente a Brañes donde abrió bar y tienda "El Chispún". Me viene a la memoria un juego de palabras que se le decía a alguien que acostumbraba a pedir de todo y no compartir nada. Se le contestaba: -"Pues di Pende" y cuando lo repetía, se le contestaba en pareado: -"En el Chispún se vende".
También estaba el Puesto de pan de Mercedes y Gloria, en El Recuestu, "El Resbalón"  de Regina y Ramón en el Campu'l Roble y "La Güeira" de Guillermo y Lola en la Concha, viejos nombres en el recuerdo ya de muy pocos.
Desaparecidos unos, abrieron sus puertas otros: El bar "La Peña" con bolera de Fernando González Romano y Fifi Fernández Gutiérrez, en el barrio del Colláu y "El Ranchito" de Félix Quintana Díaz y Encarnita en el Cuetu Las Cerezales, ambos cerrados ya.
En plena campiña, cerca de la capilla que le da su nombre, dentro de los límites del pueblo, abrió sus puertas al público el restaurante y sidrería "La Casería de Santa Marina" en un singular marco paisajístico, regentado por Aurora Fernández González y Toño Tárano.



miércoles, 18 de junio de 2014

47.- La cultura del maíz

En el mes de septiembre se comenzaba a recoger el maíz de las h.azas. Era grato ver todas las erías cubiertas por las doradas espigas. El cultivo del maíz llevaba duras labores desde la siembra hasta convertirlo en la exquisita harina.
En primer lugar, se araban los campos con las yuntas de bueyes o vacas. Recuerdo ir de candilón guiando las vacas con la guiyada mientras que Ignacio o Santos, que eran dos de los aradores que había en el pueblo, dirigían la secha dándole la cala necesaria. En ocasiones ellos solos dirigían las vacas ya bien adiestradas, desde atrás, a base de voces y la guiyada que llevaban siempre a punto.
Después de arado el terreno se echaba el maíz y las habas a la secha para no hacer riegos y a continuación se pasaba el rastro para desterronar y quitar las malas hierbas y raíces. En algunas casas, pocas, existía ya una elemental mecanización de tracción animal, por supuesto. Aparte de la máquina de arar y el rastro, existía la máquina de hacer riegos y la sembradora. Para el sayu se usaba la de hacer los riegos.
Al cabo de unas semanas, brotaban los maíces. Cuando levantaban poco más de una cuarta, era el momento de darles el primer sayu. Para esta labor era común ver en los peazos a varias mujeres en fila llevando por delante todo el ancho del sembrado. A mí me tocaba, antes de poder con la azada, ralear las filas, arrancando los maíces menos crecidos de los que salían juntos y dejando entre uno y otro aproximadamente un pie de distancia. Los que iba arrancando los amontonaba en la orilla para llevarlos como comida para el ganado.
Pasado un tiempo, se volvía a hacer el resayu para arrimarles más tierra y protegerlos de la sequía del verano. Si el tiempo venía bien, sin demasiado viento, con algo de lluvia y mucho sol, pronto salían las panojas y las espigas. Ya maduras las espigas y cumplida la función de polinización se cortaban a mano triscándolas por el nudo inmediato de encima de la última panoja hasta completar un brazado. Así se soleaba más y maduraba antes, aunque corría el riesgo del ataque de los cuervos y de las pegas. Ya secas las panojas, en septiembre, venía la labor de cortar el maíz con la joceta y apilarlo en gaviellas cuyo número dependía de la extensión del terreno.
Otro día se venía con el carro y se comenzaba a recoger las panojas que se echaban en los cunachos de madera y de éstos a los sacos hasta llenar el carro. Si se disponía de ayuda esta labor era para un día nada más, si no, había que volver cuantas veces fuera necesario hasta llevar todo el maíz a casa. Los tazones ya sin panoja se ataban en marreñas que conformaban entre todas una nueva gavilla que permanecería en la finca para la ceba del invierno. La paya, que así se llamaba, la llevábamos para cebar al ganado por la noche. A la mañana me tocaba recoger los tazones ya pelados por los animales y picarlos en un tayu con el h.achu y lo volvía a la cama de las vacas para formar el cuchu que abonaría la siembra del año siguiente en un continuo ciclo.
En las esbillas, se juntaba la gente, familiares, vecinos o amigos en el estregal de la casa. A los niños nos gustaba tumbarnos en las montañas de purreta o recoger las barbas de varios colores de las panojas para hacernos un mostacho. De las vigas se colgaban los alambres que casi llegaban al suelo. A mí me correspondía apurrir las panojas de dos en dos a mi padre que se subía a una banqueta para cerrarla antes de que tocase con la viga. En un descuido de mi padre, osaba también enrestrar.
Anteriormente se enrestraba con xuncos secos. Se iniciaba con tres juntos atados y se añadían las panojas una a una en cada vuelta. Antes de que se acabase un junco se añadía otro y se seguía la ristra hasta que midiese una o dos escobas, dependiendo del sitio de donde se fuese a colgar. Las xunqueras venían andando desde Pimiango y Unquera con sus cargas de juncos. En el pueblo las dejaban en una casa de confianza y desde ella los iban ofreciendo por las casas. Cada vecino compraba las que sabía necesarias para el número de riestras que consideraba tener.
En el bosque recogíamos las hojas secas de los castaños, aquellas que tenían el color amarillo por ser signo de estar ya suficientemente secas. Las atábamos en manojos que colgábamos de la viga de la cocina para guardarlas para todo el año. Se usaban para colocar sobre ellas la masa de la harina. La harina se piñeraba para quitarle la cascarilla, aunténtico alimento, pero que por desconocimiento siempre se les echaba a las gallinas amasado para que pusieran más. Al menos ellas nos daban los huevos más rojos y sabrosos y en el cambio no se perdía tanto.
En un barreño de madera se amasaba la harina suficiente con una pizca de sal y agua templada, la suficiente para que no se aguase demasiado. Así hecha una bola se dejaba tapada en la endesca por un paño de cocina para que yeldase y poder utilizarla por la noche.
En la sartén con aceite si lo había y si no con el unto del cerdo se freían los tortos. Para hacerlos bastaba tomar un poco de la masa y hacerla una bola entre las manos para aplanarla luego sobre el rodillo. Se azucaraban por las dos caras y se comían con la leche fresca con su superficie de nata. Con miel, con mermelada o con queso fresco representa todo un plato exquisito. "A la ranchera" se llaman si sobre ellos se fríen, en la última cara, un huevo. Otra veces por gusto o por ahorrar el aceite, se colocaba la masa sobre las hojas de castañar y se tapaba con otras antes de llevarla a la chapa de la cocina ya caldeada. Así se asaba por un lado y con el cuchillo se levantaba para darle la vuelta. Al fin con la hoja del cuchillo se le raspaban los restos de las hojas ya quemadas y así caliente aún acompañaba, a falta de pan, al plato de patatas cocidas, a las alubias, al queso fresco o leche. También se usaban las hojas de las berzas y entonces la casa se llenaba de un agradable olor. Esta forma se llamaba talo, palabra de origen vasco y que da el nombre también a una chapa que antes de existir las cocinas de chapa se colgaba sobre el llar para asar los tortos o las mismas castañas.
Excepcionalmente para festejar algo, se hacía la borona en una batea especial que se metía al horno o entre las cenizas del llar, una vez apagadas las llamas y así cocía toda la noche. Si dentro se le podía meter chorizo en trozos o tocino entreverado de jamón, se les decía borona preñada. Con los restos de la borona al cabo de los días, se hacía una especie de sopa caliente con leche que llamábamos mazcazón. Las pulientas o polendas se hacían cociendo la harina en agua y se revolvían con un palo para que no grumasen. Una vez cocidas se echaban calientes en el plato y sobre ellas, se abría un hueco para la miel o el azúcar. Se comían con la cuchara por la orilla llevándola a recoger un poco de la miel.
En el matacío del gochu, por San Martín, se usaba la harina del maíz en la elaboración de los boronos. Entonces se amasaba con la sangre del cerdo y una parte de cebolla y otra de tocino todo finamente troceado. Los boronos se comían especialmente en el día de la matanza, por todos los invitados a la cena que se llamaba "morcilla", que eran los vecinos, familiares y más allegados. Se tomaban recién sacados de la olla donde cocían en agua y se acompañaban de leche muy fría. Se guardaban para el año cubiertos del unto que los protegía de quedarse canos. Si eso ocurría, incluso se recuperaban volviéndolos a hervir, pero ya no era bueno su sabor, aunque muchos tampoco le podían hacer reparos. Otra forma de comerlos era fritos en rodajas. Hoy se expenden en los bares como acompañantes de los vinos en el tiempo frío y se consideran como verdadero manjar y un detalle para el local. Al menos así no se pierde la costumbre del todo. Todo un manjar heredado de los nativos del continente americano de donde llegó este rico producto. Curiosamente los mismos que lo usaron en tiempos de tanta necesidad, lo consideran ahora como alimento inferior al uso de las harinas del trigo que dan el plan blanco, pero desprovisto de lo mejor del cereal. Pasados los años y con ellos los gustos cambiados, se dejó de usar el maíz. La juventud prefiere comerlo tostado o en palomitas, costumbre que nos llegó de fuera y desconoce el uso del maíz tal como lo conocimos los mayores. Los molinos a los que yo iba están destruidos unos o restaurados como casas de aldea otros, pero por suerte se vende la harina en las tiendas de comestibles y puedo aún darme el gusto de recordar por el paladar los tiempos lejanos de mi niñez. En algunas panaderías aún fabrican las boronas y los panes mixtos de harinas que los hacen extremadamente ricos y nutritivos.

46.- Los frutos del otoño

        Aquel otoño había venido acompañado de días calurosos como si fuesen abandonados por el verano en su marcha. Los frecuentes e inesperados chubascos y las bocanadas de aire del sur maduraban los frutos ya de por sí adelantados. En las tardes de los sábados sin nada mejor que hacer, tomaba el camino empedrado que discurre desde mi casa hasta los confines del pueblo. Llevaba colgado al hombro un saco de yute con el que taparme en caso de lluvia y en la mano una saca hecha por madre de la cubierta azulada de un viejo colchón de purreta.
Había recorrido varias veces el camino acompañando a mi madre o a mi abuela, por lo que ya no suponía para mí ningún peligro de extravío. En mi memoria era capaz de dibujar cada rincón del camino, cada cuesta y cada entrada a las fincas y aún varias décadas después aún conservo hasta la imagen de sus propietarios haciendo labores de siega, aunque se me hayan, en cambio, borrado sus nombres. Sabía pues, dónde encontrar las castañas más adelantadas o las más tardías y dónde las daban dulces, otras abiertas de su piel y las cacabiellas y, entonces, ni perdía el tiempo buscando bajo ellas.
Calzado de botas chirucas, evitaba los charcos para no mancharlas si quería conservarlas para las demás ocasiones. Era mi mejor calzado, mi único calzado para ir a la escuela por semana o el domingo a misa. Eran más aptas para esconchar castañas o esmugar nueces que las madreñas. El camino se adentraba a trechos en una espesa fronda de avellanos y en otros se abría paso entre prados cercados por muros de piedra. A poca distancia del bosque de La Mata, debía desviarme a la derecha y subir por una pendiente donde enormes castaños sembraban por el suelo sus ariscos frutos. En uno de los troncos que el rayo había herido en el invierno anterior, observé con sorpresa el redondo nido labrado del picanoriu. En muchas ocasiones había escuchado el “toc toc” perdido en el fondo de los bosques de su acerado pico, pero nunca había tenido ocasión de encontrarme alguno.
Dejaba colgado el saco de un gromu, para verlo cuando me marchase e iniciaba la recogida de las castañas. Una vez llena la bolsa la volcaba al saco que corría de lugar para tenerlo más a mano. Doblando una caña de castaño la convertía en rudimentaria tenaza con la que sacaba las que quedaban enredadas al caer entre las bardas.
Aún con suficiente luz, me adentraba hasta el Requexáu donde había una cabaña con su higuera y algunos nogales más. Era territorio desconocido para mí y cualquier ruido en la hojarasca hacía contener el aliento hasta oír con claridad los latidos del corazón. Podría haber sido la caída de una pella de oricios como los pasos de alguien dedicado a la misma tarea o también la llegada del dueño o la presencia del jabalí: en cualquiera de estos dos últimos casos se aconsejaba la retirada. La frondosidad del lugar parecía comerse la tarde. Al salir de aquel estrecho y oscuro valle la tarde volvió a recobrar la luz perdida. El saco continuaba en su sitio oculto bajo unos helechos. Lo recargué para atarlo y llevarlo terciado en mis hombros. Otro día continuaría el camino hasta Jou’l Duque o seguiría primero hasta Jorada, pero para ello habría de salir antes de casa.
Había aprendido bien las normas transferidas oralmente de padres a hijos sobre la recogida de los frutos. En los comunales y lugares abiertos, nadie podía decirte nada porque entre todos se compartían escaseces y abundancia. Tratamiento aparte dábamos a los árboles, generalmente nogales, plantados por algún vecino en terreno un comunal. Árbol y terreno bajo la sombra de sus hojas pertenecía de por vida del árbol a quien lo plantó o a sus herederos. El usufructo hacía ley, podría decirse. Sólo la caída del árbol devolvía el comunal a todos en el caso de que no se plantase uno nuevo en su lugar. Estos árboles debieron de ser plantados bajo la tutela de alguna ley protectora para fomentar la forestación y quizás para enmendar la devastación producida por algún vientón, como se solía llamar a los huracanados. Así, por poner un ejemplo, recuerdo dos nogales en los esconces del camino a Tresierra, pertenecientes al tío Félix Hano de la Pereda. De ellos recogíamos al pasar lo que por el viento, la lluvia o la maduración se caía al suelo, pero nunca se dimían con varas, hecho reservado a su propietario. Día a día, al pasar bajo ellos íbamos recogiendo las caídas. En el caso de que llegase su dueño, cosa improbable, bastaba con dejar de pañarlas a no ser que él nos diese permiso. En ningún caso se le ocurría pedirte las que ya llevabas recogidas.
Las castañas eran el alimento más común entonces y constituían la reserva de alimento para el invierno, la estación más dura del año. Había toda una cultura entorno a este rico fruto. Las comíamos crudas, mientras las recogíamos, eligiendo siempre las más amarillas por resultar las más dulces. Nos aconsejaban no beber agua ni comer demasiadas si no queríamos que nos doliese la barriga. Después de secas al sol unos días, se les pelaba la primera capa para cocerlas en una tartera con agua y un poco de sal. Bien cocidas, tiernas, se les retiraba el agua y así calientes, en medio de la mesa, cada cual a su ritmo las pelaba de los restos del pulguín o segunda piel que es muy amarga, para acompañar a cortos sorbos de leche fría. En algunas partes las asadas de esta forma se las llama pulguines en referencia clara a esta segunda piel.
Menos trabajo que las cocidas daban las corbatas, a las que se quitaba, a punta de cuchillo, solamente una tira de la primera capa. Daban más trabajo, en cambio, al comerlas porque sudaban y la piel no despegaba bien. Para mí gusto, bien merecía ayudar a pelarlas del todo. Posiblemente con prisa y en el caso de familias numerosas, ― estoy hablando de entre ocho y catorce componentes ― es posible que se hubiese descubierto esta forma para no pelar tanta castaña, aunque también es cierto que con tal prole, se solían repartir muy bien todas las tareas y entre ellas, a alguien le tocaba la de pelar castañas o patatas, antes de llevar a cabo otras más duras.
Las asadas en la chapa o en el horno se llevan la palma, a mi gusto, en el sabor. Para asarlas les mozcábamos un trozo para que no reventaran en las narices de nadie. Se removían para darles la vuelta de vez en cuando con el hierro de la cocina. Al poco, un exquisito aroma dulzón invadía la casa. Solían ser el segundo plato de la cena, después de las patatas guisadas con pimentón y hoja de laurel que muchas noches tomábamos para irnos con los pies calientes a la cama.
Anteriormente, al no haber cocinas con chapa ni horno, se hacían tamboritadas en un tambor hecho con chapa agujereada y con asa para removerlas de vez en cuando colgadas de la cadena bajo la campana del llar. En este caso no era preciso mozcarlas. Cuando comenzaban a reventar era señal de que ya estaban asadas la gran mayoría.
Las que se quedaban demasiado secas con el tiempo, las mayucas, se comían crudas y de duras que resultaban había que rucarlas. Cocidas en leche con miel o azúcar estaban bien tiernas. Había quien las usaba también como base para una sopa.
El problema de conservación se resolvía evitando la humedad y los roedores. En casa, una vez secas se guardaban en el arcón o en el mismo desván, junto a las nueces, las alubias y las patatas. Los numerosos gatos que muraban por el barrio hacían su parte. No había gatos señoritos como ahora.
En los bosques se pueden ver pequeñas construcciones circulares de piedra, cuerras o cuerres, donde se guardaban las castañas con o sin oriciu y de esa forma se evitaba que los jabalíes o los tasugos las comiesen. A nadie se le ocurría allanar este primitivo recinto. A medida que se consumían en casa se volvía a la cuerre a por ellas. También se hacían cuerres cerca de la cabaña para tenerlas vigiladas y más a mano. Lo importante era alargar su consumo lo más posible hasta poder disponer del uso del maíz que era otra de las fuentes alimenticias que cubrían nuestras necesidades y del que daré cuenta de mis recuerdos en el próximo número.

45.- El bosque

Para calentarnos en invierno o cocinar todo el año, disponíamos única y exclusivamente del leñero amontonado bajo la higuera, junto a la pequeña portilla de entrada al huerto. Siempre debíamos tener a punto leña seca para prender el fuego. Así es que cualquier ramasco seco que encontrábamos en los bosques, nos seguía arrastrado por los caminos hasta casa.
Una de las primeras tareas que se me encomendó fue la de traer pequeñas cargas de justes y mollejas desde los bosques de Patica y las Llastrucas de regreso de llevar las vacas al pasto y así mantener abastecido el leñero. La leña más consistente, la única que podía mantener la voracidad del fuego, la traíamos de los bosques talados o de restos abatidos por el viento.
Los bosques contribuían a nuestra subsistencia, tanto si eran comunales, como privados y por eso se respetaba su equilibrio con un uso sostenible. En los bosques de eucalipto recogíamos las cañas caídas o cortábamos los serpollos secos y las cádabas quemadas de los gromos. En realidad con esta especie arbórea se tenía asegurado el mantenimiento del hogar. Los bosques autóctonos se prestaban más a ser rozados y recoger a la vez la hojarasca caída en el otoño para cubrir la cama del ganado. Había dos actividades muy relacionadas entre sí que suponían casi un ritual. Por una parte estaba el buscu. Ese contacto con el bosque desde época tan temprana me reporta infinidad de sensaciones tanto olfativas como cromáticas. Los olores de las hojas secas, del musgo, del helecho, del gromo florecido se juntan con los colores amarillos, ocres, rojos y esmeraldas de las hojas. Los sonidos de las pisadas en la hojarasca, el gemido de las cañas de los grandes eucaliptos al rozarse entre sí movidas por el viento y los distintos cantos de las aves, el ladrido de la zorra, el gruñido del jabalí, el roer de las ardillas en lo alto de las cañas o el roce de alguna culebra al esconderse entre las piedras del muro caído aceleraban fuertemente mi pulso.
Alguna tarde del otoño, bien entrado noviembre, acompañaba a mi madre hasta el bosques del Jogu’l Duque, lleno de viejos castañares. Me encantaba encontrar los frutos sueltos, de piel brillante y llenar mi pequeña bolsa colgada a la cintura. Pronto aprendí a distinguir las buenas castañas de las cacabiellas que mi madre retiraba cuando nos sentábamos a merendar y que dejaba en nada mi exigua recolección. Apretaba el pan para que no se saliese el azúcar y el aceite que formaba mi exquisita merienda y escuchaba a mi madre esmugar los oricios. Subíamos por las inclinadas cuestas del bosque hasta pasar a los eriales de Porrúa donde se encontraban las cabañas y las cuadras, en cuyos aledaños siempre había indefectiblemente alguna higuera o nogal que completaban cuando menos mi merienda.
La tarde caía, acelerada por los frondosos y repetidos boscajes que cerraban el cielo, así que cuando salíamos a ver La Quinta y Argandeñu era como si el día hubiese recuperado su luz y yo el ánimo por llegar a casa y quitar las húmedas katiuscas que comían como ratones mis calcetines de lana.
Uno de aquellos domingos, mi padre libraba de su trabajo. Por la tarde nos fuimos hasta el prado de las Llastrucas donde pastaban desde la mañana las vacas y la burra. Después de buscar las castañas en el pradón de Jorimiga, presencié por primera vez la forma de asarlas con los medios que el gran bosque nos proporciona. Mientras mi madre iba mozcando las castañas, padre, ayudado de su navaja, reunió una buena llanta de helechos verdes. Yo le ayudé a recoger cañas secas mientras él se dedicaba a triscar las cádabas con el pie. Aprovechando un recodo entre dos piedras, depositaron las castañas en él y tendieron los helechos verdes encima para así protegerlas del calor excesivo de las llamas. Una vez amontonadas las cañas cortadas y los gromos, prendió la hoguera que mantenía a raya con la guiyada de avellano de la que aprovechaba a la vez para remover las castañas y hacer regular su magüestu.
Yo, mientras se asaban, me había subido a la roca con aspecto de barco que había en el prado y recorría toda la borda vigilando el casco y mandaba largar amarras. Abajo en el prado, la xatina se había acercado al buque atraída quizás por las voces de mando que yo largaba a mis imaginarios marinos.
La tarde llegaba a su fin. Sentados los tres delante de la hoguera despachábamos las calientes castañas. Mi padre las retiraba del fuego con su palo y me las pelaba. Yo las recibía entre mis manos y las soplaba mientras las removía sin parar. Así las degustaba mientras miraba con asombro las ascuas que se animaban y dejaban brotar de ellas unas pequeñas lenguas de fuego al ser removidas por la vara de avellano. Siempre conviene apagar los fuegos, sobre todo si se hacen cerca de un bosque me había comentado padre. El viento puede llevar el fuego y quemar los árboles y a los miles de animalillos que viven en ellos.
El fuego es algo tan necesario y atrayente por el calor que nos proporciona, pero da vida o la quita, según se trate. Siempre hubo quemas en los bosques o en las cuestas, seguramente provocadas por intereses o causas variadas, desde el mórbido placer de destruir, hasta el deseo de limpieza de la maleza con el fin de que naciesen en primavera nuevos pastos.
Cuando ardía el bosque, los primeros en salir a dominarlo eran los vecinos del pueblo afectado. Recuerdo el sobresalto llevado cuando, estando ya en la cama, nos despertaban recios golpes de culata en la puerta. Mi padre se levantaba y se vestía deprisa para bajar a abrir. Yo escuchaba el ruido de la llave al girar en la cerradura y el gemido de los goznes resecos. Mi madre se asomaba a la galería para advertir a mi padre que tuviese mucho cuidado y quedábamos los dos en vilo mientras yo le preguntaba desde mi habitación si padre regresaría pronto. Pequeños fantasmas inventados en los nudos de las maderas de las contraventanas poblaban mi imaginación infantil. A la madrugada, padre había regresado. El fuego se había podido contener haciendo un cortafuego antes de que se pasara del Traveséu a Sopeña, según contó. Las llamas tomaban una altura considerable y alguien del pueblo estuvo a punto de perecer al quedar atrapado entre dos fuegos. Siempre mantuve ese miedo y respeto al fuego quizás por ver arder las cuestas en los días secos de sur y temer por la vida de quienes tenían que apagarlo con tan sólo unos ramascos y palos como herramientas y sin ningún tipo de protección, mientras, en las casas, quedábamos las familias con el alma en un puño.

miércoles, 4 de junio de 2014

44.- Carta al abuelo

Aquel año, mi padre habría de entrar a trabajar en la Fábrica LACTOSA de San Antón. En la  bici “Orbea” roja que había comprado a su hermano Pepe, bajaba todas las tardes después de comer y regresaba a las diez de la noche. El trabajo con jornada intensiva le permitía dejar atendida la alimentación de las cuatro vacas que teníamos.  Sólo algunos domingos debía acudir al turno de la mañana para mantener la caldera a presión para poder arrancar el concentrador. Los dueños eran catalanes como el Encargado al que llamaban por su gentilicio, “El Penedés”.
Los primeros obreros fueron Luis Buergo, vecino de Pancar, hermano de Pepe Buergo que estaba de encargado de la Sadi; Modesto, marinero de Llanes que hacía de fogonero pues lo había sido anteriormente en un barco de vapor y Ángelín Batalla, también de Llanes. De Parres trabajaban en la fábrica Antonio Sobrino Noriega y Santiago González Gutiérrez, mi padre. Cuando fue necesaria más mano de obra, “El Penedés” encargó a mi padre que buscase a alguien y avisó a José, “El Ché”, de Cué. Había otros dos chavales de Llanes trabajando con anterioridad a la entrada de mi padre: Eusebio, hermano de Cote, el municipal, y Gelu, de la familia los “Buzos”.
Posteriormente entrarían de fogoneros Ricardín Gómez Gutiérrez y Francisco Junco "Pancho" de San Roque para turnarse. Tiempo después también entraría a trabajar un chaval, Gregorio Cerezo Vidal, "Goyo", de Parres. Todos ellos bajaban en bicicleta, vehículo por excelencia de la época para la clase trabajadora.
En aquella fábrica se procesaba por secado y evaporación el suero recibido de la SADI, fábrica establecida con anterioridad y contigua que elaboraba mantequilla y unos característicos quesos de bola envueltos en parafina roja, tipo holandés. Los bidones de recogida de la leche, de hierro y por tanto pesados, de 40 litros, circulaban por toda la comarca en camiones o en carros de caballo a los pueblos más cercanos, entre los que figuraba Parres. El primer lechero que recuerdo es Felipe Concha, de Porrúa montado en el carro con su pata de palo rígida, sentado de medio lado para así poder atender a los clientes con su carromato, lloviese o hiciese sol. Primeramente la leche lo recogía Joaquina Romano, pero al dejarlo para ir a trabajar a Llanes, lo empezaron a recoger en la Tienda de Venancio, sus hijas Serafina y Lina Junco que a la vez atendían la pequeña tienda de comestibles, la venta del pan y el bar. Durante un tiempo la leche la bajaba hasta Llanes, Ramón Noriega Varela y al final, cuando Felipe lo dejó por no poder atenderlo, cogió el traspaso José Gutiérrez Noriega  que primeramente también había sido su ayudante. La leche se repartía a su paso por Pancar y en el Cotiellu donde tenía un pequeño despacho a donde acudía la clientela de la villa y la sobrante se entregaba en la SADI.
El día de El Bollu de La Guía, mi abuela Araceli, mi prima Tere y yo fuimos a llevar la comida a mi padre a la fábrica. Un olor a suero lo invadía todo mientras caminábamos por unos pasillos plagados de palanganas de acero y en cuyas paredes se había depositado una gruesa capa de polvo amarillento y una jungla de aceradas tuberías. Apenas recuerdo algo más aparte que la sala de caldera, por el calor que desprendía y el ruido que hacía su ventilador de admisión. Encima de la caldera unos relojes enormes marcaban la temperatura y la presión que debía mantenerse en seis atmósferas, so riesgo de explosión. Para evitarlo, disponía de una válvula de escape por la que echaba un hilo continuo de vapor que se perdía entre las viguetas del alto tejado. A la salida del edificio, cerca del portón de entrada, había un depósito donde vertía y tomaba agua el refrigerador del sistema.
Nos despedimos de mi padre que debía seguir su trabajo y de la mano de mi abuela fuimos a comer a la playa de Puertu Chicu. Allí jugué tímidamente por primera vez con la arena, temeroso de la marea que nos iba empujando poco a poco hacia las escaleras.
No es mi objetivo contar mi vida en estas narraciones, sino tan sólo situar a los lectores en un tiempo, desconocido para unos, en tanto para otros que lo vivieron, les aporte una perspectiva distinta desde la que no hayan podido contemplarlo.
Mi madre enfermaría aquel año de la pleura y por tanto entre curación y recaídas habría de estar siete largos meses en cama. A mí por alejarme de un posible contagio me llevaba mi abuela Araceli con ella y en muchas ocasiones me quedaba a dormir en su casa de Tamés. Madre, que así la llamaba imitando a mi propia madre, por las noches, me leía de su breviario viejas historias sagradas que me hacían sumir rápidamente en un sueño a la luz tenue y amarillenta de una palmatoria que aún conservo y que me lleva, cuando la miro, a aquellos mis tiernos años de infancia.
Alguna vez, me sentaba en el cuarto vacío de mi abuelo, sobre la cama turca, una mesita con el olor a tabaco de cuarterón que aún salía al abrir el cajón. Madre, sacaba de una gaveta la pluma de mango de hueso y un tintero “Pelicano” azul, papel y sobre “Par avión” de la misma textura y consistencia de las hojas del misal.
Solos, los dos, le comentaba mi comienzo de curso y los progresos que mi prima Marta María hacía al caminar y al hablar. Madre me pedía que para acabar le pidiese a Padre que tuviese a bien contestarnos con mayor frecuencia de la que usaba, pues queríamos saber cómo le iba por tierras venezolanas. Aquella carta adornada con paisajes hechos por mí del entorno del barrio y de la casa, rebozada de champlones que enmendaba con polvos talco, era para mí el mayor orgullo. Además era el único vínculo posible entre el abuelo y su familia y el pueblo al que habría de volver sin tardar, pero que a mí me llegó a parecer toda una eternidad.