jueves, 15 de mayo de 2014

43.- El Rosal

Había en el pueblo un bar de gran solera, “El Rosal”, nombre que mantiene el sitio, aún cuando el establecimiento hace ya años que cerró sus puertas. Formaba parte de la casa de Ramón Bustillo, primer dueño al que yo no llegué a conocer. El establecimiento, tal como yo lo recuerdo de más niño, lo atendía su hija Serafina Bustillo Varela, casada con Wences Noriega González, tío abuelo mío. Tiempo después, quedó en la casa y bar Serafina y su hijo Diego quien lo seguiría regentando tras la muerte de su madre. Cines, Siti, Ramón y Fini, los demás hermanos de Diego, salieron del pueblo con la emigración los dos últimos y a otros lugares de Asturias los dos primeros.
Los vecinos de Parres se repartían entre el “Chispún” y el “Rosal”, quienes para las compras, quienes para la tertulia diaria en la que se compartía alguna media botella de vino.
Aún se puede apreciar el rincón dentro del pequeño huerto que separa la entrada al edificio con la carretera, en el que había una pesada mesa de forja al amparo de una enredadera de pasionaria, embebido del olor dulzón de un heliotropo.  Nada más traspasar el dintel, estaba a la izquierda la escalera a la zona privada de la vivienda. El bar ocupaba el resto de la planta baja del edificio, en el estregal, a cuyos lados tenía a lo sumo unas cinco mesas que dejaban paso hasta la barra.
El conjunto lo recuerdo como un ambiente cálido, con su olor característico, el de todos los bares, a vinagre y a tabaco, pobremente iluminado por una ventana además del cuarterón de la puerta de entrada, cuando el tiempo lo permitía. Al otro lado del mostrador, estaba el fogón de la cocina en un cuarto pequeño desde el que emanaban al mediodía y la noche los olores del guiso o de la sartén en la que se freían unos torreznos, daque chorizo o borono para tentar al más santo varón aún en época de cuaresma.
Sobre las mesas, ya digo, las medias de vino y los pequeños vasos a su alrededor, también algún porrón y el paquete mugriento de cartas que daban mano y pie a interminables partidas bajo una bombilla que apenas iluminaba las caras y ocultaba las señas prohibidas del tute y el subastao así como también las permitidas en la brisca. Al otro lado, lugar privilegiado junto a la pequeña ventana desde la que se veía el paso de los vehículos por la carretera, estaba por estar junto al ventano, la mesa de los lectores. Camilo Fernández Mendoza anotaba a pluma en un cuaderno las ideas que se le venían a la cabeza para preparar la crónica en el semanario “El Oriente de Asturias” del cual era corresponsal. En tanto, Ricardín Gómez Gutiérrez, el alcalde, leía del periódico una noticia a todos los allí presentes. Antonio Sobrino Noriega acabado de rellenar la última casilla del crucigrama, del que era asiduo, plegó el papel antes de dejarlo en
la estantería y comentó la noticia leída por Ricardo, abriendo así entre los tres un foro de discusión a la que por inercia se fueron incorporando el resto de tertulianos con la boca caliente con el vino peleón.
En tanto, yo esperaba gustoso a que Serafina me llenase la media botella de vino que fue a cargar de la damajuana en una esquina del local. Hubiese preferido continuar escuchándolos por más tiempo y seguir el hilo de aquel improvisado debate, pero debía llegar pronto a casa que me esperaban para comer.
Salí fuera con el encargo. Aparcados junto a la pandina estaban dos caballos sujetos a sus respectivos carros y espantaban como podían las moscas que chupaban el sudor de su piel, mientras esperaban a que sus dueños, aliviasen la sed a la sombra dentro del bar.
El tiempo que todo lo borra, acabará borrando los nombres y los recuerdos. Sólo las labradas piedras de la noble construcción permanecerán testimoniales durante muchos más años.¡Ah, si las piedras hablaran! Cuántas tertulias, anécdotas e historias no quedarían retenidas entre sus juntas. Cuántas citas cumplidas, cuántas otras fallidas de las acordadas en la pandina, junto al Rosal. Enfrente está la Vega los Romeros, donde se dan cita, año tras año, desde tiempo inmemorial, los romeros en la salida de ramos hacia el campo de Santa Marina.  

domingo, 11 de mayo de 2014

42.- Las pescaderas

Las recuerdo por los caminos de las aldeas con su pesada carga. No había llegado aún a nuestro uso el frigorífico que mantuviese el pescado fresco. Se solía freír todo a la vez y se conservaba en la fresquera preparada con una red metálica en la ventana del norte, protegida tanto de los mininos como del mosquerío que se desarrollaba alrededor de las cuadras. Por ese motivo se compraba el pescado enlatado y las sardinas salonas que se expendían por unidades en el colmado del pueblo.
Isabel las tenía expuestas en sus cajas de madera, junto a los sacos de azúcar, arroz, y demás mercancías. Aún recuerdo el olor acre de la sal y el vinagre cuando me las envolvía en un papel de estraza en la tienda de "El Chispún". Aquellas sardinas parecían mirarme desde la profundidad del océano con sus cuencas vacías. Por una peseta y media servía seis para llevar a casa. Fritas en unto o aceite tenía para la merienda de varios tardes. El bacalao salado lo tenía colgado de una viga, a un lado de la báscula. José lo cortaba en pequeñas tiras que servía sin pedirlo a los parroquianos que habían acudido a tomar las once. Era una forma de hacer boca para pasar la pinta de vino y animar el ambiente. No se apreciaba el valor que ese exquisito pez tiene en su carne, como no se apreciaban los rigores de la mar y el peligro continuo a que estaban sometidos los pescadores.
Los martes después de acabarse el mercado en la plaza, subían las pescaderas con sus trigueras cargadas de sardinas, xardos y bocartes y lo pregonaban por las callejas del pueblo. Carmen, la más joven y Salud, mucho mayor, gritaban las frrescuras de su mercancía y el precio: ¡Sardinas! ¡Que colean!
Los primeros en acudir, sin duda, eran mis gatos. Se les veía saltar enloquecidos desde el bocal del henal de la cuadra donde dormitaban al sol del mediodía, quizás soñando con mares de abundantes peces. Maullando bajaban a la Bolerina y salían a esperarlas junto a la Rectoral, cuando escuchaban sus voces y el ruido del plato de la romana al chocar con el pilón. Esperaban con los demás congéneres del barrio a que Carmen y Salud limpiasen las primeras sardinas y las tirasen junto a los muros, de donde lo rescataban con sus garras de entre las ortigas.
Llevaban las pescaderas su mercancía en la cabeza y así volvían con parte de ella a Llanes si no habían podido colocarla del todo. No eran tiempos de abundancia para nadie. Así que en la mejor de las casas, vendían una docena, a real la sardina y el dinero caía tintineante en el bolsillo que llevaban oculto bajo el mandilón. Volvían a cargar sobre el rueño en la cabeza la pesada caja para continuar voceando el pescado por los siguientes barrios: ¡Sardinas frescas! Y llegaba el turno para otros tantos gatos que les salían al paso, alegres de poder cambiar su monótono menú vegetariano.
Lentamente llegó también la modernización para aquellas pobres mujeres. La rueda, invento milenario, llegaría para aliviar sus cervicales. Empezaron a traer su mercancía en un carrito que empujaban con mayor variedad de pescado, por los irregulares caminos de las aldeas. Retirada por los años Salud, me encontraba por la cuesta de las Castañares a Carmen, sofocada por el peso, pero con la gracia de siempre, ya lloviese, ya hiciese sol, ya soplase el viento en contra o calase hasta los huesos la espesa y fría nieblina. Paraba a tomar resuello bajo la Castañarona, antes de proseguir.
Ya mayor dejó de venir, pero se la veía con su caja de pescado y su romana en el puente, sobre la plataforma del viejo cine Benavente. Con la llegada de otros medios de transporte como el motocarro y la camioneta, el reparto y la venta ambulante tenía demasiados competidores y sus piernas y sus brazos ya no estaban para empujar pesados carros.
Quedó su sonrisa y su fuerte voz prendida de la brisa del Carrocedo y bajo los arcos de piedra de la Plaza de Llanes donde se percibe aún el rico olor de unas sardinas fritas servidas junto con una sidra en la mesa de unos clientes, ajenos a esta historia.

martes, 6 de mayo de 2014

41.- Los rozadores de las cuestas

Las cuestas que nacen perpendiculares al Texéu podían ser rozadas por los vecinos de Porrúa, Parres, La Pereda, Pancar, la Portilla, Soberrón y la Galguera, pero según un orden previamente convenido. A Porrúa le correspondía la parte más occidental de la cuesta Mazacarabia, en tanto que a Parres le correspondía la parte oriental, además las de Sopiniella, Sopeña, Traveséu, Pindal y la cara occidental de La Piedra. La Pereda aprovechaba la parte oriental de la Piedra y además la conocida como Cotera Alta o Pereda, Ventosina, Ventosona, Porcuza, y Salgar. Los vecinos de Pancar y La Portilla podían rozar en cualquiera de las cuestas, aunque la mayoría de ellos solían rozar en las existentes entre Piedra y el Picu Castiellu.
El rozo lo dejaban a secar en el mismo marañu hasta que secaban con el sol y el viento. Faltaba la labor más dura, si cabe. Se atropaba la hierba hasta formar la brazada que se ponían ordenadamente sobre dos cuerdas largas colocadas en paralelo, a unas tres cuartas una de otra, en sentido vertical de las cuestas. La primera brazada de rozu iba en la cabecera , en sentido hacia arriba, y las siguientes sobre ella, pero en sentido opuesto, mordiendo sucesivamente las anteriores hasta un total de seis o siete brazadas, según fuese el estado de la basna y la fuerza y ánimo del cargador. Se lanzaban los dos cabos de las cuerdas desde arriba sobre la carga para poder pasarlas por los corvos de los extremos de abajo que quedaban visibles bajo la primera brazada de la carga en la parte llamada cabecera. El corvu es un artilugio de madera sujeto en el inicio de la cuerda y sobre el que se desliza el cabo y con un par de vueltas queda sujeta sin necesidad de nudo alguno, por lo que es más fácil también soltarla, llegado el caso.
La basna era una franja del ancho de las cargas por las que se deslizaban, cuesta abajo hasta llegar al cargadero. La cantidad completa para un carro de vacas estaba marcada en diez cargas y era una medida de capacidad tanto para la venta del rozu como de la hierba seca. Las fincas se valoraban también en carros de hierba que podía llegar a dar, medida también importante para marcar las herencias, las ventas o trueques que solían hacerse. Para tener idea de la relación entre volumen y peso, basta saber que una carga de rozo bien curado y seco podría pesar entre sesenta y setenta kilogramos. No siempre había rozo al lado de la basna. En ese caso había que bajar las cargas a hombros y acercarlas una a una hasta ella para, una vez todas juntas, abasnarlas hasta el pie de la cuesta. Habitualmente se bajaban de dos en dos, pero había cargadores, entre los que cabe recordar a Fernando Romano, hijo del tío Benito y a Marcos Noriega González, hijo de la tía Lisa, mi abuelo, ambos nacidos en 1902,  que solían bajarlas de a tres. Para ello colocaban dos cargas en paralelo sujetas por las cabeceras y por los extremos con los restos de las cuerdas. La tercera la echaban de espaldas sobre las anteriores y la sujetaban bien a ellas. La fortaleza de aquellos hombres era singular, aún cuando las condiciones de alimentación no fuesen correctas, según los patrones actuales. De las habas, borona, tocino y queso lograban las calorías y proteínas necesarias para la dura jornada.
Desde los distintos sitios de la Llosa de Viango se traían cargas de hierba por largos sendero hasta el portillo del risque y se iniciaba la bajada por la cuesta el Caballu a hombros, sin abasnarlas y las depositaban delante de la cuadra ya en el pueblo.  Por curiosidad, a Fernando Romano le pesaron una carga de hierba que en báscula dio nada más ni menos que 110 kg.
Para levantar la carga se izaba la parte delantera hasta poder quedar sentado bajo ella. La cabeza quedaba encajada en un hueco llamado “cabecera” entre las dos cuerdas. Para hacerlas deslizar por la basna se tiraba de ellas y cuando se pasaban de la velocidad adecuada a la marcha, se levantaban de delante y se frenaban con las caderas mientras se clavaban los talones en la tierra para no ser arrastrado y arrollado por ellas.
Se bajaban en el mismo día o en varios las necesarias para formar un viaje con el carro de caballo o de vacas. Había rozadores que las bajaban una por una hasta el mismo pueblo y apenas sin posar. El cargadero de la cuesta Sopeña estaba cerca de la Fuente La O donde se refrescaban y se quitaban el sudor y los restos de hierbas y espinos clavados en la piel.
Los recuerdo caminar con la pradera al hombro y las cuerdas recogidas, lentamente, pero sin parar, guardando sus fuerzas para el trabajo que les esperaba por los senderos de subida a las cuestas. Los adustos rostros, los nervudos brazos y las callosas manos. Yo acompañaba de pequeño a mi padre o a mi abuelo y en alguna ocasión, de joven, ayudé a padre a rozar y a bajar alguna carga, pero nunca me lo mandaron como una obligación. Ambos quisieron para mí otro trabajo menos esclavo y tuve suerte de que los tiempos cambiasen a mejor. Me los imagino caminar descalzos por las cuestas plagadas de escayos, sólo por no romper las alpargatas el primer día que las estrenaban. Unas botas de cuero, era todo un lujo que podían tener después de haber vendido algún carro de rozu.
          Había unas normas que protegían la rozada. Cuando no se podía acabar en el día para completar el carro, se marcaba el sitio con un marañu y se dejaban otros a medias. De esa forma, si alguien llegaba también a rozar, comenzaba a continuación de la marca dejada por el anterior rozador. Nadie osaba trasgredir esa norma acordada en concejo y perdida por algún libro de ordenanzas del municipio. Algunos bajaban el rozo hasta Llanes. Recuerdo a Manuel de la Vega, “Campeta” de la Pereda,  pasar por delante del Colegio La Arquera con una carga de helechos y de argaña, sin gromos, que rozaba en el Texéu para los propietarios de los cubiles que ocupaban las dependencias del Palacio de Estrada, junto a la Iglesia.
Juanito Dorado se dedicaba al transporte con caballos de los paquetes que llegaban a la estación para los distintos comercios de la villa. Le encargaba a mi padre cargas de argaña para los caballos a los que les venía bien para equilibrar la dieta aportada por los piensos compuestos.
No puedo asegurar que ya nadie roza en las cuestas, aparte del bajón que sufrió la cabaña ganadera en la zona, la forma de estabular y los medios de que se dispone, hacen prescindible el uso de la cama de rozo para el ganado. El mantenimiento de la cama seca para el ganado era primordial ya no sólo para la limpieza y comodidad de las vacas, sino también para la producción del estiércol. Así se aseguraba el abono con materia natural orgánica a las tierras de labor y a las praderías. Hoy se dice de quien lo practica que tiene un cultivo ecológico y se le da una importancia terrible, porque la tiene. La mayoría usa el abono químico. Entonces, cuando el tiempo de los rozadores, su usa resultaba caro a los ya menguados beneficios de la producción lechera. El campo apenas daba para la subsistencia familiar. Había que hacer algún otro jornal para compensar ese desfase entre los gastos y los beneficios. Si se iba de jornal, no se podía ir a rozar, pero en cambio sí comprar los productos químicos para el abono.  
Pero como a nadie en el poder se le ocurrió mirar para el campesino, se dejó manga por hombro la cuestión de los precios del mercado. Subieron los impuestos y el coste de los abonos y de los piensos y se estancó el precio de la carne y de la leche, con lo que poco a poco se asfixió al campo. Para qué plantar si la producción no se vende. Los productos nos vienen de otros países, visiblemente más barato, aunque esos abaratamientos los soporten los mismos campesinos con cargos sobre las maquinarias y el petróleo.
Muchos alimentos indican su procedencia ecológica que los hace más caros. Y a mí me molesta quienes veranean en los pueblos y ponen cara de asco ante una boñiga y sólo aspiran a cerrar su segunda residencia con setos de plástico.

40.- Una apuesta de mucho peso

La nieve había dejado paso a una primavera soleada. Mi infancia transcurría tranquila en casa y por sus aledaños jugando con los demás niños o acompañando a mi madre en los trabajos del campo. Padre trabajaba a la madera acarreando con dos vacas, las rollas para hacer recarga de los camiones en la carretera. Era todo un espectáculo verlo cargar sin ninguna ayuda aquellos enormes troncos. Los maderistas que los tronzaban los dejaban en sitios altos a modo de cargaderos, al lado del camino. Colocaba el carro al lado de ellos, sacaba las vacas de la vara y lo volcaba contra el ribazo; pasaba entonces una cadena por debajo del tronco y la ataba al tirón del yugo. Con una mano en él y la otra en la guiyada, dirigía la maniobra de la dócil pareja acostumbrada a medir sus movimientos y la hacía tirar lentamente del tronco para llevarlo rodando hasta el cajón. Sólo restaba con un tirón lento y suave que el carro recuperase la posición normal y que la rueda bajase al camino, suavemente para evitar que se fuese al lado contrario. Acabada esta operación tan delicada como peligrosa, volvía a meter las vacas al carro y con una palanca terciaba el peso de la carga. Rellenaba con troncos que hacía rodar sobre dos puntales, los huecos para aprovechar el viaje.
No quiero pasar por alto la ocasión de contar una anécdota que mi padre narra con todo gusto de detalles, a pesar de sus noventa y cinco años, con la que quiero rememorar los trabajos de aquellos carreteros que yo aún llegué a conocer: Manuel Fernández de Coxiguero, Pedro Blanco de la Pereda, Juanito Junco Sánchez y mi abuelo materno, Marcos Noriega González de Tamés,  Ignacio Sobrino y Ricardín Gómez Gutiérrez de Pedrujerrín, Fernando Fernández Gutiérrez nacido en el Colláu de Parres y vecino de la Pereda, Fernando Gutiérrez González y su hijo Teodoro Gutiérrez Rodríguez, "Bolio", de Calvu, Santiago González Gutiérrez, "Taro", mi padre, de la Caleyona y tantos otros que se dedicaron a este oficio y que harían extensa la lista.
El carretero era imprescindible para abonar las fincas, arar los campos, sacar madera, llevar materiales de construcción, recebar carreteras. Poco a poco quedaron relegados y sustituidos por el camión. El oficio de carretero tenía su parte de especialización que era necesario dominar muy bien. Debía saber tratar a los animales, pues las vacas pueden ser muy dóciles o muy nerviosas según se las trate bien o mal. Ocurrió así este suceso en el que  mi padre tomó parte:
"Fernando Gutiérrez González, "el Grillu", maderista, tío y a la vez primo carnal mío, me dice un día que necesita un carretero para ir a la madera en los bosques que tenía en trato para la tala y venta posterior a las serrerías. Yo acepté gustoso porque andaba a la siega y ganaba bastante menos de lo que él me ofreció. Un maderista solía ganar unas diecisiete pesetas al día y a mí, como carretero, me daría algo más. Así es que, al día siguiente me presenté en el trabajo sin esperar más.
Pasaron varios meses de agotadoras jornadas en los bosques. Un día mi tío me preguntó por el estado de la pareja de vacas, La Majita y La Cachorra, si tenían suficiente fuerza, dado el intenso trabajo que venían realizando a diario. Le respondí que respondían muy bien, porque estaban muy bien alimentadas. Me explicó que Pepe el Marqués le había apostado mil pesetas a que nuestra pareja de vacas era incapaz de subir por Trescoba un peso total de tres toneladas y media. Quería conocer mi opinión antes de entrar en apuesta.
Le animé a llevarla a cabo puesto que nuestra pareja arrastraba enormes rollas por la Riega de La Piedra y después bajaba diariamente dos viajes de unas tres toneladas aproximadamente hasta el depósito de madera que teníamos al lado de la carretera. Por tanto, con más facilidad podría llevar 3.500 kilos, si las dejábamos descansar todo el día previo a la apuesta. Me dijo que el sábado siguiente se haría la prueba.
El día señalado salí bien de mañana para Santa Marina donde teníamos ya amontonados los tablones de roble y negrillo, aserrados a esquina viva. Se trataba de madera de alta densidad por lo que hace menos volumen de carga para la caja del carro. Las vacas subieron la carga sin gran esfuerzo por el empinado trayecto de Trescoba, a pesar de que, por aquel entonces el piso de la calzada no era como el de ahora. Nuestro carro usaba llantas anchas lo que facilitaba el tiro por carretera tan pedregosa y de tan abundante bache.
Cuando coroné la subida, me esperaba el Marqués rodeado de un expectante público de la Pereda, Parres, Porrúa y Pancar que había acudido al evento. Paré el carro en lo alto del Pico La Concha. Al ver la facilidad con que subió la pareja, y el poco volumen que representaban los largos maderos, me dijo que la carga no era, ni por asomo, de tres toneladas y media. Yo le contesté, muy seguro de mí, que incluso podía pasar varios cientos del peso acordado. En realidad yo hablaba confiado de que el Nino de Pancar, que lo había aserrado y pesado en su serrería de Pancar, no se hubiese equivocado. Le habíamos advertido que era preferible que se pasase en trescientos kilos a que le faltase tan siquiera uno si queríamos ganar la apuesta.
Eché la galga para bajar la cuesta del Cotaxu y continué en dirección a Llanes. Parte de la comitiva siguió detrás del carro, otros se subieron en el coche con el Marqués y me adelantaron en el Carril. A la salida de Parres, junto al chopo de la Viña, me esperaba el Marqués al lado de su coche aparcado. Me hizo señal de que parase y así lo hice. Me entregó un par de mantas nuevas para cubrir las vacas. Hecho lo cual, arrancó en su coche y yo proseguí el camino ya solo. Cuando llegué a la serrería del Jornu en Pancar, me esperaban de nuevo junto a la serrería del Nino. Creo que desconfiaban que fuese a recargar la madera que él pretendía faltarle a lo apostado, antes de llegar a la báscula. Les saludé, pero no paré y seguí destino Llanes. Subí el alto de los Altares y eché de nuevo las galgas  para la bajada. Al entrar por el Cotiellu, se me acercó un chaval a decirme que por orden del señor Alcalde, habíamos sido multados con mil pesetas por llevar exceso de peso. No hice ningún caso de tan inesperada noticia, pero no me hizo ninguna gracia que se nos fuese en ello lo comido por lo servido. Continué hasta la estación y bajé por la calle principal a pasar por delante del Ayuntamiento. Nadie salió a mi paso. Crucé el Puente donde los parroquianos de los bares del muelle, me ovacionaron y con la misma llegué a la Rula donde me habrían de pesar la carga. Una vez descontado la tara del peso de las vacas y del carro que previamente ya conocían los apostantes, quedó el peso neto de la madera en 3.760 kilos. Así me lo certificaron con la nota que me entregó el pesante encargado de la báscula.
Habíamos ganado la apuesta con amplitud. Llevé el carro hasta la estación. Saqué las vacas y las até una a cada rueda y les puse los cestos con el pienso. Eché las mantas nuevas por encima de sus lomos sudorosos y me dirigí al bar "Casa Ángel" donde estaba concertada la cita. Allí esperaban los maderistas: López de Vidiago; Pedro Quintana, de Pancar; Manuel González Berbes, "Carriles", de Parres; Ricardo Gutiérrez, hijo del tío Tomás de la Pereda; Perela, de la Serrería, Manuel González Romano, de Vallanu, primo mío y Fernando Gutiérrez González, "Grillu", mi tío/primo, apostante de una parte y dueño de la pareja, de Parres. La otra parte de la apuesta la formaban Pepe el Marqués de Argüelles, D. Ángel, director del Banco Español de Crédito, que era el depositario de las mil pesetas de la apuesta y otras personalidades de la Villa.
La comida fue abundante, rico vino, buen café y oloroso habano para todos los concurrentes. La minuta fue abonada a cargo de las arcas del Marqués. De la multa nadie habló nada ni oí que se llevase a efecto. Pienso que se trataría de una broma que nos quiso gastar el Marqués, dada la coincidencia entre las dos cantidades o quizás, pensando mal, fue condonada por su influencia".

viernes, 2 de mayo de 2014

39.- Mi familia y otros animales

La Pasiega, fue la primera de las vacas cuyo nombre quedó marcado en mi memoria junto con su estampada piel, de los inicios de mi propia existencia que me alimenté de su leche. Recuerdo su color rojizo entreverado de grandes manchas blancas en perfecto contraste. Usábamos la cuadra que nos dejó nuestra vecina Sole, al pie del Cuetu Mirador y a escasos cincuenta metros de nuestra casa. Me encantaba jugar por las pequeñas camperas que había alrededor del corral y columpiarme de la vieja portilla que cerraba el paso a la ería de Argandeñu. El corral había sido construido para recoger los animales perdidos de sus dueños con el fin de que no entrasen a destrozar los sembrados, La portilla, justamente delimitaba pueblo y ería donde comenzaban pastos y cultivos. Mi padre me llamaba cuando se disponía a ordeñar. Me encantaba el soniquete de la leche golpeando el caldero de cinc y la creciente espuma que generaba con ello. Le daba a mi padre el tanque y me lo llenaba las veces que hiciera falta si yo era capaz de beberlo. A decir de D. Antonio Sobrino era una fuente importante de calcio para el crecimiento. Aún recuerdo su tibio olor y tacto del  metal entre mis manos. A ese ágape matutino y vespertino me hacía competencia otra asidua clientela: una pareja de atigrados gatos cuya madre había desaparecido quizás en las fauces de la taimada raposa que diezmaba impunemente y con suma destreza todos los gallineros del barrio. La Tigresa solía recorrer el cuetu Mirador para abastecer con la caza a sus hijos de saltapraos y topillos y trepaba por la escalera de palos que mi padre apoyaba en la milana del h.enal a dárselos. Huérfanos, habían aprendido a bajar al olor de la leche y padre les lanzaba los primeros chorretones de leche que rociaban sus aún tiernos bigotes. Yo comprendía sus glotonerías y me hacían mucha gracia. Una vez ordeñadas todas las vacas, antes de bajar la leche para la casa, se les llenaba a rebosar una lata de conservas con trozos de pan puestos a remojar que ellos extraían con sus manos después de beberse la leche a fuerza de lametones de su sonrosadas lenguas. Yo aprovechaba este momento para acariciarlos, pues tan asilvestrados vivían entre las vigas del h.enal que había sido imposible acercarse a ellos para tan siquiera verlos. Sólo sabía de su exisencia por los tenues maullidos que daban cuando su madre llegaba a la madriguera a amantarlos, ahíta de la leche de la Pasiega. Al acariciarlos me dedicaban sus bufidos y erizaban el pelaje del arqueado lomo. Temeroso de repetir la experiencia al sentir sus desgarradoras zarpas en mi piel, desistía de tocarlos más.
En cambio, la corderilla atada junto a los tenerosa, agradecía el biberón que yo le daba con una botella llena de leche. Sentía en mi mano el calor de su rosado morro mientras brotaba un hilillo de leche entre la comisura de sus labios. Se arrodillaba para tomar la misma postura que al mamar de su madre de la que había sido separada prematuramente. Yo me acuclillaba también, confiado por la suavidad de su rizado y mullido pelaje, pero, en cuanto la botella quedaba vacía, de estar desprevenido, me pudiese sentar en el suelo con uno de sus baquidos. Hoy nadie se atreve a tomar la leche sin colar ni mucho menos sin hervir. Entonces nadie asociaba las enfermedades con la falta de higiene. Sólo si se percibía por los síntomas que una vaca no estaba sana, por su comportamiento al andar, al pacer o al rumiar, pues se la veía triste y apagada, con el morro reseco y otros síntomas más, su leche se apartaba y se tiraba. La del consumo se recogía de aquella que nos parecía más sabrosa, pues es así que todas no saben igual, unas por el porcentaje variable de grasas y otras por las costumbres del pasto elegido por ellas. Todas las hierbas no proporcionan el mismo sabor a la leche. Los pastos costeros dan leche lógicamte más saladala que los del monte. La época del año, también influye en los sabores. El tipo de abono propicia la dominancia de unas hierbas sobre otras; el diente de león, el botón de oro, la vellorita, los cardos, el oso de los prados, el llantén, el cebollín silvestre entre otras, aportan un aroma característico a las leches, por consiguiente, esta diferencia hace que cada consumidor guste de unas y no de otras. Sin pretenderlo me expreso como si fuera un consumado catador, pero todo es por la práctica, pues fue el alimento que siempre estuvo presente en mi mesa. La forma de ordeño y, sobre todo, la falta de un mínimo cuidado de higiene del establo es lo que puede convertir este rico alimento en algo desagradable. No se hacía ningún control de los animales. Los veterinarios venían por encargo cuando se les llamaba, para casos perdidos casi siempre, porque no había dinero disponible para pagar sus minutas, aún a sabiendas que de no venir, los gastos serían aún superiores si se perdía la cría o la madre. En los pueblos había siempre algún vecino que entendía y se aplicaban remedios caseros. Recuerdo que Gregorio el del Palacio y posteriormente su mujer, Logia, acudían cuando se enteraban de que una vaca tenía dificultades para parir o para levantarse, sin importar la hora en que se les llamase. Conocían los remedios para casi todos los casos. Recuerdo la gratitud de mis padres hacia Logia que en una ocasión en que yo padecía de difteria vino a la carrera desde su casa para volverme con un par de sopapos a la vida mientras calmaba los lloros de mi madre que creía ya verme perdido. Está claro que este caso lo recuerdo porque me lo contaron. Yo la miraba con mezcla de respeto y cariño. Alguna vez me daba una manzana de las que tan bien conservaba en el invierno cuando iba a jugar con su hijo Javier al campillín. Otros tortazos que me dio la vida, en cambio, menos merecidos los fui echando al olvido.
La Turca, venida de la cuadra de Manuel Mijares, la Estrella de la cuadra de Calvu de Toni y Germán, la Marquesa de la feria de Posada o la Serrana de la cuadra de Fernando Vega de la Talá fueron las vacas que recayeron en nuestro poder a lo largo de los años y que contribuyeron a que sobreviviéramos mal que bien en aquellos duros tiempos cuando mi padre quedaba sin ganar un jornal. Ya se sabe que el cariño de los campesinos hacia los animales no es ni mucho menos desinteresado. A pesar de los servicios prestados no se conserva un animal por mucho tiempo si no produce una cuota deseable de leche. El trabajo destinado a la ganadería nunca fue rentable para el campesino, pero era lo único que se tenía. Jamás pagó las horas de trabajo dedicadas, pero aquel sobre con el dinero de la venta de leche, a la quincena o al mes, era lo necesario para pagar el resto de provisiones de la casa. En ocasiones, aunque hubiese poca o nula productividad, se conservaban por el trabajo prestados, en el caso de caballos o asnos.
La Marquesa fue sin ninguna duda la vaca que más tiempo tuvimos en nuestra casa. Un viernes cualquiera de mi infancia, fui con mi padre andando hasta Posada para ver una vaca que Juan el tratante nos había ofrecido en una de sus visitas a nuestra cuadra. Recuerdo que estuve con mi padre por el mercado. Los vendedores solían ponerse con sus vacas en los alrededores del mercado, y las ataban de sus ramales a los barrotes de cualquier ventana. Acudían los tratantes con sus batas azules y con sus guiyadas golpeaban a los animales que exploraban por ver la reacción que tenían y la viveza de sus movimientos. Palpaban las ubres y las panzas para comprobar el estado del embarazo o miraban la boca para calcular la edad en el caso de animales más viejos, así como la testuz y la conformación de los cuernos si se buscaba un animal de tiro. Las vacas recién paridas marchaban, tras el apretón de manos de comprador y vendedor, seguidas de su jato en el mejor de los casos, a los camiones de carga para ser llevadas a la vaquería del tratante. Otras, dejaban que los terneros se acercaran a mamar o acudía un ordeñador con el caldero para vaciarlas y comprobar la cantidad de leche que eran capaces de dar. Entre tanto, tratante y vendedor, se tomaban la robla en el bar cercano. Después de acabado el mercado fuimos hasta la cuadra del tratante a buscar a la Marquesa y sin más, salimos con ella en dirección a casa. Era tan noble que nos siguió los nueve kilómetros largos que separan a Parres de Posada, atajando por los caminos, con la guiyada entre los cuernos como si marchase con el yugo del que acostumbrada a llevar.

jueves, 1 de mayo de 2014

38.- San Felipe en Soberrón


    Poco a poco se me fue abriendo el mundo ante mis ojos. Como es difícil aplicar el orden cronológico en que se fueron produciendo los acontecimientos y nuevas experiencias, seguiré el orden en que se me vengan a la memoria.
    Una de las salidas que mejor se grabaron en mí fue aquella primera por el camino de la Palaciana a salir en Bolao, creo que por los elementos paisajísticos tan singulares que tiene: El riu Vallanu, el de la cueva de las Herrerías y el Pozu la mina.
    Me había llevado mi padre un domingo por la mañana con él a cebar y soltar a beber al río, las dos parejas de tiro que usaba la empresa maderera para sacarla de los bosques talados. Mi padre trabajaba de carretero con la pareja de tudancas y el otro carretero, Segis, con la pareja de bueyes roxos, que por su gran alzada, en comparación con la de vacas de Tudanca, a mí me daban más miedo.
    Al finalizar las jornadas de trabajo, los domingos y festivos, los dejaban guardados en una cuadra perteneciente a Salva, tía materna de Valentín de la Llavandera que había ejercido de maestra en la Escuela de la Pereda. Cerca de la cuadra está la casa que hace esconce con la carretera en la que vivían Aurora y Arturo con sus hijos. Para que los bueyes no me llevaran por delante al volver del río con el ansia que traían por comer el pienso que mi padre les echaba, me izó en volandas hasta la peseblera y se fue a escontra de los bueyes. Al verlos yo perfilados con la escasa luz que entraba por la puerta del establo, me encogí y confieso que hasta lloré de miedo. Me calmaron las palabras de ánimo de mi padre y el cálido aliento de una de las enormes bestias que lamió mi pierna con su lijosa lengua.
    Otro domingo, por la tarde, me había llevado mi padre, montado de media cachera sobre la barra de la bicicleta hasta la bolera de “Las Mimosas”. Eran pareja al tiro Eduardo González González, “Pachu”, (primo carnal de mi padre, por el primer González y de mi abuela, por el segundo) y Ramón Vidal Sotres, “Pilón”. 
    Estos dos jugadores eran, y siguen siendo para quienes los conocimos, grandes ases del bolo palma y cuya fama traspasó los límites del concejo, sin los medios de comunicación de que hoy disponemos.
    Yo me quedé afuera de la bolera, al otro lado de la carretera, al cuidado de la bicicleta y jugando con mi amigo Ramón Gutiérrez García, “Tolino”. Recuerdo que Toño Cea Guitérrez, el hijo mayor de Hortensia y Antonio, nos llevó a que conociéramos el altar que había dispuesto en una cueva que existe en una finca de su propiedad, aprovechado el efecto de una columnata de estalactita y estalagmita.

    Pasados unos años, llegué con mucha expectativa y precauciones, por la peligrosidad que de ella me advertían, con toda razón, hasta el Pozu de la mina Bolao. Se habían reanudado los trabajos de explotación del pozo a cielo abierto. Las pequeñas lagunas azuladas del fondo reflejaban los alisos de la orilla norte. Las vagonetas permanecían en su estrecha vía sobre una pared que, de norte a sur, corta en dos el pozo. Al norte, estaban las casetas de los obreros hechas con ladrillo, en las que se podían ver las antiguas literas con colchones de borra. Al oeste, junto al camino, depositaban la tierra rojiza entre la que se hallaba la mena de pirita que con sus destellos dorados me parecían pepitas de oro. 
    A la pirita se la conoce como “el oro de los neciosy huelgo decir por qué. Guardé un trozo en mi mano y cerré el puño, como quien guarda un gran tesoro. Al abrirla, una vez alejado de la mina, noté en ella el olor acre del azufre. El sonido de la bomba que achicaba continuamente de agua el pozo, atronaba y añadía al ambiente más misterio si cabe mientras una gruesa manguera vertía en un canal el chorro de agua barrosa que anegaba el camino. Con la guerra se habían parado los trabajos y al reanudarlos fue necesario achicar el agua que aportaban múltiples venas y manantiales.
    En ella había trabajado de joven mi abuelo Santos González Cue.  Con una vaca de tiro movía las vagonetas por las estrechas vías. Un primo de mi abuelo, Perico “El Coxu” perdió una pierna tras un accidente con una de aquellas vagonetas que ahora serán un amasijo de hierros oxidados en el fondo de pozo.
    Ya abandonada la extracción por la poca rentabilidad que tenía, quedó mineral abandonado en las inmediaciones y que por oxidación su color fue virando del rojo al ocre. Y las vías y carrochas, bajo el agua. Las malezas acabaron por cubrir las orillas del Pozu la Mina a la vista de quienes por allí pasaban como queriendo ocultar el perpetuo caminar del tiempo. Pasados los años, unas veces en compañía de los amigos y otras como guía me llamaron la atención, en la fuente que mana cerca de la cueva de la H.errería, unos bloques de material de alta densidad como el manganeso, y con el aspecto de haber sido fundidos en algún horno cercano. Es sin duda, la referencia a esta actividad de la que proviene el nombre del sitio. Curiosamente, encontré parecido material formando parte de los muros de algunas fincas en Soberrón, bajo el Picu Castiellu, por lo que cabe tratarse de de antquísimas explotaciones del mineral que abrió una ruta parsimoniosa desde el neolítico hacia la cultura de los metales, cobre, bronce y hierro, con la que se favoreció los asentamientos estables y con ello al progreso en agricultura, transporte y comunicaciones. Por el camino que rodea el pozo, siempre en sentido Este, se llega al enclave de la capilla de San Felipe, pues desde entonces acá, recibió grandes atenciones para las mejoras de paso.
El camino más habitual de aquel tiempo era el que salía desde el molino las Mestas o por la Palaciana para tomar el andén derecho desde el cruce con la carretera hasta cerca del puente Las Arnias donde nos salíamos. Por el camino llegábamos hasta el lavadero, bebedero y fuente. Allí tomábamos por un sendero de atajo que salía a unos cuetos por encima de la capilla de San Felipe. 
Con mi abuela Araceli, tía Jandru y mi prima Tere fui la primera vez que recuerdo. Había costumbre de estrenar alpargatas de loneta blanca, por ser mayo, aunque como sigue ocurriendo ahora, es un mes que está muy lejos de ser verano. Al volver, si quedaba algo sano de ellas, tras las mojaduras en los pozos, en el prado embarrado o en la pesca de berros en el bebedero, se lavaban con cepillo y “Chimbo”, se ponían al calor de la chapa de la cocina y tratadas con una capa de “Blanco de España”, se guardaban para la próxima romería: la Hoguera de San Pedro en Pancar. 



Al lado de la capilla está la bolera, en la que se echaban importantes partidas de bolos y junto a ella, el puesto de la sidra. Los cohetes de la procesión ahuyentaban las impertinentes nubes que cubrían el Picu Soberrón. Acabados los actos litúrgicos, tenía lugar la comida detrás de la capilla, en el cuetu, donde la gente menuda jugábamos a pescar o al escondite. Por familias o grupos de amigos, se sentaban en torno a un mantel extendido sobre la hierba. Caliente el lugar ya con el sol por montera, vino a romper nuestro sopor, “Lisardo” que empujaba aquel carrito blanco con ruedas de radios de madera y llantas de hierro, adornado de colores a punta de pincel.
Salimos corriendo todos a su escontra para saborear el primer helado de temporada y ayudamos a tirar de aquel carro por el pedregoso camino con el ánimo de ganarnos una galleta o un cucurucho tostado extra. Nos izábamos ansiosos para olisquear dentro de los depósitos circulares la crema en el momento en que él abría las tapas que simulaban un gigantesco helado, quizás por comprobar si tendría para todos.
Matilde y Lolina ponían también, desde la mañana, sus respectivos tenderetes cargados de juguetes, globos, y avellanas de las que cargaban aquel cubilete que nos vaciaban en el bolsillo abierto en un gesto muy estudiado, con nuestro pulgar para que no nos cayese ni una al suelo. También, cacahuetes tostados, rosquillas adornadas de una nieve de azúcar de sabor anisado, chocolatinas, enormes cachabas rayadas de caramelo que devorábamos en un santiamén, manzanas acarameladas, orejones de melocotón, pasas y otras frutas confitadas. Y aquellos pitos que, una vez disueltos a lametones, dejaban libre, una bolita de anís, grato recuerdo de aquel primer día de mayo. Sarina, hacía un recorrido exhaustivo por las mesas de los clientes del puesto de sidra, la pandina de la bolera donde se sentaban los espectadores y por entre los manteles extendidos en el cueto, ofreciendo exclusivamente su “rica avellana”, de su lustrosa cesta de mimbres al brazo y con su faltriquera bajo el mandil donde metía la peseta y los dos reales que cobraba por cada cubilete.
Los “Panchinos”, a media tarde, probaban sus instrumentos en la cabecera de la bolera: Panchín tocaba el acordeón de forma maravillosa, siempre con una abierta sonrisa. La afición le vino cuando, en la guerra, encontró un acordeón abandonado. Formó la banda con un hermano de cuyo nombre no tengo recuerdo, a la batería, y que años después sería sustituido por Cosmín; con un cuñado suyo, Paco, además de ser un hábil orfebre, pues se dedicaba a convertir por encargo las monedas de plata y cobre en alianzas y anillos  y reparaba paraguas, tocaba con verdadera maestría el saxo moviéndose como podía con su pata de palo. Paquín, un hijo suyo había completado el grupo con la trompeta. Jordán, hijo del poeta llanisco Pin de Pría, era un maestro con el violín y mientras lo templaba antes de comenzar el grupo con el consabido pasodoble, nos deleitaba en una esquina del quiosco con piezas clásicas. Su instrumento tiene una historia que merece ser contada en otro momento. Aquellos sones perdidos entre los picos retornaban a capricho del viento y llenaban el valle bajo el Castiellu de nostálgica música, acompañada por los estallidos de cohetes, restallones, petardos y globos.
El tejado de la capilla completaba su atuendo de piedras distribuidas por el albañil para luchar contra el viento, con otro bien nutrido aporte de morrillos lanzados por la juventud, en la creencia de que al tirar una piedra al tejado de San Felipe se convertía en sortilegio para echarse novia o novio, en el transcurso del año.
El regreso se hacía al atardecer por el mismo sendero de la llegada, tanteando las piedras y los pozos hasta salir a la subida de la Velilla en la Arquera, donde tenía lugar la verbena, según me contaba mi padre, a la que acudió la única vez que le dieron permiso en el cuartel de Alicante, ya terminada la guerra, antes de pasar por casa.
Volvíamos por la vía hasta Bolao y el Molín de las Mestas a salir a Vallanu. 
Una anécdota contada por mi madre es que regresaban por la vía un grupo de rapazas y chavales y llovía tanto que la verbena se había aguado. Pasado el puente de las Arnias, oyeron los pitidos de la máquina del último tren que venía con bastante retraso, por lo que se tuvieron que echar literalmente al prado lindero hasta que pasase para retomar el andén.
Eran tiempos de mucha necesidad después de la guerra, el pan escaseaba y se racionaba su consumo. A la gente de los pueblos se les suponía con suficientes recursos, porque cultivaban maíz para la borona y las leyes del racionamiento sólo les permitía comprar pan cada dos o tres días. Algunos que se lo podían permitir, se las ingeniaban para traer el pan desde Unquera, Torrelavega o Santander donde lo conseguían sin tasa y a menor coste que en Llanes para luego revenderlo. El que lo estraperlaba, antes de llegar al túnel de las Mestas, lanzaba los sacos con el pan, aprovechando la curva para no ser visto por el maquinista y el fogonero o algún guardia o vigilante que por las ventanillas solían inspeccionar. 
Alguien se encargaba de recogerlo y llevarlo de noche sin ser visto ni levantar sospechas y el que lo lanzó por la puerta debió ver las siluetas de los jóvenes tendidos en el prado y pensó que estaban esperando la mercancía. 
Nano y Quico Quintana hijos de Lena, Araceli Sobrino Arenas del Jogu, Tere Sánchez de la Vega, la de David, Teresita Inguanzo de don Diego, Titi Sobrino Gutiérrez y mi madre Finu Noriega Sobrinovieron caer en el prado donde estaban tumbados, un abultado saco de yute. 
    Es fácil comprender la sorpresa que se llevaron al abrirlo y encontrar las hermosas pantortas que había dentro. Se lo repartieron como mejor supieron de forma equitativa y caminando despacio, fueron golosineando las migas por las costuras, por preservar intacta la apariencia externa y repartirlo cada cual en su mesa. Al menos, en casa pasarían por alto la mojadura que llevaban y el estado de sus recién estrenadas alpargatas con suela de esparto.
Por el camino, junto al molín de las Mestas vieron a dos siluetas caminar bajo un paraguas, que con seguridad se preguntaban por qué no habían lanzado “el recado” aquella noche, el paquete como era costumbre. 
El arroyo que nace en la fuente de Las Herrerías aquí se encuentra con el Río Vallanu, pero con la lluvia, aquella noche sus aguas discurrían por el camino junto a la bolera del molín Las Mestas. Araceli resbaló y cayó al agua, pero no soltó la pantorta que llegó a la mesa intacta para repartirla con toda la extensa familia del H.ogu.