martes, 29 de abril de 2014

37.- Los oficios desaparecidos

Afilador y paragüero. Oriundos de la “Terra da chispa”, Orense, supongo que recorrían en tren las distancias mayores entre municipios y desde la villa principal se acercaban hasta las aldeas, a pie y empujando su artilugio con una rueda del mismo diseño que tenían las ruedas de los carros, con calabaza y radios de madera y llanta de hierro, aunque más pequeña y ligera. Esta versátil rueda, llegado el momento de hacer el trabajo se convertía en rueda motriz y de inercia impulsada por un pedal, de la que se trasmitía el movimiento a la piedra de afilar. Un recipiente con agua para dar el temple a las hojas de acero y varios cajones en los que guardaba su ferretería de remaches, puntas, limas, martillo, tenazas y un mazo de varillas de paraguas, entre otras cosas más le proporcionaban todo el aspecto de un verdadero taller ambulante. Anunciaban su llegada al barrio con un “glissando” de su pequeña quena de metal. Idéntica flauta, aunque en plástico, las compraba de niño en los puestos de las romerías. Acudían los clientes con encargos para afilar cuchillos, tijeras o arreglar paraguas.

Las avellaneras. Formaban parte esencial del paisanaje de las romerías, con sus puestos improvisados por dos tablas sobre caballetes, tendal y toldo para protegerse del sol y de la lluvia.  Matilde y Lolina fueron las dos avellaneras que conocí primeramente. Aparte de avellanas que ellas mismas se encargaban de tostar, exponían a la venta, cacahuetes,  almendras garrapiñadas, chufas, manzanas acarameladas, rosquillas de anís, regalices, chicles, piruletas, bastones de caramelo, entre lo que más recuerdo. Especial atención le poníamos al género pirotécnico: bombas, restallones, bengalas, y cohetes; así como la juguetería bélica: espadas, pistolas, arcos, escudos y tiragomas que acababan con nuestros ya exiguos fondos. Aparte, atrayendo nuestro interés, tenían todo género de pelotas, balones, canicas, chiflos, flautas, gaitas y tambores además de bastones, cachabas, sombreros. Sarina, era la avellanera por excelencia, pues sólo traía eso, avellanas, cascadas o sin cascar, en una cesta colgada del brazo y hacía la venta ambulante recorriendo las mesas de todos los puestos de sidra, ofreciendo su mercancía que servía con un cubilete de madera lleno a rebosar, por el precio estipulado que fue creciendo año sí, año no que entonces lo que menguaba era la profundidad de la medida.
La tía Marica la Torrina, madre de José el Molineru de la Vega y vivía en Don Diego, Eugenia, esposa de Pedro Blanco, padres de María, Filo, Concepción y Pancho desaparecido en la guerra. Brígida Romano del Cuetu la Cruz, madre de Manuel “Peseto”, Ramón, Segunda, Milagros, Fernanda  y Emilio, se dedicó a la venta de avellanas en las fiestas, además de naranjas, manzanas y chucherías para los niños.
Cecilia, de Porrúa.

Caldereros. De igual manera, llegaban a los pueblos y arreglaban con remaches las potas, sartenes, palanganas, calderos y demás utensilios de cocina. También reparaban paraguas. Solían quedarse a pasar la noche, siempre que tuviesen trabajo a la vista, en alguna casa donde les daban cobijo y plato.

Caleros. Se dedicaban a producir la cal en sencillos hornos que preparaban en el terreno donde abundaba la piedra caliza y vegetación que les sirviese de combustible. Era labor dura y de larga duración por lo que se requería la existencia de varios obreros. La cal iba destinada a alguna obra en concreto que se fuera a hacer en el pueblo, pero también había caleros que guardaban el remanente para vender a nuevas obras que apareciesen. Están aún visibles varios caleros por bosques y terrenos comunales del entorno. Francisco Sobrino y su hijo Pepe, hacían caleros para la fabricación de la cal, para la construcción. Se juntaban varios, hacían el horno en el sitio más cercano a donde hubiese piedra caliza y gromos para el fuego. Aprovechaban la tala de los bosques para aprovechar las cañas residuales y cortezas de la madera.

Capadores. Venían a hacer su labor bajo encargo de quien los llamase. Generalmente capaban los cerdos destinados al sanmartín. Si existían los servicios veterinarios, no siempre estaban alcance de todos.

Carreteros. Usaban para el transporte una pareja de vacas entrenadas al duro trabajo de acarreo de la madera desde el bosque hasta la estación o la serrería. También acarreaban la hierba seca, el rozu desde las cuestas, la arena desde la playa hasta la obra, la piedra y la grava de la cantera. Pedro Blanco, Manuel Fernández,  Marcos Noriega González, Ignacio Sobrino, Fernando Fernández Gutiérrez, Santos Junco Noriega,  Santiago González Gutiérrez, Teodoro Gutiérrez Rodríguez, Bolio, son los más representativos de este oficio. Usaban para el transporte una pareja de vacas entrenadas al duro trabajo de acarreo de la madera desde el bosque hasta la estación o serrería. También en el transporte de hierba seca, del rozu desde las cuestas, arena desde las playas hasta la obra, piedra y gravas de las canteras. También se dedicaban a arar las fincas de labor.

Cesteras. Este oficio estaba prácticamente acaparado por gente gitana que dominaba el mimbre, abundante en los cierres de las fincas. De costumbres ambulantes, recorrían los lugares periódicamente para quedarse unos días que aprovechaban para vender la cestería.

Colchoneros. Igual camino llevó el viejo colchón de lana, después de haber sustituido con infinita comodidad al jergón relleno con las purretas del maíz, los rellenos de plumas e incluso a los de borra. A su vez fue sustituido por los de esponja, sintéticos. Los colchoneros venían por la aldea, dedicados a descoserlos, solear la lana y varearla. En las casas de familias más pudientes se quedaban todo el tiempo necesario, comiendo y durmiendo hasta terminar su trabajo.
En las casas más humildes, ya cuando se generalizaron los colchones de lana, se llevaba a cabo esta tarea aprovechando el buen tiempo. Tendíamos la lana sobre los sábanos hechos de varias sacas de yute cosidas que se reciclaban de las que venían con paja de Castilla.
Se abrían las pellas de lana y después se escardaban a golpes de vareta de avellano. Se volvían a rellenar las fundas y se cosían. Las primeras noches resultaba un placer dormir sobre ellos hasta que con el peso, volvían a formarse bolas. Eran cómodos, pero muy poco higiénicos, un escondite estupendo de parásitos que nos esperaban por la noche para chuparnos la sangre.

Escepadores. Se dedicaban a cortar la cepa de hierba existente en una finca destinada a la plantación de árboles. Con los restos de la vegetación bien seca, se hacían borrones que donde quemaban en dulce durante días. La ceniza se distribuía por las pozas donde se ponían los plantones de pinos y eucaliptos. Formaban cuadrilla y se desplazaban a otros lugares. La fuerte demanda de las papeleras y de las minas propició la plantación del eucalipto que fue desplazando del paisaje a otras especias autóctonas como la encina, el castaño o el roble. Juanito Junco fue capataz del oficio, su hijo Narciso, Chicho, Rogelio Junco, Antonio Sobrino, Máximo Sánchez, Arturo Gómez entre otros se dedicaron especialmente a esta labor.

Fotógrafos. Venían por las casas ofreciendo especialmente trabajos de ampliación y recuperación de fotografías, en las que, con técnicas nada precisas, incorporaban la imagen de alguien de otra foto o de una nueva que sacaban ellos, a la foto de grupo o familiar, haciendo caso omiso de la cronología y del color. Aún habría de esperarse varias décadas para la invención de la foto digital y del Photoshop que acabó prácticamente con esa profesión. Picos,  Cándido García, Pepe, 1927, Ramón Rozas, R. Suárez, J. Luis Rozas.

Guarnicioneros. Recorrían los pueblos en bicicleta recogiendo encargos y entregando los trabajos de elaboración de aparejadas de vacas: mullidas, sobeo, sogas, como de caballos y asnos: cabezadas, riendas, collarones, sillínes, zufras, retrancas, albardas y cinchas.

Herradores. Hacían visitas periódicas en la fecha acordada en la anterior con los clientes. En casi todos los pueblos había un jerraderu, una especie de tejado sobre columnas donde estaba colocada una viga de la que se sujetaban los animales con correas para cambiarles las herraduras. En Parres, se servían del herradero de la Covaya y el de junto a las Escuelas. En la Pereda, aún se puede ver uno junto a la bolera, bajo la casa Concejo. Solía herrarse a  los animales de tiro ya fuesen asnos, mulos, caballos, vacas o bueyes.

Lecheros. Recogían diariamente por la mañana y por la tarde, en punto de recogida la producción lechera del pueblo para llevarla a repartir por la villa. Bernardino Noriega tenía una selecta ganadería y se organizó para llevar la leche hasta la estación del tren, vía Oviedo donde tenía un punto de almacén, venta y reparto por la ciudad. Puso a disposición de Ramón Tamés Sotres un carro y caballo para bajarla, junto con más leche que comenzaron a entregar el resto de vecinos, hasta Llanes. Felipe Concha de Porrúa continuó recogiéndolo en casa de Venancio Junco, y atendía a los clientes Lina Junco. Felipe lo bajaba hasta Llanes en su carro entoldado, con el impedimento de su pata de palo. En el Cotiellu lo entregaba a su clientela, junto al obrador de la Panadería Vega. Cuando lo dejó Felipe, siguió con el mismo puesto Pepe Gutiérrez Noriega que había estado trabajando para Felipe cuando ya no podía hacerlo solo. En ese momento, Graciano Villar de la Pereda abre otro punto de recogida, al lado de la carretera frente al actual bar El Fresnu y lo lleva, primeramente en carro y caballo hasta Llanes y posteriormente con un moto carro. Tuvo colaboración de sus dos hijos, Ángel y Raúl Villar Gutiérrez quien continuó con el negocio familiar, cambió el moto carro por una DKW y acabó abriendo un establecimiento de venta y distribución en Llanes, atendido por un empleado. Los lecheros entregaban la leche sobrante a las Centrales Lecheras, la POS y la SADI, fábrica levantada por un holandés de apellido “Lides” en la que se elaboraba queso de bola parafinado. En el barrio de San Antón, pareja a la SADI se abrió la LACTOSA, de capital catalán con idea de aprovechar el suero residual de la quesería, en la que trabajaron Ricardo Gómez Gutiérrez, Antonio Sobrino Noriega, Santiago González Gutiérrez, y Gregorio Cerezo Vidal, Goyo, de Parres y ; José Noriega, Ché, de Cue; Luis Huergo de Pancar; Modesto y Angelín Batalla, conocidos marineros de Llanes.
Cerradas, estas dos fábricas, aparecieron un sinfín de centrales lecheras como NESTLÉ, MORAIS, SAN, CLESA y CLAS, entre las más conocidas que recogían la leche por los pueblos.

Lienceras. Generalmente llegaban dos mujeres. Recorrían la geografía a bordo del ferrocarril y los trayectos hasta las aldeas, a pie, llevando sobre sus cabezas pesados fardos hechos de lona donde traían para vender retales de tela y todo tipo de prendas de vestir, calcetines, toallas, rodillos de cocina y mandiles. Pregonaban a voces su llegada y  picaban de puerta en puerta y desabrochaban los cinturones que sujetaban la lona para  mostrar la mercancía. Vestían largos faldones de algodón y calzaban botines de cuero. Normalmente el deje gallego les situaba en aquella región de procedencia y puede que también en la cercana Portugal..
Maderistas. El término se pude referir a la persona que tiene un equipo de obreros destinados a la tala de los bosques. En este sentido, existieron varios: Perela, de Llanes, tuvo también una serrería donde dio trabajo a muchos obreros. Liaño, de Rales. Pedro Quintana, de Pancar. Manolo González Berbes,  de Parres, Milio de la Pereda, Fernando Gutiérrez González, Fernando  González Romano de Parres.
Los maderistas dedicados a la tala fueron muchos, entre los cuales destaca Fernando Sobrino Gutiérrez que se dedicó prácticamente a ello toda su vida laboral. Marcelino, Manuel y José González Romano, Gregorio Cerezo González, Pancho Sánchez de la Vega, Santiago González Gutiérrez, entre los más conocidos del oficio, de Parres. Carlos y Segis de Posada.

Madreñeros. Esta profesión venía de padres a hijos o de artesanos a aprendices. Solían ser personas relacionadas con el pastoreo en el monte donde disponían de madera de haya, abedul y otras y se ocupaban en periodos de tiempo cuando menos tarea tenían con el ganado. El tío Luis Santoveña vino del pueblo de Vibaño como molinero primero para Rosario Noriega, en el molino de la Arenal donde aún quedan restos del calce del agua y de los cimientos del edificio y posteriormente en el molino de las Mestas, también deshecho por el abandono total tras la muerte de su último propietario, Pedro, al efecto de la climatología. Luis Santoveña enseñó el oficio a sus tres hijos, Manuel con taller en la Pereda. Felipe y Gabino, se establecieron en la Galguera. En una ocasión, a Felipe le apostaron que no sería capaz de hacer diez pares de madreñas en una jornada y ganó la apuesta. Andrés Junco de la Pereda y su hijo Ramón también fueron madreñeros. Ramón González Romano de Vallanu y posteriormente su hermano Fernando de La Peña se dedicaron al oficio. Guillermo Fernández tenía el taller en la Guaira, en el barrio de Calvu. También fue una profesión itinerante, en el sentido de que en ocasiones eran llamados por una familia y debidamente provistos de los materiales, tallaban las madreñas para todos los miembros de la familia que los acogía en su casa hasta finalizar el encargo.

Matadores: Solían ser del propio pueblo y en el caso de Parres había más de uno y dos, cada uno con su especial arte y precisión posterior en preparar las carnes para los distintos procesos, como el secado de los jamones y lomos o los costillares para conservar en sal y pimentón. Joaquín González Romano fue la expresión máxima durante muchos años. Hubo más, Marcos Sánchez, Ramón Junco, Manuel S. Ibarlucea de una amplia lista.

Mieleros. Llegaban en la temporada de las primeras mieles primaverales. Recorrían los barrios de la aldea anunciando su producto de viva voz, “¡El Mielero! ¡A la rica miel de la Alcarria!”. Vestidos con traje mahón azul, portaban, alforja al hombro, un recipiente de madera con tapa y un canjilón con el que escanciaban la miel al hilo desde lo alto hasta caer en el tazón que el  cliente aportaba. También la ofrecían en recipientes de cerámica que acrecentaban lógicamente el coste. Meleros, en cambio, se dice a los que se dedicaban, tanto a la explotación de las granjas apícolas como a su búsqueda y recolección en panales silvestres colgados de peligrosos riscos. Curiosamente, en la posada donde me quedé uno de los cursos de mis estudios en Oviedo, coincidí con el mielero que de crío vi llegar durante muchos años a vendernos miel. Me vendió un tarro para pasar el invierno. Tenía alquilados dos cuartos en la Pensión Pravia, uno de los cuales lo tenía destinado a la mercancía, justo al lado de mi cuarto.

Mondongueras. Continuaban la labor del matador y dependía de ellas la elaboración acertada de los boronos, las llamadas morcillas de año, el picadillo, los turruyos, los chorizos sabadiegos y los más exquisitos tanto para curar como para conservar en unto. Esa labor podía llevar cuando menos dos días, motivo por el cual, a la mondonguera, si era de otro pueblo distante, se le daba acomodo para pasar la noche. Normalmente las mondongueras eran también buenas cocineras y se encargaban, con la ayuda de los de casa de preparar la comida para los matadores donde se les servía en primicia el cocido acompañado tocino y carne. Para la cena se servía de entrada la sopa de picatosta, de pan, ajos y trozos de hígado, previamente sofrito y con un punto picante. Seguían los callos y pezuñas del cerdo también de sabor alegre y aparte los humeantes boronos recién sacados de la enorme olla donde cocían. Cerrando la pantagruélica cena venía el arroz con leche, anisado y con rama de canela. A la mezcla de olores se sumaban los vapores del pote del café y de la achicoria cuya misión era disipar los vapores etílicos del vino y del coñac, antes de irse cada cual a su casa.  María Sánchez Sotres, María Gutiérrez González, Pepa González Cue, Lola de la tía Fausta, Gaudiosa Nieda, de Parres y Oliva Galán de Pancar, fueron buenas mondongueras.

Parteras.  Se ocupaban de ayudar y atender en los partos y solía haber en el pueblo varias dispuestas a la labor. A Titas, fue a buscarla mi padre, a la carrera, a pie, hasta el pueblo vecino, una noche del veinticuatro de septiembre para recogerme, como se decía entonces. Titas tenía certificado que le permitía poner inyecciones en el caso de que fuese necesarias. María, casada con Manuel Junco, el Curru, la tía Segunda casada con el tíu Roque Quintana, Evarista F. Gutiérrez, Gaudiosa Nieda.

Pesadores. Había uno en cada pueblo a sueldo de la oficina de Arbitrios Municipales del Ayuntamiento para cobrar las tasas por la matanza de las reses. Ramón Tamés, José Blanco, el Molineru, Jesús González Gutiérrez, ejercieron esta labor.

Pescaderas. Venían con sus trigueras sobre la cabeza, cargadas de pescados que aún coleaban, como ellas decían a voz en grito a la llegada al pueblo: “¡Que colean!” A los gritos y al olor de la sardina, se concentraban una manada de gatos que las seguían por todo el camino. Salud, Sagrario, Tina y Carmen acercaron el producto de la mar hasta los pueblos más alejados, primero sobre sus cabezas y posteriormente, empujando un carrito que tampoco resultaba trabajo liviano.

Picapedreros, machaquines y barrenistas. Juanito Fernández y Manuel Amieva Cue construyeron el camino desde Tresierra a Los Carriles. Manuel Amieva comenzó explotando la cantera de Santa Marina en la que trabajaron, aparte de sus hijos, Manolo, Julián que continuaron con la cantera, Ramón y Gabriel. Ramón González Gutiérrez, aparte de trabajar en otras canteras, dedicó la mayor parte de su vida laboral al trabajo de picapedrero que conjugaba con el de barrenista y dinamitero en la cantera del pueblo en Santa Marina.  

Practicantes. Sin formación académica, sin embargo cumplían su misión recibiendo de los médicos de zona el adiestramiento esencial para inyectar los medicamentos o aplicar un edema. Araceli Gutiérrez ejerció esa labor con entera dedicación, no importando lo intempestivo de la hora, acudía puntual a la casa. Gregorio García Fresno del Palacio estaba siempre dispuesto para quien le llamara lo mismo para poner inyecciones a las personas como a los animales, a los que también atendía en sus enfermedades con remedios caseros y ayudaba en los partos que se complicaban.

Remaqueros. Pasaban por los pueblos comprando huevos, alubias, patatas, nueces, avellanas, maíz, manzanas que después revendían en el mercado de la villa. Hipólito de Arquera trabajaba en la tienda de Enterría en San Roque y después se dedicó por su cuenta a mercar por los pueblos de todos los productos, incluido las crines de los caballos.

Retejadores y canteros. Mi padre recuerda transportar las tejas  con sus hermanos Jesús y Eduardo y su primo José El Chispuneru, desde Barbalín en Purón hasta Peracho, un sitio del monte de Purón, tras el risque, para la construcción de una cabaña de monte. Mi abuela Araceli me contaba algo parecido, cuando joven de haber ayudado en el transporte de las tejas desde Porrúa hasta el monte. Cada vecino ayudaba en lo que podía, y en su caso, llevaban una docena de tejas sobre el rueñu en la cabeza. El tíu Roque Quintana, el tíu Tanasio González de los Carriles, Gapito Blanco, Ricardo Gómez y Fernando Fernández Gutiérrez se dedicaron a la construcción en piedra.

Ropavejeros. Así se llamaban a los que recorrían las aldeas para recoger la ropa vieja. En aquel tiempo sólo existían tejidos naturales de lana, algodón o lino, principalmente. Todo servía para los ropavejeros, pero sobre todo, las mantas viejas de algodón que se las pagaban mejor. Normalmente se llevaban la ropa vieja que había por las casas sin ningún coste, tan sólo por el único hecho de quitarla de casa. En aquel momento comenzaba a surgir en el mercado la fibra sintética, por lo que mucha gente cambiaba los ojos por el rabo, creyendo que hacía negocio, a pesar de tener que poner dinero encima del trato.

Segadores. En la época de la siega, algunos hombres se marchaban hasta distintos lugares de los reinos de León y de Castilla. Otros hacían la siega en el mismo pueblo o en los pueblos vecinos, a jornada completa para el tiempo de la hierba. Aparte tenían que hacer su propia siega. Los hermanos Arturo y Agustín de Brañes y Don Diego fueron buenos segadores. Ramón Junco del tío Segundo con Gregorio Cerezo y Francisco González Gutiérrez se fueron de segadores a Salamanca.

Serrones. Los aserrraderos se construían en el mismo bosque haciendo una zanja profunda sobre la que se atravesaba una viga. Los serrones eran los dos obreros que cortaban en tablas o pontones las rollas de madera. Usaban una sierra especial más ancha por un extremo que por el otro. Un serrón se ponía arriba sobre la viga y se encargaba de dirigir el corte y subir la sierra. El situado en la zanja tenía que tirar con fuerza de la sierra para cortar la madera. Joaquín y José González Cue se dedicaron a este trabajo, parte de ser buenos carpinteros de taller y obra. Los labrantes se dedicaban a labrar las vigas usando para ello únicamente el hacha. Manuel y Ramón González Romano, hijos de Joaquín fueron muy buenos labrantes. Milio el Serrón, de la Pereda es el más emblemático.

Tratantes. Los tratantes recorrían las ferias de ganado examinando las vacas en venta. Como técnicos en materia de mercado tanto para carne como para vida, influían en el valor de la res, pues entre ellos había concierto, aunque no demostrasen tal cosa. Venían por los pueblos y recorrían las ganaderías en busca de ocasiones donde pudiesen sacar partido. Sus ofertas siempre por lo bajo, acababan desorientando al ganadero que al fin necesitaba perentoriamente de unos reales que dedicar a otros pagos.
Caso aparte, los gitanos trataban en el cambio de animales, burros o caballos, donde el vecino debía poner unos duros por encima del animal que entregaba, Eran verdaderos especialistas en el tuneo de los animales, convirtiéndolos de rencos en puras sangres que revendían al cabo de la esquina a otro incauto comprador. También los había honestos y serios. Como entre los mismos tratantes payos, había de todo, como no puede ser menos. Pepe el Gitano estaba bien considerado por honestidad en el trato a carta cabal y su mujer Olvido, que tanto tejía mimbre como leía las manos y echaba las cartas y criaba con esmero una hartá de hijos. Kiko y su hermano Juan, conocidos primero como Los burreros y más tarde Los Tunantes, de Posada y Bricia. Isoba de San Roque, El Manquín de las Bajuras, entre los que puedo recordar.

Maconeros. Se dedicaban a tejer con cañas de castaño los utensilios de labranza  más utilizados, maconas y cunachos para el transporte del alimento para el ganado y la cosecha.

Xunqueras. Venían en tren desde Unquera cargadas de juncos que se usaban para enrestrar las panojas del maíz. Las iban vendiendo por el pueblo y las dejaban en alguna casa de confianza para quienes precisasen más con posterioridad.

Zarderos. Se dedicaban a construir los zardos, entretejidos de varas verdes de avellano que se usaban tanto para construir el piso de los pajares de hierba, como para cierres y empalizadas para el ganado, así como en la construcción, que se adobaban con barro y argamasa a falta del ladrillo cerámico. Con las zardas sobre la cabeza se repartía el estiércol en las fincas a las que no se podía acceder con el carro. Los carros más antiguos se recuerdan con la caja de zardos, un eje fijo sobre el que giraban las dos ruedas sacadas con el tronzador de una rolla de castaño, sujetas al eje por una pina y la pértiga partida en dos a la que se ataba la pareja de vacas. Estos carros, chirrios, eran cantarinos por el roce del eje sobre la rueda y se solucionaba untando el eje con tocino. Carro y zardos sobre angarillas eran los elementos imprescindibles en el acarreo de materiales de construcción.

jueves, 17 de abril de 2014

36.- En burro al molín La Vega

Ya podrá venir el invierno con sus nieves si en casa se tienen las riestras del maíz colgadas de los pontones del estregal y en el desván una buena cosecha de patatas, habas, castañas y nueces, en el arcón, varias latas de chorizos en unto y entre pañales, un buen jamón del último san Martín.
Se desgranaba el maíz y se venteaba para que perdiese los restos de hojas o de barbas. Por la noche, se colocaba detrás de la chapa de la cocina, al calor de los azulejos para llevarlo al día siguiente al molino.
Normalmente llevaba yo la molienda sobre mis hombros, espalda o cabeza, como podía, hasta el río que quedaba a kilómetro y medio, algo más quizás. Allí la dejaba y aliviado de la carga me entretenía viendo los pescardos recorrer las cantarinas y claras aguas del Melendro. Había que cruzar la vía con rapidez por la cercanía del túnel. 
En una ocasión, cuando ya me confiaron el burro para tal menester, fui montado en él a buscar la molienda, más alegre que unas pascuas. Me advirtió mi padre que no confiase en él, pues tenía la zuna de pararse cuando a él le venía en ganas, sin otro aviso. Creo poner entender tal actitud suya como una forma de darse a valer e imponer su voluntad o por forzar la mía ya que, cuando trataba con mi padre, no osaba rebelarse. Llegado al molín, Pedro, el molinero, me colocó la molienda terciada sobre la cruz del animal, entre mis piernas y con las mismas, inicié el regreso. Cuando se acercó a las vías, se negó a cruzarlas por más que le azucé con los talones y el sobrante de las riendas. Por el Puente Las Arnias se escuchó el pitido de la máquina del tren de mercancías. Me eché al suelo y tiré de él cuanto pude. Fue una eternidad, hacerle cruzar las dos vías; ya en la segunda lo empujé y quedamos los dos fuera de peligro, un instante antes de que asomase la máquina por la boca del túnel de Bolao a escasos cincuenta metros. Creí que se me salía el corazón de la caja y para colmo, Santos el de Pin, maquinista del Cantábrico, me amenazó con decírselo a mi padre en cuanto lo viese. Su hermana Felicia estaba casada con mi tío Jesús y de ahí el hecho. Supe disculparlo por el miedo que debió de haber pasado al verme tan cerca de las vías. Procuré contarlo en casa antes de que se enteraran por fuera. Las próximas veces que llevé el burro, lo dejaba amarrado antes de cruzar las vías con él. No me podía permitir más sustos como aquél.  
En el otoño recogía las hojas secas de los castaños, aquellas de color ocre, signo de estar suficientemente secas. Las ataba en manojos que se colgaban de los pontones de la cocina para tenerlas para todo el año. Después de piñerada la harina se amasa con agua tibia y una pizca de sal, de forma que no quede pastosa. Un puñado de masa, se aplana sobre las hojas dispuestas en círculo sobre la chapa de la cocina bien caliente. También solían usarse hojas de berza que desprendían un agradable olor al tostarse. Así se hacían los talos. Se daban vuelta con la ayuda de un cuchillo hasta que las hojas se quedasen rustidas, momento en el que se podía retirar a un extremo de la chapa menos caliente, hasta su consumo con el tazón de leche. Se le retiraban los restos de hoja raspando con el cuchillo.  
Los tortos, en cambio, se consideraban comida de ricos, pues no siempre se disponía de aceite, aunque también se freían con el unto que se guardaba en latas para la sartén, ya fuese en la fritura de tortos, como de huevos o patatas. Para hacer los tortos, se toma un poco de la masa, que normalmente, suele amasarse horas antes y se deja tapada con un paño. Sobre un rodillo, se aplana y se echa en el aceite caliente de la sartén. Se solían espolvorear de azúcar y tomarlos con leche fresca con sus capa de nata. Con miel, con mermelada o con queso fresco resultaban una auténtica exquisitez. Se decían "A la ranchera" si sobre ellos se freía un huevo.  Tanto los tortos como los talos, sustituían al pan en tiempo de escasez para acompañar el plato de patatas cocidas, el de alubias o bien tomado con queso fresco, miel o leche. El término talo pudiera tener origen vasco, pero en Asturias se denominaba talo a una chapa de hierro que se usaba para tostar las masas, tanto del maíz como de la escanda o el trigo, antes de que se popularizase el uso de la cocina económica de chapa y horno para leña y carbón. 
Excepcionalmente para días sonados, se echaba a cocer la boroña en una batea especial que se metía entre las cenizas del llar, en un principio o en el horno, tiempo después con la llegada de la nueva cocina. Si dentro se le ponía chorizos en rodajas y tacos de tocino entreverado con jamón, se les decía borona preñada. Lo restos de la borona  se ponían a cocer en leche con azúcar y se llamaba mazcazón.
Las pulientas se hacían cociendo en agua harina de maíz revolviendo para que no grumaran. Se echaban a reposar en platos de ración y se servían calientes, sobre los cuales, en su centro se echaba una cucharada de azúcar o miel que con el calor se iba distribuyendo al resto del plato. Se solían tomar acompañadas de leche fría, que también podía añadirse directamente el plato. Para la mayor parte de las familias el maíz, junto con las patatas y las habas constituían el alimento básico, además de los huevos y la leche que aportaban las proteínas.  
En el mataciu del gochu, por San Martín, también se usaba la harina del maíz en la elaboración de los boronos. Entonces se amasaba con la sangre del cerdo y una parte de cebolla y otra de tocino todo troceado finamente. Se servían especialmente en la cena del día de la matanza, para vecinos, familiares y allegados. Se tomaban recién sacados de la olla donde cocían en agua y se acompañaban de leche muy fría. Se guardaban para el año cubiertos del unto que los protegía de quedarse canos. Si eso ocurría, incluso se recuperaban volviéndolos a hervir, pero ya no era bueno su sabor, aunque muchos tampoco le podían hacer reparos. Otra forma de comerlos era fritos en rodajas. Hoy se expenden en los bares como acompañantes de los vinos en el tiempo frío y se consideran como verdadero manjar y un detalle para el local. Al menos así no se pierde la costumbre del todo. Curiosamente los mismos que lo usaron en tiempos de necesidad, lo consideraron después como algo inferior al uso de las harinas del trigo con que se elaboraron los panes blancos, desprovistos de lo mejor del cereal. Pasados los años y con ellos los gustos cambiados, se dejó de usar el maíz. La juventud lo toma tostado o en palomitas, costumbre que nos llegó de fuera. Muchos desconocen hoy el uso del maíz tal como lo conocimos en nuestra niñez. 
Los molinos a los que yo iba están destruidos unos o reformados en casas de aldea otros, pero por suerte se vende la harina en las tiendas de comestibles y puedo aún darme el gusto de recordar en su sabor el tiempo lejano de mi niñez. En algunas panaderías aún fabrican las boronas y panes mixtos de maíz, trigo y escanda que los hacen extremadamente sabrosos y nutritivos.

lunes, 7 de abril de 2014

35.- La cultura del maíz


La arada

Una vez bien limpio y abonado el terreno, se araba con las yuntas de vacas. Recuerdo ir de candilón con los tres vecinos que se dedicaron a este trabajo en la aldea: Manuel Fernández, Ignacio Sobrino y Santos Junco. Nunca les faltaba trabajo, pues en esa época, todo el mundo sembraba, tanto para el alimento propio como para el de los animales. El candilón se decía a la persona que ayudaba al arador delante de la pareja de vacas y que las guiaba de forma y modo que la reja del arado fuese por su sitio, recta y así no quedase tierra sin voltear. Hay que decirlo también, no todos los aradores eran igual de pulcros en resultados. Más se debía al nivel de adiestramiento de los animales que no a culpa del arador. La pareja debía entenderse bien y que tirasen a la una. Como entre los humanos, entre los animales hay individuos con zunas y picardías con tal de esforzarse menos. Como crío que yo era, prefería ir a la vez que ellos, porque por el camino me permitían subirme en la máquina. No es que fuera una comodidad, todo lo contrario, iba montado a pie, las ruedas eran de hierro y los caminos tormentosos. Ya en la finca, el arador libraba la máquina de la vara de transporte y la enganchaba con una cadena al sobéu del yugo. Con la guillada llevaba la pareja lo más rectamente posible a todo lo largo de la tierra de labor. A falta de ayuda, ellos se las apañaban solos, pues las vacas estaban adiestradas y obedecían a las voces, por el miedo a la guiyada que, por si acaso, siempre la llevaban dispuesta.
La siembra
Después de arado el terreno, se dejaba un tiempo que cociese antes de echar el maíz y las habas. Se sembraba a la secha y se pasaba el rastro que las desterronaba, tapaba los granos y quitaba parte de las malas hierbas y raíces que quedaban en la superficie. En algunas casas, muy pocas, tenían una elemental mecanización como la máquina de hacer riegos y la sembradora. Solían ser casas de familias "pudientes" y también hay que decirlo, solían dejarlas a quienes eran capaces de mirar por ellas y devolverlas limpias y en perfecto estado, tal como las habían llevado..
Se lleva a cabo a mediados de abril la siembra del maíz, cuando ya no hay riesgo de nieblas ni de heladas. Al cabo de unas semanas, comenzaban a verse los primeros brotes romper la tierra. Cuando levantaban poco más de una cuarta, era el momento de darles el primer sayu, ya finalizado mayo. Para esta labor las mujeres se ponían de acuerdo para hacer el sayu cuando para unas, cuando para otras. Es curioso, en este punto, analizar el motivo de esa especialización por género. No era corriente ver los hombres con la azada, sí en cambio en el uso del palote y de la pala y creo que está relacionado con el esfuerzo de cada tarea. No se debe nunca generalizar, pues en el campo, la especialización de la mano de obra depende de los recursos humanos de cada familia. Cuando faltaba el varón, era la mujer la que acometía todos los trabajos. Sin embargo, mal que pese, he de decir que si faltaba la mano de la mujer las cosas simplemente no marchaban, también salvo escasas excepciones.
A mí me tocaba, antes de dominar la azada, ralear los maíces y arrancar los más pequeños de entre los que salían juntos y los dejaba más o menos a un pie de distancia.
Pasado un tiempo, se volvía para hacer el resayu que consistía en amontonar la tierra a su alrededor, dando así protección a la raíz del viento y de la sequía del verano. Ya comenzaban a verse las habas trepar por los tallos de los maíces. Si mayo y junio se portaban bien, sin fuertes vientos, con algo de lluvia y buen sol, pronto despuntaban las panojas y las espigas.
Ya maduras las espigas, si no tenían habas trepando por ellas, cumplida la función de polinización, se triscaban por encima de la última panoja, para que entrase mejor el sol y el aire a madurar el grano. Las espigas era un alimento muy bueno para las vacas de leche. El riesgo, en cambio, era que se favorecía el ataque de los cuervos y de las pegas.
La cosecha
Ya secas las panojas, por septiembre, venía la labor de cortar el maíz con la joceta y apilarlo en gaviellas para preservarlo de la humedad.
Otro día se iba con el carro y se comenzaba a recoger las panojas que se echaban en los cunachos y de éstos al cajón del carro, sueltas o en sacos de yute. Las cañas del maíz se amarraban en brazadas, marreñas, de un peso llevadero y se ataban con la caña de una planta verde por ser aún elástica y se rehacían las gaviellas que se dejaban en la finca hasta que fuese necesario llevarlas como complemento alimenticio en el crudo invierno. La paya, se picaba con un hacho y se echaba en el pesebre de las vacas que lo comían con entusiasmo por la noche. No se usaban aún los piensos compuestos. Por la mañana, los tallos sin hojas, se picaban para formar la cama de las vacas y así mezclados con el estiércol, acabasen de nuevo en otra finca a completar el ciclo del nitrógeno.
Con la ayuda de los vecinos, esta labor era de un día o poco más. Lo importante era tener el maíz a buen recaudo en la casa. De todo en su tiempo dependía también la alimentación de la familia.
Las fincas se veían llenas de gavillas que imitaban los tipis de los pieles rojas que veíamos en las películas del Oeste. En más de una ocasión disfrutábamos jugando al escondite dentro de ellas y en caso de lluvia, yendo a buscar el arrinco, resultaban un refugio formidable.
Las esbillas
Para las esbillas también se juntaba la gente, familiares, vecinos o amigos en el estregal de la casa. A los niños nos gustaba tumbarnos en las montañas de purreta o recoger las barbas de variados colores de las panojas para ponerlas de bigote. De las vigas se colgaban unos alambres que quedaban a algo más de un palmo del suelo, tanto como para que no se subiese por ellas los roedores.
A mí me gustaba apurrir las panojas de dos en dos, bien emparejadas de tamaño, a mi padre que iba formando la riestra desde abajo y subido en una banqueta para cerrarla junto a la viga. En un descuido de padre me ponía también a enrestrar.
Anteriormente en lugar de hacer las ristras colgadas de alambres se enrestraba con xuncos secos. Se iniciaba con tres juntos atados y se iban añadiendo las panojas, una en cada vuelta. Antes de que se acabase un junco se añadía otro y se seguía la ristra hasta que tuviese el tamaño de una o dos escobas, dependiendo del sitio de donde se fuese a colgar. Las mujeres que vendían juncos se conocían como las xunqueras y venían andando desde Pimiango y Unquera, cargadas con ellos. Puede que el topónimo Unquera venga de >Hunquera>Junquera>Xunquera, por la abundancía de juncos que hay en la ría Tinamayor, donde desemboca el Cares-Deva, o Deva-Cares, que tanto monta. Es también un patronímico muy común en la zona. En el pueblo tenían una casa de confianza donde los dejaban y los iban ofreciendo por las casas. Cada vecino compraba los que les fueran a ser necesaro para enrestrar el maíz.
Desgranar
Esta labor solía hacerse en el ámbito estrictamente familiar, porque sólo se desgranaba a medida que se iba necesitando para hacer la molienda. Se inicia a mano en una panoja y con la ayuda del tuco que queda de ella se desgranan el resto de ellas. Aún percibo el dolor en la mano por el roce del tuco y el calor que desprende con el roce.
Se coloca cerca de la cocina o encima de la chapa sobre un saco, cuando ya el calor de la misma es soportable. Por la mañana, al remover los granos tienen ese sonido a secos que los caracteriza, señal de que se pueden llevar a moler y esa ya es otra historia.

jueves, 3 de abril de 2014

34.-La Semana Santa

Se acercaba la Semana Santa. Los rezos en la iglesia desde el jueves hasta el domingo eran obligados. Recuerdo el olor de los cirios colocados al lado del baptisterio junto al confesionario. Nos gustaba recoger la cera caída sobre los candelabros de bronce, entonces amarilla por ser de abeja, que mascábamos como si se tratase de chicle mientras encendíamos las que se habían apagado. Era costumbre llevar una vela por cada casa, al menos, con una etiqueta donde figuraban los apellidos del grupo familiar. Los cabos sobrantes regresaban de nuevo a casa como reliquia bendita  que la protegiese de no se sabe qué desgracia que estuviese por caerle encima. Os aseguro que aquella semana olía distinta a las otras cincuenta y una del año.
La liturgia llevada a cabo durante ella ya era todo un espectáculo, tanto más para los más niños como para los mayores, ya avezados a tal acontecimiento.
Toda ella se revestía de un velo tétrico que a todos nos acabaría pareciendo más que normal, al cabo de los años, y que por la costumbre terminaríamos por gustar de ella, ya que, so pretexto de las oraciones a que nos obligaban, nos servía de escusa como válvula de escape. Dejando de lado la interpretación personal que cada quien hiciese de aquellos actos litúrgicos, que cada quien se escuche a sí mismo, nunca entendí que rememoráramos la pasión, la muerte y la resurrección de un ser que tanto nos había dado con su sufrimiento a los cristianos.
Un año, mejor dicho, aquel año, habían llegado al pueblo los predicadores de las Santas Misiones. La misión de las Santas Misiones, no era la de animar a los mejor situados a compartir sus riquezas con los desfavorecidos. No; a través de las oraciones y las penitencias, tenían por misión primordial reconducir, según un plan maniqueo, el pensamiento político del pueblo llano a los nuevos cánones morales, éticos, cívicos, incluso sexuales, promovidos por la nueva clase política que preparaba así el camino para someterlo disciplinado durante varias décadas con férreas manos y corazón de hielo. Subido al púlpito, el fraile orador, con el dedo nos amenazaba con el fuego de los infiernos a quienes desoyéramos sus sabias enseñanzas. Nos aportaba fe como sustitución de la razón y así poder aplacar a un pueblo hambriento y herido por efecto de la reciente guerra que, arrancándole numerosas vidas de su lado, les había dejado la propia en llaga.
La gente acudíamos, los unos por fe sincera, quizás otros por acallar la sucia conciencia y los mimetizados para no levantar sospechas. En la procesión del Vía Crucis por los alrededores del prado de la iglesia, donde aún perduran las agrietadas lápidas de caliza con cruces talladas y números romanos. Abrían paso los monaguillos con la cruz y los dos cirios. Detrás, la curia seguida según un orden tácito por las mujeres cubiertas del obligado velo negro y prendas a tono desgranando el rosario. Detrás, caminaban los más destacados hombres también apoyando los rezos con su grave voz y, por último los rezagados, en silencio, la boina en la mano.
Caída la noche, después de escuchar las prédicas del monje orador, un monaguillo con el apagavelas asfixiaba, uno a uno, los doce pabilos de la araña que pendía sobre el pasillo central. La iglesia se quedaba en tinieblas para rememorar la muerte del Redentor.
De casa llevábamos las carracas que al ser giradas tronaban su rueda dentada ampliado su monótono ronquido en la bóveda del altar. El aire se tornaba denso por la gran concurrencia y por el humo del incensario que un sacerdote balanceaba junto al altar y se podía apreciar la tensión del miedo en rostro de los más crédulos.
Fue desnudado el Altar y se llevó La Santa Eucaristía cubierta de un paño violáceo a la Sacristía entre cánticos gregorianos. Se encapuchó la cruz con otra tela del mismo color. Los curas se tendieron cuan largos eran sobre los escalones del altar y la iglesia se inundó del silencio sólo roto por las toses de la gripe pasada. En ese momento os aseguro que me era imposible calmar la emoción despertada en el contacto con lo transcendental, tal era el clímax alcanzado en aquel sacro escenario.
La tormenta anunciada ya en la tarde por las nubes que cubrían las cimas del Cuera no se hizo esperar. Fuera, comenzaban a cubrirse de blanco los senderos del campo la iglesia. Un rayo iluminó a través de las pequeñas vidrieras todo el atrio.
Por los caminos de la ería a donde llevaba de pasto al ganado, sin darme cuenta silbaba como de costumbre, pero al recordar las explicaciones recibidas en los catecismos, me callaba. Parece ser, según nos dijeron, que la Virgen lloraba cuando silbamos en esa semana. Había que esperar al Domingo de Gloria, cuando menos, para que se normalizase la vida de la aldea. Las radio de nuestra vecina, emitía cantos religiosos y rosarios por la salvación de la madre patria.