sábado, 15 de marzo de 2014

33.- La gran nevada

Fue en el mes de marzo la que recuerdo como la mayor de las nevadas caídas en este enclave geográfico, donde la mar influye en la creación de un micro clima que lo preserva de temperaturas extremas y donde la nieve sólo ocasionalmente se acerca a la misma costa.
La siguiente gran nevada que me impactó ocurrió entre los meses de diciembre y enero del curso 1962-63 de la que ahora mismo no puedo aseverar con exactitud. Iba yo entonces al Colegio de la Arquera. De mañana, al salir de la portilla del Pandiu, se veía un extenso manto de nieve que cubría los caminos y senderos que llevaban al colegio. Ni una huella ni indicio de que alguien más la hubiese pisado, de casi la quincena de alumnos que la usábamos a diario para ir al colegio. Cuando me adentré en La Vega, una vez pasada la vía del tren, el río y el molino al que daba nombre, vi abierta una ruta sobre la capa de nieve y la seguí absorto, quizás por el destello que producían los rayos del sol y quizás también por lo insólito del paisaje. Alguien se me había adelantado. Una vez atravesada la Vega, volví atrás la vista y me percaté de las curvas y contra curvas que mi predecesor caminante había hecho y yo había seguido a tontas y a locas. En el colegio, las clases se redujeron a las más atrayentes: el dibujo, la mecanografía sin límite de tiempo y el juego del frontón en el abundante recreo. A la vuelta, Pedrín González Sobrino y yo recorrimos el ondulante sendero abierto por la mañana y me confesó que ocurrió así por no haber levantado la vista del suelo. Llegados al Cueto la Taberna tuvimos que socorrer a Josefa Abad, vecina de Cuetupuñu, que regresaba de llevar maíz a moler y había quedado atrapada entre unas rocas ocultas por la nieve.

Pero la que de verdad se reconoce como la gran nevada del siglo cayó el día 10 de marzo de 1955.
Un vecino de Parres, Lorenzo Romano Rozada, ya había subido con el ganado al sitio de su propiedad conocido como El Pradón de la Llosa Viango donde tenía la cabaña y la cuadra del ganado.
Fue tal la nieve caída que dejó cubiertas ambas edificaciones hasta los mismos tejados. En la cuadra tenía un rebaño de ovejas y las vacas del pasto. No se imaginó que iba a ser tan grande la nevada, y si lo pensó, no llegó a darle tiempo a reaccionar, antes de que todo el valle quedase cubierto por una espesa capa de nieve. El aislamiento que en aquellos años había en extremas circunstancias era total incluso para la vida en la aldea, cuanto si más para la del monte. Quien conozca el terreno y los senderos habilitados por el propio ganado para transitar de la cabaña al pueblo se dará cuenta de la dificultad de tal empresa. Con una capa tan grande de nieve, se pierden las referencias y el peligro es grande por la abundancia de profundas dolinas, torcas, que existen a lo largo del trayecto, incluso para los mismos pastores habituales.
En la aldea se corrió la voz de alarma y los vecinos se movilizaron en el acto. No había tiempo que perder. La noche se echaría pronto encima y las Cuestas que se estriban contra el Texéu estaban también cubiertas y el sendero quedaba oculto. La ruta más rápida a seguir era la que asciende por la Cuesta el Caballo tomado al pie de la misma en La Vega Quintana de la Pereda y que llega hasta el portillo de La Muezca, donde la altitud se pone en torno a los setecientos metros.
No soy a precisar la totalidad de personas que se congregaron para socorrer a Lorenzo, de los pueblos de La Pereda, Porrúa y Parres, pero debieron ser muchos los valientes y generosos héroes que expusieron su vida por la del convecino. Así los veía yo, como niño que era. Entonces no me daba cuenta perfecta del hecho pero debió de ser algo grandioso para mí por lo que me impactó y aún ahora sigue siendo toda una hazaña, por las escasez de medios que disponían. Un traje de aguas y el que no lo tenía una gabardina, guantes,  pasamontañas, gruesos calcetines de lana y las katiuscas bien forradas de hierba seca. Eso era toda la indumentaria que sospecho llevaban. Los utensilios, azada o pala para quitar la nieve, y el imprescindible palo de monte con el que saltar y a la vez tantear el camino para no dar un paso en falso y caerse al vacío.

En la foto que muestro, sacada de la página: http://www.tierraljelechu.com  donde su autor subió las dos que aquí muestro, son un testigo de la cuadrilla de abnegados voluntarios en la que podemos reconocer a: Manuel Gutiérrez Noriega, Francisco González Romano, Vitoriano Quintana Mier, Manolo Sobrino Guitérrez, Paco Gutiérrez Rodríguez con su perra "Leona", Chicho Junco Noriega, Marcos Noriega Gutiérrez, Ramón Junco Hano, Ramón Hano Fernández, Joaquín González Romano, entre los que pude recordar de los muchos que acudieron. Dejo la lista abierta para continuarla a medida que tenga más noticias de otros participantes en tan destacada intervención. Desconozco también el nombre de otros canes que con seguridad les acompañaron que no dejarían de ser parte importante en el evento.
(En la foto, "Paco el Diablu" con su perra "Leona")

La bajada, tanto del vecino como de los animales fue considerada como éxito total.
Era el día 11 de marzo de 1955. En la casa del Cotaxu le esperaban con ansias su esposa, Irundina, y sus hijos: Loles, Fifi, Fernando, Enci, Mini y la última de la extensa prole hasta aquella fecha, Noelia, que se había adelantado a nacer justamente el día 10 de marzo, inicio de la gran nevada.
Omito narrar la alegría que vivimos todos los vecinos y familiares de los citados pueblos y otros limítrofes que compartían con Lorenzo los pastos de Viango así como la familia por parte de Irundina en el pueblo de Porrúa de donde también partió otra cuadrilla de rescate.

domingo, 2 de marzo de 2014

32.- Niños yunteros

Pasado el horario de la escuela, por la tarde ayudaba en casa. Llevaba varios viajes de agua desde la fuente al establo, para que las vacas lo bebiesen a pie de pesebre. Parecerá extraño, pero así evitábamos andar a la carrera tras ellas si coincidían en el bebedero con otras. Por aquel entonces, había familias que tenían verdaderos rebaños de vacas y becerras. Si se encontraban en el camino dos rebaños distintos, acababan por pelearse y herirse entre ellas, además de correr el riesgo de abortar. La ganadería era, para la mayoría, el eje económico con  el que subsistía la familia. Incluso el cultivo giraba  en torno a la ceba del ganado, bien a pesar que el precio de la leche andaba siempre por debajo del coste de producción. Se tenía asumido, pienso yo, que el trabajo que aportaban, todos los integrantes del núcleo familiar, desde hijos, padres hasta abuelos no contaba en el cálculo como gasto de beneficios. Bastaba con que a final de quincena entrase en casa el pago de la leche para hacer frente a las deudas anotadas en el establecimiento del pueblo, en la farmacia, en la ferretería o en la tienda de ropa. No había hábito de consumo, porque nadie nos bombardeaba con imágenes, aunque por la radio nos llegasen noticias de productos que comenzaron a introducirse poco a poco en el colmado del pueblo.
De niños nos conformábamos con los regalos de Reyes, aunque sólo fuesen unas peladillas, pan de higo, pasas y algún juguete de madera como aquel burrito con carro del país que tanto me entusiasmo, una peonza o una bolsa de canicas. Nos traían lo que nos hacía falta:  madreñas, zapatillas o unas katiuscas. Todo a la vez era imposible y se dejaba algo para estrenar por San Antón o Santa Marina que eran las fiestas más celebradas. A mi padre le trajeron unos guantes de cuero que aún me los tropiezo por casa, de lo que miraba por ellos que usaba para el hielo de las mañanas al ir al jornal y el relente de la noche a la vuelta, en su vieja "Orbea". A madre le dejaban lana y dos agujas nuevas que sustituyeron a las que tenía hechas de varillas de paraguas, con las que tejía jerseys y bufandas para los tres. Yo le ayudaba a ovillar las madejas con mis antebrazos cuando no las colgaba del respaldo de una silla.
Al mediodía, pedía permiso al maestro para salir de la escuela unos minutos antes. Ya me tenía madre preparada el carpanchu con la comida de mi padre y mía. Bajaba por el caleyón de la Madalena a enfocar la bajada de las Castañares, me salía de la carretera y tomaba por el camino de Arduengu, en el que no faltaban pozos de agua y llamaza que me obligaban a usar senderos  por los rosados pastos colindantes. Me adentraba en un sendero que llevaba hasta el cuetu La Vista, punto de reunión con mi padre que salía a escontra desde La Talá. Yo le esperaba en lo alto desde donde le veía llegar de lejos. En el cueto teníamos preparado un buen asiento de lascas calizas, abrigado del viento gallego bajo el techo de una covacha. Cuando llovía, nos acurrucábamos como podíamos dentro de ella, pero las gotas del gorro impermeable se mezclaban en el plato con el caldo de las habas. Si soplaba el levante, quedábamos “al abrigal de la turria”, sin protección y se nos curtía la piel de tanto frío. Del cocido de la tartera emergían dos medios chorizos y dos trozos de tocino que repartíamos. Un trozo de queso curado de casa o una botella de leche con café y achicoria, aún templada, completaban las necesidades nutricionales del mediodía.
Después, en tanto que padre se liaba el pitillo, yo bajaba hasta el camino donde estaba aparcada la bicicleta. Pronto aprendí a rodarla, sentado en el portabultos pues de esa forma aprovechaba las profundas rodadas hechos por los carros que hacían imposible una caída. Satisfecho por los progresos, la apoyaba sobre el pedal y me despedía de padre que regresaba a su trabajo y yo deshacía el camino a la carrera para llegar con tiempo suficiente para jugar un rato con mis compañeros antes de la entrada en las clases de la tarde.
Si cabe, aún me gustaban más las tardes en la escuela, por la lectura, la copia de un texto caligráfico al que ilustrábamos con una dibujo alusivo al mismo, inventado o copiado de la enciclopedia "Álvarez". Con frecuencia, los dibujos de creación propia pertenecían a nuestro entorno campesino coloreados con las "Alpino" que tomaban el aspecto de verdaderos “Piñoles” o "Valles” en los que relatábamos la vida de la aldea.