miércoles, 26 de febrero de 2014

31.- La vida de una pastora

Con trece o catorce años,  mi amiga Aurorita y yo comenzamos a ir a las fiestas, sólo por la tarde, pues antes del anochecer había que estar en casa. Esencialmente, eran cuatro en todo el verano: Santa Marina de Parres, La Guadalupe de la Pereda, San Justo de Porrúa y la Guía de Llanes. Sólo nos ponían como condición que llevásemos con nosotras a José Manuel, el hermano menor de Aurorita A él le encamentaban que no nos dejara solas y, la verdad, que al principio no nos dejaba ni a sol ni  ni a sombra. Nosotras, por vernos libres de él, le dábamos unas pesetinas de las pocas que llevábamos para que se las fuese a gastar en lo que más le apeteciera y así podíamos bailar a nuestras anchas. Nos volvíamos a reunir con él, justo a la hora que habíamos quedado de regresar a casa. Por supuesto que si nos preguntasen, diríamos que habíamos estado todo el tiempo los tres juntos. Él colaboraba y nunca dijo "esta boca es mía".
La cabaña donde vivíamos en Las Melendreras era pequeñina , toda ella de piedra. En la fachada principal que daba al sur, dejaba entrar el sol por la puerta de entrada, de dos hojas, la parte baja que solía estar cerrada cuando no estábamos por allí cerca, para que no entrasen los animales , y la parte alta llamada cuarterón que permanecía casi siempre abierta para que el sol calentase el interior y el viento ventilase y a la vez contribuyese a secar el queso de la triguera.  Teníamos una cama de hierro grande y un colchón de porreta, en el suelo. En unas tablas que  mi padre había puesto, colocábamos la escasa ropa que allí disponíamos. De unas puntas clavadas en la viga colgábamos las perchas con las prendas de vestir.
Para cocinar había cuatro ladrillos puestos en el suelo, entre los que se hacía el fuego, bajo la trévede sobre la que colocábamos la tartera o la sartén.
La mesa tanto la usábamos para comer como para que madre elaborara el queso. Para hacerlo usaba la leche recién ordeñada aún caliente en la que añadía el cuayu necesario para que fermentara y lo revolvía bien para que la mezcla estuviese homogénea. Lo dejaba cerca de la lumbre para que se mantuviese la temperatura precisa. Había que estar al tanto y comprobar de vez en cuando si la fermentación había terminado, para lo cual con la hoja del cuchillo marcaba sobre la cuayada una red de líneas que la fragmentaba en trocitos y se extremaba el suero. Disponía sobre la mesa platos hondos y sobre ellos sendos presugos y sus correspondientes arnios que mi padre hacía a golpe de azuela en el período del año que menos trajín tenía. Llenaba de cuayada los arnios y colocaba el segundo presugo para taparlo. Era también costumbre, dependiendo de la cantidad de cuayada que hubiera para elaborar  hacer una torre de dos o tres pisos de arnios sobre el mismo plato, sobre el que recudía poco a poco el suero. Se dejaban el tiempo necesario para que recudiese todo el suero y fueran tomando forma. Se les daba la vuelta con frecuencia para favorecer el trasiego hasta el  zardu que había colgado de los pontones del techo donde acababan de madurar para llevarlos al mercado el martes siguiente o al otro.
También teníamos un  pequeño aparador de dos puertas abajo y dos basares arriba que hacía las veces de alacena. El piso de la cabaña estaba hecho con tablas anchas de castaño, oscurecidas por el uso de los años. Al lado de la puerta había una pasera de piedra donde poníamos el espejo, el peine y el jabón y, colgada de un gancho, la toalla.
De lado, en otra piedra a modo de poyo, teníamos una palangana para lavar cara y manos. El baño completo se hacía en privado dentro de la cuadra en una batea grande de cinc.
No había comodidades, pero andábamos limpios. ¡A buena parte con mi madre! La cabaña siempre estaba limpia. La barríamos y la fregábamos a diario. Incluso el muráu se barría todos los días con el escobón de terenos.
No todo era trabajar; también teníamos nuestros momentos de ocio. Por las noches, recuerdo que mi madre cantaba canciones como "Por una triste peineta" o aquélla que empieza, "El que robó la portilla" Mi preferida era la que dice:
"Somos pastores
venimos cantando del alto puerto,
vale más cantar a voces
que murmurar en secreto". Y esta otra:
"A la entrada de este pueblo
cantemos una tonada
para que diga la gente
ya vienen los que faltaban".


Mi padre también cantaba con ella , según me contaron mis hermanos que al ser mayores que yo los recuerdan más jóvenes. Nunca le molestaba que cantásemos, aunque el se fuese a dormir.
Recuerdo bien que los martes le comprábamos en Llanes el "ABC" y "EL PUEBLO". Para mí aquellas hojas sueltas que traían coplas como: "Mi ovejita Lucera" , "Clavelitos" o "La Campanera", entre un sinfín de ellas que eran actualidad en la radio. Yo en aquel tiempo cantaba mucho por Los Cuetos de Porrúa, El Cuetu La Catalina, y  por todos los sitios donde cuidaba el rebaño. Con la hermana que más conviví fue con Socorro, aunque ella se casó cuando yo tenía tan sólo ocho años recién cumplidos. Ella me enseñó a bailar en el muráu de la cabaña, subida sobre sus pies y cogidas de las manos.
Coleccionaba cromos para los álbumes de "Bambi" y "Marcelino Pan y Vino", que no conseguí completarlos, porque al final, siempre había alguno que escaseaba. También disfruté jugando con aquellas mariquitas recortables de papel que vestía y desvestía para volver a vestirlas a cada momento. Una de ellas, mi preferida, se llamaba Rosa.
Mi padre, los martes, mientras que madre y yo bajábamos al mercado, se encargaba de lavar los arnios y los presugos, hasta dejar la madera como el jaspe. Los ponía a secar encima del tejado de la cabaña a que les diera el sol y el aire para tenerlos preparados para la siguiente elaboración del queso.
Por las mañanas madrugábamos para mecer las ovejas. Llegamos a tener ciento cinco, de ellas, más de setenta, paridas que había que ordeñar antes de soltarlas al pasto. Como en todo rebaño tiene que haber una oveja negra, la nuestra se llamaba "Suiza" que llegó a ser la jefa y guía de todo el rebaño hasta el punto que si no salía ella la primera, no salía ninguna, y siempre iban detrás de ella.  Cuando parió una cordera, la bautizamos como "Lucera". Otras que ahora recuerde eran la "Cara Rubia", la "Liebre", la "Rabuca". Fue mi hermano Pepe quien se encargó de bautizarlas, pues estuvo más años que yo con ellas. La trasquila la hacían entre mi padre y Pepe dos veces al año, por junio y por septiembre.
Nunca hilamos ni tejimos la lana; lo vendíamos en el mercado de Posada. Íbamos andando mi madre y yo, por la Mañanga, cargadas con un saco cada una sobre la cabeza. Recuerdo que calentaba mucho y había que darle vuelta al rueñu cada poco tiempo. Nada más llegar al mercado, nos lo quitaban de las manos por la calidad que tenía y lo limpia que iba. Mi madre me compraba un bocadillo de queso picón que me sabía a gloria. Cuando hacía falta, con el dinero de la venta, me compraba unos zapatos o un vestido, según la necesidad más urgente.
Para lavar la ropa íbamos al río La Retuerta donde había un pozo adecuado y corría bien el agua. Buscábamos una llábana sobre la que se pudiera frotar bien la ropa. Debajo de las rodillas poníamos el "rueñu" y una manta de helechos.  Al principio iba con mi madre, hasta que aprendí y entonces iba yo sola.
Cuando regresaba a la cabaña, mi madre lo tendía encima de los murios y lo revisaba por si había alguna prenda mal lavada. Entonces me hacía volver al río con ello. Así fue como nos enseñó a todas las hermanas.
Teníamos tres o cuatro vacas. La primera que yo conocí fue la "Palmera". Era de color claro y bastante vieja,  pero muy buena y además siempre paría una jatina. Las otras se llamaban "Estrella", "Boliviana", "Sevillana", de entre las que ahora soy a recordar.
Cuando cumplí los quince años mi padre se deshizo de las ovejas. Se me saltaban las lágrimas de la pena que sentía al verlas marchar todas juntas una mañana. Cada animal tenía su nombre propio, su forma de ser, sus preferencias, costumbres y manías, que las hacía diferentes entre sí, como cualquier ser humano. Le supliqué que no nos deshiciéramos del rebaño que yo me encargaría de cuidarlas.
Me contestó que por desgracia no podíamos tenerlas, porque le faltaba salud y fuerzas para seguir trabajando y tampoco quería para mí la dura vida de pastora.  
[ sic. (Lines Noriega Quintana)]

martes, 25 de febrero de 2014

30.- Con otra mirada

"Mi amiga de la infancia, era muy buena. Recuerdo con claridad el día que llegó con sus padres y hermanos para vivir en la casería de Los Carriles, a kilómetro y medio aproximadamente de Parres.
Como todos los días, subíamos mi madre y yo del pueblo al sitio "Las Melendreras", medio kilómetro más adelante, donde teníamos el ganado. Al llegar justo al lado de la casa, se asomaron por entre los barrotes de la portilla a saludarnos una niña como de mi misma edad y un niño, algo más pequeño. Ambos llevaban parecidos abrigos de color azul marino.
Mi madre les dijo que saliesen para que viéramos lo guapos que eran.
Aurorita, que así se llamaba la niña, nos aclaró sin que nadie se lo pidiese que venían de Tornín, un pueblo de Cangas de Onís y que ella tenía seis años y su hermano José Manuel, tan sólo cuatro.
-Tienes la misma edad de Angelines - le dijo mi madre señalándome. - Estoy segura que llegaréis a ser grandes amigas.
Así recuerdo que fue nuestro primer encuentro. Éramos aún muy pequeñas para andar al libre albedrío por aquel entorno aislado y alejado del pueblo. Pasado un tiempo, de tanto encontrarnos por los caminos de la Mañanga, fuimos fortaleciendo una gran amistad.


1.- Los inicios en la escuela
Cuando comenzamos a la escuela, a ella, por quedarle más cerca, la matricularon en la Escuela de la Pereda y a mí en la de Parres, pero de esto hablaré renglón aparte.
Yo fui, para eso de la escolarización, un caso serio. Cuando llegó el día de comenzar las clases me llevó mi madre a la escuela, casi tirando de mí, como corderina que llevan al ofrecimiento de Santa Marina. Pero fue en vano, esa vez y otras más que lo volvió a intentar. Siempre regresaba conmigo para casa.
Cuando ya hube cumplido los ocho, convencida más bien por la envidia que me daba ver a las otras niñas acudir tan alegres y contentas camino de la escuela, con  cierto aire de suficiencia llevando su maletu de cartón, consentí en tomar las primeras lecciones.
En realidad, las primeras y más importantes lecciones me las había dado mi padre. Con toda la paciencia del mundo me enseñó a leer a la perfección, a escribir, además de sumar y restar.
El primer día, cuando la señorita me hizo una prueba para ubicarme en la sección adecuada, me dijo:
-A partir de mañana, leerás con la Primera Sección.
Para lo demás me dejó con las alumnas de la Tercera, pero fue sólo durante un par de meses, pasado los cuales, me llevó con las de la Segunda definitivamente y en el curso siguiente, para todo me puso en la sección de las mayores.
No asistía con regularidad a la escuela, en la mayor parte del curso. Subíamos para el sitio de Las Melendreras en el mes de marzo por el pastoreo de  las ovejas, la cría de los corderinos y la elaboración del queso.
Bajaba al pueblo para las clases de la mañana, pero de tarde, raro era el día que acudiese, por lo que mi cartilla está repleta de faltas de asistencia.
2.- Los trabajos
Así fui creciendo y asistiendo a clase siempre que podía, porque de verdad era mi ilusión estudiar y aprender cosas nuevas. Debía madrugar para llevar el agua desde la fuente a la cabaña y, aunque no era muy larga la distancia, lo hacía con desgana cuando orbayaba o si había caído la rosada por la noche. Era un sendero estrecho cuyas orillas estaban cubiertas de argaña, y helechos que me empapaban el vestido. Acabada la faena, me lavaba con los pocos medios de que disponíamos y también limpiaba la ropa y el calzado.
Después de desayunar recorría los casi dos kilómetros, a pura carrera, por un camino de herradura repleto de charcos cuando llovía y de firme irregular, cargada con el maletu. No había nada que me impidiera ser feliz. Aparte de estudiar y aprender deseaba jugar con otras niñas de mi edad en los recreos. De niña viví con muchas carencias, de eso me doy cuenta ahora que lo tenemos todo, pero tremendamente feliz.
A la salida de clases al mediodía, pasaba por "El Rosal", bar y tienda que tenían al lado de la escuela mis tíos Wences y Serafina, a por el pan del día que tenía que llevarlo de vuelta, justo para la hora de comer.
Como ya dije, era raro que volviese de tarde a las clases, porque siempre me quedaba en la braña a lo que me mandasen y nunca me faltaron cosas que hacer. Ya le había tomado gusto a la escuela y cuando no podía ir por lo menos, de mañana, me rebotaba y acababa llorando por ello.
Según fui creciendo, las faltas a clase también crecieron, porque mi ayuda no sólo era necesaria, sino imprescindible en el cuidado del rebaño de ovejas y de las vacas que teníamos. Aparte del pastoreo, me ocupaba de la leña para atizar la cocina con la que preparábamos las comidas y calentábamos la fría y rústica estancia en la que vivíamos.
Tendría a lo sumo, diez u once años cuando comencé a bajar con madre al mercado de los martes en Llanes, donde vendíamos el queso fresco del día anterior y el curado que íbamos apartando a medida que maduraba durante el resto de la semana. De camino, lo repartíamos por algunas casas de Parres y Pancar, de forma que se había aliviado el peso cuando llegábamos a la villa.
El regreso del mercado era estupendo, porque subíamos con la triguera llena de comestible y nunca me faltaba alguna que otra llambionada para mí.
3.- Los juegos
En Las Melendreras tenía mis juegos y aficiones con las que disfrutaba.
Con la llegada del buen tiempo, a final de la primavera y comienzos del verano, los prados comenzaban a cubrirse de un manto amarillo por abundancia flores del diente de león y las del  botón de oro, a la que decíamos la flor del grillo. Cuando el sol dominaba las pendientes de las fincas, una explosión monótona de estridulaciones alegraba la braña. Buscaba el hoyo que creía estar habitado y me paraba a prudente distancia a esperar que saliera su cantarín morador y no tardaba, atraído por el canto de los demás grillos que no habían percibido mis pasos. Contenía la respiración hasta verlo salir y levantaba un pie, pero cuando lo posaba, con todo el cuidado, escuchaba el chasquido al plegar sus alas y volvía a meterse en su cueva.
Corrí decepcionada donde padre y le pedí que me ayudase a capturar tan sólo uno. Dotado de una gran paciencia conmigo, como ya dije, me acompañó en aquella aventura. Me enseñó cómo debía acercarme a la covacha de forma que el viento viniese desde esa dirección, para que no llegasen antes noticias de mis pasos sobre la hierba ni los latidos de mi corazón ansioso por llegar.
Padre eligió una hierba muy fina y se tumbó por detrás de la cueva. La hizo girar rítmicamente con lento vaivén entre las yemas de sus dedos índice y pulgar. Al poco tiempo, con el cosquilleo de la hierba, padre lo sacó y me lo dejó en el hueco de mis manos.
Por marzo, los pájaros hacen sus nidos. Mi padre, que previamente los tenía localizados, me daba pistas para que yo los cutiera, pero sólo los que quedaban en alto, no a mi alcance, pues opinaba que había que dejarlos tranquilos para que hicieran la puesta en abril. Ni se les debían quitar los huevos ni molestarlos para que güeraran y saliesen del huevo a primeros de mayo. En junio estaban preparados para iniciar el vuelo.
Me lo decía así:
- "Por marzu, niarzu;
n'abril, güeveril;
en mayu, pajarayu
y per San Xuan,
cóxelos pel rau
que te se van".

Mi padre, no me cansaré de repetirlo, tenía mucha paciencia y todo lo que yo le pedía, si estaba de su mano, con muy buena cara me lo concedía. Por la noche, me ayudaba con los deberes de la escuela, alumbrados por el candil de aceite y una vela. Años después, compramos un carburo que alumbraba mucho mejor y nos daba la sensación de que fuese luz eléctrica como la que teníamos en el  pueblo.
Tenía mi propio jardín donde ponía todo tipo de plantas que conseguía de aquí y de allá y un pequeño huerto en el que plantaba maíz, alubias, garbanzos y lentejas. Eran tan sólo unas plantas de cada especie con las que yo disfrutaba viéndolas cómo se desarrollaban y sufría si las veía comidas por los caracoles.
Estaba deseando que ladrara el Churchil, porque era señal de que pasaba alguien de Parres o de Porrúa con el ganado, pues solían pararse a hablar con mi padre y así teníamos un rato de buena compañía.
Todos los días, subía tío Wences el del Rosal a contarle las noticias escuchadas en el "Parte de la Radio" de la noche anterior. Tío Wences era muy cariñoso conmigo y me quería mucho.
Me crié en ese ambiente idílico en el disfrute de la naturaleza y la compañía de mi padre.
Pasé pena cuando, con trece años, me dieron el Certificado de Estudios Primarios. Había obtenido muy buena nota, pero con él, se me cerraron para siempre las puertas la Escuela.
Me hubiese gustado continuar estudiando, pero no siempre se puede. La maestra habló al respecto con mis padres y les dijo que era buena pena que no siguiese estudios. Se ofreció a darme gratuitamente clases particulares en su casa, los días que pudiese acudir para prepararme para el examen del Ingreso de Bachillerato, que abría sus aulas en el nuevo Instituto, aquel mismo año de 1962, en Llanes.
Sabía sobradamente que tampoco iba a poder bajar con regularidad al Instituto, pues ya entonces mi padre no gozaba de buena salud y nuestro hermano, unos años mayor que yo, se había ido a trabajar fuera con lo que yo me quedé sola en casa para ayudar a los padres.
Padre me repitió la mucha pena que sentía de no poder hacer algo por mí, tanto más porque valía para estudiar. Mi gran ilusión hubiese sido hacerme Maestra, pero por estas cosas, nunca se me llegó a cumplir."
                                                                                                                               (L. Noriega Quintana. De su libro, "Las Melendreras")

lunes, 24 de febrero de 2014

29.- Viaje a Vetusta


Aún recuerdo el día de mi primer viaje en tren a Oviedo. En tanto que mi madre se hacía cargo de atender el ganado, padre y yo madrugamos para bajar al viajeros de las siete.
Mis abuelos paternos, Santos y María, aprovechando el viaje, nos mandaban un recado para unas amistades suyas. La ilusión mía, aparte del viaje en tren, era conocer la ciudad, el parque San Francisco, incluida la osa parda, Petra y su hijo. En el largo y sinuoso trayecto de ciento diez kilómetros, olvidé la consulta que tendría con el traumatólogo del Ambulatorio, en la calle La Lila. Una molestia que sentía en el tendón derecho del pie me impedía correr e incluso caminar.
Algunos viajeros madrugadores ya ocupaban los asientos con ventanillas al andén principal cuando nosotros sacábamos billete. Cuando subimos aún había dos asientos libres junto a la puerta.
El engrasador revisaba a pie de vía los niveles de los bujes de las ruedas de los vagones con su aceitera en la mano y el cotón metido en el bolsillo posterior de su funda azulada de trabajo. Con un gancho comprobaba que en los cajetines del engrase no faltasen las mechas y de paso aprovechó para revisar que los vagones estuviesen bien enganchados y puestas las cadenas de seguridad.
Un mozo de andén empujaba una carretilla de plataforma cargada de paquetes con destino al vagón de alta velocidad en la cola de la unidad. El olor a café de la cantina se colaba por las puertas abiertas del vagón. El jefe de estación salió de la oficina con el gorro bajo el brazo, el silbato y el banderín de salida, acompañando al maquinista Ramón Sánchez de la Vega, vecino nuestro, hasta la máquina donde ya le esperaba el fogonero. Cuando el maquinista subió los dos peldaños, el jefe se caló la gorra, levantó la banderola y dio un pitido largo, protocolo necesario antes de que Ramón iniciase todas las operaciones de arranque. Un corto silbido de la máquina confirmó la salida, justo cuando el minutero del viejo reloj de junto a la entrada marcase las siete y cinco, hora estricta de salida.   Primero sentí el ruido que producen al aflojarse los frenos y los vagones, cual niños jugando,  comenzaron a moverse a trompicones, como si se negaran a emprender la marcha cogidos firmemente de la mano de su madre. Poco a poco veía moverse las casas cada vez a mayor velocidad y sentí el traqueteo en el paso a nivel de San José. Mi padre subió la ventanilla para que no entrase por ella la fina niebla ni la carbonilla que se desprendía de la chimenea y tuve que conformarme con pegar la nariz al cristal. Delante de mí desfilaron el campo de fútbol de Malzapatu, donde había aterrizado una avioneta. De la Panadería Sousa me llegó el olor del pan recién ahornado cuando se abrió la puerta del fondo del vagón para dar paso al revisor. Las últimas casas de la carretera en la Avenida de la Paz antes del paso a nivel en la vieja carretera a Camplengo, las Nieves, Póo, Parres y Porrúa. Pitidos previos anunciaban cada paso a nivel y el saludo de la guardesa de la garita de Póo, junto a las barreras bajadas. Ya en Celorio, subieron varias personas y el revisor amablemente ayudó a una mujer con su cesta de mimbres donde yo adiviné, bajo una cama de helechos verdes y hojas de berzas, por su característico olor, ricos quesos de Porrúa. Siguieron Balmori, Piedra y Posada que ya se preparaba para la feria del ganado en el campo de las Escuelas y en la Plaza los vendedores armaban los tenderetes del mercado de abastos.
Una niña con largas trenzas rubias se subió con su madre que llevaba un bebé en brazos. Ambas ocuparon el asiento diagonal al nuestro. El traqueteo sobre los cortes de raíl y el movimiento de las traviesas sobre el balastro, me proporcionaban una pista de la velocidad que tomábamos y en las curvas, me daba la sensación de que se fuese a salir por el chirrido y el roce de las ruedas. Me daba cuenta de la cercanía de otra estación por el chirrido de los frenos, el largo silbido de la máquina y consiguiente choque de vagones antes de parar. Los nombres de la mayor parte de las estaciones que siguieron a Posada eran desconocidos para mí.
En cada estación, por pequeña que fuera, había el mismo reloj, la misma estructura del edificio, la misma pintura e igual protocolo del jefe en la salida del tren.
La niña volvía para otro lado la cabeza cuando yo la miraba y a hurtadillas comprobé que también ella me miraba. Padre entabló conversación con un señor que se había subido en una de aquellas paradas y después de darle razón del motivo de nuestro viaje pasaron a hablar de las labores del campo.
Nuevos viajeros fueron completando el vagón y enfrente de mí acabó sentándose un anciano tras hacer ímprobos esfuerzos para mantenerse en equilibrio y no caerse sobre nosotros en cada curva de la vía. Una vez que logró sentarse, sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta, el paquete de “cuarterón” y el librito de “Jean” y, como si se recreara en el arte de los malabares lo lió sin quitar la mirada de la ventanilla. Lo colgó apenas de la comisura de los labios. Tomó el chisquero cuya mecha colgaba del bolsillo interior del chaleco negro a rayas y después de girar la rueda con la palma de la mano, tomó el pitillo y le acercó el ascua avivada con un soplido. Todo ese ritual lo había visto mil veces hacer a mi abuelo intercalado en las pausas de sus amenas charlas, cuando iba a visitarle y se despertaba de sus imprescindibles siestas. De bien crío debí asombrarme de esas dos habilidades, la narrativa y la de liar los cigarrillos, que seguía sin pestañear todo el proceso cuando me dijo en una ocasión que el que estaba haciendo sería para mí, si lo quería, y se dispuso a hacer otro para él. Me imagino la cara de sorpresa e ilusión que yo pondría, pero no se me olvidó el asco que sentí al dar la única calada que me hizo toser y que hizo que faltara bien poco para echar al traste la ropa que la abuela tenía plegada para planchar sobre el arcón del estregal.
En estos u otros pensamientos estaría tanto rato que me olvidé del viaje, de la niña de grandes coletas y de los que compartían sus impertinentes y antisociales humos. Limpié con el torso de la mano el vaho del cristal de la ventanilla y divisé a lo lejos la aguja de la torre de la Catedral destacando airosa por encima del resto de edificaciones. Al poco rato entrábamos lentamente en la estación de los FF. Económicos de Oviedo. Comprendí en el momento de bajarme la diferencia existente entre una capital y una villa por la cantidad de vías y trenes en comparación con las que tenía la de Llanes.
La niña de las rubias trenzas caminaba cogida de la falda de su madre y me dirigió una última mirada, como de despedida, mientras tomaba la calle empedrada paralela a la estación. Padre y yo seguimos de frente todo lo rápido que me permitía mi dolor, pues ya casi era la hora de nuestra consulta en el Ambulatorio de Calle La Lila. Padre conocía sobradamente el trayecto más corto por haber estado en Oviedo más veces. La visita al doctor fue rápida, y no tardó en darnos el diagnóstico: -Está en la edad del crecimiento y necesita tomar más calcio - dijo.
Así que la receta consistió en unos gránulos de calcio con sabor azucarado que tenía a pasto en un platillo sobre la mesita. Además me mandó hacer reposo durante tres meses.
Nada más salir del Ambulatorio nos dirigimos con el recado de los abuelos para Arcadio, el amigo que mi abuelo echó en el hospital cuando le amputaron la pierna. Habían convenido los dos en compartir el calzado cuando comprasen uno nuevo, pues a cada uno le habían privado de una pierna distinta. Mi abuela le mandaba por nosotros la zapatilla izquierda.
Mis recuerdos de esta primera visita a Vetusta se resumen a la torre de la Catedral, la estación de Económicos y el empedrado de la calle Covadonga donde jugué una partida a las canicas con un niño que al llegar lo vimos  sentado en el portal de la casa colindante cuando subíamos para hacer el encargo. Después de los saludos de rigor, me dejaron bajar a la calle. Era una calle ciega, creo recordar, y en la acera de frente a la casa, había una vinatería donde varios parroquianos charlaban en torno a unas tinajas de roble y bebían por sendos porrones.
Como el tren de regreso salía a las cuatro, nos dio tiempo a pasar por el Campo San Francisco donde compartí los barquillos y la torta de miel que había sacado en la ruleta del barquillero con los patos del estanque. Después observamos largo rato los movimientos repetitivos de la osa Petra que recorría con aire de hastío el contorno de su exigua prisión.
Los recuerdos fotográficos que mantengo en mi mente son en color gris y sepia como los daguerrotipos, de una ciudad aún herida por la guerra, de calles empedradas, con los tejados oscuros del hollín que caía de aquel bosque de humeantes chimeneas.

viernes, 21 de febrero de 2014

28.- Los trabajos de la aldea

La distribución y el orden de ejecución de los trabajos se hacía durante la cena. Mis padres hablaban entre ellos de las tareas y el orden en que se harían, porque era harto complicado coordinar tantas tareas, las conjuntas y las particulares de cada uno. Juntos hacían las labores del establo por la mañana. Limpiaban la cama de las vacas del cuchu y lo echaban en la pila. Después la mullían con hojas de castañal y helechos secos para que no resbalasen. Con un cubo de agua, un cepillo y una rasqueta, limpiaban las patas y el rabo a cada animal y les cepillaban la cabeza, la panza y el lomo. No había cosa más desagradable que recibir un rabazo sucio de orín en plena cara. El agua lo teníamos en un bidón que recogía el agua de las pipas del tejado con unas cortezas de eucalipto colgadas con alambres de los pontones en el alero. Aquella limpieza se extremaba en las ubres para evitar la contaminación de la leche.
Mi padre descolgaba de la pared el pequeño banco de tres patas o tayu de mecer y el caldero de zinc. Se sentaba después de sujetar la cola de la vaca en la corva de su pierna izquierda y sujetaba el caldero entre las rodillas. Así comenzaba una rítmica sinfonía con los dos chorros de leche golpeando el zinc. En ese momento, la dócil y estoica vaca iniciaba el rumio añadiendo los sonidos de las mandíbulas y la deglución, aparte del de las campanillas y el de la cadena rozando con los eslabones en el tablón del pesebre.
Mi madre llevaba para casa la lata con la primera leche, para el consumo familiar, y el resto se entregaba a la lechería. Mi padre se quedaba a llenar las pesebreras con la hierba mesada en el jenal con el garavitu. Después ponía la cabezada, albarda y los cuévanos a la burra. Después del desayuno iba hasta el prado donde segaba el verde fresco para el resto del día.
Cuando llegaba a casa, mi madre ya tenía el hogar de la cocina en plena función. En la sartén se freían unos torreznos, en la chapa se calentaban unos trozos de pan y en el cazo el café y la leche. Cuando escribo esto me parece estar oliendo aquella mezcla de olores con el aire fresco de la mañana que se colaba por el medio cristal que le faltaba a la ventana.
Algún día iba con mi padre a buscar la comida de las vacas. Me metía en uno de los cuévanos y en el otro compensaba mi peso con una piedra. Echaba la burra por delante y al hombro llevaba la guadaña y la pradera. En el cinto colgaba el gachapu con agua y la piedra de afilar sujeta por un puñado de hierba mustia. Yo disfrutaba con los movimientos del animal mientras sorteaba los pozos del camino o las piedras caídas de los muros. Me parecía un viaje de aventuras desde el privilegiado observatorio que era el cuévano. Veía las vacas que pastaban en los prados y las  bandadas de córvidos que surcaban el cielo mientras cambiaban de territorio y rompían el silencio con sus graznidos.
Aquella burra había parido el otoño último. Su tierno burrillo de peluche nos seguía en silencio. A veces se entretenía atrapando entre sus belfos los tiernos brotes y las moras de la barda. Después echaba un trote para darnos alcance y con sus finas patas sorteaba los pozos asustado de verse reflejado en ellos. Su valor venía dado más por la nobleza y obediencia de que hacía gala que a las disminuidas fuerzas que le quedaban. Había pertenecido a mi abuelo materno. La recuerdo vagamente atada en un pequeño pesebre cercano a la puerta que comunicaba el establo con la casa. Yo me desarrollaba y crecía bien. Se creía que la leche de estos animales era la más parecida en composición a la leche humana y rica en calcio, tan necesario para el crecimiento de los huesos de los niños.
Mi abuelo Marcos llenaba un tanque azulado hasta los bordes con la leche de la burra. Debía ser dulce porque yo me la bebía sin hacerle ascos. Después mi abuelo dejaba que el borriquillo de pelaje gris diera cuenta del resto del alimento que su madre le tenía destinado. Se arrodillaba para llegar a las dos fuentes y cerraba los enormes ojos con los que me miraba en tanto su boca se espumaba de leche. Plegaba sus grandes pestañas mientras viajaba en sueños, por el mundo de su infancia asnal, mientras yo acariciaba las peludas orejotas que de ternura me apetecía morder.
Mi padre se iba al jornal, después de atendido el ganado por la mañana. Carretaba con dos vacas tudancas las rollas de los árboles talados para una empresa maderera. Mi madre tenía que llevar el ganado al pasto, hacer la comida y llevársela a mi padre. Por la tarde, aún lavaba la ropa, recogía el ganado y preparaba la cena. Era una vida de subsistencia. El pueblo entero estaba en permanente actividad.
A falta de terrenos en los que sembrar, se usaban pequeñas parcelas comunales, verdaderos peñascales entre los que sembraban algunas patatas, maíz, cebollas, ajos y alubias. Se recogían castañas y nueces de los bosques. Se criaban gallinas, pollos y conejos que la mayoría de las veces acababan en la plaza y con lo obtenido se pagaba alguna deuda en la farmacia o se volvía con medio litro de aceite y un kilo de azúcar del racionamiento.
La gente criaba un cerdo al año. El jamón puesto en salazón, los chorizos colgados a secar en varas bajo el techo de la cocina, unas morcillas envueltas en berzas conservadas por el humo sobre las trigueras, el unto que se guardaba en latas y unos quesos curados animaban a pasar el invierno si miedo a las nevadas. Los chorizos estaban contados, uno para cada día del año, salvo los viernes en los que se prohibían, porque la bula no llegaba a la mesa del campesino. Aquel chorizo diario podía aparecer troceado y repartido en la comida del mediodía o junto a la hoja de laurel en el guiso caldoso de patatas de la cena, para darles prestancia y no quedasen tan viudas, las pobres. En mesas no tan afortunadas, se cuenta, que el chorizo bajaba y subía prendido de un hilo de bramante de uno a otro pote. Esto puede sonar gracioso, hoy, pero era realmente exacto como lo cuento. Recuerdo cuando iba con mi abuela Araceli al mercáu la villa, y hacíamos cola para poder comprar el aceite. Yo sostenía como podía mi botella de medio litro en el serpenteante turno de racionamiento que se hacía. Una vez terminado el mercado, mi abuela Araceli me invitaba  a ir a una pastelería que era lo que más a ella le iba.
-¿Qué prefieres?- Me decía: -Un pastel o un bocadillo de chorizo?
Yo tiraba de ella en dirección a la casa de Ultramarinos que Chucho y Felisa tenían en la Plaza. Subía por los Altares comiendo despacio aquel sabroso manjar por que se me hiciese interminable. En nuestra infancia pasamos de puntillas entre los restos de la guerra, sin saberlo, sin sentirnos afectados por ella, sin darnos cuenta de que éramos únicamente un subproducto ella.

domingo, 16 de febrero de 2014

27.- Camino del molín de "Las Mestas"

En el barrio, en el período que va hasta los seis años aproximadamente, había tan sólo tres niños y cuatro niñas, de los cuales Juan Miguel  que fallecería antes de cumplirlos y yo, éramos los mayores. Nos seguían mi prima Olga, hija de tía Piadosa, Loli y Ramonín, hijos de tío Ramón, Mª Amalia, la hermana de Juan Miguel y Mª Ester. No éramos demasiados, comparado con los que había en otros barrios del pueblo. Así es que para jugar no había mucho en qué elegir si se tiene en cuenta también la escasa edad que tenía y la poca libertad de que gocé a partir de la pérdida de mi hermano.
En el transcurso del siguiente sesenio, nacieron cuatro varones más, Roberto, hijo de Nano Quintana y Otilia Haces, Nandito, hijo de Maximino y Dora,  Ramonín, hijo de  Bibi y Tata y Paquito, hijo Francisco Quintana y Leonides Fernández con los que jugaba tan sólo a pasearlos en sus carricoches por las callejas del barrio. El juego favorito para los mayores era escondernos en las huertas, cuadras vacías y en el penduz de Máxima, bajo el carro de las vacas. Jugábamos a la partida, decíamos, y para mí como para el resto, resultaba ser un nombre de lo más normal, tratándose de escondernos. Medio grupo se escondía y la otra mitad iba en su busca. La Partida se decía en aquellos tiempos tan cercanos a la guerra, a un grupo de hombres armados o no con una cierta organización que seguía unas pautas de acción dirigida por un líder, del que normalmente tomaba su nombre. En el juego de la partida solía haber un cabecilla, generalmente el de más edad o dotes de mando. Se ocupaba de asignarnos los puestos para escondernos. Habían pasado tan sólo quince años desde aquella guerra que no nos tocó vivir personalmente, pero sí llegamos a conocerla por los que tuvieron la mala suerte de sufrirla y la buena suerte de sobrevivir.
Era corriente encontrar en la tierra casquillos y balas en perfecto estado. Recuerdo un día que me llevó con él mi tío Pepe a cuidar las vacas y encontró un peine de ametralladora. Después de quitarles la punta a todas, vació el contenido sobre el asta de la guadaña formando las inciales de su nombre y apellidos. Con una cerilla les prendió fuego y así quedaron marcados en la madera.
En alguna ocasión cuando se hacía fuego para limpiar las fincas de los bardiales se escuchaban los estallidos de las balas sin detonar, lo que era un gran peligro.
Además de la advertencia de no tocar la metralla si la encontrábamos, andaban los "emboscaos" que no eran otros que los pertenecientes a las Partidas del monte, perseguidos por la justicia de entonces. Además siempre estábamos acompañados de seres ficticios que seguían nuestros pasos si nos alejáramos un tanto así de casa y eran el sacaúntos y el hombre del saco. Mas luego, se añadían los entes creados por la curia, para acogotarnos, si cabe, un tanto más: las ánimas del purgatorio, el diablu de Santa Marina y el supremo para el que todo estaba a la vista y no cabía el menor despiste. Dejo de lado, por humanidad, dar nombres propios de personas de las que, por cuestiones físicas o mentales, debíamos también  evitar encontrarnos.
Como niño no estaba exento de esos miedos, pero a pesar de ellos, me desplazaba con seis o siete años a lo sumo camino de la Mañanga a llevar el ganado, camino de la Palaciana a las Mimosas a llevar la comida a mi padre, camino de los Jorcaos en la Pereda y años más tarde camino del Coteru a visitar a mis tíos y prima.
Con esa misma edad, llevaba el maíz un día y al otro iba a por la molienda hasta el molín de Corisco o al de las Mestas. Echaba la saca del maíz sobre el muro antes de subir por las paseras que había a la entrada y recorría el sendero de junto al río Vallanu. Después el camimo ascendía, ya alejado del río, hasta llevarme a otras paseras de un muro aún más alto que el anterior. Tras él me esperaba el viejo puente al que con la última riada se le había roto una de sus vigas y parte de la barandilla. Río abajo, a escasos veinte metros, se escuchaba la ensordecedora cascada del agua en la presa. De vacío me gustaba caminar por la blanca arena que dejaban las inundaciones, ver la espuma del agua y sentir el rocío de las salpicaduras sobre el rostro. Algunos rayos de sol, perdidos por entre las hojas de los arces y de los pláganos, hacían diminutos destellos sobre las gotas de agua.
La molienda estaría lista para el sábado por la tarde, creí entenderle a María la molinera entre el ensordecedor ruido de la presa del río y los rodeznos de las tres muelas que en aquel momento molían. El dulce olor de la harina recién molida llenaba el ambiente. Bajo los techos, cubiertas del polvo de la harina de mucho tiempo, aparecían las telas de araña. Las moliendas esperaban a un lado, cada una con su nombre escrito en un trozo de cartón. La mía llevaba el nombre de mi padre, por lo que al leerlo me llamó por su apodo. No me parecía mal que me llamase como él, tanto es la admiración que, generalmente, sienten los hijos por sus padres y era ese mi caso.
A la vuelta aprovechaba para recorrer toda la vereda del río contemplando detenidamente los pescardos jugando en grupo por entre las raíces de los alisos y los zapateros andando milagrosamente sobre las cristalinas aguas del Vallanu. Las libélulas cruzaban el río de una a otra orilla y se paraban en el aire batiendo sus alas verdosas o azuladas que provocaban un zumbido como helicópteros en miniatura sobre las hiedras que trepaban por el tronco inclinado de un negrillo.
Dejé para el domingo la molienda. Lucía un precioso sol. Por el camino, se me habían soltado los cordones de las botas y a consecuencia de ello, al subir las paseras, los pisé y me di un golpe en las piedras del muro. Miré a todos los lados preocupado de que alguien me hubiese visto en aquella caída tan tonta. Sentada en el ribazo, bajo Cuetupuñu, estaba Marica, la madre de Tina la del Campu el Roble. Solía venir andando desde San Roque por el pasillo de la vía y, cansada por los años, se había sentado bajo la sombra de los chopos. Me preguntó si me había hecho daño y le mostré sin reparos el estado ensangrentado de mi rodilla. Me mandó acercarme y con mi propio pañuelo limpió la herida y después la cubrió con él, atándolo para que las hierbas no la rozaran. Me mandó poner alternativamente las dos botas a su altura para atarme los cordones y lo hizo tan despacio y con tan buenas explicaciones que desde entonces, sigo atándome los zapatos de la misma forma que ella me enseñó. Huelga decir lo orgulloso que estaba de saber atármelos yo solo.

viernes, 14 de febrero de 2014

26.- El cementerio

Pasado el sarampión,  madre me llevó a visitar la tumba de mi hermanín. Una pequeña cruz blanca encargada al  carpintero de la que colgaba una corona de crisantemos se erguía sobre la cabecera de la fosa. La tierra todavía se encontraba fresca. Dos ramos de flores blancas comenzaban a marchitarse por los rayos del sol. La mayor parte de las que había en aquella parte del camposanto parecían aún más pequeñas e indefensas, como niños. Contiguas a la de mi hermano se encontraban otras dos, ambas cubiertas de verde y catasolas. Allí descansaban dos hermanos de madre, también fallecidos de apenas unos meses. Mi abuela, mi madre y mis tías las limpiaban todos los años por noviembre, y marcaban los límites con cantos rodados y ramitas de boj que nunca llegaron a prender. Por Todos los Santos, pintaban las cruces con una nueva mano de pintura blanca, sin nombres ni fechas, y se adornaban con sendos ramos de flores. Yo colaboraba también dibujando una greca de purpurina en los bordes y una cruz sobre la de madera.
         Como niños que éramos, nos atraía e impresionaba a la vez el recinto, como un pueblo en miniatura, con sus casitas de níveo mármol y sus calles.
         Corríamos jugando a pescar o escondernos tras ellas, rompiendo el silencio sepulcral con nuestro jolgorio, pero a la vez éramos respetuosos. Evitábamos pisar las tumbas abandonadas por el paso del tiempo y sin familia que viniese a saber de ellas. Por las rendijas que algunas de las lápidas más antiguas tenían buscábamos la respuesta al mayor de los misterios para un niño y la encontrábamos detrás de la capilla, en el pequeño osario, que con poco recato, mostraba tras su portezuela desvencijada las calaveras apiladas que nos miraban con sus negras cuencas, desde el más allá, todas igualmente inexpresivas como máscaras de teatro griego.
En la pequeña capilla del cementerio se guardaba la imaginería olvidada, santos que otrora fueron centro de las plegarias en la iglesia del pueblo y que habían sido sustituidos por otros santos de más devoción. La capilla ocupa el final del pasillo central primitivo, pero al ser agrandado en sucesivas reformas el cementerio, acabó por perder la original simetría que le había dado el que lo diseñó. La protegen, cual guerreros medievales con sus lanzas, dos cipreses que sueñan con llegar al cielo.
Hacia el norte, junto al muro de cal y piedra, una hondonada del terreno marca un enterramiento colectivo y civil de soldados desconocidos que lucharon y cayeron por defender unos ideales no merecedores de la bendición por Todos los Santos. No obstante, manos caritativas, piadosas y de verdad cristianas, depositaban ramos de flores cuando acababan los rezos, a escondidas, antes de que se cerrara la cancela del cementerio.

jueves, 13 de febrero de 2014

25.- Así es la vida

Mi mente se resiste ya a seleccionar y poner orden en tantos recuerdos de aquella mi corta edad, debido en parte, a un hecho luctuoso acaecido en casa. Una gripe pandémica conocida después como gripe asiática asolaba los hogares. En el nuestro, había entrado a saco. Mis padres la padecieron mientras que yo me entretenía con el picor del sarpullido provocado por el sarampión. Pero lo que realmente entristecía y preocupaba a mis padres era ver a mi hermano de cinco meses enfermo. D. Antonio venía casi a diario a visitarnos. Yo escuchaba el sonido de su vespa cuando venia por la Rectoral y el golpe del pie de cabra al aparcarla en la Bolerina. Oía cómo se abría la portilla de la corralada y después el cuarterón de la puerta, el sonido de la tranca y sus pasos titubeantes en la crujiente madera de la escalera. Aquel médico de cabecera, ya fuese con lluvia, con granizo, viento o a pleno sol de verano, recorría todos los pueblos, primeramente en bicicleta y más tarde en la moto. Pero siempre traía buen humor y profesionalidad de que hacía gala en sus actos médicos. Yo observaba sus ojos a través de los claros lentes que llevaba y que a mí me daban mayor confianza en sus diagnósticos e intentaba traducir por ellos el enigma de mi dolencia cuando me auscultaba. Sentado a mi lado en la cama, ponía su fría mano sobre mi frente, sacudía el termómetro y al cabo de tres minutos lo leía al trasluz de la ventana. Cuántas veces, con sólo su diagnóstico, explicado a mi madre, me hacía sentir mermados los síntomas de la gripe que me postraba.
Aquella visitas tan frecuentes eran para mi hermano, por enfriamiento y fiebre que lo deshidrataba. Su interés por salvarle no decayó, sólo fallaron los medios farmacéuticos: la penicilina descubierta recientemente aún no llegaba a los domicilios modestos y ni tan siquiera a las boticas de la localidad, porque de haber sido así, hubiera estado a nuestro alcance, a cualquier precio.
Una mañana de marzo, cuando se apagó mi fiebre, por la puerta entreabierta de mi cuarto, vi desde la cama, en el centro de la sala, una caja blanca sobre dos sillas con dos candelabros de cirios encendidos.
No puedo recordar todas las emociones sentidas. Por la tarde, el cura subió a la sala seguido de los monaguillos para hacer los rezos. Bendijo la caja y bajó. Me tapé con la sábana y lloré mientras sonaba el toque de gloria en el campanario y abajo, el silencio de la gente en el piso de grava del sendero. En el cuarto contiguo al mío, madre ahogaba los sollozos y mi padre los tragaba en silencio aquejados de la fiebre asiática.
Se me apagaron, con el paso de los años, como se le apagaron a él, a medida que la enfermedad se iba apoderando de sus fuerzas, las carcajadas que daba cuando yo me inventaba muecas tras los barrotes de su cuna de nogal.

domingo, 9 de febrero de 2014

24.- Las cuevas

En invierno cuando no llovía, algún domingo por la tarde, íbamos en alegre desbandada a Covajornu, cuyo nombre compuesto se adelanta a toda descripción mía. Aunque en  principio parece referirse al pequeño hoyo que hace la finca delante de la entrada principal de la cueva, pero no las tengo todas conmigo. Los nombres topónimos guardan, en la mayoría de los casos, una rica información que con el paso del tiempo, parece perder sentido. Había otras cuevas en Parres como eran las de Patica, Jorimiga, Golondrón, La Inxerta y un sinfín más cavernas de angostos accesos por los que no nos atrevíamos a meternos con los escasos  medios de que disponíamos. Desaparecidas por la acción de la dinamita no sabremos de tesoros y ayalgas que guardasen en su vientre calizo, y no me refiero a monedas o bolas de oro, a que se hace referencia en diversas leyendas moriscas de la zona.
Covarón, Covarada, la Cueva don Xuan, Taravirón, Cuetu la Mina, Santa Marina, Moscadoria, El Borizu, Jou el Duque, La Boriza, Rabugandín son las más populares y reconocidas por el vecindario a partir de una cierta edad, pero a medida que se sucedieron las generaciones, se fueron quedando en el olvido algunas, ocultas por la maleza con el deterioro de la actividad ganadera. Los de nuestra generación heredamos, no solamente su ubicación exacta, sino también la experiencia por ellos tenida como refugios familiares de los obuses y la metralla con que se "limpiaba" el terreno, de todo vestigio de oposición a los nuevos sembrados ideológicos que habrían de germinar sobre tierra quemada.
Covajornu fue el refugio de los vecinos de los barrios más cercanos, entre ellos mis abuelos de Tamés con sus tres hijas de entre diez y catorce años. La bocina de la rula anunciaba la llegada de la aviación.  La gente corría presurosa a la cueva donde tenían preparados los colchones, las mantas y el resto de enseres más necesarios para pasar aquellos momentos tan angustiosos, cuando llegaban los "Junkers" con sus cargas mortíferas que lanzaban sobre objetivos civiles. Por esas cosas que había oído contar tantas veces en casa, la negrura de la cueva no me daba miedo alguno, como si la conociese a la perfección. Desconozco el sentimiento del resto de compañeros de aventura si sería del mismo aprecio hacia aquel boquete de la tierra. Tiene una entrada principal al Sur, aislada por unos cuetos que la protegen del viento y de las visitas inesperadas. La entrada secundaria, casi como gatera por el Este, desde El Carril, da una visión de la carretera y del pueblo, por lo que es, a mi entender dos aspectos favorables como refugio antiaéreo que espero no se haya de utilizar nunca jamás.
Para nuestro primer bautizo como espeleólogos, era la prueba que nos ponían los avezados mayores, a costa de acabar con los pantalones llenos de rotos, las piernas embarradas y algún que otro chichón, lo que añadía valor a la hazaña.
Afuera, preparábamos las cerillas y las velas para cuando fueran necesarias, porque en aquel angosto pasadizo las corrientes de aire las apagaban al instante. Así es que la entrada la hacíamos como topos, palpando con las manos las paredes y el suelo hasta que ya se veía un punto de claridad de la entrada mayor. Era poco común que alguien llevase linterna, aunque recuerdo una que me habían regalado en la Pereda mis tíos Jandru y Ramón, con una dinamo movida por el dedo pulgar sobre un gatillo. La tenue luz duraba, al no disponer de batería de carga, el momento mismo que movía la palanca y, a pesar de su poca utilidad, para mí no dejaba de ser un gran invento. La llevaba atada del cinturón para no perderla y por si acaso se me acababan las cerillas. Aquella cueva entonces, de niño, me parecía enorme, pero pasados los años, cuando volvía a recorrerla, la percepción fue bien distinta, como si hubiese encogido.
En una de aquellas visitas, los mayores encontraron en una no muy profunda torca huesos que nuestra imaginación pensó serían restos humanos. Pronto llegó la noticia a la máxima autoridad y Ricardín Gómez que era el Alcalde descartó esa procedencia, porque se trataba de los huesos de los animales malogrados que solían echarlos allí para comida de carroñeros.
Dentro de la cueva organizábamos partidas al escondite; en tanto que unos se quedaban afuera contando, los otros nos escondíamos como podíamos en los recovecos, salas, hornacinas y pasadizos que abundaban en ella. Aguantábamos la respiración para escuchar los pasos. Sólo oíamos el goteo de los pimplones en su lento y rítmico chapoteo. Las pupilas se acababan por adaptar a la oscuridad. A pesar del frío que había afuera, dentro de la gruta sentíamos una agradable temperatura. El característico olor de la humedad lo invadía todo.
En otra ocasión encontraron un "Coll 45" y un sable militar de mando por los que con más hierros que juntaron, el chatarrero les había dado unas pesetas que sirvieron para pagarnos a los más pequeños la subida a los columpios en el día de Santa Marina.

jueves, 6 de febrero de 2014

23.- Los antroxos por el Carnaval

Por Carnaval, la chavalería del pueblo nos habíamos congregado en la bolera de la Escuela para salir juntos a escorrer antroxos.
―—¡Están dos en el poyu Covadonga!— avisó uno de nosotros que se había adelantado corriendo hasta Brañes.
Bajamos corriendo cuanto podíamos por el camino de la Casona del Curru a salir a la carretera, pero cuando llegamos a la esquina de la casa de Covadonga, otro vigía nos avisó que habían marchado hacia Tamés. Sólo fui a ver los faldones y los palos de dos antroxos que acababan de subir las escalerinas del caleyín la Vega Teresuca.
El caleyu estaba completamente encharcado por la lluvia de la noche anterior, motivo éste y el de su estrechez que, cuando los últimos lo acabamos de pasar, ya se escuchaba por el Cuetu gritar:
«Antroxu juera,
calderas llenas,
patatas y nabos
y buenos tragos.»
Los que seguíamos habían entrado en la corralada de Ramón el de Rosario y Adelina y estaban ante la puerta de la casa. Quisimos pasar también, pero uno de ellos, amenazante, nos escorrió a nosotros en retirada hacia el caleyín de las Pozonas y cuando ya nos vio cuesta abajo, se dio la vuelta y desaparecieron los dos, perdidos por el intrincado callejero de Tamés. Pasamos a la carrera la corralada hasta salir por donde la entrada de la casa de Fernanda en dirección al Cuetu atraídos por los cánticos y el bullicio que de allí llegaban. Nuestros perseguidos se encontraban formando parte de un nutrido grupo de antroxos a cual más estrafalario. 
La comitiva de seguidores también creció al agregarse toda la chavalería de Tamés, el Cuetu y Coxigero que allí se había dado cita. Los antroxos cuchicheaban entre sí, tratando de ponerse de acuerdo qué camino tomar, pero sin que percibiéramos ni por asomo su identidad, tal era la habilidad que desplegaban en el cambio de voz.  
Llegados a un acuerdo en cuanto al camino que habrían de tomar, salieron dando largos saltos apoyados en sus palos. Detrás de ellos y a una distancia más que prudencial de un par de palos, los seguimos como imanes, atraídos por una fuerza entre alegría y miedo, hacia Tresierra les cantábamos aquello de, “Antroxos juera, calderas llenas, patatas y nabos y buenos tragos” que habíamos aprendido de memoria sin saber tan siquiera el porqué de la letra, y aún hoy sigue siendo un misterio para mí, nada fácil de descifrar.
La última luz del atardecer, dio paso a la penumbra, sólo rota por momentos, cuando la luna se escapaba del abrigo de alguna nube. Desde Tresierra pasamos por la Veguca de Concha a la Caleyona. Yo aproveché para entrar en mi huerto a coger un palo de avellano de junto al leñero, mientras la comitiva se detenía en la casa de Clemente y Máxima, en la Bolerina.
Junto a la Rectoral nos esperaban dos antroxos nuevos con el rostro oculto por media de cristal y la cabeza por un raído sombrero de espantapájaros que pasaron a engrosar el  grupo de mascaritos en cuanto fueron reconocidos por los que parecían dominar el cotarro. Caminaron a paso normal, lo que el mal estado de los caminos de entonces lo permitían, sin espavientos ni palos, cogido uno del brazo del otro, eso sí, moviendo ambos con gracia y salero sus voluminosos traseros repletos de cojines de paja. Los más atrevidos les propinaban distraídos palos en el mullido equipaje de popa que, cuando se volvían aquéllos, molestos para protestar, esquivaban la mirada, por lo que, en más de una ocasión, las culpas recaían sobre los que íbamos a la zaga más tranquilos. Prosiguió la marcha por la Piniella abajo hasta el Rosal y Vega de los Romeros antes de subir hasta Pedrujerrín.
No dejaban casa atrás en la que no llamasen mas, en algunas, les aguardaba la dueña para invitarles a pasar, y el último en entrar, nos cerraba el cuarterón contra nuestras narices. Según fuese la familiaridad y el trato con que les acogiesen, nos aportaba alguna pista para conocer la identidad de alguno de los antroxos. Pegábamos la oreja a la vieja madera y mirábamos por las rendijas, cual "paparachis" a la caza de un sabroso reportaje, pues solían quitarse las máscaras para probar los buñuelos de calabaza o las rosquillas de anís que les brindaban. En algunas casas, las menos, salían con lo que quedaba en la tartera para nosotros que esperábamos al frío, pero sólo nos dejaban el olor y el azúcar aceitoso en el culo de la tartera.
Así recorrimos, incansables, los barrios de la Concha, Ribaz, Jou Cubil, Calvu, Vallanu, Sabugosa, la Covaya, don Diego, la Campa, Ropandiellu, el Colláu, la Bolera, el Cotaxu y Picu la Concha. Allí en medio de la carretera se detuvo la comitiva discutiendo si ir hasta Corisco, por el cueto de las Cerezales, pero, algunos ya cansados y otros con el disfraz en ruinoso estado, votaron por cerrar la vuelta donde se había iniciado.
Las trémulas luces de las casas, vistas desde el Cotaxu, daban a la noche un ambiente misterioso. Los perros se hablaban desde todos los barrios con sus ladridos de porcelana. Otro grupo comenzaba el recorrido con cántico monocorde:
Antroxu juera,
calderas llenas,
patatas y nabos
y buenos tragos.»
Corrimos hasta donde procedían las voces y nos encontramos con un nuevo grupo de antroxos, peor encarados que iban escorridos por mozos mayores. Las horas habían pasado raudas y era la hora prometida de regresar a casa los más pequeños.
Por las Castañares un camión dio vista a la recta de la Viña y con sus potentes faros proyectó dos jinetes encapotados sobre la pared de la escuela. Alguien dio el aviso en voz queda y el grupo carnavalesco se esfumó por los caminos.
 La luna cómplice carnavalesca se desprendió de su capa de nubes y mostró la vacía bolera  a la vez que cubrió de plata la charca de junto al lavadero..
Se callaron los perros, se bajaron las aldabas, se cerraron los cuarterones, se encendieron las candelas y quedó como dormida la aldea.