lunes, 27 de enero de 2014

21.- Otros juegos escolares

El fútbol era el juego más atrayente para la mayoría, he de reconocerlo. Cuando alguien llevaba a clase un balón nuevo, de inmediato se convertía ni más ni menos que en el líder de la manada. Todo eran elogios para él, no exentos de un mucho de envidia malsana, al verle llegar a la bolera con su impecable balón bajo el brazo. Todos los cargos futbolísticos recaían en la misma persona, aun el de seleccionador del equipo para jugar en el recreo. Por supuesto, la selección se formaba  con los mejores de entre los mayores, además de él mismo. Pero ya se sabe lo inestables que pueden resultar los cargos ganados a dedo y por el interés de los medios antes que por las capacidades físicas o intelectuales del elegido. Bastó con que uno de los mayores, le sacase de un puñetazo el balón que aseguraba en la axila para que comenzase el juego sin orden ni concierto y su, hasta ahora, orgulloso mecenas, diera en berrear para tratar de recuperarlo y poner orden en la masa enaltecida. Toda la chiquillería corría detrás del esférico, regateaban y pateaban a punterazo limpio en cualquier dirección como si de un bombardeo se tratase que, de no ser de buena badana, hubiese reventado al momento. 
Una de aquellas patadas, justo en el momento de entrar al aula, dada con mala uva, lo envió al bardialón de la finca de Modesta la de Santamarina, al otro lado de la carretera, donde confluyen las aguas de la Jornica, las de la Churra, las  del lavadero, las de los abrevaderos y las de la fuente del Cañu la Viña. Sin gimotear ya apenas por hacerse el duro, bajó a buscarlo, dejando resbalar la culera por la pendia basna bajo el torcido nogalón de La Piniella. Llegó con el balón a clase, ambos embarrados, que ni el primero tenía a la vista sus costuras, ni al segundo se le distinguían las piernas de las perneras de su recientemente estrenado pantalón en corto, por la acción de las tijeras sobre  el del traje gris de la primera comunión del año anterior. Las chirucas murmuraban  con el encharcado esparto a cada paso que daba y salían pequeñas burbujas por la loneta. 
Sobre el suelo de madera, limpio del viernes, quedó un reguero de la líquida llamarga y otro de chocolatinas de cotrina para desespero del bueno de don Manuel quien, de inmediato, formó levas para barrer y baldear el piso durante el recreo.
Se jugaba en la bolera y de porterías bastaban cuatro piedras sacadas del muro. Otras veces, íbamos al campo tras la Iglesia, o a las camperas de cualesquier barrios. Desde luego, el sitio ideal era el campo de Santa Marina, con porterías hechas de varas de eucalipto, en las tardes de los domingos. Tanasio, Keli, Bayi, Caleyinos, Cardi, Goyo, Pilón, Paco de portero, Ángel, Manolo y Camilín, Jandro, Tomé, Javi, Félix, Pancho, Panchín, Luis Antonio, Tolino, Ramonín y Tato son los que recuerdo de aquella época.
En la temporada de las vueltas ciclistas nos entraba a todos la fiebre por las chapas. Buscábamos las más nuevas en la entrada de los bares. Una vez retirada la capa de corcho que llevaban dentro, le colocábamos un recorte circular de una cara de ciclista famoso sacado de los cromos que venían con las chocolatinas, aunque servía lo mismo cualquier otro personaje. La foto la cubríamos con un cristal hecho a base de tallar el círculo con una piedra hasta dejarlo ajustado dentro de la chapa. Lo sujetábamos con un hilo de jabón chimbo o masilla de carpintero que nos traían Javi el del Palacio y Luis Antonio Sobrino que sacaba del taller de su abuelo Wences. 
Los ciclistas de aquella época eran Jesús Loroño (1953), Federico Martín Bahamontes (1954), Salvador Botella (1958), Jacques Anquetil, pero también Rufino Galguera de San Roque, Raúl Villar de La Pereda que ahora yo recuerde; Manolín Villa Allende, Andrés Pascual, Paco Suárez, Ramonín Melijosa y otros más de una extensa lista. 
Todo el conjunto de cristal, masilla y chapa, hacía que pesase más y se lograba una mejor estabilidad en los adelantamientos. Modificábamos el rozamiento, dependiendo del estado de las pistas, lijando la base de la chapa contra el suelo de cemento. Las que no salían tan bien paradas eran las rodillas, la culera o las punteras de las botas de tanto arrastrase por el suelo. Con trozos de tizas que distraíamos del encerado, con un cascote de teja o resto de escayola, marcábamos interminables pistas con la salida, la meta, las bonificaciones, penalizaciones, puentes, ensanches, pasos angostos que era un fiel remedo del estado general que tenían las carreteras que entonces teníamos. En los portales de la escuela y en el pórtico de la iglesia, ambos cubiertos de una fina capa de cemento, eran los únicos sitios ideales para este juego.
Pasado el furor de la chapas, venía el de las peonzas a las que hacíamos bailar en los lugares antes citados. Aún conservo varios modelos. Hacíamos competiciones de duración en las que salían victoriosas las más ligeras. Otras más pesadas que decíamos trompos y "obispos", más raras de ver, representaban un verdadero peligro para las más ligeras, no tanto por el peso como por la mala fe de quien las lanzase. El juego consistía en hacerlas bailar en un círculo, siguiendo un orden. Los tiradores postreros trataban de derribar a las que seguían bailando en el círculo, pues salía vencedora la que se mantuviese más tiempo en movimiento. Se podía lanzar de modo que bailara al revés, sobre el taco en el que se ataba la cuerda. Se las pasaba del suelo a la mano y viceversa, sin frenarlas apenas. En esto, como en todos los demás juegos, había en la escuela verdaderos artistas.
Un remedo de peonza, pero en miniatura, era la pirindola hecha con un disco de madera y una pina en el centro que podía servir los restos de un lápiz. Del carrete del hilo de coser se sacaban dos, cortándolo con la navaja por la mitad. En el invierno las hacíamos de los gavanzos o escaramujos, frutos rojizos de la Rosa canina o rosal silvestre.
El espitu, era un palo afilado que había que clavarlo dentro de un círculo y en orden de tirada previamente concertado entre todos los participantes. Consistía en que nadie lo abatiera, porque si lo conseguía te lo lanzaba lejos mientras decía esta frase: "aguas pido si lo son y si no tarrón". Acto seguido tenía que espitarlo en el prado, un número de veces establecido, antes de que volvieses con él y lograras espitar dentro del círculo. Si ocurría que al caer quedaba clavado, se cambiaban las tornas.
Con cañas fabricábamos zancos sobre los que hacíamos carreras y competiciones de salto incluidas.
Una caña con ramificaciones, previamente quitada la corteza, se convertía en un manillar de bicicleta de carrera o moto de competición. El motor, con la boca imitábamos las arrancadas a pedal, los acelerones, los derrapes y las peligrosas frenadas.
El aro lo sacábamos de una batea o caldero de cinc y la galga de un hierro de cocina al que poníamos un mango de saúco, por ser fácil de ahuecar. Con el aro se hacían carreras, trayectos difíciles, como llevarlo por la pandina de la bolera. Tanto para la ida a la escuela como para la vuelta, llevaba en una mano el maletu y con la otra lo guiaba, con el característico e inolvidable sonido producido por el roce de galga y aro.
Tiragomas, espitaperros, arcos, espadas, pistolas de madera, de agua... y un largo etcétera no eran más que el subproducto de las tres guerras que acababan de padecer nuestros mayores, pero que a nosotros nos llegaron simulados sus cruentos efectos a través de los juegos. Algunos de ellos, seguro que por el daño que podíamos hacernos, estuvieron en cierto modo prohibidos, junto con la navaja que debía tener una medida determinada, pues de no ser así podía ser requisada o capada la punta de un culatazo de Mausser de la pareja que hacía ronda por los pueblos. 




viernes, 24 de enero de 2014

20.- Viaje de iniciación





El Real Sitio de Covadonga representa, desde tiempos pretéritos, un lugar de peregrinaje para los asturianos. Es el “Camín Jacobéu”, salvando las diferencias, más visitado después del auténtico.

Mi abuela María se había prometido recorrerlo a pie para agradecerle a la Santina el día en que sus dos hijos hubiesen regresado del frente sanos y salvos, aunque mucho lo había hecho durante los tres años que duró la contienda, a la Magdalena, que es patrona de Parres, Santa Marina, San Antón y virgen Guadalupana que tenía más cerca. Me imagino ahora cómo se sentiría, entre contenta por no haberlos perdido en aquella barbarie, a la vez que apenada por la falta de otros familiares y allegados no menos queridos por ella. Estos recuerdos se los escuché narrar en aquellas reuniones con los hijos que habían podido estar presentes y los respectivos nietos, y que se repetía cuando se volvían a juntar con alguno de los hijos que se habían establecido allende los mares.

Cuando mi padre regresó licenciado del servicio obligado de seis años y medio, mi abuela y otras amigas suyas pusieron fecha para hacer el camino de Covadonga, sin contar con la opinión suya, por lo que no podrían haber elegido peor día.
El día anterior, mi padre había estado bajando cargas de rozu de la cuesta el Pindal, hasta la noche atapecida. Así que al día siguiente, domingo, no tenía demasiadas ganas de hacer tal caminata y la madre arrancó sin él. Mi padre le prometió ir en cualquier otro momento, de lo que doy fe que cumplió con creces.

Para mí, como crío que era, viajar a Covadonga suponía toda una aventura, por lo lejos que me parecía.
Había yo ido a llevar las vacas al pradón de Mañanga, como en días anteriores. Por entonces teníamos una vaca recia e indómita, apodada la Turca por su anterior dueño, Manuel Mijares, vecino de Tamés a quien se la habíamos comprado. Era tal su genio y dotes de líder que hacía de cabestro y arrastraba tras ella al pequeño rebaño que teníamos, excepción hecha con la burra que, a pesar del nombre, demostraba mayor nobleza e inteligencia que toda la manada junta. La cuadrilla se dejó llevar por la Turca y la siguieron al trote, camino abajo hasta los abrevaderos de la fuente Patica. ¡Cuántas veces he visto entre los humanos tal proceder!, si bien, hoy razono que en esa situación, estaban en el derecho de beber si sentían sed, antes de que yo las encerrase en el pradón. por muy buen pasto que allí les esperase. Aprovecharé para beber yo también en el peyu de la fuente.
En la fuente estaban Aurorita y José Manuel del Dago Granda, dos hermanos que vivían en la casería Los Carriles, y cogían agua del pequeño cuenco que el agua había labrado y pulido en la caliza con forma de una huella de pie, de lo que ahí viniese el nombre de Patica con el que se la conoce.
La niña era un año menor que yo y el niño tres y yo trataba ocasionalmente con ellos cuando iba a la finca con el ganado o en la época de la hierba, porque siempre se les veía ocupados en las tareas antes que jugando. Además acudían a la Escuela de La Pereda que les caía más a mano que la de Parres.
Yo sentía verdadera admiración cuando los veía con un rebaño de becerras, que controlaban a voces en la distanciaa y hacían eco en los montes o a la carreras para atajarlas por los prados colindantes al camino. Solía yo ir a estar con ellos en la corralada de su casa, pero me quedaba atascado en la portilla por los perros que me ladraban sin tregua. Salían ellos a abrirme y me mandaban entrar sin miedo. Pasada la corralada, se cruzaba el camino hacia los bosques con un torrente que con el deshielo traía buen caudal y se atravesaba por un puente fabricado con los puntales de la última tala de eucaliptos. En la otra orilla, disfrutaba hozando y gruñendo una piara de cerdos con sus retoños y cerca del bosque un rebaño de ovejas y sus corderos ponían unas notas musicales con los lloqueros.
Llegados los calores de junio salían los primeros enjambres de las colmenas que Miguel del Dago, el padre de mis amigos, había puesto al otro lado de la carretera, al abrigo del cueto y para que libasen de los manzanos e higueras y así favoreciesen la polinización. Recuerdo a Aurorita llamar a voces a sus hermanos cuando comprobaba que estaba uno a punto de emprender el vuelo, para que la ayudasen a retenerlos. Al poco, a los gritos de Aurorita, se sumaban los de José Manuel y los de Emiliano, el mayor de los tres hermanos. Con voces bien moduladas y el sonido rítmico y bien orquestado de una teja, una sartén y una lata que tañían entre los tres, hacían posar el enjambrazón sobre la caña de cualquier manzano. ¡Cómo no iba yo a admirarles, con el control que tenían sobre el medio en el que se movían!

Creo que era por septiembre. El cura, D. Luis Bolonio, había anunciado en la misa una excursión a Covadonga. Unos días antes del viaje, aprovechando una de mis visitas por los Carriles, yo los animé a ir y Elena Granda, la madre de mis amigos, les dio permiso si podía confiar en que yo me ocupase de ellos, al ser algo mayor. Así se lo prometí que no los dejaría solos ni a sol ni a sombra durante todo el viaje.
Llegado el día, Aurorita y José Manuel, junto con sus padres, acudieron a la salida de los Autocares Mento, que esperaban en el barrio los Romeros, subidos en el carro del caballo.

Estaba a punto de cumplir los ocho años. Los ojos se me iban por la ventanilla mirando el paisaje durante todo el recorrido. Pasado el pueblo de Lloviu y sin llegar al de Margolles, había otro lugar cuyo nombre ahora no soy a precisar, por las muchas reformas que se hicieron en la C.N-634, desde entonces. Recuerdo unas casas y una bolera, donde en aquel momento los parroquianos jugaban a la cuatriada. Apenas rebasado la bolera, se comenzó a escuchar un ruido rítmico en la parte trasera del autocar. El conductor lo paró al instante y se bajó a mirar lo que ocurría, pensando quizás que habíamos pinchado. Se subió por la puerta de embarque delantera y nos mandó bajar a todos pie en tierra, puesto que había que desmontar las dos ruedas derechas traseras, pues una bola se había encajado entre ellas. Con la ayuda de alguno de los viajeros y una palanca que sacó del cajón de herramientas, después de una larga hora, se pudo continuar viaje.
En las subidas, el viejo coche hacía un ensordecedor ruido dentro del habitáculo, puesto que el motor estaba justo entre el asiento del conductor y la puerta de entrada.
Durante la semana, aquella líneas de Sacramento de la Llana hacían el transporte de pasajeros y mercancías desde los pueblos a Llanes y Posada los martes y viernes, respectivamente para los mercados. Se subía a la baca por una escalerilla a colocar los sacos y los cestos de las mercancías. Incluso, había dispuestos unos bancos de madera sobre los que se sentaban los pasajeros más atrevidos o inconscientes por el peligro que suponía con el mal estado de las rutas por donde transitaban. Ni había leyes que impidiera tampoco ir subido a la escalerilla o en los pescantes laterales. Por las fotos que existen de aquel acontecimiento, pudiera ser cercano al centenar el número de participantes, por lo que habrían de ser cuando menos, dos vehículos, cosa que ahora no puedo asegurar.
Pasado el pequeño túnel de roca que hay antes de llegar al sitio, el motor parecía no poder más. El conductor, echó la galga y la chavalería y más jóvenes se bajaron para perder peso y a la vez empujar. Al final llegamos. La misa estaba a punto de comenzar y la mayoría se acercaron a la Cueva para asistir a ella.



Sin soltar la pequeña saca con la comida, recorrí junto con mis dos pupilos todos los rincones de la esplanada, siempre sin dejar de ver los autocares, no fuera a ser que se marchasen sin nosotros. Visitamos la Basílica, la estatua de Don Pelayo, las fuentes de los jardines y subimos hasta el sitio de la “campanona”, bajo la cual comimos los bocadillos de tortilla. Después bajamos por las escaleras junto al pozo, en el momento que se encontraba reunido el grupo para sacarse la foto de rigor. En un puesto de chucherías junto a los autocares que habían bajado de vacío, compramos con las cinco pesetas que me habían dado los padres de mi amigos para compartir, una bolsa de caramelos que repartimos equitativamente entre los tres. Es todo lo que recuerdo de aquel viaje que mezclo con otro más salido con posteridad también propuesto desde la catequesis con D. Luis Boloño.




lunes, 20 de enero de 2014

19.- Un rayo de sol tras la ventana

                                    
(III/3)

"Por la ventana de la habitación veo los últimos rayos del sol bañarse entre las lanchas de la ría. Me llegan, entre una oleada de aire fresco, los recuerdos de niña recorriendo las orillas del muelle, la playa del Sablín, el espigón de la barra, el barrio de La Moría, la playa El Sablón y las subida al paseo San Pedro, con el grupo colegial, una tarde de domingo. Desde el pequeño torreón, atalaya ballenera en otro tiempo, mientras mis compañeras miraban unas tolinas saltar las olas, yo buscaba en la lejanía con nostalgia los montes de mi aldea, tratando de percibir el sitio de la cabaña, con los rebaños pastando, y la silueta del abuelo trajinando con su guadaña o levantando las piedras caídas de los muros de la finca. Allí tan lejos, de niña dejé para siempre, los más felices recuerdos que viví. Después de tantos años, quién me iba a decir a mí que me continuasen aportando la misma paz y alegría que entonces me dieron. Cuando lo necesito, cierro los ojos y me veo caminando por aquellos sitios que no se desvanecen, junto con mi hermana y el abuelo, camino del monte.
Para comer, el abuelo nos guisaba patatas chalonas y, de postre, no podía faltar el queso curado que él mismo había hecho de la leche de las ovejas.
En un peyu de agua fresca que había cerca de la cabaña, con un enorme peine más grande que nuestras cabezas de niñas, padre, que así le llamábamos mi hermana y yo, nos peinaba y nos cortaba el flequillo con la tijera de trasquilar la lana. Para dormir había dos catres, uno para nosotras y otro para él. Los colchones estaban hechos con la porreta del maíz que ruxaba al moverse o dar la vuelta. Para el desayuno, nos preparaba el mascazón, que es una sopa de borona de maíz cocida en leche a la que añadíamos azúcar.
A mi tío, que me llevaba tan sólo seis años, la vida le tenía ya muy trallado y me aconsejaba, el pobre:
― Cómetelo deprisa, h.iya, verás cómo así te h.arta.
Sería que él ya lo tenía bien experimentado que al tragar aire se hartaba.
Cuando, muchos años después, veía los episodios de Heidy y Clara, me resultaban de pura ficción comparados con lo vivido por nosotras dos.
Mucho antes de que llegásemos al sitio de la cabaña, nos salía a recibir revoloteando por encima de nuestras cabezas una graya de negro y brillante plumaje que padre tenía adiestrada desde que era un polluelo y había caído del nido. Se venía a posar siempre en la piedra saliente, que las cabañas tienen junto a la puerta para colocar en alto las cosas. Cuando nos sentábamos con padre a comer, en el poyo que teníamos cabe la puerta, esperaba a que compartiéramos con ella algún trozo de queso o borona. Tanta familiaridad llegó a tener con nosotras que se posaba en nuestros hombros.
Recuerdo muy bien que padre tenía cultivadas unas cuantas plantas de tabaco al lado mismo de la cabaña, de hojas tan anchas que me recordaban las de la acelga. Bien desarrolladas, las arrancaba y las colgaba en manojos de los pontones salientes del tejado, donde se reflejaba hasta bien entrada la noche, el calor recibido por las piedras de la cabaña. Estaba pendiente de los riscos lejanos que eran como barómetro en los que él leía el tiempo. Si le avisaban de lluvia o nieblas, las recogía dentro. Una vez secas, las trituraba entre sus nervudas y huesudas manos y la picadura del tabaco la guardaba en una lata hermética de la que recargaba su petaca, junto con las piedras del chisquero, un trozo de mecha y el librito de liar.
Del pueblo subían los hijos a suministrarle un día por semana y él salía a su escontra para entregarles la triguera con los últimos quesos ya curados que mi abuela habría de bajar a vender al mercado. Con el suministro del pueblo le llegaba una torta de pan, que a la hora de las comidas repartía en raspas muy finas, pues tenía que dar para tres comidas y merienda diaria durante toda la semana, hasta que apareciesen con el siguiente suministro. El pan se guardaba con el cuidado del mayor de los tesoros, cubierto por un paño, dentro de un caldero que colgaba de una ripia del tejado.

En una finca colindante a la nuestra, había otra cabaña habitada, prácticamente en la misma temporada que la nuestra, y sus dueños se dedicaban al pastoreo habitual en el monte.

En una ocasión, contaba mi tío Pepe, la mujer de aquella otra cabaña le preguntó a voces si podía prestarle una pizca de pimentón para el guiso de las patatas. Mi tío, apenas un niño, ¡de dónde lo iba a sacar!, pero por no sentirse menos que nadie, le contestó también a voces a la mujer por que se enterara medio valle.
― Espere, que creo haberlo visto debajo de las riestras de chorizos que guardamos dentro del arcón.
Entró en la cabaña y con la piedra de frayar el maíz para los pitinos, molió un cascote de teja con tal finura que simulaba el preciado “pimentón” que envolvió en un trozo de papel de estraza y se lo entregó a la vecina, quien, sin sospechar nada, se lo agradeció y se marchó hacia su cabaña para continuar con la tarea culinaria.

Allí no había ni chorizos, ni pimentón. El que más y el que menos, todo el mundo, ponía buen cuidado en disimular la penuria generalizada a la que se había llegado y el niño, por cuenta propia y mucho ingenio, había querido también disimularla, pero a su manera.
No teníamos juguetes a nuestro alcance, salvedad de una muñeca de trapo ya raída del trajín en que la traíamos las dos. El abuelo, ya lo dije, demostraba tener una paciencia infinita con nosotras. Con palos de pláganu y fresnu nos hacia en primavera, cuando la savia suelta las cortezas con golpes de la cacha de navaja, chiflos con los que espantábamos el silencio del monte.
Mientras pastoreaba las ovejas por los riscos, sentado en una roca desde la que podía controlar al ganado, labraba en madera de fresno botones de todos los tamaños. Una vez en la cabaña, al calor de la lumbre y sentado en la tayuela de mecer, con un hierro candente horadaba los agujeros. En un bote vacío de conservas que colgaba de una viga, guardaba como decía él "un h.ilu blancu, un h.ilu negru y una aguya" con la que repasaba los rotos de nuestras faldas.
No teníamos que habernos movido de allí. Ni alcanzamos la riqueza de que nos hablaron y animaron, ni conservamos lo que teníamos. La emigración a las Américas, estuvo bien para la gente astuta en los negocios; no para la gente como la nuestra que no supo otra cosa más que trabajar. Claro está que el hambre había sido la causante de salir a probar fortuna. Mejor resultado obtuvieron quienes se habían decidido por la aventura europea, también con muchas renunciaciones, pero, al menos, podían ver a los hijos todos los años.
Como dice una sentencia gallega:
“Deixo aldeia que conozo por un mundo que non vi”

Subida al monte con el rebañu de vacas, en el silloncín de la cuesta'l Caballu. 2013
Foto:©Marysol_Mier_Rodríguez



domingo, 19 de enero de 2014

18.- La vida en el monte


(II/3)

"En el monte comíamos miruéndanos, arbellátanos, maguyas, moras y de todo cuanto pillábamos. El sitio de Valdespadañas está en una llosa atravesada por un riachuelo de aguas cristalinas que mana allí mismo, al lado de la finca. Además de la cabaña, había una cuerre para las ovejas y una cuadra para las vacas. Tanto la cabaña nuestra como las de los animales, se mantenían limpias barriéndolas con escobas de terenos.
El suelo de la cabaña tenía el piso de barro endurecido y alisado por el uso y cuando se estropeaba se reparaba con un pegote de barro fresco. En aquel riachuelo nos aseábamos, lavábamos la ropa, y disponíamos del agua suficiente para abrevar los animales y la preparación de la comida. En el monte había muchas culebras y raro era el día que no nos tropezásemos con alguna, hecha un rueñu, tomando el sol sobre una camada de argaña. Jugábamos, en cambio, con los alagüezos que terminaban por agradecer estoicamente nuestras caricias y cerraban sus párpados, lo que nosotras interpretábamos que sería por cariño. Aparecían bajo los pequeños gurullos de hierba donde buscaban calor y humedad y escapaban al esparcer la hierba al sol.

Pero donde yo me sentía más feliz era en el sitio de La Raíz. Desde el Asomu se tiene una vista increíble de Llanes, Parres y otros pueblos. Curiosamente, la línea azulada del mar parecía elevarse a medida que subíamos.
Adorábamos al abuelo y con él lo pasábamos muy bien. A mí me gustaba aquel orden de vida que él traía, todo a su tiempo, todo en su punto. Era más complaciente con nosotras que nadie.

Mi hermana y yo teníamos unos vestidos de “Vichy” que mi madre nos había confeccionado a mano con sobrepuestos, todo ello sacado de una tela que había comprado en “El Siglo”. Los habíamos estrenado un año por la fiesta de Santa Marina. Mi abuelo los lavaba y los tendía de un espino blanco al sol. Arrimaba un cascote de teja a la lumbre y, cuando ya estaba suficientemente caliente, lo envolvía en un paño para plancharlos sobre el banco cubierto con la manta del catre; en tanto enfriaba, dejaba otro calentando cerca del llar para usarlo después. En La Raíz había muchas avellanales y, a principios de agosto, comíamos los frutos aún en leche, como forma de entretener el hambre.
Bajábamos del monte coloradas, por el sol y el aire de las alturas. De aquélla se consideraba un signo de buena salud y lujo, si a la vez se tenía el flequillo bien cortado y el calzado sano y limpio. Me habían comprado en “La Sirena” unos zapatos algo abundantes, porque estaba en edad de crecer y me tuvieron que ajustar las punteras con relleno de algodón para evitar perderlos en la primera zancada que diese. Cumplido el año, me quedaban a medida y comenzaba realmente a disfrutarlos. Al tercer año, me estaban escasos y comenzaban a molestarme. No era aún el momento de que pasasen a mi hermana, casi nuevos, del poco uso que yo les había dado y entonces les recortaban las punteras para que asomaran por ellas los dedos con lo que se prolongaba un año más su vida para mi uso. De cualquier forma, siempre quedaban para mi hermana, unos años más joven que yo, por lo que la pobre, con aquel sistema de aprovechamiento, nunca llegaba a estrenar unos propios. A ella, en cambio, le habían confeccionado un abrigo gris con el género que sacaron de una manta que habían dejado los soldados de la guerra en la casa de mis abuelos que habían requisado las tropas "nacionales" cuando tomaron el pueblo, como hicieron con otras muchas más en septiembre de 1937. Entonces, mis abuelos con mi madre y mis tíos se fueron al resguardo de la cueva de Taravirón, que daba una de sus bocas a una de las fincas que teníamos en propiedad en el cuetu de Las Cerezales. En ella nació una tía mía y, cuando pudieron regresar a la casa, porque las tropas ya la habían abandonado en su avance hacia la Tornería, se encontraron con unas mantas, olvidadas o abandonadas por dejar atrás en ellas, bien acomodadas una buena carga de pulgas y piojos.
Como bien dice el refrán que el que guarda halla, aquellas mantas servirían, un par de décadas después, para hacer de una de ellas el abrigo gris de mi hermana.
En el monte jugábamos mucho a lo que se nos ocurría; como era, por ejemplo, dar patadas a la tierra seca. Así fue que un día descubrimos un montón de balas abandonadas. Desconociendo el peligro que suponían, jugábamos con ellas y las pinábamos en filas sobre una losa de piedra, como si se tratase de un batallón de soldados. Mucha gente se dedicaba a buscar metralla por el monte y por el pueblo, para venderla a los chatarreros, pero las balas, obuses y armas debían ser entregadas en el cuartel.

Había varias covachas algo apartadas de la cabaña por las que nos metíamos a explorar. Jugábamos a que eran nuestras casas y las limpiábamos de piedra y tierra, tanto, que fue como un día encontramos en una de ellas aquellos huesos de que ya conté con anterioridad."  
        Un día de Santa Marina, en la campera, después de finalizados los actos de la mañana.La abuela Gaudiosa con sus hijos: Quini, Antonio, Argentina, Rosa; mi madre, Margarita, con el tambor y Pepe, el benjamín de los ocho hermanos. Faltan en la foto Alicia y Santos, los dos primeros. 




sábado, 18 de enero de 2014

17.- La aldea perdida





En este punto, intercalo con su permiso, los recuerdos que una habitual lectora de mis escritos me envió. Me parecen extraordinarios, por el valor testimonial que en sí tienen y por ocupar el mismo escenario socioeconómico y geográfico en el que discurren ambos, mi propia "Aldea perdida" que yo intento transformar en la "Aldea recuperada", por eso de no caer en el plagio. Además, porque gozan de una sensibilidad y calidez humana extraordinaria; noten si no, la nostalgia por el "tempus fugi" entreverada de una sutil crítica social. Les dejo con sus reflexiones en sus propias palabras:

(I/3)
"Disfruto contando todo esto a medida que lo voy recordando y, si tengo que decir la verdad, me hubiera quedado allí de mil amores. Los progresos y todas las cosas que conseguimos, no me pagan lo feliz que yo era allí.
Ahora, nos sobra de todo y cuando no hay necesidades nos las inventamos.
Pienso así, seguramente, porque una ya está de vuelta de casi todo, y de nada sirve lamentarlo.
Corrimos a contarle al abuelo el hallazgo de la cueva donde jugábamos. Él nos riñó y nos prohibió, de allí en adelante que entrásemos en ella, porque estaba plagada de culebras y otros bichos. Aunque bien niñas, nos dábamos perfecta cuenta que era por causa de los huesos que él sospechaba que habíamos visto, aún antes de habérselo contado.
Aquel hallazgo nos dio mucho que pensar, aunque niñas, pero con el paso del tiempo aún lo seguí recordando. Debían de ser restos de soldados caídos cuando la guerra. Quizás, muchachos a los que sus madres les seguían esperando, con la puerta de casa abierta por si un día regresaban, pero nunca lo hicieron.
De historias como ésta nadie hablaba en alto, por miedo; pero habían ocurrido, no hacía tantos años. A los niños nos metían miedo con el coco, con el llobu, con los sacahuntos, con el diablo de Santa Marina y con los emboscaos, gente huída al monte, por su ideología política.
A los emboscados era común verlos acercarse a las cabañas a charlar con los pastores. Mi abuelo había hablado en ocasiones con algunos de ellos. Nosotras lo sabíamos, porque le oímos en una ocasión que le decía al vecino de otra cabaña que era de su entera confianza, que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen, pero que si alguien le denunciaba, entonces estaba perdido. Esto fue para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía hablar con nadie que no fuese de confianza para no verse metido en líos.
Subir con los animales al monte por La Tornería arriba, constituía toda una fiesta para nosotras. A tramos, cuando nos notaba cansadas, el abuelo nos metía en los cuévanos que llevaba “Carioca”, la burra. El pobre animal no podía ya con tanta carga encima de sus años. Se paraba en cada curva a coger resuello. Recobrado mi aliento, yo le pedía encarecidamente al abuelo que me bajara de la burra y seguía ascendiendo sujeta de su cola.
Para subir al monte por temporada larga, debían ir varios de la familia cargando en sus zurrones las cosas más necesarias. Las vacas y las ovejas nos seguían detrás pastando las hierbas frescas que encontraban a su paso que la soleada primavera había ayudado a crecer, separadas en dos rebaños. Las voces de mis tíos que las conducían se entremezclaban con el sonido de cascabeles, campanillas, zumbas y lloqueros. Los perros con sus ladridos apuraban a las ovejas que se quedaban rezagadas hasta verlas integradas en el rebaño. Era de admirar el entendimiento tanto de perros como de ovejas.
Desde las cabañas en los altos riscos nos saludaban los vecinos con una alargada voz de bienvenida que era agradecida por otra más cálida que en un tono más bajo emitía mi abuelo.
Nada más dejar la curva del alto La Tornería, la vaca guía del rebaño entraba en la campera y la seguían todas las demás. El abuelo las dejaba un tiempo pastando hasta ver todos los animales reunidos y aprovechaba para saludar al Camineru si estaba en su cabaña, al pie de la carretera. Después, las mismas vacas tomaban el sendero de la izquierda que les llevaba al sitio de La Raíz y que recordaba de temporadas anteriores.
Llegar al sitio del monte y ver la cabaña era como llegar al cielo, para mí. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé durante toda mi vida! Sin embargo, el día triste para mí era el retorno al pueblo. Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos.
Algunas primaveras quedábamos más abajo, en otro sitio que tenían los abuelos en Valdespadañas, que atendían nuestros padres.
Subían todo lo necesario para nosotras. Mis padres tenían pocos animales, pero habían subido también unas gallinas que los primeros días no nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la sartén.
Un día que mis padres estaban a la hierba, sentí a una de las gallinas cacarear dentro de un bardal y corrí para dar con el nido. ¡Estaba lleno de huevos! ¡Cómo sabían de bien aquellas tortillas que hizo mi madre para los cuatro! Aguantábamos poco tiempo con ellos, pues no callábamos hasta que consentían en llevarnos a La Raíz, a la cabaña del abuelo.
El pueblo era otro mundo, bien distinto al monte. Yo prefería el monte con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu. Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos narraba cuentos, que se inventaba sobre la marcha. Hacía como que los leía en las hojas de periódico con que le envolvían el suministro. Las ponía del revés, y nosotras, inocentes, creíamos que no sabía leer.
Eso que lees no es verdad ― le decíamos nosotras ―, porque las letras están patas arriba.

El abuelo era un hombre serio, pero le gustaban los niños y siempre demostró tener una gran paciencia con ellos. Con unos trozos de cable de la luz que guardaba en la cabaña para cuando tuviese necesidad de arreglar alguna herramienta, nos hacía bigudís para que se nos rizara el pelo. El solo hecho que prefiriéramos estar con él, le ponía muy ancho, al abuelo.

En el Traveséu, disponíamos de otra cabaña convenientemente divida en dos, para vacas y para ovejas. En este sitio no se quedaba a dormir por la relativa cercanía al pueblo. Salía de casa todas las mañanas con su zurrón de piel curtida de cabra colgado a la espalda, cargado de lo más necesario para pasar el día completo al cvuidado de los dos rebaños, ordeño y elaboración del queso. Allí teníamos un gran prado cercado de muro donde podía dejar las ovejas sin que hubiese necesidad de cuidarlas, lo que le permitía al abuelo dedicarse a fabricar arnios y presugos para hacer el queso, con tan sólo un hachu, una azuela, una rasera y su navaja que siempre llevaba consigo atada a la trabilla del pantalón por una cuerda y que deslizaba en el bolsillo derecho. También construía trigueras en que curaban colgadas del techo del soleyero corredor de la casa, bien orientado al sur. La abuela les daba la vuelta, limpiaba y tresnaba, los lunes y apartaba los que habría de bajar al día siguiente al mercado de Llanes. Sobre una triguera tejida con elegancia por él, a base de paciencia tesón y maña, con láminas de castaño y varetas de avellano cortadas en la luna menguante, bajaba la abuela sobre su cabeza, la tanda de quesos que por encargo ya le pedían y alguno de más para una posible nueva clientela. Con el producto de la venta, retornaba cargada de provisiones, telas, calzado, de las perras sobrantes, después de pagar las deudas aplazadas en la farmacia.
Teníamos junto a las cuadras tres cerezales que, a mediados de junio, llenaban de almíbar nuestros golosos paladares. El abuelo se subía a ellas y nos tiraba cañas repletas de cerezas que comíamos sentadas al pie y, una vez a nuestro lado, nos adornaba con zarcillos colgados de las orejas que hacía sentirnos las más felices protagonistas de aquel idílico paisaje pastoril. Cuando llegaba de pleno el verano, por agosto, las espineras negras nos ofrecían prunos miguelinos que comíamos apenas azuleaban, a pesar del sabor que nos resecaba la boca de amargura.

Era tanta la ilusión de ir con el abuelo, que salíamos de casa de madrugada para sacar las ovejas y las gallinas al pasto, sin importarnos el madrugón. Comíamos a rancho, con el pote en medio de los tres, a cucharada limpia, pero él siempre reservaba dentro del zurrón un trozo de queso curado para el postre y que nos repartía en finas lonchas con su navaja.
Si alguna oveja y, con mayor frecuencia, algún cordero se rompía una pata, lo sacrificaba y la abuela se lo llevaba al maestro, pues siempre decía, la pobre:
― "Buena labor tiene el señor maestro con enseñar a nuestros hijos para que cuando tengan que irse por el mundo, sepan escribirnos una carta y decirnos cómo les va".
Se solía decir, cuando alguien lo pasaba mal, aquella socorrida frase de que "pasa más hambre que un maestro de escuela", porque realmente la paga no les daba para mucho y menos con una prole tan grande como la que tenía D. Bonifacio.
Otras veces, cuando se accidentaba un cordero, mi abuelo le entablillaba la pata rota con un trozo de tela, porque sabía perfectamente cuándo podía curar o no. En el Traveséu se quedaba hasta llegada la época de la esquila, pues la lana era otro de los recursos económicos a tener en cuenta.
Un día llegóse a la cabaña mi tío Pepe, unos pocos años mayor que yo, con un rosco que me había regalado mi padrino, Manuel Gutiérrez Noriega. No se me ocurrió otra cosa que dejarlo encima del pesebre mientras fui a ver si el abuelo nos daba permiso para hincarle el diente o si deberíamos reservarlo para la merienda. En el escaso tiempo de mi ausencia, las gallinas que andaban por allí escarbando entre la grana de la hierba, dieron con la golosina y no nos dejaron más que el papel y la pluma roja que traía sobre una fruta confitada verde. Habría que ver la cara que se me puso. No pude ni contarlo en casa, porque no llegase a oídos de mi padrino y lo interpretase como falta de interés, no me fuera a privar del rosco al siguiente cumpleaños.
Vivíamos en la edad piedra. Yo comí los chuscos del racionamiento que mi abuela iba a recoger en las Mestas, al paso del tren, por la noche. Alguien que venía de Torrelavega de buscar el pan, se lo tiraba en un saco por la puerta del vagón y ella lo recogía. Había en casa una cartilla de racionamiento donde se anotaban las entregas, no nos fuéramos a pasar de la cuota que nos correspondía.
Mis tíos no sabían otra cosa que andar con el ganado. Cuando fueron a la mili, para poder escaparse a la rutina de las guardias y la instrucción, cuando les preguntaron por el oficio en el que entendían, dijeron ser cocineros. Al menos, así estarían cerca de la comida, aunque fuese a costa de pelar sacos y sacos de patatas para el rancho.
Mientras tanto, en casa, la abuela esgranaba el maíz y lo secaba para llevarlo al molín de Covarón. En alguna ocasión, alguna que otra maquila le dio a Olvido o a la Muñeca que acampaban en la cueva de Santa Marina y que solían venir con frecuencia a pedir por las casas del pueblo. Si no había harina, había patatas o h.abas como pago por echarle las cartas y leer la buenaventura a mi abuela para desvelarle el incierto futuro reservado para sus hijas. Con engaño se aprovechaban de la inocencia y bondad de la abuela y, no conforme con eso, le exigían que se lo diese desgranado y esbillado.
Aquel dislate de la abuela lo callábamos todos por evitar el disgusto del padre.
Cuando la nieve bajaba las cuestas y amenazaba con cubrir por días los pastos, se volvían los rebaños al pueblo y los guardaban entre la cuadra de junto a casa y en la cuadrina que teníamos en el Colláu. Durante el verano, los cuatro hijos varones se habían encargado de llenar los tazones de los h.enales con que poder resistir la invernada por cruda que ésta fuese.

De estas experiencias hoy me siento orgullosa de haberlas vivido, pero en el colegio donde nuestros padres nos dejaron internas antes de emigrar, no las podíamos contar. Yo, advertía a mi hermana, cuatro años memor que tal o cuál cosa no la contase, porque temía se cebasen con nosotras en aquel ambiente aparentemente tan selecto y exquisito de la Villa."


martes, 14 de enero de 2014

16.- Las canicas


El mejor de los recuerdos de mi infancia son los diversos juegos que teníamos en torno a la escuela, de la iglesia o del barrio. Podría hacer un tratado con todos ellos, si sirviera para que se recuperaran y se llevaran a la práctica, porque los niños de ahora, sólo saben jugar a la guerra de las galaxias y con los nuevos inventos electrónicos. Pero todo eso es consecuencia del progreso, y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra. Desde luego que no yo, porque también jugábamos a guerreros, indios, vaqueros, policías, ladrones y cuándo éramos Supermanes, cuándo Capitanes Trueno y otros protagonistas figuras así del TBO.

Para cada época del año reservabamos unos determinados juegos, dependiendo del clima o de otros acontecimientos, pero el que más me fascinaba, sin lugar a dudas, era el de las canicas.

Había varios juegos relacionados con ellas y el que llevaba ventaja a los demás, era el del "gua". Llamábamos "gua" a un hoyo hecho en el campo, quitando el tapín de hierba a golpe de talón y girándolo después hasta dejarlo perfecto y con cierta profundidad. Solía haber varios distribuidos por todo el huerto de la escuela, que parecía atacado por los topos, y en el terreno arenizo de la bolera además del que había en el centro del portal hecho a conciencia, bien retacado con cemento. Jugar en estos tres sitios distintos, tenía las mismas diferencias que las que puede haber al jugar al tenis en pista, prado o playa, pongamos por caso.
Lo más excitante era jugar entre la hierba porque las canicas quedaban ocultas por las hierbas y, si antes de que el contrincante decidiera ir a por ti, había un sortilegio o abracadabra: "no se me cute", por el que nadie podía apartar la maleza para poderle "cutir" a tu canica con la suya. Pero si no te habías anda listo y el otro decía, "se me cute", podía arrancar todo lo interpuesto con tal de afinar su puntería. Se permitía, además, en ambos casos, tirar de pie en lugar de en cuclillas y no importaba ya los impedimentos que ocultaban tu canica. 
Otra forma mágica de la que se echaba mano para que no acertase el tiro el contrario.era la frase: "La cruz de la vaca", así la decíamos, yo y los demás, por no tener conocimiento nadie de la cruz de cuatro brazos, la de Caravaca. Si nos daba tiempo marcábamos con el dedo la cruz en la tierra o usábamos los dedos índice y corazón de la mano derecha sobre el índice  de la mano izquierda delante de nuestra canica a la par que pronunciábamos la frase y, la verdad sea dicha, funcionaba bastante bien, salvo que el que tirara fuese consumado tirador.

Normalmente las canicas fueron de barro hasta que llegaron las "mexicanas", de cristal. Las primeras que tuve me las trajo mi tía Piadosa cuando vino de Venezuela, junto con los primeros chicles que conocí y un enorme avión de latón, de colores que con una piedra de mechero, al empujarlo, simulaba un rugiente motor y echaba chispas por la cola.

Volviendo a las canicas y al juego del "gua", hacíamos una raya a una distancia prudencial del hoyo desde donde se "sacaba" después de establecer el orden de tiro. A veces había más de dos jugadores, de forma individual o por parejas y tríos, como en caso de los bolos. El "saque" desde la raya tenía por objeto entrar en el hoyo o dejar la canica lo más cerca posible, como pasa con el golf. Cuando eso ocurría, y si no se podía superar, se trataba de quedar alejado o escondido tras algún obstáculo imposible de retirar. Una  vez que "sacaban" todos, empezaba tirando el que había caído al "gua" o, en su defecto, el que hubiese caído más cerca de él, contra las canicas más cercanas. Los tiros eran tres, que podían ser consecutivos o alternando, según conveniese, a los demás contrincantes, por orden de cercanía. Al tirar al primero, si le dabas "bola", tenía que quedar una distancia de una canica, como menos. Si quedaban juntas, era "carambola" se alzaban para dejarlas caer y que salieran cada una para un sitio. Si se perdía turno seguía el siguiente tirador. A veces al dar "bola" intentabas que "cutiera" por encima de la canica contraria para que la propia saliera despedida cerca de otro contrario para comenzar a darle también "bola" y así repetir la acción anterior, eso dependiendo de la estrategia de cada uno, o seguir dándole "pie" y entonces la distancia que tenía que haber entre las dos canicas era de tu pie, que era otra dificultad para los que gastábamos un número alto en desventaja con los más pequeños. Si jugábamos en madreñas, las podías quitar para medir con la zapatilla. Teníamos reglas tácitas entre nosotros que respetábamos al máximo. El último tiro al contrario lo llamábamos "matute". Cuando habías hecho "matute" a uno, podías seguir en busca del resto para acabar dándoles los tres tiros a todos y sólo quedaba hacer "gua" para eliminarlos. Pero si al entrar por voluntad o por azar al "gua", o si alguien te metía para eliminarte, en el mismo acto se eliminaban todos aquellos a los que les tenías dado el "matute" contigo mismo. Los demás toques que no fuesen "matutes" ya no contaban y se comenzaba de cero.
Otro juego de canicas, tenía más que ver con la apuesta. Se hacía en la arena o en la pista con un resto de teja o trozo de tiza que solíamos despistar del encerado para éste y otros juegos, una especie de ojal o elipse donde cada jugador colocaba una canica. Se tiraba desde la raya a sacar de la elipse una de ellas que guardabas como tuya y seguías tirando hasta que no fallases y se seguía en el orden de tiro hasta dejar sin canicas el "corro" que así le llamábamos al trazo. Entonces empezaba la persecución a los contrarios, que te iban dando una canica de las ganadas, por cada tiro acertado que les dieses. Servía este juego para reponer la bolsa que ya estaba mermada. Pero también se prestaban canicas a los más novatos o jugábamos de "mentira", no siempre era "en serio", para poder jugar con alguien. En el otoño, sustituíamos las canicas del corro por nueces que al final comíamos amigablemente en los recreos.
Con las de barro, que solían venir pintadas de colores pastel en amarillo, azul, rojo y verde y había otras de piedra del color de la roca que fuese, de alabastro, más pesadas que aportaban mejor afinación al tiro. Pero los que superaban a todas eran los "aceros", rodamientos que alguien había conseguido en el taller mecánico de Antonio. Eran temidos, porque era difícil desplazarlos para medir el "pie" o sacarlos del "gua". Tanto con las de piedra como con los aceros, acabábamos con la uña del pulgar o, si tirábamos con el hueso, nos salía en el nudillo un hermoso callo. Cuando llegaron algunos compañeros de otras zonas de la provincia, hablaban de banzones. Juanjo de Sotrondio,  Félix de La Felguera, Sivi de Tuilla y alguno más que no soy a recordar en estos momentos, cogían la canica entre el pulgar y el corazón y la catapultaban con el índice. Nos llamaba la atención y nos hacía gracia, pero eran certeros tiradores.
 
A veces las partidas de canicas las iniciábamos a la salida de la escuela y continuábamos todo el camino coincidente con el de otro compañero hasta la bifurcación donde nos despedíamos hasta el día siguiente pero conservábamos los resultados del marcador.
Solíamos jugar también antes de la misa, los domingos, en el pórtico o en la campera de delante. Cada lugar guardaba su especial atractivo para nosotros, dependiendo también del público espectante que había.
Sin duda, fueron estos años, los de la época dorada de mi vida, la etapa de los juegos en grupo, de ahí que nunca sintiera especial predilección por los otros juegos sedentarios como el parchís o la baraja que también había quien las llevaba en el maletu, magañosas, de las que apañaban de los chigres que sustituían por estar, si no marcadas, ya muy manoseadas. El fútbol, por diversas causas, me atraía menos, como ya contaré. Por mi parte, creo haber hecho lo que estuvo a mi alcance para conservar esos juegos que los propicié en los recreos. Algo quedaría, pero lo más común es ver juegos sofisticados impulsados por la propaganda y el consumo.

domingo, 12 de enero de 2014

15.- El reloj de mi aldea



 Por el Campu'l Roble, va Maximina Arenas González camino del campanario. Al rato, en la madrugada, se escuchan los pasos enristrados en el bronce, escritos con manos de campesina que traspasan las fronteras de la aldea para anunciar los "Maitines" del nuevo día.
A Maximina más de una vez se le quemó la leche en la chapa de la cocina por anunciar la madrugada en el campanario.

En las cuadras comienza el trajín. Se escuchan las campanillas del ganado que se levanta, se estira y hace sus necesidades. Al abrir la puerta, una oleada caliente sale del establo. La primera faena es limpiar la cama de las vacas y mullirla con el rozu de las cuestas, helechos y hojas secas de castaño de los bosques. Del jenal se echan por las troneras en las pesebleras unos brazaos de hierba del tazón, mesada a mano o con el gabitu. Acto seguido, hay que pasarles el cepillo y la rasqueta, lavarles las colas, limpiar y secar sus ubres antes de iniciar el ordeño. Les pongo música de la radio a transistores; dicen que las calma y alegra.
Ya bulle la leche en el caldero de cinc en el que restallan los dos chorros que atraen a los tres gatinos nacidos en un nial del pajar el pasado marzo. Es buen mes para la camada de gatos. Me observan perfectamente alineados junto al riegu, esperando su ración todas las mañanas y a la tarde repiten la formación como soldados al toque de “fajina”. Les dirijo uno de ellos y sus bigotes se llenan del cálido y níveo alimento surgido de la Vía Láctea, desde la teta de la tranquila Marquesa. 

El sol se arrastra lentamente por las sierras en el naciente, tapado aún por las sierras planas de Pendueles, Vidiago, Riegu y Puertas, donde se perfila el Peñatu o “Cabeza del Gentil”. Comienza a disiparse la niebla colgada en los robledales por Purón, San Roque, La Galguera y Soberrón.
Cuando levanta el día, las campesinas narran con sus azadas renglones tristes de recientes historias de miseria y guerra.

A las doce del sol, el asta de la azada de Maximina marca la vertical sin sombra. La “hora loca”, que es la añadida por decreto ministerial, no cuenta para ella. Se rige por el lucero matutino y vespertino, la diosa Venus, el Sol y la Luna. También los trenes, como ya se contó, los camiones de las centrales lecheras, el panadero y el cartero o el tronar de la dinamita en la cantera de Santa Marina. También cronometran el día la incidencia de los rayos y las sombras en las distintas cuestas debajo del Texéu, Mazacarabia, la Tornería y Los Resquilones. 

Se despide de sus compañeras de labor y, con aquella característica tan propia suya que le dieron los años, empina la cuesta de las Castañares y la pierden de vista cuando entra por el caleyón de La Magdalena. Abre la pesada puerta de la iglesia y tras mojar los dedos índice y corazón en el agua bendita de la entrada, hinca una rodilla en el suelo y se santigua antes de trepar por las desdentadas escaleras del campanario para ensartar el “Ángelus”. Hasta las vacas que pastan en las fincas de la Mañanga se quedan estáticas, al oír el eco de bronce rebotar en el murallón calizo del Texéu.
Es entonces cuando los segadores, los que allendan el ganado en las lindes de los caminos y los que labran las tierras regresan a sus casas o hacen honores al almuerzo que guarda el carpanchu de cuerdas.

Cuando la tarde se adormece, va por tercera vez Maximina camino del Campu'l Roble a dar el toque de "Oración". Antaño, según nos contaron, las gentes se recogían, temerosas por miedo a horrendas leyendas de ánimas y güestias. Cuando ya el sol se ponía, los cantos de las niétobas y curuxas amedrentaban nuestra infancia antes de sumirnos en el sueño.



 Los toques de campana anunciaban también bautizos y funerales, bodas y fuegos, reuniones para sextaferias y para vender, a precio de caridad, la carne de un animal despeñado en el monte. 




"A la Campanera mayor" 




Tú hijo te lo dedica
desde Alemania, con amor,
porque bien te lo mereces,
tú, campanera mayor.

Fueron estas tus andanzas
a través de tantos años,
cruzando el Campo el Roble
camino del campanario.

No fue tarea siempre fácil
hacer de campanera,
ni repicar las campanas
de diferente manera.

Pendiente de las campanas
es estar siempre en tensión,
tocando al Alba, a Las Ánimas
y, por la tarde, a Oración.

Cuando piensas que estás libre,
vas a trabajar al huerto;
pronto te mandan aviso:
tienes que tocar a muerto.

Marchas para el campanario:
Se acabó tu libertad
y en el huerto, las patatas,
empezadas a sembrar.

Otras veces, ¡Fueron tantas!
Dejaste plantado el sallo
y, para tocar al Ángelus,
te vas para el campanario.

Todo sacrificio en la vida
espera su recompensa;
la tuya también llegó:
te elogió toda la Prensa.

¡No veas los del pueblo!
Cómo todos te ensalzaron
y en pro de tus sacrificios
una placa te entregaron.

Antes fue Ramón González
tu primer mentor
y te inscribió en “El Oriente”
como “Campanera Mayor”.

Te hizo un homenaje, Félix,
parragués de pura cepa.
¡Qué siga tan entusiasta
y se mantenga en la brecha!

Dicen que ya no se estila
repicar las campanas.
Buen motivo para ti
para dormir las mañanas.

Si dicen que ya no se tocan,
no te dé preocupación,
pues después de tantos años,
bien mereces la jubilación.

Te quedan aún muchos cargos.
Pongamos uno de ejemplo:
Segar y transportar
El verde para el Almendro.

Es cosa que nunca vi,
Por eso me suena extraño
que con agua y jabón
cada día le das un baño.

Quiero aquí terminar
dando al Cielo una plegaria
para que sigas tan bien
y llegues a centenaria.

(Rodolfo Valentino Sobrino Arenas)




Maximina Arenas y Clemente Sobrino. Entrañables vecinos de La Caleyona, campanera y sacristán de la Iglesia Santa Mª Magdalena de Parres.



sábado, 11 de enero de 2014

14.- Mi primer reloj


 
Máquina de maniobras

Los trenes hacían de reloj en las aldeas. Con insistentes y alargados silbidos, pedían entrada en la estación, a su llegada por Pancar o por Póo, al mediodía o al anochecher y anunciaban la salida de la estación por la mañana, en ambos sentidos. Poníamos fe ciega en la exactitud de los pitidos de los trenes, porque tampoco la precisión horaria era tan importante, salvo para tomar uno de ellos. No en todas las casas se disponía de un reloj.
Así es como desde todas las aldeas sabíamos, cuándo eran las siete menos diez, momento en el que salía el primer tren hacia Oviedo. Le seguía el de las ocho menos veinte, hacia Santander. A las once y media, llegaba el mercancías de Santander y, a las doce en punto arrancaba para Oviedo. A las doce y media llegaba el viajeros de Oviedo. Tras el consiguiente cambio de máquina, continuaba a Santander, a la una menos cuarto. Por la tarde, otros tantos pitidos nos avisaban del caminar del día, hasta la llegada de los trenes procedentes de las dos capitales de provincia que pernoctaban en la estación, entre las nueve y media y las diez de la noche. Los cambios de máquina se debían a que la gestión del tráfico entre las dos capitales de provincia, estaba en manos de dos empresas distintas: "Ferrocarriles del Cantábrico", entre Llanes y Santander y "Ferrocarriles Económicos de Asturias" entre Llanes y Oviedo.
En la estación de Llanes había una diversidad de empleados ferroviarios: maquinistas, fogoneros, factores, engrasadores, guardagujas, guardabarreras, personal de consigna, mozos de estación, maleteros, cargadores, limpiadoras y cantineros. Por encima de todos ellos, estaba el Jefe de Estación con toda la responsabilidad que llevaba sobre sus hombros.
El tren de viajeros se componía de la máquina de vapor, cinco unidades de pasajeros, un furgón de mercancías de gran velocidad y el furgón de cola, especialmente diseñado para Correos.
Me encantaba observar cómo ejecutaban las maniobras, especialmente el giro a manivela de la máquina en la plataforma, en la zona de los hangares y del taller donde las revisaban y mantenían por las noches, siempre con su caldera encendida y a punto para salir. De su vientre de hierro salían gorgoritos y bufidos por las válvulas de seguridad como si padeciese de pesada digestión o le diese la tos como a un empedernido fumador, lanzando volutas de negro humo por la chimenea.
Llevábamos en préstamo de Saturno Gutiérrez González, tío carnal de mi padre, una finca en el alto de Tieves, cerrada con muro al camino del oeste y por inaccesibles castrizales el resto de los lindes. Llevábamos allí las vacas a pastar, porque era menos costoso que segarla y traer el verde hasta casa. En varias ocasiones me quedé solo cuidándolas para que no saltasen el muro a pastar en las demás fincas que había en abertal. Además, muy cerca del huerto había una oquedad sobre el techo del túnel, por la que salía, al paso de las máquinas de vapor, una nube de humo. A mí me daba miedo, pues era lo más parecido que para mí representaba la descripción que nos había hecho el maestro sobre el Vesubio, por el dibujo mostrado en la enciclopedia "Álvarez". Me preocupaba especialmente que la Turca, vaca bastante impredecible que tenía bien aprendido levantar los cierres de las portillas, se escapase y se cayese por aquel bufón, como ya había ocurrido según me previnieron, quizás para que las sobrevigilase.
Si cuento ahora que yo tenía ya un reloj de pulsera, parecerá una contradicción con lo esperado desde el comienzo de esta narración.
Era un reloj de pulsera y forma rectangular con correa negra. Un reloj con una historia aparejada que nunca podré olvidar:
A mi padre, con dieciocho años, lo habían alistado para el frente con el ejército rebelde y cuando ocurrió la toma de Alicante, su compañía fue destinada a vigilar el campo de concentración de Albatera Catral, donde tenían recluidos a soldados, oficiales y principales mandos republicanos que no habían tomado el supuesto barco que los recogería en el puerto de Alicante. Al verse acorralados, tiraron las armas al mar para que no fueran usadas por el enemigo. La vida en el campo de "Los Almendros" era inhumana. Sólo se puede uno hacerse vaga idea al ver las películas que tratan del tema en otras guerras menos lejanas en el espacio y en el tiempo. A la falta de higiene y de sanidad se sumaba la falta de alimento suficiente para resistir la ignominia a la que se vieron sometidos. El nombre le venía por el gran plantío de almendros que allí hubo antes de construir los pabellones y los forzados inquilinos aprovecharon, a falta de los frutos, las hojas que cocían junto con la alfalfa y otras hierbas que por allí quedaban.
Algunos soldados, como mi padre, se compadecían de ellos y les daban, a escondidas de los mandos, el escaso pan que ellos mismos recibían. Les llevaban a escondidas matas de alfalfa que crecían fuera de las alambradas para, en una lata sobre tres piedras hacer un caldo y preparar una sopa con los mendrugos de pan que conseguían.
Cada dos días llegaba el camión del suministro: una lata de sardinas para tres personas y un chusco de pan para dos; eso si al llegarle a uno el turno en la cola, no dijesen que se había acabado. Como eran conscientes del destino que les esperaba, no tenían ningún apego a los objetos de valor que habían logrado conservar.
Los soldados, a cambio de la ayuda prestada, recibían relojes, cámaras, plumas estilográficas, carteras de piel con “Belarminos”, sin ningún valor ya, petacas, botas, cinturones y restos de la indumentaria militar, como cintos, botas y guantes.
Muy pocos rechazaban los obsequios ante la insistencia de los presos en lograr algo que llevar a la boca, a pesar de estar también prohibida cualquier relación con ellos. Los había tan desalmados que, bajo el pretexto de examinar el objeto del trueque, se lo quedaban sin darles nada a cambio. Al poco tiempo, sólo les quedaba una toalla para cubrirse. Las camisas pendían de las alambradas a la intemperie para desalojar a los piojos atrincherados en las costuras.
Mi padre solía reservar el chusco del mediodía para cubrir el tedio de las largas guardias y engañar el hambre, miga a miga, hasta la hora de la cena. Uno de los compañeros de su escuadra le mostró el reloj que había conseguido en trueque con el chusco del mediodía y le propuso cambiárselo por el chusco de pan. A mi padre, en el primer día de guardia que hacía en el campo le pareció chocante tan ventajosa propuesta para él, pero aceptó. Al rato regresó el soldado exhibiendo una cámara de fotos con su estuche de cuero que había canjeado por el chusco que mi padre le acaba de entregar.

Aquel reloj acabó en uno de los cajones del armario junto con el tubo metálico del termómetro clínico y la caja de la jeringuilla de cristal con tres tamaños de agujas envueltas en papel engrasado. Se me ocurrió prenderlo en la muñeca, oculto bajo el jersey y llevarlo conmigo a Tieves.


 
Estación de Llanes

Con él podía controlar el tiempo corriendo desde la finca hasta la estación y después en el regreso. Nada más quedarme solo, cerré los portillos con cañas y cádavas que encontré por los alrededores y, como alma que persigue el diablo, llegué hasta la estación. Tenía tiempo suficiente para ir a ver los trenes, antes de que llegase mi madre con la comida para mí y para mi padre que trabajaba en la fábrica "Lactosa", en San Antón.
Me senté encima del talud que hay enfrente a la estación para observar el ir y venir de las locomotoras de maniobras y operarios.
En el andén, "Tarrana", mote que le venía por la acusada cojera que sufría, empujaba un carro de reparto cargado de bultos hasta la consigna. Era hermano de D. Ricardo, Jefe de la      estación. Había obtenido el permiso de maletero autorizado, cosa bastante difícil de conseguir, no únicamente por el parentesco con el jefe, si no, lo más importante, por la hazaña que había protagonizado: Había evitado que un tren de mercancías chocase contra otro de pasajeros que estaba aparcado en las vías y dispuesto para salir en cuanto el otro entrase por otra vía paralela. Se dio cuenta que las agujas estaban sin cambiar cuando sintió los silbidos de aproximación del mercancías en los pasos de la Paz. Corriendo cuanto le permitían sus mermadas capacidades físicas, pudo llegar hasta el mando de la aguja y hacer el desvío hacía otra vía vacía, segundos antes de que las ruedas de la máquina llegasen al límite.

Miré el reloj y comprobé que se me había ido el santo al cielo. Temí que las vacas y el burro se hubiesen escapado. Aquel mismo día, al ponerme a retirar las cañas de la portilla, se me cayó al suelo el cristal y comprobé que también le faltaba el minutero. Por más que rebusqué entre las argañas no fui a dar con él, así que desde entonces, marcaría únicamente las horas y para eso, ya tenía el sol, los trenes y el campanario, que a él dedicaré el próximo capítulo, y lo devolví al cajón del armario de la sala. No tardé demasiado en contarlo a mis padres. A cambio, por la sinceridad, no recibí reprimenda, pero cuando hago este escrito, me vienen a la memoria otros muchos objetos que pasaron por mis manos y de los que no me quedan ya referencias de lo que fue de ellos. 

Estación de Vidiago