martes, 30 de diciembre de 2014

78.- Los pioneros de la emigración

Para la merienda le daban, la mayoría de las veces, un bocadillo de tocino que al estómago de Manuel no le sentaba nada bien tanta grasa. Al menos, contaba él, si estuviese entreverado de jamón y frito en la sartén, sería otro cantar. Y se le hacía la boca agua contándolo y recordando el olor y el sabor de los torreznos, picadillo y turrullos que a partir del san Martín, en los fríos días del invierno, desayunaba en Coxiguero. Así con esas palabras se lo explicaba a su patrón. Pero aquel hombrón, por más gestos que le hacía apretando el estómago, no le entendía o no quería entenderlo.
Ya cansado de dar inútiles explicaciones con palabras y mímica, hizo caso a un compañero suyo gallego y que, por llevar más tiempo allí, conocía de sobra la tozudez del suizo, que le aconsejó poner en práctica una solución que le dio.
Cuando al día siguiente llegó el amo con el odiado bocadillo de tocino, Manuel sacó de entre el pan el grasiento tocino y se fue con él a dar lustre a las botas de piel vuelta que había dejado en un altillo fuera del alcance de los gorrinos.
Fue la única manera de hacer comprender al terco y ruin patrón la ruindad del almuerzo con que le alimentaba, en clara desventaja con el cuidado que les daba a los animales.
El hombretón marchó de allí corrido, mascullando improperios en su lengua suiza. No era a encajar el golpe que le acababa de propinar en su dignidad aquel hombrecillo de habla incompresible y gestos nerviosos que había traído hacía tan sólo una semana de la estación de Kornavín; y que según le había dicho la encargada de la oficina de empleo, sería el obrero ideal, pues venía de una de las regiones más humilde de aquel país ocupado aún en superar los desastres sociales y económicos producidos por efecto de una guerra civil.
En las casas de la aldea, por la matanza del cerdo, se guardaba el meano del gochu unido a una pieza de tozín, colgado de la viga de la cuadra. Se usaba con la llegada del mal tiempo, para embadurnar la azufra, la cincha, la cabezada, el collarón, el sillín, la retranca y el resto de cueros de los aperos de las vacas de tiro como el sobéu, las mullidas, las sogas o los collares de las campanillas y así se preservaban del deterioro con la humedad. Idéntico tratamiento se les daba a las botas de cuero o lona para protegerlas de la abrasiva acción de la rosada, la lluvia o la nevada.

Se podrían contar centenares de anécdotas como ésta que el recuerdo va disipando de la memoria de quienes las vivimos. Los sufrimientos de los pioneros de la emigración no siempre fueron compensados por el éxito. No es el caso de quien me cuenta estas anécdotas, pues supo adaptarse y llevar los ojos bien abiertos ante el progreso que encontró. Otros, no pudiendo soportarlo, dieron la vuelta casi de inmediato. Hoy no son más que gratos recuerdos aquellos esfuerzos echados en la adaptación para quienes el mundo se reducía a un corto radio de acción y en una cultura y economía diametralmente opuesta a la suya.
Había sido llevado, como dije, de empleado a una granja de cultivos, en especial el de la lechuga en todas las temporadas. Era digno de ver cómo se llevaba a cabo.
Se empezaba por arar con tractor una extensa parcela a la que se le añadía el abono químico antes de pasar el rotobato que dejaba aquellas tierras tan finas y sueltas como las arenas de la playa. Después se las compactaba con un rodillo. Toda la mecanización que a partir de entonces fui viendo me atrajo y yo lo anotaba con admiración. Representaba todo una novedad, ya que suponía gran avance con respecto a la que usaba en mis labores.
Eran años luz del viejo arado, rastru, salladora y de la sembradora que en la mayoría de las casas, aún no habían logrado desplazar a la azada y al rastrillu; tan sólo en aquéllas en las que la hacienda era más rica.
“Algún día, soñaba yo, volveré a mi tierra, si las cosas me salen bien aquí, y tendré mi propio tractor con todos estos aperos nuevos”.
Después de preparado el suelo, se echaba una línea a lo largo del campo y se pasaba una especie de pradera enorme de dientes separados a la distancia de plantación para marcar las líneas a lo ancho y largo de la finca. Nosotros íbamos colocando los plantones de lechugas en los puntos coincidentes de las cuadrículas. Con un espito de hierro hacíamos los hoyos y tapábamos con tierra la pequeña raíz. Detrás iba el dueño comprobando que quedasen convenientemente sujetas al suelo.
Aún sin comprender nada del idioma, acabamos haciendo lo que se nos pedía a la perfección. No era un trabajo duro, pero así y todo era cansado por tener que agacharse y levantarse para colocar tantos cientos de plantones de hortalizas de todas las clases. Después de acabados varios riegos que llevábamos a la par entre todos, nos parábamos a liar un pitillo con el tabaco de la petaca y el librillo de papel. Al cabo del día eran bastantes las paradas técnicas y muchas más las lechugas que dejábamos por plantar. El patrón, que nos veía hacer esos continuos descansos sin decirnos nunca nada, una vez terminada la jornada, nos fue preguntando uno por uno el número de cigarrillos que hacíamos durante el trabajo. Cada uno de nosotros le fue diciendo la cantidad de cajetillas, en cuyo recuento creo que conscientes todos bajamos la cantidad por miedo a que nos alargara la jornada para recuperar el tiempo perdido en liar el tabaco.
Al comenzar la jornada del siguiente lunes, antes de que nos fuéramos a nuestros respectivos puestos de trabajo, vimos llegar al patrón con una bolsa de la que nos fue dando a cada uno las cajetillas que había declarado para la jornada. Este detalle por parte del patrón me pareció toda una muestra de bondad y supuse en mi inocencia que con ello quería demostrar la satisfacción que con nuestra labor sentía y particularmente me sentí enormemente halagado. Incluso este gesto hizo que yo aún me despabilara más en la plantación de las lechugas de la que ya había cogido el tranquilo.
En el descanso del almuerzo me dio por sacar el tema con mis compañeros. Uno de ellos que por llevar allí más tiempo que el resto, conocía a la perfección el carácter suizo, me explicó con un cálculo de lo más elemental que con aquel gesto que a mí me había alucinado, lo que pretendía era evitar perder tiempo en liar el cuarterón, en definitiva ganaba más que perdía aún regalando el cigarrillo ya hecho. El beneficio que sacaba de la venta de lechugas desde entonces, superaba con creces el gasto en la tabacalera.

Esa lección de economía suiza me despertó de mi natural inocencia, pero no por ello dejé de sentirme muy a gusto en mi primer empleo durante la emigración.

lunes, 29 de diciembre de 2014

77.- La emigración en la aldea

Nuestra idea primera era viajar a Alemania, animados por Ramón Amieva Sánchez que contaba ayudarnos a buscar trabajo una vez llegados allá.
En Hendaya antes de hacer trasbordo de tren, nos sentamos en un prado a dar cuenta de las provisiones que llevábamos desde casa en una bolsa de tela: huevos cocidos, una barra de salchichón, un queso curado y restos de la tortilla que aún quedaban en la fiambrera.
En nuestras respectivas maletas de cartón llevábamos poco más que un par de mudas de la ropa interior, varios pares de calcetines, dos o tres camisas, un jersey, una vieja gabardina, una bufanda y varios pañuelos. En el bolsillo, sujeto con un imperdible la cartera donde iba el carnet y el papel de emigración que debíamos presentar en las aduanas de los países por los que fuésemos pasando. Apenas unos billetes sisados de las jornadas de todo el año con la siega, la plantación y corta de bosques y otras tareas así, que al cambiarlos en las respectivas aduanas, fueron menguando, por el escaso valor de nuestra peseta con las monedas extranjeras.
Los altavoces de la cercana estación ferroviaria avisaron de la próxima salida del tren. No pudimos terminar con tranquilidad aquella improvisada comida campestre. Antes de tomar el tren, conocimos a otros paisanos de distintas localidades, tanto asturianas como de otras provincias, que llevaban como destino Ginebra en Suiza. Por lo que nos contaron en el tiempo de espera para la salida, notamos que las ventajas suyas con respecto al trabajo que les esperaba, eran superiores a las que a nosotros nos habían hablado de Alemania. No lo pensamos mucho ni nada y sobre la marcha decidimos modificar nuestro destino y les seguimos al andén en cuyo tablero ponía: Génève.
Una vez llegados a la estación de Kornavin, en Ginebra, nos bajamos. Allí había dos agentes de emigración que en casi perfecto español preguntaron quiénes iban de España con destino a Suiza. Varios viajeros nos acercamos con cierto recelo, mientras éramos atentamente observados por ellos. Nos mandaron acompañarles. Uno de aquellos agentes, especie de policía secreta, abrió paso a la comitiva en tanto que su compañero cerraba la marcha tras nosotros. Bajamos las anchas escaleras y nos llevaron a un local donde una chica, que también hablaba a la perfección nuestra lengua, pues era claramente española, o al menos eso me pareció, se encargó de anotar todos los datos personales que nos preguntó y quiso también saber cuál era nuestra especialidad de trabajo u oficio en España.
Llevábamos bien aprendida la lección. Tata nos había encomendado que en Alemania dijéramos que éramos hoteleros, porque era un trabajo llevadero, pero que por nada del mundo se nos ocurriera decir ganaderos o agricultores. Cuando al fin me tocó a mí decir el oficio, dije también hotelero, sin saber ni por lo más remoto en qué consistía aquel trabajo. Como los que me precedieron ya habían dicho lo mismo, a la chica le escamó que fuese demasiada coincidencia que todos tuviésemos un hotel en España. Nos dijo no haber más plazas de hoteleros. Así es que, sin otra posibilidad de elección, me ofreció un trabajo en el campo que acepté sin rechistar y hasta con agrado, porque de ese trabajo yo estaba seguro de saber bastante. Y lo cierto es que no me fue nada mal en aquel mi primer destino. Nadie pretendía otra cosa, por supuesto, más que mejorar en lo laboral y a fe que lo conseguí de buenas a primeras.

La chica hizo unas cuantas llamadas por teléfono y en cuestión de pocos minutos se presentaron otros hombres que habrían de ser nuestros patrones. Los dos compañeros que pasaron delante de mí fueron destinados a sendos hoteles. A mí, en cambio, me llevaron destinado a una explotación agrícola en la que por temporada del año me dedicarían a la plantación intensiva de lechugas. Al que me seguía en la espera, el cuarto de nuestro grupo de vecinos le vino a recoger su patrón, que era extremadamente alto y con aspecto de boxeador. El pobre fue llevado a una granja donde se criaba una piara de más de un centenar de orondas cochinas. Su trabajo consistió en cebarlas y bañarlas hasta dejarlas como patenas. A Manuel no le gustaban para nada aquella compañía, incluida la del patrón con el que no hubo manera de entenderse ni por señas, pero mucho menos la presencia del enorme berrón al que tuvo que acabar lavando su propio dueño.

domingo, 14 de diciembre de 2014

76.- La siega a máquina

Al final de los estudios de cuarto curso, para poder recibir la titulación del Bachiller Elemental, se hacía un examen general de todas las materias estudiadas en los cuatro cursos, conocida con el nombre de Reválida de 4º y encuadradas en estos tres grupos: Grupo de Letras, Grupo de Ciencias y Grupo de Sociales. Si se pasaba con éxito total las pruebas, podías solicitar el título de Bachiller con el que se te abrían más puertas que con el Certificado de Primaria o podías acceder a los estudios del Bachiller Superior, en dos cursos más. Aquellas pruebas de Reválida eran estrictamente verdaderos exámenes, en los que cualquier fallo, podía echar al traste todo el esfuerzo y resultados anteriores. No existía aún la evaluación continua que actualmente considera los resultados y el trabajo de todos los cursos anteriores.
Serían los nervios o la tensión con que se vivían aquellas pruebas, dirigidas y vigiladas por un tribunal examinador mandado desde Oviedo que las traían custodiadas en sobres lacrados que debían abrirse a la hora exacta en todas los centros de la provincia y de la nación, para evitar que trascendieran de un lugar a otro. Fue en concreto en las pruebas de Matemáticas, donde debí confundir las cifras del problema de álgebra, porque yo mismo me extrañé del resultado decimal que obtuve en el resultado, cuando generalmente los valores que solucionaban las tres incógnitas del sistema de ecuaciones, solían ser números enteros. De nada me sirvió haber hecho bien las pruebas de Física, Química y Ciencias Naturales que iban en el mismo paquete que las Matemáticas. Los otros dos Grupos de la Reválida los pasé sin más problemas.
Era a finales de junio y quedaban algo más de dos meses para repetir las pruebas. Me parecía injusto que un fallo de datos, no lo hubieran considerado y como precisamente en Matemáticas siempre me había desenvuelto muy bien, por orgullo personal más que por otra causa, me propuse no preocuparme en todo el verano, al menos hasta que se acercase septiembre y así fue como hice. Llegado septiembre, estaba totalmente seguro de mí, lo quitaría de en medio y podría seguir estudios como era mi intención y la de mis padres. Ahora, de momento, tenía delante todo el verano para compaginar trabajo y fiestas, que como ya dije, en el municipio abundan y llevarlas todas por delante era tarea de titanes.
Como en el verano precedente, la siega nos proporcionó suficiente trabajo a mi padre y a mí. Comenzamos segando con la guadaña para los mismos vecinos que nos habían llamado el pasado verano. Pero mi padre, que conocía el funcionamiento de las máquinas de segar por tener una “Rapid” en la finca de la Talá, decidió comprarle una a Titi, “El herrador” de la Paz que llevaba la representación de la casa italiana “Boucher”.
Fue la nuestra la primera máquina que comenzó la siega a jornal en la zona. Todos los días nos llegaban avisos para segar a máquina o guadaña los que eran con piedras. En ambos casos llevábamos las guadañas para dejar limpia toda la finca y en los malos también hubo prados que adelantamos el trabajo segando con la máquina en los pequeños llanos.
Aquel año la primavera había llegado con un marzo ventoso y abril lluvioso que trajeron a mayo florido y hermoso. A primeros de julio apenas la hierba se tenía en pie de lo adelantada que estaba su maduración y todo el mundo quería segar a la vez y meter cuanto antes la hierba seca en los jenales. Se nos cruzaban los avisos de todos los pueblos que por lógica y justicia debíamos cumplirlos según la fecha de entrada, lo que nos obligaba a desplazamientos largos. Unos pedían la máquina y otros la guadaña exclusivamente. El coste por hora, a guadaña, seguíamos cobrando los cinco duros, pero para la máquina el precio estipulado fue de veinticinco duros, porque el trabajo desarrollado por ella venía a ser bastante más que el trabajo de cinco segadores a guadaña. Por la noche preparábamos la ruta del día siguiente procurando adaptar los pedidos a un menor desplazamiento, cosa que no siempre resultaba fácil. Pero antes de salir para la siega, había que madrugar como siempre para segar el verde y dejarlo al pie de la cuadra.
Iba medio dormido por los caleyos de la Mañanga apartando con una vara las geométricas telarañas cargadas de gotas del rocío de la noche. El aire fresco de la mañana traía el aroma de la hierba sin segar, madurando ya las semillas y las fincas de mi recorrido se vestían de amarillo por la abundancia del diente de león y de azulado con las aguileñas y espuelas de caballero. Las manzanillas que crecían en el “Campu’l diablu” me regalaban su amargo aroma al pisarlas. Detrás venía mi padre con el carro y el pequeño caballo que por aquel entonces habíamos comprado en Bolao a Pepito y Tere. Aquel caballo era para nosotros un ahorro considerable en el esfuerzo físico. No era preciso empujar como lo habíamos hecho, incluso con el carro vacío, cuando sólo teníamos un pobre burro que apenas podía con sus huesos como para tirar de un carro por los empedrados caminos.
Con el “Nene”, que así cariñosamente bautizamos a nuestro primer caballo, podíamos acceder al interior de todas las fincas, por costosas que resultasen. Sólo hubo que abrir y adaptar la entrada y preparar una portilla para cada una de ellas. Ya no era necesario llevar a hombros el verde húmedo recién segado para sacarlo con el sábano o la parihuela al carro que aparcábamos en el camino. Aquella significativa mejora de los medios nos permitía regresar a casa con más verde y en menos tiempo.
Mi padre ordeñaba las vacas y yo sacaba el estiércol y las limpiaba. Desayunábamos juntos y yo en mi bicicleta me llegaba hasta la gasolinera de San Roque para comprar quince litros que traía en tres latas dentro de una alforja de saco colgada del porta bultos. Mi padre llevaba la máquina andando hasta la finca a donde yo acudía con el combustible necesario para toda la jornada. Mi tarea consistía en apartar la hierba segada del peine de la máquina para que no se embozase a la vuelta del maraño y si era necesario con la guadaña repasaba las hierbas mal cortadas o desorillaba las lindes.
El horario diario, venía a ser de doce horas contando las convenientes para la comida y el traslado de una finca a otra. El exceso de trabajo y posiblemente la mala combustión hacía que la máquina dejase de funcionar bien y le costase arrancar en frío. Para limpiarla de la carbonilla del pistón y los platinos, cada dos semanas aproximadamente, bajaba con ella a Llanes en el carro para hacerle una revisión en el “Taller Amor” de la calle El Llegar donde también le limpiaba los filtros de aire y gasolina repletos de polen y granas. Aquellos cien duros que nos costaba la limpieza quincenal, aparte del tiempo perdido para segar, suponían una carga en el beneficio del trabajo al que nos dedicábamos los tres. Había acordado mi padre con Titi el pago de una cuota mensual a través de un banco, para liquidar el pago total que era de cuarenta y cinco mil pesetas. El precio de la gasolina estaba entonces en diez pesetas el litro, que sumado a las abundantes averías del peine y cuchillas por culpa de las piedras y las abundantes areniscas que había en la mayor parte de las fincas que segábamos, hacía que los resultados netos no fuesen tan boyantes. A veces, yo llevaba el caballo con el carro para traer al medio día el verde y volvía con la comida en la bicicleta. Otras veces, era madre la que nos acercaba la comida a la finca que segábamos.

Yo estaba muerto por segar a máquina, pero un bien tan costoso no podía correr el riesgo de dejarlo en manos inexpertas, pensaba padre. Los domingos me resarcía limpiando y arrancando su motor. Después de haber visto en el taller la forma de desmontar la culata y el carburador, me decidí a ello un domingo que mis padres habían salido. Cuando volvieron encontraron la máquina limpia y que arrancaba a la primera. No pasó nunca más por el taller, salvo por el del herrero de Pancar para arreglarle la dentadura del peine. Desde entonces me la confió para llevarla y traerla, cosa que suponía gran esfuerzo por el peso del peine que estaba sin compensar en el manillar. En alguna ocasión recuerdo llevar a Francisco Guerra Sobrino, unos años más joven que yo, sentado sobre la caja de herramientas sobre el manillar, con lo cual equilibraba exactamente el peso del peine, por los caminos en bajada de Corisco. 

viernes, 12 de diciembre de 2014

75.- La emigración a Europa

 En el curso 1965/66 hice en el Instituto el cuarto y último curso del Bachiller Elemental. En aquellos años, la emigración era la elección más común entre la juventud a partir de la salida de la escuela. Lo más común era que siguieran a sus hermanos mayores y a sus padres que habían marchado delante para abrir camino. La creación del instituto en Llanes fue sin dudas, el revulsivo que produjo el inicio de la transformación económica y social en el municipio, como ya se había realizado en otras poblaciones con anterioridad. Pues con la existencia de un centro en el que se pudiese prolongar la edad de estudio, se abrió mucho más allá el horizonte y el nivel de expectativas creció. Bien es cierto que muchos alumnos se conformaron con acabar la primera etapa educativa del bachiller, porque era más que suficiente para cubrir los nuevos puestos creados en las centrales bancarias que habían instalado en la villa sucursales ante la llegada del dinero de Europa y el que comenzaba a generar el cemento y el ladrillo. Los pueblos, como la villa, también se fueron transformando, pues con el trabajo y el sudor de los emigrados, se construyeron los primeros chalés y se remozaron las ganaderías, se adquirieron los primeros tractores y maquinaria agrícola que sustituiría poco a poco los antiguos medios de cultivo.
Aquel curso tuve como profesor a uno de los que más habrían de influir en mí, tanto para los estudios como para la concepción del criterio político de la Historia de España, sobre todo en los cruentos acontecimientos de la contienda civil, de cuyo verdadero conocimiento tenía únicamente como fiables las palabras del abuelo y de pocas personas más.
Claro está, en contraste con las que solían contarnos en las aulas, siempre a favor del bando ganador, reforzado por las clases obligadas de la asignatura denominada FEN. De este adoctrinamiento, que no se puede llamar de otra forma, se encargaba el bueno de D. Jesús García-Fernández Llerandi. Prefiero creer que para él aquello que predicaba era su verdad y por tanto, sería necio ahora pasado el tiempo, echarle en cara nada y ser desconsiderado con el afecto que en vida manifestó por sus antiguos alumnos.
En cambio, D. David Ruiz González fue capaz de contarnos sin miedo y claramente las causas, los hechos y las consecuencias de aquella guerra de nuestros padres y abuelos. Había compañeros que discutían con él bajo el otro prisma las aseveraciones documentadas que daba, pero con toda seriedad y respeto, no exento de momentos de irónica crítica les planteaba el razonamiento histórico. Prefería el debate a encontrarse con alumnos apolíticos, nos dijo, que era la respuesta más repetida para obviar problemas. Aquellos improvisados debates atraía mi atención sin esfuerzo alguno. En sus clases obviamos por primera vez el estudio de la Historia sin el tedio de fechas y árboles genealógicos de las casas reinantes. Nos enseñó a esquematizar las épocas históricas en el binomio causas-consecuencias, con lo que nos daba mayor criterio histórico y mejores resultados en los exámenes.
D. David fue para mí el mejor referente político que tuve para contrastar las aportaciones que me hacía mi abuelo en las tertulias políticas que con él tenía los domingo. El me esperaba y tras el beso que le daba, me pedía que le leyese en alto el artículo marcado por la página doblada de “Mundo Obrero”. Él ya lo tenía desmenuzado con suficiente antelación y lo había contrastado con los comentarios surgidos en la onda corta del dial de su vieja “Philips”. Pretendía que de buenas a primeras yo se lo resumiese y se desilusionaba de mí si le decía que no entendía mucho sobre el tema. Yo le contaba las charlas de D. David en clase.
Por este tiempo, conocí y tuve el gusto de compartir pupitre con un compañero de gran talla, y no hago ironía de ello, por el respeto que siempre le demostré y por el afecto que siempre supe tener de él y que aún presumo gozar. Unos años mayor que yo, Pablo Ardisana fue otro referente académico y vital con el que tuve el honor de contar. Sus razonamientos escapaban frecuentemente de mis capacidades en lo que respecta al menos en asuntos de Historia, Literatura y Filosofía que no es poco. Era y es un hombre, aunque de pequeña estatura, de gran talla intelectual y moral que con toda seguridad debió de influir bastante en nuestra formación, casi en competencia con los propios profesores a los que hacía profundizar en temas que de otra forma hubiesen pasado por alto.
De esos debates improvisados no se podía escapar ni D. Jesús en las clases de Política ni D. Manuel Llanes Amor en las de Religión. Los dos profesores, antes que claudicar en los debates abiertos en clase por Pablo Ardisana y seguidos acaloradamente por el resto de nosotros, recurrían cada cual a una dialéctica bien ensayada, D. Jesús fundamentándose en las consignas del régimen en el poder y D. Manuel amparándose en el criterio suficiente de la Fe. No me duelen prendas decir que ambos creían a pies juntillas en lo que predicaban. Por supuesto, así con esos bastiones por delante no podíamos llegar muy lejos en la discusión y con más pena que gloria se daba por concluida; eso sí, al menos nos evitábamos el sopor de nuevas lecciones.
La emigración a Europa estaba entrando en máximos. Atraídos por los sueldos, la seguridad en el trabajo y la posibilidad de una digna jubilación, muchos llaniscos emprendieron el viaje a la aventura con la ilusión de poder mandar dinero fresco con que construir una vivienda, arreglar la existente o hacerse con una hacienda que les permitiera a ellos o a sus hijos continuar con la labor del campo, eso sí, más modernizada. Unos dejaban a los hijos con los abuelos mientras que otros los llevaban consigo. De una u otra forma, generalmente, pudieron tanto aquí como allá seguir estudios. La matrícula del centro, por aquellos años, creció considerablemente.
Se adquirieron modernos equipos de producción y los primeros tractores vinieron a sustituir a las viejas rejas tiradas por bueyes y las primeras moto segadoras dejaron, en parte, colgadas las guadañas. Se pasó del cultivo para el consumo familiar en un huerto cavado a palote y azada por el cultivo extensivo dentro de los límites que la orografía de la zona permite.
Llanes y sus dirigentes, habían cerrado las puertas de la villa a la ubicación de empresas por el bien del paisaje, preservándolo así para disfrute de los veraneantes que asiduamente nos visitaban. Imaginar cómo sería hoy Llanes si hubiese seguido el derrotero de la industrialización, es fácil, pero no podemos saber si de esa forma se hubiese evitado la emigración. Llanes, es hoy el resultado de cuantos sufrimientos debieron pasar por dejar su terruño y tener que adaptarse a una nueva cultura.

Aquella emigración también había dejado una carencia de mano de obra en las faenas primordiales del campo. Nadie sabía ni confiaba en que aquello resultase fiable y, por tanto, nadie se deshacía de las fincas ni del ganado que había que mantener a toda costa incluso de sus escasos rendimientos. Con el desfase existente entre la peseta y la moneda del país de emigración, se podía mantener en la previsión de que aún hiciese falta echar mano de ella. El fantasma de la guerra aún estaba presente. Aparte de eso, muchos de los emigrados, no pudiendo adaptarse al trabajo que se les asignaba o a la dificultad de la lengua, regresaban a sus viejas tareas y, en el mejor de los casos, se acogieron al sector de la construcción emergente.

jueves, 11 de diciembre de 2014

74.- La siega



En el verano de 1965, faltando tres meses para cumplir los diecisiete años comencé a ir con mi padre a segar la hierba para los vecinos que nos llamaban del pueblo como de otros colindantes.
Me hubiera ilusionado ir de camarero, como mis amigos Juan Armando Alles Tamés y Ramón Enrique Vidal Quintana, pues había una plaza sin cubrir en el “Bar Palacios” de Jesús. Ensayaba en la bandeja de madera que usábamos únicamente para subir las comidas a la cama en las frecuentes gripes y correspondientes convalecencias, la versátil botella de anís “La Asturiana”, que madre usaba tanto para frayar el maíz para los pitos como en las nochebuenas de acompañamiento instrumental junto con la cuchara de alpaca, resto de no sé qué cubertería de la abuela.
La llenaba del agua que teníamos en los calderos de cinc colgados del jerradero sobre el albañal y a su lado llevaba unos vasos vacíos y dos tazas a rebosar de agua, como si de café se tratase con el fin de entrenar el pulso y el equilibrio. Salía con el pedido al huerto y hacía que sorteaba imaginarias mesas de la terraza en la bolera. La clientela no eran sino unas gallinas que se desparasitaban en el polvo seco y el gato rayón que dormitaba insolente bajo las ramas retorcidas de la higuera. Por entre aquellos selectos figurinistas de mi escasa clientela, imitaba como podía la elegancia y soltura que había observado en profesionales como Félix y Bernabé Segura y que ya tenían también mis dos amigos y vecinos, Juan Armando e Ike.
Pero no hubo suerte; me enteré que ya estaba cubiertas las plazas del “Bar Palacios” y del “Café Pinín” y tampoco me molesté en llamar a más puertas.
Aquella botella llegó a formar parte del ajuar de la cocina, ocupando siempre el mismo rincón del aparador. Servía también para rayar el pan tostado en la chapa de la cocina de leña y acabó siendo la palmatoria cuando llegó del “Chispún” otra compañera llena del dulce licor para hacer las torrijas y buñuelos del Carnaval.
Una tarde, llegó mi padre del trabajo con un envoltorio sujeto con cuerdas a la barra de la bicicleta. Me había comprado mi primera guadaña “Bellota”, el asta y el cachapu en el que también venía envuelta en papel estraza una “Lombarda” de arenisca rojiza. Seguí con atención, paso a paso todo el trabajo de adaptar el dalle al asta por medio de la vera con sujeción de tornillo y la conveniente cuña.
Nunca olvidé el primer día que fuimos de jornal. Echaba todo mi esfuerzo en seguir el ritmo de mis compañeros de siega. Quería así demostrarle al patrón que nos observaba apoyado en su cachaba de empuñadura dorada, que merecía el sueldo que habría de pagarme: ¡cinco duros a la hora! La hierba estaba alta y pesada en un terreno irregular de una finca en “La Arenal”.
Abría la siega el maraño de Lorenzo Junco, “El Mineru”, avezado segador. Mi padre me pidió que fuera detrás de Lorenzo y que él me seguiría. Arranqué con un buen maraño, haciendo una amplia brazada con mucho brío, aún desoyendo los sabios consejos que mi padre me susurraba para que ahorrase energía si quería aguantar las cuatro horas de la media jornada. Mi padre me seguía a ritmo más lento, pero regular, y afeitaba las “cabras” que yo iba dejando atrás. Yo corregía cada poco el filo de mi guadaña que resultó ser más blando de lo que se esperaba y se gastaba con los abundantes hormigueros y toperas que me empeñaba en llevar por delante. Al cabo de dos horas, serían las diez, cuando ya comenzaba a sentirse el calor en aquella hondonada entre bosques de eucaliptos y los tábanos se cebaban en nuestra piel sudada, apareció Francisca, con la cesta del desayuno.
Bajo unos castaños, dimos buena cuenta del queso curado y del pan tierno que nos había traído Kika. La bota de vino colgada al fresco de una rama baja de un castaño restalló en chorros el rojo elemento en la boca de mis dos compañeros, en tanto que a la mía llegó tan sólo el fresca agua de la cercana fuente de La Arenal. En el tiempo muerto que ellos dedicaron a dar cuenta de un pitillo, yo exento de esos quehaceres de mayores, me senté a cabruñar la guadaña y, mientras ellos hicieron lo mismo, aproveché para tumbarme y soñar con los ojos abiertos mientras los rayos del sol se colaban por entre las hojas del castaño y un halo dulzón de sus espigas invadía mis pulmones.
- Chingao-, dijo el patrón a mi padre - ¡vaya cómo siega mi sobrino! 
Tío Saturno Gutiérrez González era hermano de mi abuela María, la madre de mi padre. Había emigrado a México y, cuando le llegó la edad del retiro, se vino con su esposa, María Luchana a vivir en una casa de la Plaza de Llanes. Con la fortuna que trajo, que tampoco era tanta, adquirió varias fincas y bosques, en uno de los cuales, “El Gidio” mandó construir una cuadra para vacas lecheras que lo traían distraído y ocupado.
Después de aquel jornal vinieron otros más y nos llovían siegas de todos los sitios, que teníamos que alternar con la siega propia para nuestras vacas y de la hierba seca para el invierno que había también que recogerla en el henal. Así estuvimos ocupados los meses de julio y agosto. Y como respondía bien al trabajo, en casa me abrieron la veda de las verbenas que creí no dar abasto a tantas como se hacen en Llanes y sus pueblos.

Con el verano se acabó la siega, las romerías y las verbenas y volví a mediados de septiembre a las clases del Instituto. Después de tanto trajín, inicié el cuarto curso con bastante sosiego y disfrutando a la vez del conocimiento y trato con nuevos amigos y profesores. 

martes, 9 de diciembre de 2014

73.- Recuerdos encadenados


Resulta curioso el hecho que de algunas edades no guardemos tantos recuerdos como de otras. En algunas ocasiones sirve con ponerse a escribir, como quien se pasea por el tiempo echando mano de acontecimientos que recordemos y se van enganchando otros olvidados hasta formar una maraña que sólo es necesario ordenar en el túnel del tiempo.
Diciembre de 2014
Se acerca la Navidad. La empresa encargada de colgar en las calles las luces me lo recordó con un mes de antelación. Por un momento sentí repulsa ante el hecho de gastar el dinero público en tales demostraciones ostentosas cuando hay familias que no pueden tener encendido el alumbrado básico, cortado por la empresa suministradora, al no poder pagar la mensualidad, pero al momento pensé también en los obreros que se dedican a colocar el alumbrados y en los que trabajan en las fábricas donde se producen las bombillas. El mundo que conocemos funciona así. Así de mal. Acuden a mí memoria recuerdos de mi niñez.
Diciembre de 1956
En mi casa también había restricciones de luz y en las callejas de la aldea se caminaba tanteando el suelo para no meterse en un charco o caer en un bardial. Me producía asombro el alumbrado con que se iluminaban las calles de la villa con motivo de la navidad. La presentación que nos habían hecho del resto del mundo estaba todo en tonos grises. Era lo que veíamos en los libros que se guardaban como tesoros bajo llave en un pequeño armario del aula. Sabíamos que había niños que vivían mal en Asia y en África, pero no sabíamos calibrar el hambre que pasaban ni la gravedad de las enfermedades que padecían. Cerca nuestro conocíamos niños de nuestra edad y más jóvenes que pasaban hambre y frío y que perdían clases por estar de pastores. 
Me llegan nítidos los recuerdos de los villancicos cantados en la iglesia desde el coro, acompañados por el acordeón de Juan Junco Sobrino en las misas de D. Luis Baragaño. Afuera los copos de nieve cubrían el Campo'l roble y a la salida podríamos dejar nuestras huellas en los caminos y participar, queriendo o no, en una reñida batalla de bolas de nieve.
Enero de 1957
Aquel año los Reyes Magos me dejaron una armónica. Su nombre no podría estar en mejor consonancia con el efecto que produjo en mí al abrir con nerviosismo la caja verde que la contenía. Al desenvolver el papel de seda que la protegía de la humedad, pude leer en la reluciente cacha: “PRECIOSA". Por detrás, grabadas, las medallas conseguidas por la marca <<Honner>>.
Ella me acompañaría por los caminos de las erías llevando las vacas al pasto, y me pareció que su comportamiento desde ese día había mejorado ostensiblemente.
Con ese instrumento musical, tan sencillo, aprendería a tocar, como se solía decir “de oreya”, Asturias, patria querida” o “Viva Parres”, ésta última más de casa, para la que los parragueses habíamos tomado los sones de “En Oviedo, no me caso y en Xixón lo pongo en duda...” y aquella de la época “Doce cascabeles, lleva mi caballo por la carretera...” que habíamos visto en la película de Marisol y Joselito.
Y a partir de las citadas, fueron añadiéndose otras en la tonalidad de la armónica marcada con una ©, que traducido es la nota Do. De todo esto no sabía yo nada, porque la Música no era considerada entonces disciplina merecedora de insertarse en los planes de estudio. En la escuela, como mucho, estaba unida a celebraciones navideñas, o para desplegar la bandera que se izaba en la fachada sur, justo sobre el muro que separaba los dos portales, el de niñas y el de niños, en días señalados para el nacionalsocialismo que adoctrinaba así nuestras dóciles mentes. Mientras cantábamos teníamos que levantar nuestro brazo derecho, hubiese sol o estuviese nublado y aunque nuestra camisa fuese vieja y estuviese recosida y llena de remiendos.
Aprender a tocar la armónica fue, pues, puramente sensitivo, dando con el lugar exacto donde debía soplar o aspirar, como usa el arco el violinista sin tener marcados los trastes en el diapasón del mástil. Era yo el más feliz de los mortales, aunque con su llegada se acabó con mi creencia en las majestades de Oriente, o dicho con propiedad, fue toda la culpa del empleado del establecimiento de Llanes, “El Siglo”, donde nos decían que dejaban los juguetes, Sus Majestades, pues al despachar la armónica a mi padre, la envolvió sin borrarle el precio escrito a pluma, por debajo de la caja. Ponía: “110 pts”.
Diciembre de 1959
Esa cantidad era el cobro de dos días de jornal de mi padre, en la Talá, pero como dos o tres años después de esto que narro. La seguía conservando en perfecto estado a pesar del uso que le daba, pero para que no ocupase tanto en el bolsillo del pantalón, la envolvía en un pañuelo para que no le entrasen ni ciescos a las lengüetas del arpa, ni humedad a la vez que la preservaba de algún golpe. Todos los días llevaba la comida de mi padre. Los sábados eran preferidos para mí porque, al no haber escuela, podía llegar hasta la cuadra y jugar con mi amigo, Tom, un cachorro pastor alemán. Pasadas las vías, la carretera de Llanes a Póo me parecía oscura por la sombra de los chopos carolinos y los plátanos que la bordeaban y al otro lado estaba la huerta de Miranda en la que se veían algunos postes que sujetaron años atrás las enredaderas del lúpulo.
Verano de 1954
De crío acompañaba a madre y a nuestra vecina Bibi Galguera Díaz a que recolectasen las flores con otras jornaleras. Cada una tenía que llenar su saco y antes de descargarlo en los carros, el patrón hundía el puño en el saco para hundir las flores y comprobar que estuviera bien lleno, antes de anotarlo en la libreta para después pagarlo. Cuando regresábamos a casa, yo notaba en su mano la aspereza a causa de los ásperos pétalos que llegaban a producir incluso cortes y heridas en las yemas de los dedos.
Primavera de 1960
Yo silbaba y Tom, el pastor alemán, me ladraba mientras bajaba a la carrera el camino a mi encuentro. Su forma de saludarme y demostrarme su cariño era posar sus dos manazas en mi pecho y babearme la cara con sus cálidos lametones. Me recordaba al famoso perro televisivo, “Rin Tin Tin” que veíamos en la casona del Curru, los domingos todos los niños del pueblo sentados en la alfombra del comedor.
Llegado a la portilla de la finca, colgaba el cesto de la comida de un gancho para librarlo de los gatos y corría por el bosque donde pastaban las merinas. Me escondía dentro de la atalaya, que para mi imaginación no era otra cosa que un castillo de moros, en tanto que Tom iba en busca del palo que yo le había lanzado por entre las matas de gromos marinos que moteaban de amarillo y naranja el pasto. Arriba, cerca del acantilado había otra atalaya derruida, desde la que miraba al horizonte donde siempre encontraba la blanca silueta de un carguero que me recordaba a mi tío Pepe y a mi padrino Ramón Lledías, en sus largos viajes con la Compañía de “El Cano”. Tom se ocupaba de ladrar a un grupo de tolinas que parecían saludarnos con sus saltos, en respuesta a los rítmicos ladridos de alegría que enviaba a la mar.
Por los caminos de la Encarnación se acercaba mi padre con el carro de los bueyes tirando del bocoy con agua para el ganado, porque aún habría de pasar un tiempo hasta que llegase tan arriba la conducción de agua por tubería.
Comíamos los dos sobre los fardos de la paja, ante la mirada inteligente y amistosa de Tom, que movía su cabeza como demandando con mucha educación y ternura algún garito de pan mojado en el caldo de la fabada.



viernes, 5 de diciembre de 2014

72.- Proyecto "Tieves"

En Lengua, tuvimos como profesores a Mª Teresa Carriles en segundo, Rodrigo Grossi Fernández en cuarto y en sexto, a D. Venancio, profesor de gran sensibilidad poética que nos hacía sentir la Literatura como lo que es: puro arte de la expresión. Era una etapa de nuestras vidas en la que el predominio de lo sensorial iba dejando espacio a la belleza estética y él contribuyó notablemente a despertarla en nosotros.
        En tercero descubrimos, con la buena pedagogía de D. Vicente Alonso Sánchez la lengua latina. Persona afable y de buen carácter, no obstante a duras penas podía perder los estribos cuando alguien se obstinaba en conseguirlo. Nos adentró en el mundo clásico con la intención de adornar la aridez que pudiera tener una lengua muerta, de la que yo tenía nítidos los cánticos y latines que aprendí cuando ayudaba de monago en misas y funerales.
      Venía de San Roque, donde su madre obtuvo la plaza de Maestra, a bordo de una preciosa motocicleta con cambio de pedales que aparcaba frente a la fachada principal del instituto en el que apenas aparcaban media docena de coches de otros profesores. En algunas ocasiones que lo sabíamos en clases alejadas del patio o en reuniones de claustro, solíamos arrancarla para dar una vuelta por los alrededores, de ello puede dar fe mi compañero y amigo Ángel Borbolla García que por ser vecino suyo tenía con él más trato, de lo cual yo me fiaba para el caso de que nos pillase “in fraganti”.
      Íntimamente relacionado con el aprendizaje del latín, me viene al recuerdo el nombre de mis vecinos del barrio, D. Amalio Penanes, natural de Pola de Lena que había llegado destinado como maestro a Parres donde contrajo matrimonio con María Galguera Noriega, prima carnal de mi abuelo materno, en la etapa de escolarización de mi padre, en el último tercio de la década de los veinte. En la época que narro, la de los sesenta, jubilado ya, D. Amalio dedicaba el tiempo a tareas en el huerto y a la previsión de leña para la cocina que apilaba metódicamente en manojos iguales atados con cuerdas. Con un caldero y una paleta recogía de los caminos cercanos a su casa los residuos secos que iban dejando las vacas y las caballerizas y que compostaba en una esquina del huerto junto con las cenizas y los restos del gallinero para usarlo como abono. Cuántas veces le acompañé en el atardecer, sentado en un tosco banco de piedra de su corralada para que me contara historias. En aquel rincón, bajo la sombra de un evónimo solía sestear y quedarse profundamente dormido hasta que sus grandes manos también dormidas dejaban deslizarse al libro que. leía. Yo lo sacaba de su sopor, porque me lo agradecía, si acudía donde él para que me explicara el significado de aquellas frases de Séneca que don Vicente nos había retado, más que obligado, a traducir. Cuando más niño, yo había jugado en la corralada de Dª María y D. Amalio, guiando un carrito de juguete con su borrico de rabo y crines de cordel. Compartieron conmigo la merienda, sus nietos Miguel Ángel, de mi misma edad y fallecido antes de los seis años y Mª Amalia, que su abuela les preparaba con pan y onza de chocolate.
      Para las Matemáticas tuve a D. Juan Antonio Rodríguez en segundo, Carmen Rosa de la Hera en tercero, a D. Luis Carrera en cuarto y en los dos cursos últimos cursos a D. Humberto Migoya, riosellano como De la Hera de la que había sido precisamente su profesor. Ninguno de estos profesores se amparó en la disciplina que impartía para ejercer el dominio sobre nuestras inquietas conductas, antes bien, lograron que entendiéramos al menos que se trataba de una asignatura importante por lo necesaria para nosotros fuera el que fuera el derrotero que tomásemos.
       Andaría yo por el cuarto curso centrado en mis segundos latines con D. Vicente cuando conocí a Dª Inés Villar Escandón, oriunda y vecina de Vidiago. No era digamos, una profesora de asignatura, pero en múltiples ocasiones nos acompañó los estudios en las horas libres de la semana. De ella me llegó por primera vez el conocimiento de las obras de Homero y los personajes, dioses y héroes que desfilan por la Iliada y la Odisea. En las tardes calurosas de verano, por el cansancio acumulado de la madrugada a por la comida de los animales y los tres viajes de ida, regreso y vuelta al instituto, me entraba el sopor mientras nos narraba historias de Jasón, Medea y los Argonautas, más que por falta de mi interés por el tema, a lo que influía en gran parte el calor y la dulce y melodiosa voz con que nos leía doña Inés.
   Si importantes fueron todos los profesores, no menos importancia tienen para mí los compañeros con los que compartí aula o centro de estudios. En cuarto, el último curso del bachiller elemental, destacaban en los del bachiller superior y Preu, alumnos como Juanjo Llamazares Martínez, Sotres y otros a quienes admiraba de verlos trajinar por los laboratorios de Física y Química de D. Andrés Álvarez Posada. Aquellos incipientes genios de la ciencia algo fraguaban, se decía por los corrillos del patio de recreo, pues se había producido alguna fisura en el bien guardado secreto que acabó por transcender al resto de alumnos, como reguero de pólvora.
El caso es que Juanjo, capitán del grupo o simplemente colaborador como los demás, se había embarcado en un proyecto de altura para los tiempos que corrían. Era ni más ni menos que la construcción y posterior lanzamiento de un cohete tripulado, el primero y único que se debió de proyectar en Llanes. Había sido bautizado como “Tieves” , nombre en clave que en su fase primera, el “Tieves I” había sido programado para ser lanzado en el campo de la Encarnación con motivo de la festividad de Santo Tomás, patrón de los estudiantes. Los Rusos habían desarrollado el "Spunik" y los americanos comenzaban con el "Apolo", aún en su fase experimental.
Así es que llegado el día “D”, dedicado a actividades culturales y deportivas, nos concentramos todos los alumnos en los aledaños del centro para ver en directo el insólito experimento que iba a llevarse a cabo por los alumnos de Física de D. Andrés. Tuvo lugar el lanzamiento a eso del mediodía en la campera que había delante de la fachada sur del edificio. Ante la sorpresa de todos los alumnos y profesores, aquel ingenio sobrepasó con creces la altura que todos esperábamos que alcanzara, dado su porte y peso. En su caída no hubo que lamentar incidente alguno como temíamos los incrédulos observadores que nos protegíamos bajo los aleros del tejado. Del sapo que lo tripulaba no se supo nada, pero se cree que debió de aterrizar sobre la maleza que había al lado del campo y que habría amortiguado el golpe.
De los prolegómenos conviene destacar que todo se fraguó en las clases de Física y Química de la que obtuvieron todo lujo de detalles para la fabricación de la pólvora necesaria para el proyecto, sin darse cuenta D. Andrés que el interés desplegado por sus pupilos iba más allá de la mera información. La obtención de los componentes químicos que escaseaban en el laboratorio no fue tampoco nada fácil por el volumen que necesitaban para tal experimento. Los fueron adquiriendo de las farmacias y droguerías en un constante goteo que llegó a extrañar a los licenciados, pero que acababan por entregárselos al jurar que eran enviados por D. Andrés, quien como ya dije, tampoco sospechaba nada. Por lo mismo no fue fácil convencer al director del Instituto, D. Ricardo Ruiz Rabre, pero al final consintió si de ello se responsabilizaba su profesor.

El “Tieves II”, sin tripulación, fue lanzado días después y logró mayor altura, como se dijo entonces, en las inmediaciones de los depósitos del agua en el sitio de Tieves, que daba nombre al experimento. La explosión fue sonada y eso conllevó algún problema con la autoridad municipal y la del cuartelillo de la Guardia Civil, pero todo quedó como quien dice, en casa, pues el peso de la regañina la llevó mi amigo Juanjo, cuando su padre llegó a casa, y colgó de la puerta la chaqueta y el tricornio a la hora de comer. 

miércoles, 26 de noviembre de 2014

71.- Mis profesores de Francés

En el primer año de asistencia, conocí a profesores con los que tendría, aparte de una buena relación como alumno, un trato continuado como llaniscos. Es decir que, sin que la coincidencia en el aula fuese tan grande como con otros, pude, en cambio, continuarla fuera del ámbito de estudio. En estas líneas intento devolverles en reciprocidad el aprecio que me manifestaron.
En el segundo curso tuvimos como profesora de Francés a Beatriz R. Zapico, a quien tuve la suerte de seguir tratando todo el tiempo transcurrido desde entonces, pues le ocurrió lo que a muchos llegados a Llanes que quedan prendidos de la belleza natural, del mar y por qué no, de sus gentes, en cuanto tienen la ocasión de tratarlas. En sus clases comencé a entrar en contacto con los primeros elementos lingüísticos, normas gramaticales, conque comencé a construir sencillos enunciados en aquella lengua extranjera tan de moda entonces. La nueva fonética que incorporaba me era extraña y curiosa, a la vez que me producía cierta gracia.
Tanto a Francia como a Suiza y Bélgica habían emigrado buena cantidad de vecinos que regresaban para pasar entre sus familiares unas cortas vacaciones estivales o invernales. Al explicarnos el modo de vida que allá llevaban, entreveraban de galicismos su charla a falta de vocablos propios que habían olvidado o que jamás habían llegado a conocer. Aquellas primeras emigraciones las encuadro en lo que llamo el exilio voluntario. Salvo unos pocos, la mayoría pertenecía a familias oprimidas que no se habían permitido el lujo de escolarizar debidamente a todos los hijos. Así que, con enorme esfuerzo, asimilaron la nueva lengua, por necesidad de adaptación para no ser diferenciados en el trabajo o en la sociedad, y llegaron a demostrar su inteligencia ocupando puestos de trabajo y consideración social. Un bajo porcentaje de emigrantes regresaron al poco tiempo, abatidos por la dificultad de la lengua y que quizás no tuvieron espera para superar la dura prueba de la lengua.
De aquellas primeras clases con la señorita Beti, como le decíamos con afecto, aprendimos canciones del repertorio popular francés en el que conocimos al principio Frère Jacques, Sur le Pont d’Avignon, Au clair de la lune, Le petit navire, Chevaliers de la Table Ronde y otras que ella nos entonaba previamente y nosotros luego la acompañábamos hasta dejarlas para siempre grabadas en nuestra memoria. Nos prestaba, esa es la palabra más apropiada que encuentro, cantar aunque fuese con lengua de trapo, aquellas canciones que nos aseguraban la ampliación del nuevo vocabulario. Por la radio se empezaban a escuchar los primeros éxitos de Gilbert Bécaud o Salvatore Adamo. Era la lengua moderna por excelencia de moda.
El libro de texto con algunas fotografías y bastantes dibujos y caricaturas nos presentaba la sociedad parisina y los elementos tópicos y típicos de la ciudad de la luz. En sus páginas satinadas conocí la existencia de la Torre Èiffel y L’Arc de Trionphe dans la Place de L’Étoil y de tal forma los idealicé que cuando viajamos en familia a conocerlos, los dos monumentos me chocaron, aunque de forma distinta: una por su altura y sensación de ligereza a pesar de que el libro nos informaba de las toneladas de hierro y la cantidad exacta de tornillos con sus tuercas que habían empleado; el segundo por su pesada figura menos estilizada que la del libro, aparte que las avenidas que coinciden en él forman una estrella, conservan aún el adoquinado primitivo y no son de cemento como me los había imaginado por las ilustraciones del libro para representar l’avenue des Champs-Élysées.
Al matricularme en ventanilla, recuerdo que me preguntaron si daría Francés o Inglés. La verdad sea dicha, entonces no tenía ninguna información en contra o a favor de ninguno de los dos idiomas, salvo el recuerdo de la tan cacareada pérdida de la Armada Invencible y más tarde El Peñón por culpa de los ingleses, datos históricos que perjudicaba a las claras la elección de su lengua. Pero tampoco se salvaba de este impedimento histórico la lengua francesa, con lo de Napoleón, el Dos de Mayo, etcétera. Así pues, me debí quedar pensativo un rato sin dar respuesta a la Secretaria que cubría el expediente de mi matrícula. Por las prisas de la cola que había en ventanilla, me aconsejó casi a la fuerza que me apuntase en las clases de Francés, pues era lo elegido por la mayoría de los alumnos. Además, subrayó, aún no tenemos noticia de la profesora que impartirá Inglés.
Ni rechisté. En los primeros días del mes de octubre, al final de la clase de Matemáticas, abrió la puerta una chica que con acento caribeño dijo:
“Vamo, lo de Inglé”. Poco más de media docena de alumnos la siguieron al aula destinada a su clase en tanto que el resto esperamos la llegada de la señorita Beti. Comenzaría en esos años a oírse hablar de los cuatro jóvenes melenudos de Liverpool que marcarían una nueva era, no solamente en lo musical: John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr.
Otros tres profesores, ocuparon las plazas de Francés durante mi paso por el Instituto.
Juan Antonio Pando, oriundo de Llaviana que nos dio clases en el tercer curso de carácter afable de por sí, hasta que alguien se pasaba y entonces se hacía temer, aunque pronto se le pasaba el enfado y olvidaba. En las aclaraciones que nos daba para explicar los vocablos galo, intercalaba términos del asturiano de la cuenca del Nalón y a nosotros nos hacía eso bastante gracia.
La señorita Tránsito Abril fue la siguiente. Tenía el temperamento nervioso, fácilmente alterable al mínimo movimiento que atisbaba tras sus lentes de montura dorada y se volvía con celeridad para comprobar si alguien de nosotros, a sus espaldas, nos pasábamos las respuestas del examen. Esta forma de ser suya no es óbice para decir el buen dominio que tenía en la materia.
Olga Rey Vidal era, en mi tiempo, la profesora más temida y admirada a la vez de todo el claustro del instituto. Quién no recuerda la esbelta figura en perfecto equilibrio sobre zapatos de fino tacón, con total seguridad adquiridos en alguna boutique parisina. Eran los años de las minifaldas y en el Llanes de aquella época resultaba para quienes regían los destinos sobrenaturales, y también los terrenales, poco menos que inmoral lucir el físico que la misma naturaleza había magnificado. Con el mismo criterio mezquino se prohibían los cambios de moda en los bañadores y se mutilaban las escenas perniciosas que a criterio del censor de turno, se proyectaban en el Cinemar. La profesora, fue en el despertar de la adolescencia retardada por una sociedad mojigata, motivo de deseo a la vez que nuestra angustia de estudiantes. Creo que era totalmente consciente de ambas cosas. Que nadie interprete en estos mis recuerdos el menor atisbo de irrespetuosidad hacia su memoria, antes bien, son todo un homenaje como persona y profesora, a la que recordamos con aprecio a pesar de los sudores que nos hacía pasar.
La entrada en el aula, era algo así como la llegada del viento sur que anuncia tormenta, fuera invierno o verano. Nos saludaba en francés, subía el escalón de la tarima donde estaba su mesa y el encerado y caminaba aquellos cuatro o cinco pasos que resonaban en las paredes del recinto. Tomaba asiento tras posar el bolso y el montón de libros entre los que no faltaba un grueso “Larrousse” sobre la mesa, abría la libreta con el listado de alumnos. Había obligación de cubrir “El Parte”, palabra de reminiscencias militares usado también para llamar a los informativos radiofónicos que el bedel dejaba en la mesa al comienzo de la primera clase de la mañana. Nos fue llamando uno a uno para asociar los nombres a las caras y a la posición que arbitrariamente habíamos elegido en los pupitres. Mas luego, puesta de pie, hizo un barrido por la clase hasta dar con algún incauto que trataba de esconderse de su mirada, tras el compañero de delante, lo mandó a la palestra y le pidió que leyese en el libro, el texto de la lección correspondiente. Era un libro de Literatura francesa en el que cada tema tocaba una época distinta con sus literatos más sobresalientes, cuya vida y obras aprendíamos a decir de memoria y a nuestra forma. A fuerza de repetirlo tratando de imitar su pronunciación, fuimos ganando una cierta soltura en las frases que después usábamos en las redacciones y en la palestra. Ella nos corregía en su correcto francés de la Sorbonne, pero su paciencia tenía un límite dependiendo del día y de vaya usted a saber qué cosa y al mínimo error nos mandaba sentarnos: le durábamos menos que un chupa-chus a la entrada de un parvulario y agregaba otro cero a la colección en su libreta de notas. Pronto aprendí que era mucho mejor varios ceros como voluntario que un insuficiente a rastras. Eso sí: había que aguantar estoicos su profunda mirada, sin que el miedo se reflejase en la nuestra.
Así es que echándole valor al asunto, intenté de esa forma ganar su estima y mi tranquilidad para unos cuantos días posteriores en que me quedé a ver los toros desde la barrera. Me esforzaba en aprender de memoria las corrientes literarias y la vida y obra de sus escritores y, aunque la pronunciación no fuese del todo la correcta, servía bastante en el aprendizaje de paradigmas lingüísticos que después usaba en la conversación o en la redacción. Si mis errores superaban el umbral de su aguante, se producía como un estallido de malhumor que ahora interpreto fríamente como forma de mantener el rol de profe dura, pero en el fondo, no lo era tanto. Con mi insistencia en salir a dar la lección por libre, conseguí un poco de tranquilidad en sus clases, puesto que tenía cubierto el cupo de ceros necesarios. Era su forma de calificar así y, al final del curso, no sé si por su benevolencia o por mi capacidad lingüística se convirtieron en un nada despreciable notable.

Recuerdo que en los tres años de mi estancia en Oviedo que duraron mis estudios de magisterio, me la encontraba habitualmente acompañando a su madre. Yo saludé a Olga y ella me reconoció al momento y me preguntó qué estudios hacía y cómo me iba en ellos. En varias ocasiones a la misma hora en que yo regresaba para mi pensión me las tropecé y paramos a hablar. La última, en el paso de peatones que cruza Santa Susana, cerca del Instituto Alfonso II, es el recuerdo imborrable de esta profesora que me perdura.