Era verano. Recuerdo el sol y la hierba a punto de ser segada. Mi padre me llevó a ver una avioneta que había aterrizado en una finca del Bolugu, en la Pereda.
Bajamos por las Pozonas a salir a la carretera junto al Carril. Subimos el picu La Concha y bajamos a Trescoba para continuar a la izquierda por el camino al bosque Gidio y allí, volver a desviarnos a la izquierda para seguir llegar a la margen izquierda del río Melendro. Llevaba agua en abundancia y para vadearlo mi padre me subió a sus hombros hasta posarme en la campera que hay al lado del puente Requexu.
Desde allí se veían algunos vehículos aparcados en la carretera de la Diputación, junto a las huertas del Bolugu. En el alto que hace la carretera, en dirección a La Pereda, en una finca rodeada de matas de avellanos que aún se pueden ver a la derecha, estaba el aeroplano. Ya tenía una de sus alas cargada sobre un furgón aparcado más adelante y la otra descansaba sobre la hierba sin segar. Los mecánicos estaban atareados con el resto del avión, desmontándolo como si de un rompecabezas se tratase y sus piezas las iban metiendo en el mismo vehículo o en otros que allí había.
Regresamos por la Vega San Roque, junto a la capilla de la Guadalupe y la Escuela para adentrarnos por la Caleya Reciu, una vez cruzado el riu Xixón, en Parres, que es este caudal uno de los límites entre los dos pueblos; pasamos Corisco y el Cuetu las Cerezales para salir al Picu la Concha.
Con el tiempo, me enteré que lo que yo pensaba que era un avión, no era sino un planeador de los que remolcaban las avionetas de la Escuela de Vuelo sin motor en la Cuesta El Cristo de Cue. En cuanto tomaban altura, los soltaban y la avioneta regresaba al aeródromo sin su pupilo que seguía volando por encima de los pueblos en tanto que tenía altura suficiente para regresar. Aquél que recuerdo en El Bolugu, debió de quedarse sin altura y fue a aterrizar en una finca, justo al límite con la carretera y algunas de las casas del pueblo. Por suerte y habilidad del currito que lo pilotaba, no hubo desgracias personales que lamentar y creo que tampoco las hubo materiales salvo algunos deterioros que un buen carpintero no pudiese reparar.
Es curioso que un suceso tan importante para un niño, con el tiempo acabe por ocupar la esfera del ensueño donde lo real queda reducido a borrosas imágenes. Si tuviera que describirlo, diría que estaba pintado de blanco con bandas de color rojo y azul, pero no apostaría nada en asegurarlo.
El piloto revisaba los daños sufridos en las alas y el fuselaje como haría un naturalista al recoger un ave caída y buscase entre el plumaje posibles heridas.
Siempre que paso por aquel lugar, echo un vistazo a la finca y recreo el escenario del hecho allí acaecido, hace ya seis décadas. Aún se conserva la señal de cemento que anuncia el pueblo y, justo encima de ella, a la derecha, fue el lugar del aterrizaje. Al lado izquierdo de la carretera, aún percibo las paredes de la capilla de Sant’Ilario, que en el lugar decimos San Tilar, en un alto. Tengo estado allí en alguna de las excursiones domingueras con compañeros de escuela, cuando andábamos al buscu de ablanes por las huertas del Bolugu. Entre los escombros de la capilla quedaban aún restos del estuco de alguna imagen que traíamos como un verdadero tesoro, para marcar con ellos trazos de los distintos juegos: canicas, chapas, peonza, tres en raya, el castro, cascayu o tuxa, en los portales de la Escuela y en el pórtico de la Iglesia.
Como ya adelanté, era habitual ver los cielos surcados por una avioneta y su planeador que salían de los hangares del aeródromo de la Cuesta el Cristo. Despegaban ambos como madre e hijo unidos por el cordón umbilical y, una vez alcanzada la altura y la térmica adecuada, el planeador se desprendía de su nodriza para seguir volando y regresar por sus propios medios al aeropuerto. La avioneta se alejaba ronroneando, ligera, por encima de la Peña las Garmas hasta sobrevolar el extenso valle costero y enfilar la pista de aterrizaje. El planeador a expensas del viento dominante y las variantes térmicas ascendía y hacía recorridos largos, en silencio, nos lanzaba los destellos del sol reflejado sobre su nívea carcasa hasta que por fin, perdía altura y se ocultaba de nuestra vista en cuando pasaba por encima de la Cuesta el Cristo.
He oído contar que anteriormente a la llegada de las avionetas al campo de aviación, usaban para el adiestramiento de los "curritos", que así llamaban a los aprendices de piloto, unos aparatos hechos de madera conocidos como "esqueletos" que se lanzaban con grandes gomas estiradas por caballos. Una vez en el aire, planeaban bajo, hasta dar con sus "huesos", con buena suerte, en algún maizal por Andrín, y San Roque. En ese caso, subía a lomos de los caballos que Abelino Mijares, “El Fraile”, en Cue tenía para esa tarea dispuestos.
martes, 31 de diciembre de 2013
lunes, 30 de diciembre de 2013
10.- Fantasías infantiles
10.-
Fantasías infantiles.
Al
lado derecho de la cocina teníamos una pequeña caldera para el agua
caliente, con una tapa latonada a la que madre hacía brillar
frotando en ella con una piedra traída de La Arenal y un chorro de
vinagre o zumo de limón. En la barra, también dorada, se colgaba el
gancho de manejar las arandelas, el rodillo y alguna prenda recién
lavada. La caldera se vaciaba por un grifo del mismo material que la
tapa y la barra. Con aquellos cuatro litros de su capacidad, bastaba
y sobraba para entibiar el agua de la palangana en nuestros
lavatorios.
En
mi fantasía, aquella humeante caldera me recordaba la máquina de
vapor que hacía las maniobras en la estación, donde trabajaba mi
abuelo Santos González Cue. Imaginándome ser el
fogonero, la atizaba hasta poner incandescente la chapa y vigilaba el
nivel de agua de la pequeña caldera. Había oído decir que si se
quedaba sin agua podría llegar a estallar por los aires. No se
andaban en miramientos los mayores con tal de prevenirnos de posibles
peligros, lo que no me impedía que experimentase con el fuego. Con
el hierro incandescente grababa los leños.
Mi
abuela Araceli Sobrino Tamés me había llevado con ella un
martes al mercado coincidiendo con el día de San Antonio, pero antes
pasamos a dejar la comida a mi padre que trabajaba en la fábrica
Lactosa. Tanto el ruido ensordecedor de las máquinas y el calor de
la caldera como el olor del suero en polvo que en ella procesaban
nunca jamás se me olvidarían. Sobre la fábrica había escuchado a
mi padre narrar el funcionamiento completo y cuando entré en aquel
pequeño espacio aislado donde estaba la caldera, a pesar de los
manómetros, termómetros y demás mecanismos que la controlaban, aún
me pareció más peligrosa. Desde aquel día, la caldera de nuestra
cocina, me pareció de juguete.
El
jerraderu es el lugar
del que colgaban dos corvos de madera, por no haberlos de
hierro, de sendos pontones de los que sostenían el piso superior.
Del caldero esmaltado colgaba un canjilón blanco, usado
exclusivamente para el agua de beber y cocinar. Los otros dos
calderos eran de cinc y su agua, que también podía ser de los
bistechos, se usaba para el aseo y la limpieza.
Todos
los días había que ir a buscar el agua de La Jornica. Yo acompañaba
a mi madre y me dedicaba, en tanto que ella rellenaba los calderos,
tanque a tanque, a jugar en los pequeños manantiales que brotaban
por el terreno junto a la fuente. La fuente en sí está construida
con piedra y ladrillo revestido de cemento que cubre el manantial del
que se escapa el agua por un aliviadero en cuanto supera un cierto
nivel de carga. Por una abertura frontal se accede al agua con un
cazo para cargar los calderos. Solía haber uno para uso comunitario
sobre una repisa de la hornacina que también se usaba para beber por
él cuando la sed nos acuciaba. Si no estaba el tanque en su sitio,
arrodillados introducíamos la cabeza para beber del claro manantial
con inmaculado fondo de arena blanca.
Era
harto frecuente que varias mujeres coincidieran en la fuente, así
como poco habitual que hubiera algún hombre, hecho que hoy en día
no precisaría comentario alguno. Entonces se esperaban unas a otras,
cosa que a mí me servía a propósito para alargar el tiempo de
observación y recogida de berros, que así llamábamos a los
renacuajos de rana. Aún recuerdo el gesto de izar desde el suelo el
caldero sobre el mullido y colorido rueñu hecho de
trapos viejos que ponían sobre la cabeza y cómo, sin perder la
vertical y flexionando las rodillas, prendían las asas de otros dos
calderos o latas. Tenían memorizada cada saliente de piedra y
oquedad del camino y al llegar junto a la Rectoral se paraban con sus
cargas encima a despachar la conversación iniciada y se despedían
en aquella encrucijada camino hacía el Cuetu y Tamés, hacia
Coxiguero y Tresierra, hacia el Campu el Roble o hacia la Caleyona y
La Veguca.
Los
primeros alejamientos que hice desde mi barrio, me llevaron a
observar con detenimiento algunos edificios que producían en mí el
ensueño de lo desconocido hasta que, pasado un tiempo, los fui
visitando acompañado de algún amigo.
La casa Rectoral, camino de la Jornica.
Aparte
del campanario de la Iglesia y el coro donde estaba el armonio,
subíamos al Cuetu Mirador, perteneciente a la casa de
Cospechu, en el que hay una casina o mirador al que se accede desde
la casa, por un camino de piedra, residuo de una época de más
esplendor económico anterior a la guerra. Desde una rendija de la
vieja puerta pintada en negro, se adivinaba un arca y un par de
sillas. Una ventana al norte permitía mirar la amplia banda azulada
del cantábrico mar surcado con frecuencia por cargueros y barcos de
pesca. Habrían de pasar unos años, para que rota la puerta y
forzada la cerradura del arcón, una colección de fotografías y
postales entretenían nuestra imaginación infantil.
En
la huerta de Joaquina Romano, de
la Caleyona había
un pozo de agua que conservaba la cruceta de la que debió de colgar
la polea, la cuerda y el caldero. Lo habían cubierto de tablones y
grandes morrillos, por el peligro que suponía para cualquier niño
intruso como nosotros, cuando la casa quedó deshabitada. Tenía allí
unos cuantos manzanos, un par de perales sanjuaneras y un prunal a
los que le dábamos continuos tientos con la pértiga. Los limoneros,
ni por su conocida acidez, tampoco salían mejor parados. Era un acto
de valentía para los críos entrar en aquel lugar mágico a cutir
nidos de raitanes y cericos en las viejas paredes de la huertona,
completamente tomadas de hiedra sobre las que revoloteaban verdaderos
enjambres de abejas.
En
la Casona de D. Fermín Gárgolas y
Dª Paca Díaz, al morir estos, quedó viviendo unos
años más Dª Lola Díaz, asistida
por una mujer hasta
su fallecimiento. De esa manera le quedó el nombre de La Casona
de Doña
Lola y era otro de los centros de nuestro interés, aparte por
el aspecto que tenía el edificio con sus enormes galerías
acristaladas como por la dificultad que en sí tenía atravesar la
alta verja, para acceder a las peras y a las naranjas. Pero como la
herrumbre se había apoderado de la forja, nos colábamos por una
entrada menor, en desuso que estaba ya tomada de bardas y ortigas. El
ruido de los ventanales entreabiertos movidos por el viento y el
crujido de las maderas al subir las escaleras de los dos pisos, junto
con el aleteo de los murciélagos, añadían los detalles que les
faltaba a nuestra imaginación calenturienta. Si llegaba la noche, no
quiero ni contaros, pues a todo este misterio se añadía el canto de
la lechuza desde una de las luceras abiertas sobre el tejado.
En
la esbilla del maíz en
nuestra casa,
una noche otoñal en la que el viento había cortocircuitado el
tendido, alumbrada
la estancia del estregal por
la mortecina luz del
candil
de aceite, escuché de
crío una
narración sobre el día que que murió la última moradora de la
Casona doña
Lola.
Maximina Arenas,
mi vecina,
junto con otras vecinas
más estaban acompañando a la mujer que agonizaba, y se habían ido
a la cocina, pues a su lado bien poco podían ya hacer, más que
rezar y eso ya lo habían hecho con toda la devoción exigible en
tales momentos. Al poco, sintieron todas las del velatorio el golpe
como
de una
silla al caerse
en el suelo de madera, seguido de un aleteo
de paloma que
salía por la
ventana entreabierta de la alcoba de
la señora. Según sus creencias, se dijeron que con seguridad había
sido el alma de la finada.
Desde
esa noche en la que escuché dicho suceso, al
pasar por junto a la alta muralla, miraba de reojo las grandes
balconadas, y aceleraba el paso, hasta llegar al Cuetu desde donde ya
divisaba los tejados de la casa y cuadra de mis abuelos en Tamés. De
regreso, sobre todo si era atardecido, lo hacía a pura carrera, la
vista puesta en la única luz del poste de la Rectoral, desde donde
ya vería la Bolerina y la pequeña portilla del huerto de casa junto
a la higuera.
La Casona Doña Lola.
El
Palaciu de Gregorío García Fresno y Logia Díaz,
a pesar de conocerlo por acudir en muchas ocasiones con mis padres a
la esfueya del maíz o de tertulia, ocultó para mí rincones
secretos, que sólo pude calibrar en su magnitud pasados los años,
invitado por Logia, su última moradora, tras el fallecimiento
de su segundo hijo, Javier.
No
me extrañó la fantasía y misterio desatados hacia el lugar, en mi
infancia y que aún mantengo. Siempre creeré, hasta que alguien me
lo desmienta, que debió de ser algo así como un palacio del Temple,
pues es mucha coincidencia que, a escasos cien metros, en el barrio
de Tamés, hubo un convento monjil, como escuché contar entonces, a
los más viejos del lugar y de cuya existencia da fe una inscripción
sobre el cargadero de piedra de una de sus ventanas, junto a la
entrada norte en la corralada de Fernanda Noriega Galguera. Es
bastante común encontrar tan cercanas ambas construcciones. El
Palacio tiene una gran galería bien orientada al sur. Se accedía a
la parte habitada, por una escalera de piedra arenisca. Debajo está
la bodega con altura considerable, con respecto al tamaño que suelen
tener la mayor parte de las casas del pueblo. Enormes vigas están
sostenidas por fuertes columnas prismáticas de roble, descansando
sobre basas de piedra caliza.
Fuera,
atado a una cadena, dormía Moro en una caseta, bajo uno de los
muchos nogales del Campillín, y tenía por costumbre ladrar sin
desesperación cuando alguien pasaba por el camino al otro lado del
huerto.
En
una noche de luna llena que yo regresaba de casa de mis abuelos, noté
su negrura por entre las sombras de los nogales, saltó el muro y
echó sobre mí sus dos manos, como saludándome y sentí sus ásperos
y cálidos lametones en mi cara. Nunca más le tuve miedo y cuando
pasaba por el camino lo llamaba y Moro me ladraba como lo hacen los
perros a los que reconocen como amigos.
El Palaciu del Cuetu
viernes, 27 de diciembre de 2013
9.- La llegada de la cigüeña
El
nacimiento de mi hermano, exactamente el mismo día y el mismo mes
que yo, pero seis años después, dio un cambio considerable a mi
infancia.
Me
llevaban
con más frecuencia a estar con mis abuelos
de Tamés y
quedarme incluso a dormir con ellos.
Me los
imagino
felices por tenerme a su vera y
yo lo estaba tanto o más.
Por
los cálculos actuales, tenían
cincuenta y dos años, pero
yo los consideraba como “viejos”, en el mejor sentido del
término. Decir viejo, entonces, en
mi opinión, no le veía el sentido peyorativo;
más
bien quería decir, sabio, entendido
de la vida, porque habían
podido superar cuantas
dificultades les habían
aparecido a lo largo del
camino.
Me
veo jugando junto a la
casa
de Tamés con una plataforma parecida a la que usaba
Clemente
para
llevar por los pueblos
el pan de Sousa. Me la había hecho
el abuelo a partir de un costero de
castaño con
aquella
pesada azuela que aún conservo de su recuerdo. Para las
ruedas, cortó
con el serrucho en rodajas un
tronco
y de la misma madera sacó una astilla para el mástil del
que yo tiraba con una cuerda y lo
hacía
rodar por
el
irregular empedrado
de junto
a la casa.
Trasegaba en
él materiales
que
encontraba
hasta
las
lastras
de junto
al leñero,
donde
tenía intención de levantar una cabaña como la que había hecho el
abuelo en la huerta del Colláu.
–
Ven
a desayunar
– me
dijo madre
desde la ventana de la cocina y en
cuanto entré por el estregal, añadió:
–
Vamos
a ir después
a
conocer al
hermanín.
No
recuerdo haber preguntado nada al respecto, por lo que estoy casi
seguro que me llevé una sorpresa buena. Ya tenía un compañero de
juegos, como los demás amigos. Se había confabulado todo mi mundo,
es decir, los vecinos de los cuatro barrios que entonces lo componían
y la extensa familia de abuelos, tíos y primos carnales y segundos
que la componían.
En
no sé qué reflexiones podrá andar un niño de seis años, de los
de ahora, con todos los conocimientos que tienen a su alcance. De lo
que estoy seguro es que lo que más me asombraba era la forma en que
hacían su trabajo las cigüeñas para saber en qué casa había que
dejar tanto niño como nacía en el pueblo. En esos pensamientos
andaba yo, mientras daba cuenta del tazón de sopas de pan y leche
que me había puesto mi abuela y me imaginaba cómo sería mi
hermano.
Asido
a la mano de la abuela recorrí el camino entre los dos barrios.
Aquel día también lo recuerdo muy soleado, por tanto, mi ánimo
estaba alegre con la noticia. Por entre las ramas de los nogales del
Cuetu y del Campillín del Palaciu, miraba al cielo por si veía a la
cigüeña pasar.
El Palaciu, en el barrio El Cuetu
No
soy a describir objetivamente lo que sentí al ver aquel niño que
ocupaba la cuna que yo había dejado de usar hacía tiempo, obra de
mi bisabuelo Félix Gutiérrez de la Vega.
–Como
eres ya un mozo, –me había dicho mi madre hacía mucho tiempo,
–vas a dormir en la cama del otro cuarto.
Yo
me sentía bien en ella, en cuya ventana llamaban las ramas del
limonero sobre los cristales cuando soplaba fuerte el viento.
Desde
hacía unos días, la cuna ocupaba un rincón de la sala. Ahora
estaba vestida con sábanas bordadas de azul y una caperuza redonda
protegía la pequeña almohada. Madre estaba en la cama y tenía en
brazos a mi hermano. Me mandó subirme a su lado y me mostró, bajo
la blanca toquilla de perlé, la cabeza del bebé y le cogí una de
sus manos. No recuerdo ahora si el sentimiento que me embargó era
similar o parecido al que tuve en el nacimiento de mis tres hijos.
Los
vecinos y familiares que acudieron a conocer al neofito se sentían
obligados a confortarme con alguna frase que les venía al apaño y
los menos me felicitaban a mí por el cumpleaños.
Desde
aquel día, mi pequeño mundo alrededor de la casa y del barrio se fue ensanchando de forma paulatina. Me consentían ir a pasar unos días
con mis tíos, Jandru, Ramón y mi prima Tere, que ya había cumplido
los nueve, a su casa de los Jorcaos en La Pereda. En otras ocasiones
iba a Vallanu, a casa de mis tíos Teru y Quini. Ese mismo año
nacería mi prima Marta María.
Me
dejaban ir con mi tío Pepe, cuando pasaba por delante del huerto
camino de la finca de Tresierra que limpiaba antes de llevar las
vacas a pastar en la primavera. Mi recuerdo más indeleble es cuando,
para limpiar las malezas, les prendió fuego y me llevó de la mano
corriendo en vilo, a parapetarnos por unas grandes rocas. Al poco
tiempo, se escucharon varias explosiones. Era tan común encontrar
munición de la guerra al cavar o limpiar las fincas, que suponía un
verdadero peligro y la gente lo sabía. Un joven del pueblo había
muerto al desactivar un obús que encontró en el monte.
Comencé
a llevar y traer solo las vacas a las Llastrucas, Nozalín o Mañanga.
Echaba las horas muertas
por
el camino de
regreso.
Estaban
talando
el
bosque de la
Cotera del Toral. Sentado en el muro de Los
Carriles, observaba los carros de bueyes que
tenían los
hermanos, Segis
y
Carlos con que bajaban los
puntales para cargar el
GMC que
los llevaría al embarque en la
Estación
de Llanes. Sentía
las
hachas y los
tronzadores
acompañar
el
ruido acompasado
de
la respiración de los madereros, el gemido de las brengas
de la madera y el grito de ¡Árbol vaaaa! al
poco seguido del golpe de la copa del árbol sobre el suelo. El
aire se
saturaba del característico
olor
de
la savia de los eucaliptos.
Yo
las encaminaba agrupadas para evitar que se dispersaran, pero no
siempre lo conseguía. La Turca, la más vieja de todas las vacas del pequeño
rebaño, detentaba el mando cuando olía que no era mi padre el que
llevaba la guiyada. Si sentía capricho, corría por entre los
árboles de las Llastrucas en busca de un peyu de agua residual de
las lluvias y era seguida de las más jóvenes, para las que no dejaba
ni gota que beberse. A trescientos metros más adelante, volvía a
escaparse hasta la fuente y bebederos de Patica. Yo las dejaba que volvieran y las guiaba hasta la finca donde las encerraba. Al volver por la tarde a
por ellas, volvían a meterse en el bosque de Patica.
De
esa mi primera etapa de la infancia, guardo un recuerdo muy celebrado
que contaré.
Me
había mandado madre a llevar por primera vez la comida a mi padre que trabajaba con una pareja de bueyes, a la madera en el bosque de Bolao. Conocía el
camino de la Calzada que, partiendo del Jogu, nos lleva hasta el río
de la Palaciana donde madre solía lavar la ropa y yo la había
acompañado muchas veces antes del nacimiento de mi hermano. Me encantaba jugar en
las pequeñas playas de arena fina que dejaba en el camino con las
grandes crecidas. Sigue el camino, me explicaron, que sale a la
carretera de Bolao, donde te esperará padre. Así lo hice
después de atravesar el crecido cauce por las paseras que hay a un
lado del camino.
De
seguido, el camino se adentró
bajo un arco continuo de avellanos y alisos que impedían la entrada
del sol y adquiría
un
aspecto de misterio, más bien provocado por la
manía que tenían los mayores de darnos miedo a los pequeños con seres
mitológicos y de leyenda. Por ello apreté el
paso hasta dar
vista a
la carretera, donde había
de esperar a mi
padre, sin salir. Como
aún no estaba, por creerme mayor, costumbre habitual en esa edad,
olvidé la
promesa de la espera y
di
el salto para atravesar aquel regato que por las lluvias había un
poco más caudal de lo común. Llevaba
la comida en el
carpanchu que sujetaba con una mano por las dos asas
unidas.
Dentro
iba la tartera
con
el pote de fabada,
el chusco de pan, una botella de café con leche y una
tajada de queso de oveja curado que encargaba
madre a Irundina
la
del Cotaxu.
Al saltar sobre la única piedra que sobresalía del agua se movió y
perdí el equilibrio que recuperé al posar mis pies sobre la otra orilla,
pero, al equilibrarme con los brazos, se salió el contenido de la
tartera, una buena parte dentro del cesto y el resto al fondo del
regato de agua, del que rescaté con premura de entre la arena y
cantos rodados, las patatas y el chorizo que acomodé como pude
dentro de la tartera donde venían.
Al
poco de terminar el rescate, llegó padre y nos fuimos a sentar
dentro de un cobertizo. Como notó a la primera el desorden del
cestillo, me preguntó qué me había pasado. Yo no era a contárselo
con palabras, pues las lágrimas afloraban y tampoco hizo falta pues sus dientes dieron en
morder alguna dura piedrecilla que a buen seguro yo habría tomado por tierna patata. Me tranquilizó cuando acarició mi cara con aquellas manos
encallecidas y agrietadas del frío y la humedad.
miércoles, 25 de diciembre de 2013
8.- La magia de la electricidad
Mis abuelos paternos: Santos González Cué y María Jesús Martina Gutiérrez González
En la mayoría de las casas no se disponía de instalación eléctrica. En la nuestra, Zapico de Las Delicias de Pancar, electricista de la “Electra Bedón”, recorrió, con aquel característico cableado trenzado y protegido de algodón, alguna de las vigas, pontones y marcos de las puertas, aislándolo del contacto con la madera por tacillas. La electricidad entró por fin en las dependencias principales de la casa: los dos cuartos, la sala, la cocina, el comedor y el estregal. Así puedo decir que, como siempre conocí la luz eléctrica, el invento de la electricidad para mí no tuvo nada de asombroso. Pero para las personas de las generaciones precedentes que comenzaron a disfrutar de ella con más edad, debió de abrirles la puerta a futuros avances que nunca les dejaría de asombrar.
La corriente circulaba desde el poste más próximo a la casa por dos cables de cobre pelado sin aislar, hasta dos tacillas cerámicas que os aislaban de un soporte de hierro anclado a la pared o alero de la casa. Ni un único enchufe había sido colocado, porque no se echaba en falta para aparato alguno que enchufar.
Los caminos y las caleyas se iluminaban con la luna llena, si las nubes no la ocultaban. Nos guiábamos en ellos por sus reflejos en los charcos de agua. En algunos postes, los más cercanos a la carretera, colgaba una bombilla protegida por un casco blanco, de poca vida útil, pues era diana de desaprensivos tiradores con tiragomas.
La traída de la luz, como así la llamaban, era muy peligrosa. Los dos hilos de cobre recorrían los barrios, de poste en poste, aislados por las citadas tacillas de cerámica o vidrio. Por las noches de viento fuerte, era conveniente por seguridad, fijarse en que los dos cables llegasen a los postes del recorrido. Contaba mi abuelo en una ocasión, de un golpe firme con el palo pudo soltar el cable en el que había quedado atrapada una ternera que traía de abrevar en la fuente la Jornica.
En el poste que derivaba los cables a la casa, se colocaba un artefacto de cerámica, conocido como el campanu, que no era otra cosa que un porta fusible que cortaba el cable activo y se puenteaba con varios cables en su conjunto más finos que el cable cortado. Cuando se empezaron a popularizar las primeras planchas eléctricas, al conectarlas, como se sobrepasaba la resistencia de los fusibles del campanu, los fundían y había que bajar a Llanes para comunicarlo en Bedón. Desde los talleres de la Bedón, junto al histórico “Restaurante Bar La Gloria” se cortaba por medio de unas enormes cuchillas el suministro eléctrico a los pueblos, mas, en cada uno de ellos había una caseta con el correspondiente transformador con interruptor de cuchilla para el caso de las reparaciones.
Cuando se juntaban varios avisos de avería, era Zapico quien acudía en su bicicleta, con el material preciso para cada caso de avería y, habitualmente el cinturón de las herramientas y los trepadores. Dejaba su bicicleta apoyada en el muro del huerto y se colocaba aquellos ganchos que me recordaban a los artejos de los vacalloros o pilla dedos. Se sujetaba arriba con un grueso cinto de cuero y los trepadores mientras hacía su labor. Ya reparado el fusible con otros cables nuevos, con el buen carácter que le caracterizaba, sonreía cuando madre se disculpaba echando la culpa a la última tormenta eléctrica, porque también era cierto en algunas ocasiones. El caso era que, justo el día anterior que padre había cobrado el salario mensual en la “Fábrica Lactosa” de San Antón, se había pasado por el establecimiento de Jayo Estefanía Rodríguez para comprar a plazos la primera plancha que yo conocí. Tenía el asa de madera estriada para sujetarla bien y un apoyo de cerámica blanca para posar el dedo pulgar. Como no había instalado un solo enchufe en casa, ni tampoco idea de colocarlo, Jayo le puso en la caja un ladrón para enroscar en el casquillo portalámparas.
Para poder usar la plancha, había que ampliar el contrato con Bedón y abonar, por supuesto, un complemento bimensual para que retirasen del poste de acometida, el chivato.
Yo, por el nombre común que se le daba, esperaba que aquel dispositivo sonase, pero a lo sumo, observaba desde la galería, en los días de lluvia, los chisporroteos que hacía. Me entretenía con las carreras de gotas que se deslizaban por los cables hasta formar una más gruesa y al caer se perdían en los charcos del camino.
No obstante, siguió usándose la vieja plancha de hierro que posada siempre en la chapa era usada para calentar las frías y húmedas sábanas, a nuestros pies.
Otro de los primeros aparatos eléctricos de que tuve conocimiento, fue la radio. En un armario de la salona de la casa de mis abuelos en Tamés, que servía más bien de desván de la casa, guardaban la primera radio que conocí con Onda Corta, Pesquera y Media. Tenían gran alcance de recepción, pues tanto se podía escuchar la BBC de Londres como La Pirenaica, emisiones que las convertía en una ventana al resto del mundo por la que el Estado prohibía asomarse.
Mi abuelo materno, Marcos Noriega González, la había comprado a un técnico en radios, de apellido Preciados que las componía en el barrio de la Moría, según me contó mi madre, antes de la primera vez que el abuelo había emigrado a México. Recordaba que, en una ocasión en la que fueron mis padres, ya casados, al Teatro Benavente para escuchar al “Coro Santiaguín”, volvieron a ver al citado técnico entre los componentes del grupo coral. Esa radio alimentó al abuelo las esperanzas del cambio político, en un plazo breve que, por cierto, no tuvo la ocasión de ver en vida. Por las noches, subía a escuchar con unos cascos por que nadie oyera desde el camino el característico ruido de fondo ni la música de su emisión predilecta.
Giraba el mando de encendido hasta escucharse un clic y a zócalo descubierto, se podían observar las válvulas que se calentaban y emitían una extraña luz entre otros componentes, entonces desconocidos para mí y, supongo que para el abuelo. Los distintos componentes me sugerían las casas de una imaginaria ciudad por las que circulaba aquello que llamaban electricidad. Con el otro botón se movía la aguja tras el cristal del dial hasta lugares lejanos como París, Roma, Berlín, Viena, Moscú, Pekín, Tokio, Nueva York, Buenos Aires, La Habana, Lisboa, Madrid… En el altavoz se oían extraños e inquietantes ruidos que no eran otra cosa que mensajes en Morse.
Cuando iba a casa de mis abuelos paternos, me gustaba mucho manipular la radio que mi abuelo tenía en la galería, lugar en el que pasaba el día, tras la amputación de una pierna, durante los doce últimos años de su vida. Rara vez la vi encendida, ya que la amplia cristalera era el anfiteatro desde el que le permitía contemplar el Texéu como la carretera del Carril, por la que circulaban a diario numerosos camiones de la cantera de Santa Marina. Con su cachaba saludaba a todo el mundo que para allí mirara; los conductores le respondían con las luces largas o la bocina y los viandantes le devolvían el saludo o se paraban un rato a charlar; desde allí veía a los proveedores de leche a Graciano y Raúl Villar que enfrente tenían el entoldado carro de recogida, mañana y tarde, lo mismo que la clientela de la tienda y bar "El Fresnu" de Otilia Fernández y Nano Quintana, a todas las horas del día.
En los días que debí guardar cama de la mayor parte de las enfermedades habituales entonces en la infancia, y que debí de pillarlas todas, me dejaban la ventana de mi cuarto entreabierta, por la que no sólo entraba el sol y aire puro, sino también los programas de la radio de casa Ramonín Tamés Blanco, enfrente de la nuestra. Era el programa, salvo a la hora de siesta, un conjunto de Partes, oraciones, novelas, anuncios comerciales... para cerrar con el programa “De España para los españoles”.
martes, 24 de diciembre de 2013
7.- La casa
La
casa en la que nací es más bien pequeña, pero para la percepción
de un niño me parecía extremadamente grande.
La
había mandando construir un emigrante a Cuba, a principios del
pasado siglo, para residencia en la vejez de dos hermanas suyas.
Fue
pasando el tiempo y las hermanas no
llegaron a habitarla. Filomena
Sobrino Rozada, sobrina
de las dueñas, se la alquiló a mis
padres, de
recién casados. Corría el año 1947.
La
casa había sido estrenada por el capataz de la carretera que se
estaba abriendo de Llanes al Mazucu, hacia los años 1915 ó 1916. Me
baso en que mi abuelo Marcos, nacido en 1902, había comenzado
a trabajar con catorce años en la apertura de la caja en el Cuetu
Trescoba, lo cual no es óbice para que la casa hubiera sido
construida unos años antes.
Después
estuvieron viviendo en ella, en períodos distintos, dos hermanos de
mi abuelo y su familia, primero, Ramón Noriega González
y Joaquina Romano y después
Wences Noriega González
y Serafina
Bustillo Varela, cuyos hijos Cines y Siti Noriega
Bustillo, nacieron en ella. Con posteridad, fue utilizada por
unos vecinos del barrio en tanto que les arreglaban la suya.
El
caso es que los tabiques de ladrillo encalado con arena de playa,
ofrecían ya abundantes deterioros. Tampoco tenía luz eléctrica y
mis padres mandaron instalar primeramente, un par de bombillas, una
para cada planta del edificio, que me precedieron a mí por lo que
cuento, es de oírselo decir a mis padres. No se arrinconó del todo
al candil de aceite ni a la palmatoria para los frecuentes apagones
por tormenta y averías que sufría la precaria línea que llegaba al
pueblo desde la Central de Purón. También de oírlo decir, en la
casa de mis abuelos maternos, tenían una única bombilla, cuyo
cordón se subía y bajaba por el hueco de la escalera para iluminar
ya sea la habitación principal, la salona, el estregal y la cocina.
El
reparto primitivo de mi casa era éste: Abajo, tenía el estregal que
repartía la entrada al comedor, a la cocina, a un cuarto despensa y
a la escalera.
En
ese corto espacio que a mí me parecía enorme, jugaba con mis
canicas de barro y otros juguetes. El suelo era de ladrillos macizos
asentados sobre arena de playa. Por la esquina rota de uno de los más
centrales podía levantarlo y lo convertía en un provisional "gua".
A falta de contrincante, jugaba con dos canicas de barro de distinto
color y hacía también de árbitro.
Otra
diversión para mí consistía en buscar los cochinillos del diablo,
tijeretas y hormigas perdidas entre el montón de leña de la
h.ornina de la cocina o algún reguero de hormigas que
se colaba por las rendijas entre los ladrillos de las ventanas o del
suelo. Me tumbaba para verlas de cerca y contemplar así el ir y
venir suyo. Admiraba cómo se saludaban entre ellas entrechocando las
antenas y ponía texto a sus charlas:
“
– ¿Voy bien por este camino?
–
Sigue el sendero marcado y, al llegar a la esquina, encontrarás un
terrón de azúcar. Hay que retirarlo antes de que nos lo lleven los
moscardones.” – decía yo
cambiando de voz.
Solía
ponerles en su trayecto migas del cajón del pan, pero esta vez les
había dejado una pizca del azúcar moreno que teníamos en una taza
sobre el aparador. Me gustaba verlas atareadas en llevarlo a su
madriguera bajo el peldaño de arranque de la escalera, una roca roja
labrada con toda seguridad traída de la playa de Andrín.
Arriba,
la casa disponía dos cuartos sobre la cocina y la despensa; la sala
sobre el comedor; la galería y el hueco de la escalera al desván,
cerrado por un puerta.
La
voz de mi madre hablando
con Máximina
Arenas
González en
La Bolerina me sacó de mi
investigación.
Coloqué
en su sitio el ladrillo,
eché
unos
troncos al
fogón de la cocina,
tarea que había olvidado por culpa de los juegos y
salí
a recibirla.
La
casa contaba también con un cuartucho reducido, que yo no me atrevo
a llamarle excusado, entre la cocina y el trastero, pero que nos
servía como tal. Tenía una simple tabla que a modo de tapadera
impedía la entrada de algún bicho del sopláu al que
comunicaba, construido con ladrillos y al que iba a parar también
las aguas del albañal. Apenas tendría yo los tres o cuatro años,
cuando Daniel Sánchez de la Vega, que hacía de
albañil en el pueblo, tiró el tabique que lo separaba de la cocina,
clausuró el maloliente desagüe y trasladó el albañal junto con el
h.erradero del agua a otro sitio, con lo que en el hueco
dejado se pudo colocar un aparador que había encargado a Pedro
Sobrino, “Cagata”, el carpintero de Pancar. Además, “Dosio”,
con restos de azulejos que trasegó de acá y allá, alicató la
pared y mesetas de junto a la chapa de la cocina, dándole, para
aquellos tiempos, un toque de mejora y modernidad con respecto a lo
que había con anterioridad.
En
un rincón del estregal, bajo el segundo descanso de la
escalera, se habilitó el aseo, bien iluminado por la ventana en la
que teníamos colgado un pequeño espejo de mano y sobre su alféizar,
un caparazón de vieira para retener la escurridiza concha del jabón
"Chimbo". Había también un estante, bajo los peldaños,
donde padre colocaba el jabón de afeitar “La Toja”, la brocha,
la maquinilla de afeitar y la caja de cuchillas “M.S.”, lejos de
mi alcance. El clásico palanganero de metal con la toalla de él
colgada y la jofaina blanca debajo eran los elementos imprescindibles
de nuestro diario aseo. Para los sábados, se usaba además la batea
y el caldero-ducha que se colgaba de uno de los pontones del cuarto
trastero, lugar un poco más discreto, que servía lo mismo para
guardar la bicicleta de padre que un saco de carbón y el cajón de
maíz de las gallinas. Éstas accedían por la ventana que da al
norte, desde el recinto vallado con tela metálica para depositar su
preciado obsequio en unos ponederos de hierba que madre había para
ello habilitado.
En
la cocina, el fogón tenía una chapa de hierro con sus tres
arandelas donde mi madre hacía fuego para todas las comidas y para
calentar el agua de la pequeña caldera
que se extraía por un grifo a la palangana.
Las
cocinas de entonces se decían “económicas”,
porque llevaban una chapa de hierro dulce que mantenía la
temperatura consiguiendo así una cocción más controlada y
tanto se podían alimentar por leña, turba o carbón.
Encender
la cocina puede parecer sencillo, pero hay
pasos previos para
no llenar la casa de humo y
eso se controla por
medio del tiro de
la chimenea y
la puerta del cenicero. Para
los días fríos y húmedos conviene
calentar
previamente
el
cañón de la chimenea, introduciendo
por la puerta del registro, un manojo
de hojas secas, al
que prendemos
fuego para cerrar de inmediato la puerta del tiro. Cuando
se oye
el bufido de
las llamas ascendiendo por el cañón de la chimenea, se
cierra
bien la puerta del tiro y es
el
momento de darle cerilla al fogón que previamente ya hemos
provisto
de hojas, justes y mollejas de eucalipto.
Hoy
es más asequible el papel, el cartón y el carbón, pero en aquellos
años de que hablo, esos elementos eran bienes escasos para la
mayoría de las casas. Inclusive también los fósforos y cerillas.
Recuerdo ir por encargo de madre a buscar fuego
a
la casa de La Veguca, porque tenían llar y solían
mantener encendidos los últimos troncos de la noche, tapados con
ceniza para que quemaran lentamente. La
tía Marina
Arenas
o
su
hija
Concha
Fernández
Arenas
con
las pinzas me echaban
un
par de ascuas en
un caldero
de cinc que para
tal encargo yo
llevaba.
En
otras casas, conocí los llares que funcionaban a tiro libre bajo una
campana que tragaba el humo del fuego sobre el que pendían las
relleras
de la que se sujetaban las calderas de cobre y
el tambor de las castañas; sobre las trébedes
el
pote, la
sartén o
la
chapa de hacer los talos.
A
un lado del llar había
previsto un rincón donde se
ponía un
banco para sentarse a desgranar
el maíz, esbillar las h.abas, tejer
o charlar, al
amor del calor guardado
en los
rescoldos, la ceniza y
la piedra de las paredes.
Antes
de irse a la cama, se apartaban los rescoldos de la piedra llar, se
barría la ceniza para
colocar encima de ella la
masa de harina de maíz sobre unas hojas secas de
castaño y
se
la cubría con
una palangana vieja. La
borona
de
maíz, los tortos y el talo eran, antaño, el pan de los pobres, eso
se solía decir. Junto con la leche recién ordeñada era un buen
comienzo del día. Hogaño, en
la cocina tradicional atrae
al turismo.
¡Cuántas
historias y leyendas no se habrán contado e inventado junto al llar!
Recuerdo
a Pelayín Noriega, albañil de Cue, cuando venía en
bicicleta. En el tejado dio un repaso a las tejas movidas por los
vientos huracanados que producían varias goteras. La que bajaba por
la chimenea fue imposible de quitar. Habría que esperar unos años
hasta disponer del cemento, porque la cal no hacía bien de aislante.
En
los días de tormenta, el monótono martilleo de aquella gotera sobre
una batea de zinc en el desván era
continuado al poco, cuando ya me adormilaba, por otra nueva nota más
grave, esta vez sobre
las tablas. Mi
padre subía para tratar de quitarla volviendo a su lugar alguna teja
movida por el viento o corregía la inclinación con un cascote entre
la teja y la ripia. Cuando esto no era posible, un nuevo sonido se
sumaba al primero sobre alguna olla, lata o caldero. Tres, cuatro y
más registros musicales recuerdo haber escuchado en mis noches e
duermevela, que es cuando los sonidos se perciben con mayor
intensidad, pero al final, me dormían. De las cuadras de Clemente
Sobrino
y
de Mino
Sánchez
me
llegaban los sonidos de las campanillas bien templadas que las vacas
tañían con el rumio. Junto a mi ventana, las ramas de la vieja
encina, hacían chinescas con la luz de la luna y aullaba con las
ráfagas del viento. Acabé acostumbrado a tan familiares sonidos.
lunes, 23 de diciembre de 2013
6.- Por un helado de "Revuelta"
Motocarro que usaba el hijo de Lisardo Revuelta para las romerías de los pueblos. En esta foto, para las fiestas de Pendueles.
A
las numerosas experiencias personales que se habían prodigado ese
año habría de añadir aún otra de marcado impacto personal como
fue la extirpación de las amígdalas que venían siendo el foco
constante de mis catarros y gripes, dictamen médico Dr. Miralles
que atendía mi garganta y la de muchos llaniscos.
Era
un día soleado, al menos así lo recuerdo ahora, a pesar del trauma
que supuso para mí. No sé por qué motivo, todos mis recuerdos
visuales se enmarcan en un paisaje envuelto en mucha luz y muy pocos
lo hacen en días toldados. Creo que es por mi tendencia a ser
optimista.
Caminé
contento la primera parte de los tres largos kilómetros, pues tenía
ilusión por ver las barcas de los pescadores amarradas en el
muelle
y el oleaje de la mar rompiendo contra las compuertas junto
a la
playina del
"Sablín". La mitad
final
del
trayecto transcurrió en parte por
el sendero que cruzaba las fincas de la ería, desde la cantera de
Collamera, límite de Parres con Pancar, hasta
el camino que junto
a la boca del túnel llevaba
al alto de Tiebes. En
ese sitio, un
mercancías que preparaba las unidades antes de partir, asomó su
cabeza por
el negro hueco abierto en la roca. Una
negra
nube
de humo ascendió por el arco del túnel a enredarse entre las cañas
de los numerosos
laureles
que
poblaban la
peña.
Esperamos un
rato a
que terminara la maniobra y luego
que volvió a tragarle la tierra, cruzamos
las
vías para
salir
junto a la entrada
principal del
Palacio los Altares y la capilla de La
Salud. Seguimos
bajo las copas entretejidas de los plátanos hasta llegar al alto.
Las piernas se me volvieron remolonas, en cuanto dimos vista a los
tejados de las casas de la villa. A la derecha, la Cocina Económica
a pie de carretera y al fondo, en la lejanía, el majestuoso
palacio
de La
Guía
en
fuerte contraste de estilo arquitectónico con
otros existentes aquí; detrás
de sus torres, destacaban los encalados muros de la capilla de
Nuestra
Señora de la
Virgen de Guía, con su espadaña recortada en una franja de azul
marino ocuparon
mi atención.
A nuestra izquierda, quedó el
Hospital
de los Altares. Bajamos
a la derecha por las escaleras de Cagalín, al pequeño puente sobre
el río Carrocéu, junto al molino, que también era
central
eléctrica y fábrica de hielo.
Por
un momento, había olvidado el motivo de aquella preciosa excursión.
En la fachada del bar “El Ferroviario”, que estaba en la Calzada
descubrí la magia del artista que había conseguido que la máquina
pintada en una esquina de su fachada, la mirase desde no importa qué
sitio, siempre parecía venir al encuentro. Al rebasarla, la seguía
mirando con el rabillo del ojo y ella me seguía. Creo que no fue ese
día que la vi por primera vez, pero hasta que desapareció bajo una
capa de pintura nueva en la fachada, seguía volteándome para
comprobar si me seguía. Otro de los símbolos de nuestro pasado, que
fue borrado para siempre.
Con
esta contemplación me olvidé de la operación, y pasé a imaginar
qué dos sabores tendría mi helado. En una de las habitaciones del
“Hotel Paraíso”, pasaba consulta el cirujano que venido desde
Torrelavega, un día determinado de la semana.
Subí
las escaleras despacio como si algo tirase de mí, con bastante
pesar, contando los peldaños. Llamó mi madre con el picaporte y se
escucharon unos pasos que se acercaban, el crujido de la madera del
piso y el chirrido de la cerradura. Abrió una mujer que nos sonrió
y nos hizo pasar. Llevaba una bata blanca. Me preguntó cómo me
llamaba, para cerciorarse de que yo era el paciente al que esperaban.
Hacía tiempo que mis padres habían pedido cita a través del doctor
Miralles que me había atendido en su consulta particular, en la casa
de estilo palacete que hay junto al Convento de la Encarnación.
Logré
que apenas saliesen las palabras del cuerpo por estar sumido en
catalogar todo el contenido de la clínica. Mi mirada se había
detenido sobre las pinzas, tenazas y otros raros artilugios cuya
forma y aspecto no me daban muy buena espina.
Salió
el doctor, con su bata verde y una linterna sujeta a la frente que me
miró, pero no me dijo nada, como ignorándome. Pidió a mi madre que
me sentara en una silla de estilo de las que allí había. A mis
espaldas recuerdo que estaba el ventanal por el que entraban con
desgana los rayos de sol a iluminar el local. Me sujetaron a la silla
con una sábana, con los brazos a los costados, pero mis manos
quedaron libres para asirme a las recortadas perneras de mi pantalón
de tergal gris que había estrenado para la primera comunión. Recé
a todas las vírgenes y santas que se me vinieron in mente, pero no
lloré.
–
Abre
más la boca – dijo el barbero con un tono de voz, segura, firme,
de quien está acostumbrado a mandar. Obedecí y cerré los ojos
cuando sentí el abre boca con su inolvidable sabor a metal. La
enfermera me animó, con más amabilidad que el cirujano, diciéndome
que iba a ser cuestión de pocos minutos. Me confié con el ánimo de
la señora y me relajé a mi propia suerte. Abrí los ojos un
instante y observé a la enfermera cómo prendía el alcohol de la
bandeja del instrumental y vi que unas azuladas lenguas de fuego se
elevaban. El olor del alcohol quemado invadió la estancia.
Busqué
la mirada de mi padre. Me hizo un guiño de aprobación por mi
valentía. Aflojé la tensión de mis músculos y me abandoné algo
más relajado en la silla. No se me hizo muy largo el tiempo que echó
el galeno en recobrar las dos presas que me mostró una a una según
las iba extrayendo entre las garras de la tenacilla.
–
Ya
está; – dijo – has sido muy valiente.
La
enfermera deshizo el nudo de la sábana con que me había atado a la
silla y me limpió con ella la sangre de las comisuras de mi boca.
Madre
le preguntó si era conveniente que me diesen un helado. Contestó el
cirujano que me venía bien para evitar la hemorragia. Sonreí como
pude cuando nos despedimos de la amable enfermera que nos acompañó
hasta la puerta a despedirnos y bajé las escaleras de dos en dos los
peldaños.
Quise
hablar y decirles que las dos bolas del helado habrían de ser de
nata y chocolate, pero no fui capaz de emitir sonido alguno, tal era
el resquemor que sentía por dentro de mi garganta. Señalé las dos
cubetas preferidas al heladero de Lisardo
Revuelta que
nos despachó, pero, al fin y al cabo, tanto me hubiera dado que
fueran de otros sabores. Con el primer lametón, sentí que la
garganta se me dormía y aminoraba el ardor de la herida.
Caminé
con mis padres por el muelle del pequeño puerto, mientras despachaba
despacio, para no acabar nunca el rico helado. La brisa salada y
yodada del mar llenaba el puente. La
plaza
estaba llena de puestos de verduras y otras mercancías. El olor a
pescado se mezclaba con los olores a quesu picón del puesto de
Colio.
Pasado el Cotiellu, poco trecho antes de la fuente los “Tres
Caños”, tenía aparcado el coche de punto Víctor
Torre.
Decidieron alquilar sus servicios, con toda seguridad, para ahorrarme
la caminata de regreso a casa. Subidos al coche, durante todo el
trayecto, no perdía detalle de los movimientos de Víctor en el
manejo del volante.
Cuando
me bajé en la Bolerina, apenas sentía la quemazón. El helado había
sido mi ánimo inicial a la vez que mi medicina. Otra cosa fue al
intentar comer ese día y el siguiente.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)