martes, 31 de diciembre de 2013

11.- La avioneta del Bolugu

Era verano. Recuerdo el sol y la hierba a punto de ser segada. Mi padre me llevó a ver una avioneta que había aterrizado en una finca del Bolugu, en la Pereda.
Bajamos por las Pozonas a salir a la carretera junto al Carril. Subimos el picu La Concha y bajamos a Trescoba para continuar a la izquierda por el camino al bosque Gidio y allí, volver a desviarnos a la izquierda para seguir llegar a la margen izquierda del río Melendro. Llevaba agua en abundancia y para vadearlo mi padre me subió a sus hombros hasta posarme en la campera que hay al lado del puente Requexu.
Desde allí se veían algunos vehículos aparcados en la carretera de la Diputación, junto a las huertas del Bolugu. En el alto que hace la carretera, en dirección a La Pereda, en una finca rodeada de matas de avellanos que aún se pueden ver a la derecha, estaba el aeroplano. Ya tenía una de sus alas cargada sobre un furgón aparcado más adelante y la otra descansaba sobre la hierba sin segar. Los mecánicos estaban atareados con el resto del avión, desmontándolo como si de un rompecabezas se tratase y sus piezas las iban metiendo en el mismo vehículo o en otros que allí había.
Regresamos por la Vega San Roque, junto a la capilla de la Guadalupe y la Escuela para adentrarnos por la Caleya Reciu, una vez cruzado el riu Xixón, en Parres, que es este caudal uno de los límites entre los dos pueblos; pasamos Corisco y el Cuetu las Cerezales para salir al Picu la Concha.
Con el tiempo, me enteré que lo que yo pensaba que era un avión, no era sino un planeador de los que remolcaban las avionetas de la Escuela de Vuelo sin motor en la Cuesta El Cristo de Cue. En cuanto tomaban altura, los soltaban y la avioneta regresaba al aeródromo sin su pupilo que seguía volando por encima de los pueblos en tanto que tenía altura suficiente para regresar. Aquél que recuerdo en El Bolugu, debió de quedarse sin altura y fue a aterrizar en una finca, justo al límite con la carretera y algunas de las casas del pueblo. Por suerte y habilidad del currito que lo pilotaba, no hubo desgracias personales que lamentar y creo que tampoco las hubo materiales salvo algunos deterioros que un buen carpintero no pudiese reparar.
Es curioso que un suceso tan importante para un niño, con el tiempo acabe por ocupar la esfera del ensueño donde lo real queda reducido a borrosas imágenes. Si tuviera que describirlo, diría que estaba pintado de blanco con bandas de color rojo y azul, pero no apostaría nada en asegurarlo.
El piloto revisaba los daños sufridos en las alas y el fuselaje como haría un naturalista al recoger un ave caída y buscase entre el plumaje posibles heridas.
Siempre que paso por aquel lugar, echo un vistazo a la finca y recreo el escenario del hecho allí acaecido, hace ya seis décadas. Aún se conserva la señal de cemento que anuncia el pueblo y, justo encima de ella, a la derecha, fue el lugar del aterrizaje. Al lado izquierdo de la carretera, aún percibo las paredes de la capilla de Sant’Ilario, que en el lugar decimos San Tilar, en un alto. Tengo estado allí en alguna de las excursiones domingueras con compañeros de escuela, cuando andábamos al buscu de ablanes por las huertas del Bolugu. Entre los escombros de la capilla quedaban aún restos del estuco de alguna imagen que traíamos como un verdadero tesoro, para marcar con ellos trazos de los distintos juegos: canicas, chapas, peonza, tres en raya, el castro, cascayu o tuxa, en los portales de la Escuela y en el pórtico de la Iglesia.
Como ya adelanté, era habitual ver los cielos surcados por una avioneta y su planeador que salían de los hangares del aeródromo de la Cuesta el Cristo. Despegaban ambos como madre e hijo unidos por el cordón umbilical y, una vez alcanzada la altura y la térmica adecuada, el planeador se desprendía de su nodriza para seguir volando y regresar por sus propios medios al aeropuerto. La avioneta se alejaba ronroneando,  ligera, por encima de la Peña las Garmas hasta sobrevolar el extenso valle costero y enfilar la pista de aterrizaje. El planeador a expensas del viento dominante y las variantes térmicas ascendía y hacía recorridos largos, en silencio, nos lanzaba los destellos del sol reflejado sobre su nívea carcasa hasta que por fin, perdía altura y se ocultaba de nuestra vista en cuando pasaba por encima de la Cuesta el Cristo.
He oído contar que anteriormente a la llegada de las avionetas al campo de aviación, usaban para el adiestramiento de los "curritos", que así llamaban a los aprendices de piloto, unos aparatos hechos de madera conocidos como "esqueletos" que se lanzaban con grandes gomas estiradas por caballos. Una vez en el aire, planeaban bajo, hasta dar con sus "huesos", con buena suerte, en algún maizal por Andrín, y San Roque. En ese caso, subía a lomos de los caballos que Abelino Mijares, “El Fraile”, en Cue tenía para esa tarea dispuestos.

lunes, 30 de diciembre de 2013

10.- Fantasías infantiles





10.- Fantasías infantiles.

 Al lado derecho de la cocina teníamos una pequeña caldera para el agua caliente, con una tapa latonada a la que madre hacía brillar frotando en ella con una piedra traída de La Arenal y un chorro de vinagre o zumo de limón. En la barra, también dorada, se colgaba el gancho de manejar las arandelas, el rodillo y alguna prenda recién lavada. La caldera se vaciaba por un grifo del mismo material que la tapa y la barra. Con aquellos cuatro litros de su capacidad, bastaba y sobraba para entibiar el agua de la palangana en nuestros lavatorios.
En mi fantasía, aquella humeante caldera me recordaba la máquina de vapor que hacía las maniobras en la estación, donde trabajaba mi abuelo Santos González Cue. Imaginándome ser el fogonero, la atizaba hasta poner incandescente la chapa y vigilaba el nivel de agua de la pequeña caldera. Había oído decir que si se quedaba sin agua podría llegar a estallar por los aires. No se andaban en miramientos los mayores con tal de prevenirnos de posibles peligros, lo que no me impedía que experimentase con el fuego. Con el hierro incandescente grababa los leños.
Mi abuela Araceli Sobrino Tamés me había llevado con ella un martes al mercado coincidiendo con el día de San Antonio, pero antes pasamos a dejar la comida a mi padre que trabajaba en la fábrica Lactosa. Tanto el ruido ensordecedor de las máquinas y el calor de la caldera como el olor del suero en polvo que en ella procesaban nunca jamás se me olvidarían. Sobre la fábrica había escuchado a mi padre narrar el funcionamiento completo y cuando entré en aquel pequeño espacio aislado donde estaba la caldera, a pesar de los manómetros, termómetros y demás mecanismos que la controlaban, aún me pareció más peligrosa. Desde aquel día, la caldera de nuestra cocina, me pareció de juguete.
El jerraderu es el lugar del que colgaban dos corvos de madera, por no haberlos de hierro, de sendos pontones de los que sostenían el piso superior. Del caldero esmaltado colgaba un canjilón blanco, usado exclusivamente para el agua de beber y cocinar. Los otros dos calderos eran de cinc y su agua, que también podía ser de los bistechos, se usaba para el aseo y la limpieza.

Todos los días había que ir a buscar el agua de La Jornica. Yo acompañaba a mi madre y me dedicaba, en tanto que ella rellenaba los calderos, tanque a tanque, a jugar en los pequeños manantiales que brotaban por el terreno junto a la fuente. La fuente en sí está construida con piedra y ladrillo revestido de cemento que cubre el manantial del que se escapa el agua por un aliviadero en cuanto supera un cierto nivel de carga. Por una abertura frontal se accede al agua con un cazo para cargar los calderos. Solía haber uno para uso comunitario sobre una repisa de la hornacina que también se usaba para beber por él cuando la sed nos acuciaba. Si no estaba el tanque en su sitio, arrodillados introducíamos la cabeza para beber del claro manantial con inmaculado fondo de arena blanca.
Era harto frecuente que varias mujeres coincidieran en la fuente, así como poco habitual que hubiera algún hombre, hecho que hoy en día no precisaría comentario alguno. Entonces se esperaban unas a otras, cosa que a mí me servía a propósito para alargar el tiempo de observación y recogida de berros, que así llamábamos a los renacuajos de rana. Aún recuerdo el gesto de izar desde el suelo el caldero sobre el mullido y colorido rueñu hecho de trapos viejos que ponían sobre la cabeza y cómo, sin perder la vertical y flexionando las rodillas, prendían las asas de otros dos calderos o latas. Tenían memorizada cada saliente de piedra y oquedad del camino y al llegar junto a la Rectoral se paraban con sus cargas encima a despachar la conversación iniciada y se despedían en aquella encrucijada camino hacía el Cuetu y Tamés, hacia Coxiguero y Tresierra, hacia el Campu el Roble o hacia la Caleyona y La Veguca.
Los primeros alejamientos que hice desde mi barrio, me llevaron a observar con detenimiento algunos edificios que producían en mí el ensueño de lo desconocido hasta que, pasado un tiempo, los fui visitando acompañado de algún amigo.
La casa Rectoral, camino de la Jornica.

Aparte del campanario de la Iglesia y el coro donde estaba el armonio, subíamos al Cuetu Mirador, perteneciente a la casa de Cospechu, en el que hay una casina o mirador al que se accede desde la casa, por un camino de piedra, residuo de una época de más esplendor económico anterior a la guerra. Desde una rendija de la vieja puerta pintada en negro, se adivinaba un arca y un par de sillas. Una ventana al norte permitía mirar la amplia banda azulada del cantábrico mar surcado con frecuencia por cargueros y barcos de pesca. Habrían de pasar unos años, para que rota la puerta y forzada la cerradura del arcón, una colección de fotografías y postales entretenían nuestra imaginación infantil.

En la huerta de Joaquina Romano, de la Caleyona había un pozo de agua que conservaba la cruceta de la que debió de colgar la polea, la cuerda y el caldero. Lo habían cubierto de tablones y grandes morrillos, por el peligro que suponía para cualquier niño intruso como nosotros, cuando la casa quedó deshabitada. Tenía allí unos cuantos manzanos, un par de perales sanjuaneras y un prunal a los que le dábamos continuos tientos con la pértiga. Los limoneros, ni por su conocida acidez, tampoco salían mejor parados. Era un acto de valentía para los críos entrar en aquel lugar mágico a cutir nidos de raitanes y cericos en las viejas paredes de la huertona, completamente tomadas de hiedra sobre las que revoloteaban verdaderos enjambres de abejas.

En la Casona de D. Fermín Gárgolas y Dª Paca Díaz, al morir estos, quedó viviendo unos años más Lola Díaz, asistida por una mujer hasta su fallecimiento. De esa manera le quedó el nombre de La Casona de Doña Lola y era otro de los centros de nuestro interés, aparte por el aspecto que tenía el edificio con sus enormes galerías acristaladas como por la dificultad que en sí tenía atravesar la alta verja, para acceder a las peras y a las naranjas. Pero como la herrumbre se había apoderado de la forja, nos colábamos por una entrada menor, en desuso que estaba ya tomada de bardas y ortigas. El ruido de los ventanales entreabiertos movidos por el viento y el crujido de las maderas al subir las escaleras de los dos pisos, junto con el aleteo de los murciélagos, añadían los detalles que les faltaba a nuestra imaginación calenturienta. Si llegaba la noche, no quiero ni contaros, pues a todo este misterio se añadía el canto de la lechuza desde una de las luceras abiertas sobre el tejado.
En la esbilla del maíz en nuestra casa, una noche otoñal en la que el viento había cortocircuitado el tendido, alumbrada la estancia del estregal por la mortecina luz del candil de aceite, escuché de crío una narración sobre el día que que murió la última moradora de la Casona doña Lola. Maximina Arenas, mi vecina, junto con otras vecinas más estaban acompañando a la mujer que agonizaba, y se habían ido a la cocina, pues a su lado bien poco podían ya hacer, más que rezar y eso ya lo habían hecho con toda la devoción exigible en tales momentos. Al poco, sintieron todas las del velatorio el golpe como de una silla al caerse en el suelo de madera, seguido de un aleteo de paloma que salía por la ventana entreabierta de la alcoba de la señora. Según sus creencias, se dijeron que con seguridad había sido el alma de la finada.
Desde esa noche en la que escuché dicho suceso, al pasar por junto a la alta muralla, miraba de reojo las grandes balconadas, y aceleraba el paso, hasta llegar al Cuetu desde donde ya divisaba los tejados de la casa y cuadra de mis abuelos en Tamés. De regreso, sobre todo si era atardecido, lo hacía a pura carrera, la vista puesta en la única luz del poste de la Rectoral, desde donde ya vería la Bolerina y la pequeña portilla del huerto de casa junto a la higuera.

La Casona Doña Lola.

El Palaciu de Gregorío García Fresno y Logia Díaz, a pesar de conocerlo por acudir en muchas ocasiones con mis padres a la esfueya del maíz o de tertulia, ocultó para mí rincones secretos, que sólo pude calibrar en su magnitud pasados los años, invitado por Logia, su última moradora, tras el fallecimiento de su segundo hijo, Javier.
No me extrañó la fantasía y misterio desatados hacia el lugar, en mi infancia y que aún mantengo. Siempre creeré, hasta que alguien me lo desmienta, que debió de ser algo así como un palacio del Temple, pues es mucha coincidencia que, a escasos cien metros, en el barrio de Tamés, hubo un convento monjil, como escuché contar entonces, a los más viejos del lugar y de cuya existencia da fe una inscripción sobre el cargadero de piedra de una de sus ventanas, junto a la entrada norte en la corralada de Fernanda Noriega Galguera. Es bastante común encontrar tan cercanas ambas construcciones. El Palacio tiene una gran galería bien orientada al sur. Se accedía a la parte habitada, por una escalera de piedra arenisca. Debajo está la bodega con altura considerable, con respecto al tamaño que suelen tener la mayor parte de las casas del pueblo. Enormes vigas están sostenidas por fuertes columnas prismáticas de roble, descansando sobre basas de piedra caliza.
Fuera, atado a una cadena, dormía Moro en una caseta, bajo uno de los muchos nogales del Campillín, y tenía por costumbre ladrar sin desesperación cuando alguien pasaba por el camino al otro lado del huerto.
En una noche de luna llena que yo regresaba de casa de mis abuelos, noté su negrura por entre las sombras de los nogales, saltó el muro y echó sobre mí sus dos manos, como saludándome y sentí sus ásperos y cálidos lametones en mi cara. Nunca más le tuve miedo y cuando pasaba por el camino lo llamaba y Moro me ladraba como lo hacen los perros a los que reconocen como amigos.


El Palaciu del Cuetu















viernes, 27 de diciembre de 2013

9.- La llegada de la cigüeña


El nacimiento de mi hermano, exactamente el mismo día y el mismo mes que yo, pero seis años después, dio un cambio considerable a mi infancia.
Me llevaban con más frecuencia a estar con mis abuelos de Tamés y quedarme incluso a dormir con ellos. Me los imagino felices por tenerme a su vera y yo lo estaba tanto o más. Por los cálculos actuales, tenían cincuenta y dos años, pero yo los consideraba como “viejos”, en el mejor sentido del término. Decir viejo, entonces, en mi opinión, no le veía el sentido peyorativo; más bien quería decir, sabio, entendido de la vida, porque habían podido superar cuantas dificultades les habían aparecido a lo largo del camino.
Me veo jugando junto a la casa de Tamés con una plataforma parecida a la que usaba Clemente para llevar por los pueblos el pan de Sousa. Me la había hecho el abuelo a partir de un costero de castaño con aquella pesada azuela que aún conservo de su recuerdo. Para las ruedas, cortó con el serrucho en rodajas un tronco y de la misma madera sacó una astilla para el mástil del que yo tiraba con una cuerda y lo hacía rodar por el irregular empedrado de junto a la casa. Trasegaba en él materiales que encontraba hasta las lastras de junto al leñero, donde tenía intención de levantar una cabaña como la que había hecho el abuelo en la huerta del Colláu.
Ven a desayunar – me dijo madre desde la ventana de la cocina y en cuanto entré por el estregal, añadió:
Vamos a ir después a conocer al hermanín.
No recuerdo haber preguntado nada al respecto, por lo que estoy casi seguro que me llevé una sorpresa buena. Ya tenía un compañero de juegos, como los demás amigos. Se había confabulado todo mi mundo, es decir, los vecinos de los cuatro barrios que entonces lo componían y la extensa familia de abuelos, tíos y primos carnales y segundos que la componían.
En no sé qué reflexiones podrá andar un niño de seis años, de los de ahora, con todos los conocimientos que tienen a su alcance. De lo que estoy seguro es que lo que más me asombraba era la forma en que hacían su trabajo las cigüeñas para saber en qué casa había que dejar tanto niño como nacía en el pueblo. En esos pensamientos andaba yo, mientras daba cuenta del tazón de sopas de pan y leche que me había puesto mi abuela y me imaginaba cómo sería mi hermano.
Asido a la mano de la abuela recorrí el camino entre los dos barrios. Aquel día también lo recuerdo muy soleado, por tanto, mi ánimo estaba alegre con la noticia. Por entre las ramas de los nogales del Cuetu y del Campillín del Palaciu, miraba al cielo por si veía a la cigüeña pasar.
El Palaciu, en el barrio El Cuetu


No soy a describir objetivamente lo que sentí al ver aquel niño que ocupaba la cuna que yo había dejado de usar hacía tiempo, obra de mi bisabuelo Félix Gutiérrez de la Vega.
–Como eres ya un mozo, –me había dicho mi madre hacía mucho tiempo, –vas a dormir en la cama del otro cuarto.
Yo me sentía bien en ella, en cuya ventana llamaban las ramas del limonero sobre los cristales cuando soplaba fuerte el viento.
Desde hacía unos días, la cuna ocupaba un rincón de la sala. Ahora estaba vestida con sábanas bordadas de azul y una caperuza redonda protegía la pequeña almohada. Madre estaba en la cama y tenía en brazos a mi hermano. Me mandó subirme a su lado y me mostró, bajo la blanca toquilla de perlé, la cabeza del bebé y le cogí una de sus manos. No recuerdo ahora si el sentimiento que me embargó era similar o parecido al que tuve en el nacimiento de mis tres hijos.
Los vecinos y familiares que acudieron a conocer al neofito se sentían obligados a confortarme con alguna frase que les venía al apaño y los menos me felicitaban a mí por el cumpleaños.
Desde aquel día, mi pequeño mundo alrededor de la casa y del barrio se fue ensanchando de forma paulatina. Me consentían ir a pasar unos días con mis tíos, Jandru, Ramón y mi prima Tere, que ya había cumplido los nueve, a su casa de los Jorcaos en La Pereda. En otras ocasiones iba a Vallanu, a casa de mis tíos Teru y Quini. Ese mismo año nacería mi prima Marta María.
Me dejaban ir con mi tío Pepe, cuando pasaba por delante del huerto camino de la finca de Tresierra que limpiaba antes de llevar las vacas a pastar en la primavera. Mi recuerdo más indeleble es cuando, para limpiar las malezas, les prendió fuego y me llevó de la mano corriendo en vilo, a parapetarnos por unas grandes rocas. Al poco tiempo, se escucharon varias explosiones. Era tan común encontrar munición de la guerra al cavar o limpiar las fincas, que suponía un verdadero peligro y la gente lo sabía. Un joven del pueblo había muerto al desactivar un obús que encontró en el monte.
Comencé a llevar y traer solo las vacas a las Llastrucas, Nozalín o Mañanga. Echaba las horas muertas por el camino de regreso. Estaban talando el bosque de la Cotera del Toral. Sentado en el muro de Los Carriles, observaba los carros de bueyes que tenían los hermanos, Segis y Carlos   con que bajaban los puntales para cargar el GMC que los llevaría al embarque en la Estación de Llanes. Sentía las hachas y los tronzadores acompañar el ruido acompasado de la respiración de los madereros, el gemido de las brengas de la madera y el grito de ¡Árbol vaaaa! al poco seguido del golpe de la copa del árbol sobre el suelo. El aire se saturaba del característico olor de la savia de los eucaliptos.
Yo las encaminaba  agrupadas para evitar que se dispersaran, pero no siempre lo conseguía. La Turca, la más vieja de todas las vacas del pequeño rebaño, detentaba el mando cuando olía que no era mi padre el que llevaba la guiyada. Si sentía capricho, corría por entre los árboles de las Llastrucas en busca de un peyu de agua residual de las lluvias y era seguida de las más jóvenes, para las que no dejaba ni gota que beberse. A trescientos metros más adelante, volvía a escaparse hasta la fuente y bebederos de Patica. Yo las dejaba que volvieran y las guiaba hasta la finca donde las encerraba. Al volver por la tarde a por ellas, volvían a meterse en el bosque de Patica.
De esa mi primera etapa de la infancia, guardo un recuerdo muy celebrado que contaré.
Me había mandado madre a llevar por primera vez la comida a mi padre que trabajaba con una pareja de bueyes, a la madera en el bosque de Bolao. Conocía el camino de la Calzada que, partiendo del Jogu, nos lleva hasta el río de la Palaciana donde madre solía lavar la ropa y yo la había acompañado muchas veces antes del nacimiento de mi hermano. Me encantaba jugar en las pequeñas playas de arena fina que dejaba en el camino con las grandes crecidas. Sigue el camino, me explicaron, que sale a la carretera de Bolao, donde te esperará padre. Así lo hice después de atravesar el crecido cauce por las paseras que hay a un lado del camino.
De seguido, el camino se adentró bajo un arco continuo de avellanos y alisos que impedían la entrada del sol y adquiría un aspecto de misterio, más bien provocado por la manía que tenían los mayores de darnos miedo a los pequeños con seres mitológicos y de leyenda. Por ello apreté el paso hasta dar vista a la carretera, donde había de esperar a mi padre, sin salir. Como aún no estaba, por creerme mayor, costumbre habitual en esa edad, olvidé la promesa de la espera y di el salto para atravesar aquel regato que por las lluvias había un poco más caudal de lo común. Llevaba la comida en el carpanchu que sujetaba con una mano por las dos asas unidas. Dentro iba la tartera con el pote de fabada, el chusco de pan, una botella de café con leche y una tajada de queso de oveja curado que encargaba madre a Irundina la del Cotaxu.
Al saltar sobre la única piedra que sobresalía del agua se movió y perdí el equilibrio que recuperé al posar mis pies sobre la otra orilla, pero, al equilibrarme con los brazos, se salió el contenido de la tartera, una buena parte dentro del cesto y el resto al fondo del regato de agua, del que rescaté con premura de entre la arena y cantos rodados, las patatas y el chorizo que acomodé como pude dentro de la tartera donde venían.
Al poco de terminar el rescate, llegó padre y nos fuimos a sentar dentro de un cobertizo. Como notó a la primera el desorden del cestillo, me preguntó qué me había pasado. Yo no era a contárselo con palabras, pues las lágrimas afloraban y tampoco hizo falta pues sus dientes dieron en morder alguna dura piedrecilla que a buen seguro yo habría tomado por tierna patata. Me tranquilizó cuando  acarició mi cara con aquellas manos encallecidas y agrietadas del frío y la humedad.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

8.- La magia de la electricidad



Mis abuelos paternos: Santos González Cué y María Jesús Martina Gutiérrez González

Vivíamos en un mundo mágico, cuando niños, aunque nos correspondió también vivir la magia de la electricidad y de la electrónica en sus inicios. Habíamos estado sumidos en un cenote, donde la luz del progreso sólo se dejaba ver por la estrecha mirilla de la censura. Fueron los emigrantes quienes nos aportaron la información que corroboraba lo que ya se empezaba a intuir: España se había quedado a la cola de Europa, en comparación con los países a los que ellos conocían: Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y Suiza, principalmente. No hay más que dar un repaso por las carteleras del cine y de los dibujos animados en color de los años cincuenta, que a nosotros nos habrían de llegar con dos décadas de retraso y en gris, salpicados por la “nieve” de las interferencias de las primeras antenas. A pesar de todas las desventajas, descubrimos por los cómics “adelantos” que aún tardarían en estar a nuestro alcance otra década más. Hablo desde mi propia experiencia, que no tiene que ser la del lector.
En la mayoría de las casas no se disponía de instalación eléctrica. En la nuestra, Zapico de Las Delicias de Pancar, electricista de la “Electra Bedón”, recorrió, con aquel característico cableado trenzado y protegido de algodón, alguna de las vigas, pontones y marcos de las puertas, aislándolo del contacto con la madera por tacillas. La electricidad entró por fin en las dependencias principales de la casa: los dos cuartos, la sala, la cocina, el comedor y el estregal. Así puedo decir que, como siempre conocí la luz eléctrica, el invento de la electricidad para mí no tuvo nada de asombroso. Pero para las personas de las generaciones precedentes que comenzaron a disfrutar de ella con más edad, debió de abrirles la puerta a futuros avances que nunca les dejaría de asombrar.
La corriente circulaba desde el poste más próximo a la casa por dos cables de cobre pelado sin aislar, hasta dos tacillas cerámicas que os aislaban de un soporte de hierro anclado a la pared o alero de la casa. Ni un único enchufe había sido colocado, porque no se echaba en falta para aparato alguno que enchufar.
Los caminos y las caleyas se iluminaban con la luna llena, si las nubes no la ocultaban. Nos guiábamos en ellos por sus reflejos en los charcos de agua. En algunos postes, los más cercanos a la carretera, colgaba una bombilla protegida por un casco blanco, de poca vida útil, pues era diana de desaprensivos tiradores con tiragomas.
La traída de la luz, como así la llamaban, era muy peligrosa. Los dos hilos de cobre recorrían los barrios, de poste en poste, aislados por las citadas tacillas de cerámica o vidrio. Por las noches de viento fuerte, era conveniente por seguridad, fijarse en que los dos cables llegasen a los postes del recorrido. Contaba mi abuelo en una ocasión, de un golpe firme con el palo pudo soltar el cable en el que había quedado atrapada una ternera que traía de abrevar en la fuente la Jornica.
En el poste que derivaba los cables a la casa, se colocaba un artefacto de cerámica, conocido como el campanu, que no era otra cosa que un porta fusible que cortaba el cable activo y se puenteaba con varios cables en su conjunto más finos que el cable cortado. Cuando se empezaron a popularizar las primeras planchas eléctricas, al conectarlas, como se sobrepasaba la resistencia de los fusibles del campanu, los fundían y había que bajar a Llanes para comunicarlo en Bedón. Desde los talleres de la Bedón, junto al histórico “Restaurante Bar La Gloria” se cortaba por medio de unas enormes cuchillas el suministro eléctrico a los pueblos, mas, en cada uno de ellos había una caseta con el correspondiente transformador con interruptor de cuchilla para el caso de las reparaciones.
Cuando se juntaban varios avisos de avería, era Zapico quien acudía en su bicicleta, con el material preciso para cada caso de avería y, habitualmente el cinturón de las herramientas y los trepadores. Dejaba su bicicleta apoyada en el muro del huerto y se colocaba aquellos ganchos que me recordaban a los artejos de los vacalloros o pilla dedos. Se sujetaba arriba con un grueso cinto de cuero y los trepadores mientras hacía su labor. Ya reparado el fusible con otros cables nuevos, con el buen carácter que le caracterizaba, sonreía cuando madre se disculpaba echando la culpa a la última tormenta eléctrica, porque también era cierto en algunas ocasiones. El caso era que, justo el día anterior que padre había cobrado el salario mensual en la “Fábrica Lactosa” de San Antón, se había pasado por el establecimiento de Jayo Estefanía Rodríguez para comprar a plazos la primera plancha que yo conocí. Tenía el asa de madera estriada para sujetarla bien y un apoyo de cerámica blanca para posar el dedo pulgar. Como no había instalado un solo enchufe en casa, ni tampoco idea de colocarlo, Jayo le puso en la caja un ladrón para enroscar en el casquillo portalámparas.
Para poder usar la plancha, había que ampliar el contrato con Bedón y abonar, por supuesto, un complemento bimensual para que retirasen del poste de acometida, el chivato.
Yo, por el nombre común que se le daba, esperaba que aquel dispositivo sonase, pero a lo sumo, observaba desde la galería, en los días de lluvia, los chisporroteos que hacía. Me entretenía con las carreras de gotas que se deslizaban por los cables hasta formar una más gruesa y al caer se perdían en los charcos del camino.
No obstante, siguió usándose la vieja plancha de hierro que posada siempre en la chapa era usada para calentar las frías y húmedas sábanas, a nuestros pies.
Otro de los primeros aparatos eléctricos de que tuve conocimiento, fue la radio. En un armario de la salona de la casa de mis abuelos en Tamés, que servía más bien de desván de la casa, guardaban la primera radio que conocí con Onda Corta, Pesquera y Media. Tenían gran alcance de recepción, pues tanto se podía escuchar la BBC de Londres como La Pirenaica, emisiones que las convertía en una ventana al resto del mundo por la que el Estado prohibía asomarse.
Mi abuelo materno, Marcos Noriega González, la había comprado a un técnico en radios, de apellido Preciados que las componía en el barrio de la Moría, según me contó mi madre, antes de la primera vez que el abuelo había emigrado a México. Recordaba que, en una ocasión en la que fueron mis padres, ya casados, al Teatro Benavente para escuchar al “Coro Santiaguín”, volvieron a ver al citado técnico entre los componentes del grupo coral. Esa radio alimentó al abuelo las esperanzas del cambio político, en un plazo breve que, por cierto, no tuvo la ocasión de ver en vida. Por las noches, subía a escuchar con unos cascos por que nadie oyera desde el camino el característico ruido de fondo ni la música de su emisión predilecta.
Giraba el mando de encendido hasta escucharse un clic y a zócalo descubierto, se podían observar las válvulas que se calentaban y emitían una extraña luz entre otros componentes, entonces desconocidos para mí y, supongo que para el abuelo. Los distintos componentes me sugerían las casas de una imaginaria ciudad por las que circulaba aquello que llamaban electricidad. Con el otro botón se movía la aguja tras el cristal del dial hasta lugares lejanos como París, Roma, Berlín, Viena, Moscú, Pekín, Tokio, Nueva York, Buenos Aires, La Habana, Lisboa, Madrid… En el altavoz se oían extraños e inquietantes ruidos que no eran otra cosa que mensajes en Morse.
Cuando iba a casa de mis abuelos paternos, me gustaba mucho manipular la radio que mi abuelo tenía en la galería, lugar en el que pasaba el día, tras la amputación de una pierna, durante los doce últimos años de su vida. Rara vez la vi encendida, ya que la amplia cristalera era el anfiteatro desde el que le permitía contemplar el Texéu como la carretera del Carril, por la que circulaban a diario numerosos camiones de la cantera de Santa Marina. Con su cachaba saludaba a todo el mundo que para allí mirara; los conductores le respondían con las luces largas o la bocina y los viandantes le devolvían el saludo o se paraban un rato a charlar; desde allí veía a los proveedores de leche a Graciano y Raúl Villar que enfrente tenían el entoldado carro de recogida, mañana y tarde, lo mismo que la clientela de la tienda y bar "El Fresnu" de Otilia Fernández y Nano Quintana, a todas las horas del día. 
En los días que debí guardar cama de la mayor parte de las enfermedades habituales entonces en la infancia, y que debí de pillarlas todas, me dejaban la ventana de mi cuarto entreabierta, por la que no sólo entraba el sol y aire puro, sino también los programas de la radio de casa Ramonín Tamés Blanco, enfrente de la nuestra. Era el programa, salvo a la hora de siesta, un conjunto de Partes, oraciones, novelas, anuncios comerciales... para cerrar con el programa “De España para los españoles”.

martes, 24 de diciembre de 2013

7.- La casa







La casa en la que nací es más bien pequeña, pero para la percepción de un niño me parecía extremadamente grande.
La había mandando construir un emigrante a Cuba, a principios del pasado siglo, para residencia en la vejez de dos hermanas suyas.
Fue pasando el tiempo y las hermanas no llegaron a habitarla. Filomena Sobrino Rozada, sobrina de las dueñas, se la alquiló a mis padres, de recién casados. Corría el año 1947.
La casa había sido estrenada por el capataz de la carretera que se estaba abriendo de Llanes al Mazucu, hacia los años 1915 ó 1916. Me baso en que mi abuelo Marcos, nacido en 1902, había comenzado a trabajar con catorce años en la apertura de la caja en el Cuetu Trescoba, lo cual no es óbice para que la casa hubiera sido construida unos años antes.
Después estuvieron viviendo en ella, en períodos distintos, dos hermanos de mi abuelo y su familia, primero, Ramón Noriega González y Joaquina Romano y después Wences Noriega González y Serafina Bustillo Varela, cuyos hijos Cines y Siti Noriega Bustillo, nacieron en ella. Con posteridad, fue utilizada por unos vecinos del barrio en tanto que les arreglaban la suya.
El caso es que los tabiques de ladrillo encalado con arena de playa, ofrecían ya abundantes deterioros. Tampoco tenía luz eléctrica y mis padres mandaron instalar primeramente, un par de bombillas, una para cada planta del edificio, que me precedieron a mí por lo que cuento, es de oírselo decir a mis padres. No se arrinconó del todo al candil de aceite ni a la palmatoria para los frecuentes apagones por tormenta y averías que sufría la precaria línea que llegaba al pueblo desde la Central de Purón. También de oírlo decir, en la casa de mis abuelos maternos, tenían una única bombilla, cuyo cordón se subía y bajaba por el hueco de la escalera para iluminar ya sea la habitación principal, la salona, el estregal y la cocina.
El reparto primitivo de mi casa era éste: Abajo, tenía el estregal que repartía la entrada al comedor, a la cocina, a un cuarto despensa y a la escalera.
En ese corto espacio que a mí me parecía enorme, jugaba con mis canicas de barro y otros juguetes. El suelo era de ladrillos macizos asentados sobre arena de playa. Por la esquina rota de uno de los más centrales podía levantarlo y lo convertía en un provisional "gua". A falta de contrincante, jugaba con dos canicas de barro de distinto color y hacía también de árbitro.
Otra diversión para mí consistía en buscar los cochinillos del diablo, tijeretas y hormigas perdidas entre el montón de leña de la h.ornina de la cocina o algún reguero de hormigas que se colaba por las rendijas entre los ladrillos de las ventanas o del suelo. Me tumbaba para verlas de cerca y contemplar así el ir y venir suyo. Admiraba cómo se saludaban entre ellas entrechocando las antenas y ponía texto a sus charlas:
“ – ¿Voy bien por este camino?
– Sigue el sendero marcado y, al llegar a la esquina, encontrarás un terrón de azúcar. Hay que retirarlo antes de que nos lo lleven los moscardones.” – decía yo cambiando de voz.
Solía ponerles en su trayecto migas del cajón del pan, pero esta vez les había dejado una pizca del azúcar moreno que teníamos en una taza sobre el aparador. Me gustaba verlas atareadas en llevarlo a su madriguera bajo el peldaño de arranque de la escalera, una roca roja labrada con toda seguridad traída de la playa de Andrín.
Arriba, la casa disponía dos cuartos sobre la cocina y la despensa; la sala sobre el comedor; la galería y el hueco de la escalera al desván, cerrado por un puerta.
La voz de mi madre hablando con Máximina Arenas González en La Bolerina me sacó de mi investigación. Coloqué en su sitio el ladrillo, eché unos troncos al fogón de la cocina, tarea que había olvidado por culpa de los juegos y salí a recibirla.
La casa contaba también con un cuartucho reducido, que yo no me atrevo a llamarle excusado, entre la cocina y el trastero, pero que nos servía como tal. Tenía una simple tabla que a modo de tapadera impedía la entrada de algún bicho del sopláu al que comunicaba, construido con ladrillos y al que iba a parar también las aguas del albañal. Apenas tendría yo los tres o cuatro años, cuando Daniel Sánchez de la Vega, que hacía de albañil en el pueblo, tiró el tabique que lo separaba de la cocina, clausuró el maloliente desagüe y trasladó el albañal junto con el h.erradero del agua a otro sitio, con lo que en el hueco dejado se pudo colocar un aparador que había encargado a Pedro Sobrino, “Cagata”, el carpintero de Pancar. Además, “Dosio”, con restos de azulejos que trasegó de acá y allá, alicató la pared y mesetas de junto a la chapa de la cocina, dándole, para aquellos tiempos, un toque de mejora y modernidad con respecto a lo que había con anterioridad.
En un rincón del estregal, bajo el segundo descanso de la escalera, se habilitó el aseo, bien iluminado por la ventana en la que teníamos colgado un pequeño espejo de mano y sobre su alféizar, un caparazón de vieira para retener la escurridiza concha del jabón "Chimbo". Había también un estante, bajo los peldaños, donde padre colocaba el jabón de afeitar “La Toja”, la brocha, la maquinilla de afeitar y la caja de cuchillas “M.S.”, lejos de mi alcance. El clásico palanganero de metal con la toalla de él colgada y la jofaina blanca debajo eran los elementos imprescindibles de nuestro diario aseo. Para los sábados, se usaba además la batea y el caldero-ducha que se colgaba de uno de los pontones del cuarto trastero, lugar un poco más discreto, que servía lo mismo para guardar la bicicleta de padre que un saco de carbón y el cajón de maíz de las gallinas. Éstas accedían por la ventana que da al norte, desde el recinto vallado con tela metálica para depositar su preciado obsequio en unos ponederos de hierba que madre había para ello habilitado.
En la cocina, el fogón tenía una chapa de hierro con sus tres arandelas donde mi madre hacía fuego para todas las comidas y para calentar el agua de la pequeña caldera que se extraía por un grifo a la palangana.
Las cocinas de entonces se decían “económicas”, porque llevaban una chapa de hierro dulce que mantenía la temperatura consiguiendo así una cocción más controlada y tanto se podían alimentar por leña, turba o carbón.
Encender la cocina puede parecer sencillo, pero hay pasos previos para no llenar la casa de humo y eso se controla por medio del tiro de la chimenea y la puerta del cenicero. Para los días fríos y húmedos conviene calentar previamente el cañón de la chimenea, introduciendo por la puerta del registro, un manojo de hojas secas, al que prendemos fuego para cerrar de inmediato la puerta del tiro. Cuando se oye el bufido de las llamas ascendiendo por el cañón de la chimenea, se cierra bien la puerta del tiro y es el momento de darle cerilla al fogón que previamente ya hemos provisto de hojas, justes y mollejas de eucalipto. Hoy es más asequible el papel, el cartón y el carbón, pero en aquellos años de que hablo, esos elementos eran bienes escasos para la mayoría de las casas. Inclusive también los fósforos y cerillas. Recuerdo ir por encargo de madre a buscar fuego a la casa de La Veguca, porque tenían llar y solían mantener encendidos los últimos troncos de la noche, tapados con ceniza para que quemaran lentamente. La tía Marina Arenas o su hija Concha Fernández Arenas con las pinzas me echaban un par de ascuas en un caldero de cinc que para tal encargo yo llevaba.
En otras casas, conocí los llares que funcionaban a tiro libre bajo una campana que tragaba el humo del fuego sobre el que pendían las relleras de la que se sujetaban las calderas de cobre y el tambor de las castañas; sobre las trébedes el pote, la sartén o la chapa de hacer los talos.
A un lado del llar había previsto un rincón donde se ponía un banco para sentarse a desgranar el maíz, esbillar las h.abas, tejer o charlar, al amor del calor guardado en los rescoldos, la ceniza y la piedra de las paredes. Antes de irse a la cama, se apartaban los rescoldos de la piedra llar, se barría la ceniza para colocar encima de ella la masa de harina de maíz sobre unas hojas secas de castaño y se la cubría con una palangana vieja. La borona de maíz, los tortos y el talo eran, antaño, el pan de los pobres, eso se solía decir. Junto con la leche recién ordeñada era un buen comienzo del día. Hogaño, en la cocina tradicional atrae al turismo.
¡Cuántas historias y leyendas no se habrán contado e inventado junto al llar!
Recuerdo a Pelayín Noriega, albañil de Cue, cuando venía en bicicleta. En el tejado dio un repaso a las tejas movidas por los vientos huracanados que producían varias goteras. La que bajaba por la chimenea fue imposible de quitar. Habría que esperar unos años hasta disponer del cemento, porque la cal no hacía bien de aislante.
En los días de tormenta, el monótono martilleo de aquella gotera sobre una batea de zinc en el desván era continuado al poco, cuando ya me adormilaba, por otra nueva nota más grave, esta vez sobre las tablas. Mi padre subía para tratar de quitarla volviendo a su lugar alguna teja movida por el viento o corregía la inclinación con un cascote entre la teja y la ripia. Cuando esto no era posible, un nuevo sonido se sumaba al primero sobre alguna olla, lata o caldero. Tres, cuatro y más registros musicales recuerdo haber escuchado en mis noches e duermevela, que es cuando los sonidos se perciben con mayor intensidad, pero al final, me dormían. De las cuadras de Clemente Sobrino y de Mino Sánchez me llegaban los sonidos de las campanillas bien templadas que las vacas tañían con el rumio. Junto a mi ventana, las ramas de la vieja encina, hacían chinescas con la luz de la luna y aullaba con las ráfagas del viento. Acabé acostumbrado a tan familiares sonidos.



lunes, 23 de diciembre de 2013

6.- Por un helado de "Revuelta"


Motocarro que usaba el hijo de Lisardo Revuelta para las romerías de los pueblos. En esta foto, para las fiestas de Pendueles.
 A las numerosas experiencias personales que se habían prodigado ese año habría de añadir aún otra de marcado impacto personal como fue la extirpación de las amígdalas que venían siendo el foco constante de mis catarros y gripes, dictamen médico Dr. Miralles que atendía mi garganta y la de muchos llaniscos.
Era un día soleado, al menos así lo recuerdo ahora, a pesar del trauma que supuso para mí. No sé por qué motivo, todos mis recuerdos visuales se enmarcan en un paisaje envuelto en mucha luz y muy pocos lo hacen en días toldados. Creo que es por mi tendencia a ser optimista.
Caminé contento la primera parte de los tres largos kilómetros, pues tenía ilusión por ver las barcas de los pescadores amarradas en el muelle y el oleaje de la mar rompiendo contra las compuertas junto a la playina del "Sablín". La mitad final del trayecto transcurrió en parte por el sendero que cruzaba las fincas de la ería, desde la cantera de Collamera, límite de Parres con Pancar, hasta el camino que junto a la boca del túnel llevaba al alto de Tiebes. En ese sitio, un mercancías que preparaba las unidades antes de partir, asomó su cabeza por el negro hueco abierto en la roca. Una negra nube de humo ascendió por el arco del túnel a enredarse entre las cañas de los numerosos laureles que poblaban la peña. Esperamos un rato a que terminara la maniobra y luego que volvió a tragarle la tierra, cruzamos las vías para salir junto a la entrada principal del Palacio los Altares y la capilla de La Salud. Seguimos bajo las copas entretejidas de los plátanos hasta llegar al alto. Las piernas se me volvieron remolonas, en cuanto dimos vista a los tejados de las casas de la villa. A la derecha, la Cocina Económica a pie de carretera y al fondo, en la lejanía, el majestuoso palacio de La Guía en fuerte contraste de estilo arquitectónico con otros existentes aquí; detrás de sus torres, destacaban los encalados muros de la capilla de Nuestra Señora de la Virgen de Guía, con su espadaña recortada en una franja de azul marino ocuparon mi atención. A nuestra izquierda, quedó el Hospital de los Altares. Bajamos a la derecha por las escaleras de Cagalín, al pequeño puente sobre el río Carrocéu, junto al molino, que también era central eléctrica y fábrica de hielo.
Por un momento, había olvidado el motivo de aquella preciosa excursión. En la fachada del bar “El Ferroviario”, que estaba en la Calzada descubrí la magia del artista que había conseguido que la máquina pintada en una esquina de su fachada, la mirase desde no importa qué sitio, siempre parecía venir al encuentro. Al rebasarla, la seguía mirando con el rabillo del ojo y ella me seguía. Creo que no fue ese día que la vi por primera vez, pero hasta que desapareció bajo una capa de pintura nueva en la fachada, seguía volteándome para comprobar si me seguía. Otro de los símbolos de nuestro pasado, que fue borrado para siempre.
Con esta contemplación me olvidé de la operación, y pasé a imaginar qué dos sabores tendría mi helado. En una de las habitaciones del “Hotel Paraíso”, pasaba consulta el cirujano que venido desde Torrelavega, un día determinado de la semana.
Subí las escaleras despacio como si algo tirase de mí, con bastante pesar, contando los peldaños. Llamó mi madre con el picaporte y se escucharon unos pasos que se acercaban, el crujido de la madera del piso y el chirrido de la cerradura. Abrió una mujer que nos sonrió y nos hizo pasar. Llevaba una bata blanca. Me preguntó cómo me llamaba, para cerciorarse de que yo era el paciente al que esperaban. Hacía tiempo que mis padres habían pedido cita a través del doctor Miralles que me había atendido en su consulta particular, en la casa de estilo palacete que hay junto al Convento de la Encarnación.
Logré que apenas saliesen las palabras del cuerpo por estar sumido en catalogar todo el contenido de la clínica. Mi mirada se había detenido sobre las pinzas, tenazas y otros raros artilugios cuya forma y aspecto no me daban muy buena espina.
Salió el doctor, con su bata verde y una linterna sujeta a la frente que me miró, pero no me dijo nada, como ignorándome. Pidió a mi madre que me sentara en una silla de estilo de las que allí había. A mis espaldas recuerdo que estaba el ventanal por el que entraban con desgana los rayos de sol a iluminar el local. Me sujetaron a la silla con una sábana, con los brazos a los costados, pero mis manos quedaron libres para asirme a las recortadas perneras de mi pantalón de tergal gris que había estrenado para la primera comunión. Recé a todas las vírgenes y santas que se me vinieron in mente, pero no lloré.
Abre más la boca – dijo el barbero con un tono de voz, segura, firme, de quien está acostumbrado a mandar. Obedecí y cerré los ojos cuando sentí el abre boca con su inolvidable sabor a metal. La enfermera me animó, con más amabilidad que el cirujano, diciéndome que iba a ser cuestión de pocos minutos. Me confié con el ánimo de la señora y me relajé a mi propia suerte. Abrí los ojos un instante y observé a la enfermera cómo prendía el alcohol de la bandeja del instrumental y vi que unas azuladas lenguas de fuego se elevaban. El olor del alcohol quemado invadió la estancia.
Busqué la mirada de mi padre. Me hizo un guiño de aprobación por mi valentía. Aflojé la tensión de mis músculos y me abandoné algo más relajado en la silla. No se me hizo muy largo el tiempo que echó el galeno en recobrar las dos presas que me mostró una a una según las iba extrayendo entre las garras de la tenacilla.
Ya está; – dijo – has sido muy valiente.
La enfermera deshizo el nudo de la sábana con que me había atado a la silla y me limpió con ella la sangre de las comisuras de mi boca.
Madre le preguntó si era conveniente que me diesen un helado. Contestó el cirujano que me venía bien para evitar la hemorragia. Sonreí como pude cuando nos despedimos de la amable enfermera que nos acompañó hasta la puerta a despedirnos y bajé las escaleras de dos en dos los peldaños.
Quise hablar y decirles que las dos bolas del helado habrían de ser de nata y chocolate, pero no fui capaz de emitir sonido alguno, tal era el resquemor que sentía por dentro de mi garganta. Señalé las dos cubetas preferidas al heladero de Lisardo Revuelta que nos despachó, pero, al fin y al cabo, tanto me hubiera dado que fueran de otros sabores. Con el primer lametón, sentí que la garganta se me dormía y aminoraba el ardor de la herida.

Caminé con mis padres por el muelle del pequeño puerto, mientras despachaba despacio, para no acabar nunca el rico helado. La brisa salada y yodada del mar llenaba el puente. La plaza estaba llena de puestos de verduras y otras mercancías. El olor a pescado se mezclaba con los olores a quesu picón del puesto de Colio. Pasado el Cotiellu, poco trecho antes de la fuente los “Tres Caños”, tenía aparcado el coche de punto Víctor Torre. Decidieron alquilar sus servicios, con toda seguridad, para ahorrarme la caminata de regreso a casa. Subidos al coche, durante todo el trayecto, no perdía detalle de los movimientos de Víctor en el manejo del volante.
Cuando me bajé en la Bolerina, apenas sentía la quemazón. El helado había sido mi ánimo inicial a la vez que mi medicina. Otra cosa fue al intentar comer ese día y el siguiente.